image

Objetivo:
matar a Hitler

Objetivo:
matar a Hitler

GABRIEL GLASMAN

Image

 

Colección: Nowtilus pocket
www.nowtiluspocket.com

Título: Objetivo: matar a Hitler
Autor: Gabriel Glasman

Copyright de la presente edición © 2010 Ediciones Nowtilus S. L. Doña Juana I de Castilla 44, 3o C, 28027 Madrid www.nowtilus.com

Diseño de colección: Marine de Lafregeyre
Diseño de cubiertas: Carlos Peydró

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN 13: 978-84-9763-827-2

Libro electrónico: primera edición

 

A mis hijos Tomás y Lucas
por la alegría sin fin.

Índice

Introducción

1. Del putsch de Munich al poder

2. El Estado policial

3. Una persecución sostenida

4. La resistencia

5. Elser, el pionero

6. Los años de tibieza: 1937-1939

7. La inquietud conservadora

8. La conspiración de las botellas

9. Operación Valkiria

10. Conclusiones

Bibliografía

Siglas y términos alemanes utilizados

Cronología sumaria

Archivo visual. La propaganda nazi en imágenes

Introducción

Los habitantes de un país totalitario son arrojados y se ven atrapados en el proceso de la Naturaleza o de la Historia con objeto de acelerar su movimiento; como tales, solo pueden ser ejecutores o víctimas de su ley inherente.

Hannah Arendt

Los estudios dedicados al tema del nazismo y el surgimiento y caída del Tercer Reich conforman una de las mayores bibliografías de la historia contemporánea. Más de veinticinco mil títulos dan buena fe de ello, amén de una incalculable cantidad de análisis monográficos que aún no vieron la luz en formato libro. En casi todos ellos, cualquiera sea la línea historiográfica y política que los sostenga, la presencia de la oposición y la resistencia antinazi en Alemania ha tenido un lugar relativamente secundario y un tratamiento ciertamente marginal cuando no anecdótico.

Consecuentemente, las numerosas tentativas de asesinato perpetradas contra Adolf Hitler han configurado una suerte de subtema estigmatizado como una sucesión de actos tan audaces como individualistas –una persona o un grupo de ellas–, separándola de los complejos procesos internos que no dejaron de surcar la Alemania de aquel entonces. No obstante, es necesario subrayar que algunos autores se han detenido en el tema con una visión más profunda, asignándole una importancia destacada. Ejemplo de ello son las obras de Michael Burleigh y Richard J. Evans, ambas sobre la historia del Tercer Reich; la monumental biografía de Hitler de Ian Kershaw y el completísimo trabajo sobre el Estado policial nazi y la Gestapo de Eugen Kogon, entre otros. Todos ellos han resultado fuentes fundamentales de datos e interpretaciones que se hallan incorporadas en el presente libro.

Nos hemos propuesto, pues, saldar esta cuestión para el gran público, reconstruyendo la unidad intrínseca entre las características y expresiones de dicha oposición y resistencia y el devenir político del nacionalsocialismo y su dictadura. Esta exploración nos ha conducido a trazar un paralelo entre la evolución de unos y otros.

A diferencia de lo acontecido en la Italia fascista, donde Benito Mussolini debió invertir tres largos años para imponer un Estado autoritario nacional, en Alemania Hitler impuso su política policial en menos de uno, amén de que la estabilidad y fortaleza alcanzada por aquél fueron incomparablemente inferiores a las construidas por este. Igualmente disímiles fueron las fuerzas de oposición y resistencia que en ambas experiencias se establecieron contra los respectivos regímenes y, claro está, la suerte que corrieron en sus intentos. Estas diferencias notables en los logros y dificultades existentes entre una y otra experiencia del fascismo europeo ascendente invitan a interrogarse acerca de los fundamentos que les dieron vida y las fuerzas que desataron en su contra.

Introduciéndonos de lleno en el caso alemán, es indudable que el ascenso del nazismo tampoco implicó un proceso fatal e inevitable, en el sentido histórico. Las cosas bien pudieron haber sido de otro modo y si no lo fueron también tiene su explicación.

El nazismo, como movimiento nacional y de masas, ha sido la consecuencia de un determinado desarrollo de la política y la sociedad europeas que hundió sus principales raíces en las últimas décadas del siglo XIX. Pero no hay dudas de que el mismo no se hubiera podido materializar exitosamente sin una estrecha relación con múltiples tradiciones y procesos políticos e ideológicos específicamente alemanes que permitieron, en definitiva, el surgimiento del polo de atracción nazi.

La aprobación que una gran mayoría de la sociedad alemana dispensó a los nacionalsocialistas y las simpatías que estos despertaron en numerosos sectores sociales en todo el Viejo Mundo no pueden explicarse sin la consideración de un fermento en el conjunto social que los nazis explotaron con atención y habilidad excepcionales. Si en la caldera europea de la post Gran Guerra había cabida para una profunda reformulación de los sistemas políticos de gobierno, los nazis supieron reconvertir la crisis para establecer su estado autoritario.

