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Un árbol es el bosque.

Tenderse bajo su follaje

es escuchar todo el sonido,

conocer todos los vientos

del invierno y del verano,

recibir toda la sombra del mundo.

Detenerse bajo sus ramas sin hojas

es rezar todas las oraciones posibles,

callar todos los silencios,

tener piedad por todos los pájaros.

Pararse junto a su tronco

es levantar toda la meditación,

reunir todo el desapego,

adivinar el calor de todos los nidos,

juntar la solidez de todos los reparos.

Un árbol es el bosque.

Pero para eso hace falta

que un hombre sea todos los hombres.

O ninguno.

Roberto Juarroz

GERMÁN MACHADO

BOSQUES

hay un bosque adentro de este bosque

y en el claro hay un claro

lo tremendo no se detiene

la voluntad

atraviesa la luz

trasluce

soporta la mirada

hay un bosque de formas inestables

la tierra se ha movido en un temblor de ramas

y en la fronda beatífica los bronquios

exhalan un hado de desastres

hay un bosque de efigies que reclaman

un pensamiento lúcido

la oscura voluntad del viento

el implacable devenir del aire

las fuerzas sobrehumanas

en este bosque un claro

y en el claro un albor

mano que ahora se extiende

pierna que se adelanta

ya no avasalla el miedo

el día no se escapa

y un destello en el aire

a tiempo se descalza

un bosque adentro de este bosque

y en el claro otro claro

ELEGÍA

abrazaste daños que no correspondían

y una causa doliente

túmulo, tumba

seca mujer que en tus aliños desfiguras

al que mira de lejos y maldice

decir de fruta seca, árbol caduco

ramo siniestro de flores y cenizas

estropicio de épocas mejores

cuando el viento rozaba

la piel como una dicha

de estar al sol, saber

que era posible

el cuerpo erguido

los pechos garbos

esa forma de esbelta gallardía

dije mujer

y ahora me corrijo:

nombré la macilenta

dolencia del que vive

Le pide al agua…

le pide al agua que se quede quieta

que no siga fluyendo

que detenga

la burbuja y el círculo

la onda

el movimiento

orilla en una orilla

esa quietud incierta

le pide al agua que lave su conciencia

ÁLVARO OJEDA

NARCISO

Entre espejos, los corredores penumbros

perdieron a Narciso repetido,

lo perdieron los ecos de los espacios

en la galería del barquero,

el mar que trepaba a sus ojos

era pulcra criatura reflejada,

vivida por acaso de ruego

en negarse consecutivamente

Viajero imposible de sustancias

(todo es uno y probable)

no respetó la indiferencia,

el tañido lejano de la lluvia

que deja o muere en silencio

su propina chasqueada,

no desligó su razón de la engañosa

fibrilla del paredón calcado

siendo el destino suma de igualdades

Rapsodia de imprecaciones conocidas,

hasta su belleza fue recuerdo,

y nadie agrietó la ceniza que lo cubre,

su cubierta también era ceniza,

y fue amado y llorado por las retenidas

Proserpinas de la inmensidad girada

Los rastros de su brillo nos están concedidos

[sabiamente,

una hilera de fuegos filtrados en los goterones

que deja la lluvia donde se posa monótono el

[caracol,

la fruta escanciada por anónimos puñales,

las mujeres que fruncen sus pañuelos en las

[puertas de las oficinas,

y enmudecen los espejos rubios de las farmacias.