Mucho se ha escrito acerca de los motivos que llevaron a los distintos sectores sociales de la Alemania nazi a sostener la carrera ascendente de Hitler hasta convertirse en amo y señor de un imperio que, según sus presagios, se prolongaría por más de mil años. Las llamativas diferencias que pueden enumerarse entre la situación socioeconómica vigente en la débil República de Weimar, emergida tras la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, y la del reconstruido imperio de la segunda mitad de los años treinta son tan notables que harían innecesario adentrarse en grandes disquisiciones. Pero como es bien sabido, otras diferencias no menos notables también caracterizaron al periodo en cuestión. Y así como la inestabilidad republicana poco tenía para competir con la fortaleza del Reich que la sustituyó, las libertades y el respeto de la vida humana mantuvieron una relación inversamente proporcional.

En otras palabras, mientras que durante la República el cuestionamiento a la política oficial fue una opción relativamente concreta para el conjunto social, durante el Tercer Reich el mismo desapareció por completo. Varios centenares de miles de muertos, desaparecidos, encarcelados y por completo sometidos a las reglas impuestas por el estado policial nazi así lo atestiguan.

Es lícito, pues, repreguntarse una vez más qué llevó a la sociedad alemana a invertir su herencia histórica y cultural en una quimera que, desde sus propios inicios, descubría la monstruosidad de sus objetivos y métodos para alcanzarlos.

Nos apresuramos a desmentir la linealidad de los acontecimientos. En verdad, no toda la sociedad alemana acompañó en su ascenso a los nazis. Una enorme porción de la ciudadanía los repudió y enfrentó con todas las armas que dispusieron a su alcance. Derrotados y diezmados, estos sectores opositores dejaron de tener incidencia alguna en el posterior desarrollo de la vida política, social, cultural y económica del país, salvo para mantener, a riesgo de su integridad física, la llama de un humanismo y una esperanza en el porvenir que no dejó de latir aun en los momentos más aciagos.

Distinta fue la situación de los millones de alemanes comunes y corrientes que por diferentes motivos no vieron o no quisieron ver la aventura bárbara en la que activa o pasivamente se fueron implicando. La psicología social y de masas aportó importantes argumentos que contribuyeron a explicar lo que racionalmente es una empresa tan compleja como revulsiva. Las dimensiones en extensión y profundidad del Estado autoritario y represivo nazi hicieron el resto. Pero lo que en general es aplicable para la sociedad civil alemana no parece serlo, al menos mecánicamente, para algunas de las instituciones y de las corporaciones más representativas del país, como la Iglesia, las clases acomodadas y las fuerzas armadas locales que, a diferencia de los primeros, obtuvieron prebendas de todo tipo a costa de contradecir un sinnúmero de valores que históricamente las habían sostenido.

La capacidad política de Hitler para atomizar a la sociedad alemana y hacer uso y abuso de sus circunstanciales acuerdos con algunos sectores nacionalistas y conservadores fue absolutamente real. Esta capacidad, en numerosos estudios subestimada o simplificada a la implantación exclusiva de macabros planes de exterminio de sus enemigos, fue pacientemente hilvanada y constituye una prueba sin par de una inteligencia e intuición políticas que daban cuenta, ya en los tempranos años de la década del treinta, del tamaño y gravedad del peligro que emergía.

Hitler no obtuvo el poder por un golpe de Estado o mediante una silenciosa maniobra clandestina apoyada por unos pocos poderosos. Antes bien, su ascenso fue público, abierto y utilizando todos los recursos legales que le permitía su tan aborrecida República de Weimar. Triunfó, sobre todas las cosas, por la sustantividad de su proyecto político nacional para revertir la dramática situación social de Alemania, el mismo que no solo le permitió captar el apoyo de las principales esferas del poder político y económico, sino de amplias capas de la ciudadanía de la clase media y obrera que aprobaron las transformaciones que anunciaba.

La eficaz utilización de sus conocidos métodos terroríficos para con aquellos que no aceptaron violar los más elementales códigos democráticos que su política implicaba fue un complemento no menos real y efectivo, pero que de ningún modo puede divorciarse de la acción política legal ejercida. Y si bien es cierto que articuló, para destruir a la oposición de izquierdas, el incidente por demás sospechoso del incendio del Reichstag, en febrero de 1933, no debe perderse del análisis que los nazis contaban por entonces con un 44% de la aprobación de los votantes, siendo sin duda el partido político más importante de toda la nación.

En este marco esencialmente conflictivo, surgió en la Alemania de los años veinte y treinta una oposición antinazi en las más diferentes esferas sociales y en la que participaron hombres y mujeres de las más diversas profesiones, ideologías y credos religiosos. También alternaron organizaciones y métodos de lucha de los más variados: enfrentamientos callejeros, mitines, partidos políticos, células clandestinas, tramas de golpe de Estado e intentos de asesinato. Y si bien su actividad y eficacia fueron por lo menos dispares, en todos los casos estuvieron señalados por una profunda cuota de heroísmo y dramática fatalidad.

En términos de efectividad, las actividades de la oposición y la resistencia tuvieron resultados ambiguos. Desde el punto de vista de la salvaguarda de la vida de los perseguidos durante los aciagos años del totalitarismo nazi, fueron sin duda los mayores responsables de la supervivencia de miles de personas, pero a la vez se mostraron incapaces de estructurar una salida política para el conjunto de la nación. Es cierto que semejante tarea no dependía exclusivamente de sus esfuerzos pero, en esa dirección, los que hicieron culminaron en la más completa frustración. En este sentido, el análisis de las características de la oposición y la resistencia antinazi merece nuestra especial atención como base de partida para profundizar la explicación de sus fallidos intentos. Para el caso, resultan especialmente interesantes las derrotas de la oposición organizada por los sectores de la izquierda alemana –particularmente del Partido Comunista y de la Social Democracia–, derrotas en las que tuvieron un rol protagonista la notable desunión de sus fuerzas y la subestimación fatal que hicieron de su más enconado enemigo. Algo similar sucedió con los intentos opositores surgidos dentro del propio gobierno y de las fuerzas armadas, cuya desarticulación organizativa y debilidad política resultaron inversamente proporcionales a las de la tiranía nazi.

El azar poco tuvo que ver con la subsistencia del régimen, aunque ciertamente ha tenido su lugar de privilegio en algunos intentos fallidos de asesinar al Führer. Pero de ningún modo ha sido el elemento decisivo, como figura con sugestiva reiteración en algunos trabajos que abarcan el tema. Antes bien, y como veremos, fueron las características inherentes a los grupos de oposición y resistencia las que les restaron capacidad operativa, amén de un más que dudoso futuro en el caso de haber conseguido desplazar del poder a Hitler por medios políticos o eliminándolo físicamente.

Se trata, pues, de reestablecer en su historicidad el desarrollo de la resistencia al nazismo, quitando de ella sus elementos puramente anecdóticos y estableciendo su valor en tanto que expresiones de movimientos sociales y políticos. Además, y aunque el planteamiento peque de cierta obviedad, resulta necesario subrayar que la oposición y la resistencia alemanas contra el nazismo han tenido como actores a hombres y mujeres de carne y hueso, cuyas vidas se vieron por completo transfiguradas por las acciones que llevaron adelante. Es también nuestra intención recuperar y difundir para la memoria colectiva aquellos nombres y aquellas vidas que se comprometieron en alcanzar lo que para tantos parecía una quimera: terminar con la dictadura nazi o, en algunos casos, con Adolf Hitler, su máxima representación.

Unas pocas palabras más para situar el campo de análisis de la oposición y de la resistencia al nazismo. En primera instancia, es posible esquematizar la misma en tres etapas precisas: la primera, desde mediados de la década de 1920 hasta el incendio del Reichstag, el 27 de febrero de 1933, fecha que marcó el inicio del asalto definitivo de Hitler al poder absoluto en Alemania; una segunda etapa se extendió desde entonces hasta los albores de la Segunda Guerra Mundial, periodo marcado por la ilegalización de la actividad política, la institucionalización del Estado policial y la militarización y nazificación de todas las expresiones de la vida social y cultural del país; finalmente, una última etapa abarcó los años de confrontación bélica, cuando las principales líneas conspirativas concluyeron en la inevitabilidad de la eliminación física de Hitler.

En términos generales, la primera de estas etapas estuvo señalada por características políticas y organizativas radicalmente distintas de las que se desarrollaron con posterioridad. Por entonces, la oposición y la resistencia se basaron fundamentalmente en la acción política y de masas de la izquierda alemana, en el marco de una semi legalidad democrática y la expansión de métodos de enfrentamientos callejeros cada vez más intensos.

La participación ciudadana fue sumamente importante y reflejó una masividad en las calles directamente proporcional a lo reflejado en las urnas. Miles de personas asistían a las marchas y los mítines “rojos” y socialdemócratas; las publicaciones que animaban estas organizaciones superaron las dos centenas y el apoyo social de los trabajadores y desocupados fue masivo. Por otra parte, los enfrentamientos habían dejado muertos y heridos en ambos bandos y un cierto equilibrio de fuerzas se hizo patente en cada actividad. El aumento de las víctimas fatales entre los miembros de las bandas nazis es un claro indicativo no solo de la virulencia cada vez mayor que cobraba cuerpo en las luchas callejeras, sino también de la fuerza que en los combates ejercía la izquierda. Así, en 1930, los camisas pardas contaron 17 muertos entre sus filas; al año siguiente, 43 y casi el doble en 1932.