Estas dos mujeres…

estas dos mujeres que recogen ramas secas para

[el fuego

y se agachan como horneros y miran sigilosas

[los límites

del imaginario terreno que las contiene

y vuelven a trillar el mismo predio con

[pormenorizado

detalle

llevan menos de lo que dejan

son trabajadoras del infinito

una de ellas todavía deslumbra y se opaca

[quedamente

bajo un pino del que ha tomado despojos

la otra huye del sol del mediodía y es gruesa

como el desencanto

la que aguarda el duelo por su vida en el horizonte

no me ha mirado

la que masca el mal gusto de haber sido

ya no sabe mirar

HISTORIA / III

Soy un hombre que mide la esperanza

por el débil bajío de una vela,

todo lo consumido se revela

infiel alucinado de balanza

Aquello ya perdido y sopesado,

en el acto de ser se maravilla

de haber sido la forma más sencilla

que tuvo el horizonte en el pasado

La mano desgajada en el madero,

hexámetro, bastilla, dictadura,

el instante preciso en que la cura

teofanía será de un carpintero

su atavío fatal. La historia cuece

un antes y un después que es indistinto,

porque es torpe el boyero y el instinto

es fingido recuerdo que decrece

Ya no estamos aquí, ya no deseamos

más que el abrigo, el sueño, la palabra,

el sésamo anhelado que nos abra

la aldaba del elíseo que inventamos

Entonces vuelve el cielo y la frescura,

enceibado confín, vientre que acecha,

silencio primigenio, miel, cosecha,

y la hoz queda en vilo y la negrura.

SELVA CASAL

POEMA

Hasta ahora nadie ha podido convencerme de

[nada

nadie ha podido enseñarme nada

que yo ya no tuviera en mí escondido

por más que abrían de par en par las puertas

llegaban flores y telegramas

pistilos goces lunas

indagué la luna y lloré su esqueleto

lo único que deseo es un jardín

casi sin flores poca luz

cartas que se derrumban

por qué despierto así por qué no muero

y si muero renazco siempre

los malvados Menfis conocen ya de sobra el

[camino

algo en mí florece sin cesar

ay los rostros que dejé perdidos en la niebla

los pasos

los mundos que por mi culpa han muerto.

Y AHORA TODOS ME PREGUNTAN SI TRABAJO

Y ahora todos me preguntan si trabajo

y en qué

yo no sé hacer nada

es una pena

porque podría qué diablos de existencia

tomar un día a la deriva

y emborracharme bien de lluvia hastío

yo tenía sangre para mil hijos

podría haber tenido en mí todos los sexos

mil pies como las orugas

si pudiera vivir en carne viva como los locos

si pudiera tener la inocencia de los animales

odio la corrección el orden

y quisiera quedarme muchas muertes tendida

mirando las estrellas

es desesperante

chinches botas de agua perchas

en 1980 la inmobiliaria el semen

en 1980 casi parece normal

miro a la gente como si recién hubiera nacido

como si estuviera naciendo

y no sé si donde ni por qué

por acá vivieron mis padres

buenas noches

por acá yo amaba a mis hermanos

buenas noches

pero a todos abandoné

por subir esas escaleras esos ángeles.

EL QUE MUEVE LAS GARRAS

Comemos y seremos comidos

porque parece que dormimos

despertamos

a la sombra del árbol de la vida

hice un bosque con un lugar para cada alimaña

se engarzó de planetas

y con trozos de arcilla labré mi descendencia

tal el amanecer hace los días

culpa no hay

nadie se precipita

y aquel dolor no está

está otro

es otro amor el que mueve las garras

HUGO FONTANA

EL SACRIFICIO DE LA MANO DERECHA

Fue y vino.

Ya soy viejo y desde hace tiempo considero que algunas experiencias que se siguen asomando a mi vida merecen una valoración especial. No es hora de enumerarlas, aunque todas ellas podrían remitirse al escenario del sexo. Sin llegar a la manía, lo demás es trivial.

Ella fue y vino y se fue sin prometer otra cosa que el rastro dejado. Me contó infinidad de historias y una en particular que repitió con dolor, un ritual, parte de la vida de una de sus amigas, un encargo que intentó cumplir según la palabra dada pero que la fortuna le impidió. Me permitió compartir la tarea.

Una de las primeras noches que estuvimos juntos, vimos en un bar a un quinteto interpretando temas de Ástor Piazzolla. El bandoneonista abría y cerraba el instrumento golpeando las teclas con los dedos de la mano izquierda, la mano derecha con los dedos cerrados, sin hacer otro movimiento que el impulso de abrir el fuelle dorado y punzó. Así pasó buena parte del recital. Solo en algunos tangos la mano derecha asumía una sofisticación para la que estaba hecha, aunque acaso lo verdaderamente sofisticado era su callada contención.

Aproveché para contarle que una vez, en uno de los bares de Bourbon Street que había visitado muchos años antes, había visto a una banda de jazz clásico, hombres blancos en tierra negra, trajes y corbatas, vientos suaves, un piano, un contrabajo y un batero disneico y viejo con escobillas en las manos. Acariciaba los parches mientras cada cinco segundos buscaba aire levantando el rostro y ensanchando el pecho, aspirando con alguna fruición. Le dije que nunca había visto arte más difícil que la delicadeza de ese hombre tocando un instrumento hecho para golpear.

¿Cuántos kilómetros hay entre Nueva Orleáns y St. Petersburg?

—Oh, lord, viví en St. Pete los últimos seis años.

—Yo quería conocer St. Petersburg, ir al museo Dalí y después conducir hasta Cayo Hueso para ver los gatos de seis dedos de Hemingway –le dije.

Me quedó mirando. Un instante después, por debajo de la mesa, me abrazó las piernas con sus larguísimas piernas. A eso me refiero.

Hacía un mes que había vuelto de Estados Unidos tras vivir catorce años, ocho en Texas y seis en la Florida. Eso fue lo que me contó esa noche y todas las que nos seguimos encontrando.

En una guía turística buscamos fotografías de St. Pete, del malecón (the pier). St. Petersburg nació cuando el emigrado ruso Meter Demens continuó el tendido de Orange Belt Railroad, el Ferrocarril del Cinturón de la Naranja, hasta la península de Pinellas en los años ochenta del siglo XIX, decía la página dedicada al lugar. Se enfrascó en las fotografías, se extinguió unos segundos. Lord, dijo. El pier es un edificio de madera y cemento que parece una pirámide invertida con rectángulos de muchos colores, al que se llega tras recorrer un larguísimo muelle. Azul y verde. El agua es verde (el mar Caribe) y las playas son largas como tus piernas.

Entonces me contó la historia de su amiga Rebeca, con quien iba todas las tardes a las playas de St. Pete, una mujer mayor que ella, arrasada por la soledad, por el alcohol solitario y nocturno, por la muerte de un hijo.

—El hijo de Rebeca, Patrick, murió a los 28 años –me contó–. Cuando le avisaron, estábamos juntas. Cuando le hicieron la autopsia a Patrick, los médicos le encontraron ocho drogas distintas.

Nos seguimos viendo. No soy hombre de pasiones morigeradas, aunque he alcanzado cierto control, fruto no de la sabiduría sino de los dolores de la derrota. Sin embargo, fue ella la primera en dar la voz de alerta.

—Be care –dijo.

Eso merece una sonrisa.

Otro día me contó que las noches de despiadada luna llena Rebeca tiraba una botella al mar (message in a bottle, así) con un papel, con un mensaje escrito, con la certeza de que le llegaría al hijo muerto a los 28 años y con ocho drogas distintas en su cadáver. Con la certeza de que el muchacho leería esa línea breve, secreta.

—Fuck, man, el Caribe nunca nos devolvió una botella. Rebeca merecía que yo la acompañara. Después tomábamos tequila en la playa hasta el amanecer, y ella pasaba unos días sin pensar en Patrick o pensando que Patrick había recibido su mensaje.

Nos vimos una y otra vez. Vimos el video de un recital de Piazzolla en Nueva York y lo escuchamos explicando lo importante que era dominar el bandoneón. Tocaba generalmente sin abrir la mano derecha; los dos lo observamos. Dijo “dominar”, no “tocar”. Dominio público, un batero respirando con dificultad, olvidándose de Gene Krupa. Una mano dedicada a empujar y a tirar, los dedos quietos. Sexo.

Cuando se hizo la primera luna llena desde que nos habíamos conocido, me pidió que la acompañara a la playa. No hacía frío, pero un viento llegaba desde el agua. Estuvimos sentados en la arena largo rato, repitiendo palabras, mirando las luces de la ciudad sobre el agua. Sacó una botella de su cartera.

—Rebeca me pidió que cuando llegara a Uruguay tirara una botella al mar. A message in a bottle –dijo sin pronunciar las vocales de bottle.

Río ancho.

Era una botella oscura, tapada con un corcho. Al trasluz de la luna se podía ver un trozo de papel enrollado.

Nos acercamos a la orilla y tiró la botella al agua, que flotó unos segundos y luego se hundió. Después nos sentamos nuevamente y repetimos palabras durante algunos minutos. Después nos fuimos. Be care. Volvimos a la mañana siguiente, resaca de alcohol y sexo.

A eso es que me refiero.

La marea se había retirado y en la orilla brillaba la botella.

—Lord –dijo.

La levantó y la colocó al trasluz del sol.

—En St. Pete nunca pasó nada igual. Fuck.