Las cosas cambiaron radicalmente con la asunción de Hitler como el nuevo Führer y la ilegalización de las actividades de las organizaciones de izquierda. El equilibrio de fuerzas terminó fatalmente para los adversarios del nazismo, y el Estado autoritario no solo operó con sus propias fuerzas represivas, sino también con la incorporación “legal” de las proporcionadas por los propios nacionalsocialistas. La oposición y la resistencia cayeron entonces en la clandestinidad y se vieron limitadas gravemente ya sin la participación masiva de sus simpatizantes.

En la nueva coyuntura, la actividad se vio reducida al accionar de pequeños grupos, en general con una débil articulación cuando la hubo, y amenazados siempre de ser descubiertos e infiltrados. Pero a diferencia del periodo inmediatamente anterior, bajo la nueva situación surgieron otros actores, muchos de ellos opositores y resistentes impensados años atrás, sobre todo algunos sectores civiles, las congregaciones religiosas mayoritarias e integrantes de las propias fuerzas armadas y del funcionariado gubernamental.

Finalmente, en la tercera etapa, señalada por el desarrollo de la guerra y la más o menos seguridad de la inminente catástrofe que se cernía sobre Alemania, saltaron a la escena nuevos grupos opositores y de resistencia, especialmente dentro del nacionalismo conservador no nazi y los sectores liberales, a la vez que se consolidaron algunas expresiones de resistencia dentro del ejército, las iglesias y la sociedad civil. Fue este un periodo rico en composiciones de golpes de Estado e intentos de asesinato contra Hitler, elaborados por colectivos más o menos heterogéneos. En dicha etapa cobran especial interés las conspiraciones de los círculos políticos conservadores y militares, la mayoría comprometidos con los intentos de asesinato del Führer perpetrados por el general Tresckow y el coronel general Stauffenberg, este último el 20 de julio de 1944.

Dentro de tal contexto general, merecen una consideración especial las expresiones de oposición y de resistencia invertebradas, la mayoría de ellas en el universo de la sociedad civil aunque no exclusivamente, y que se manifestaron a lo largo de las tres etapas mencionadas. Por lo común, todas ellas tuvieron una mera repercusión individual, familiar o en el seno de un grupo reducido de personas, sin que el sistema se hubiera conmovido un ápice por ellas.

En ese sentido, y a diferencia de las acciones de oposición y resistencia organizadas, bien podría considerárselas como expresiones caracterizadas por una cierta finitud. Preferimos esta definición a otras que las caracterizan como oposiciones y resistencias “pasivas”, toda vez que las mismas también implicaron un enfrentamiento directo con alguna institución nazificada, siendo en última instancia tan arriesgadas como las otras. Dentro de ellas pueden señalarse las protestas familiares contra la orientación educativa que el Estado nazi proporcionaba a sus hijos o a la incorporación forzada de los mismos a las Juventudes Hitlerianas u otras formaciones similares.

La sumisión ante la simbología nazi también provocó actitudes de resistencia personal, como negarse a realizar el saludo nazi, no cuadrarse con el brazo extendido frente a la bandera de la cruz gamada o no participar en las fiestas del partido, que incluían en su abultada agenda hasta el cumpleaños del Führer. Los feligreses de las iglesias cristianas y protestantes también tuvieron su participación en esta forma de oposición y resistencia oponiéndose a la nazificación de sus congregaciones, actitud que fue acompañada por centenares de prelados. De alguna manera, las iglesias de ciertos distritos se convirtieron en recintos de protesta que en no pocas oportunidades trascendieron los límites de la religión, y en donde los creyentes compartieron sus inquietudes sobre la situación política alemana asintiendo a las denuncias que desde el púlpito hacían los párrocos más comprometidos contra el fascismo. Ejemplo de ello fueron las protestas públicas que en 1936 realizó la Iglesia Confesional contra el antisemitismo nazi, y el obispo católico de Berlín, Konrad Preysing, contra las reiteradas violaciones a los derechos humanos alentadas por la cúpula gubernamental.

Dentro del mundo laboral, las expresiones individuales de oposición y resistencia tuvieron diferentes manifestaciones. En las fábricas el sabotaje fue menor, sobre todo por las pésimas condiciones de seguridad en las que trabajaban los obreros, pero en varios establecimientos donde se producían armas fue un aporte valioso y arriesgado. Es harto conocido el relato que describe que en algunas bombas que no estallaron iban escritas consignas del tipo “Las armas que yo fabrico no causan muertes”.

Por otra parte, muchos trabajadores fabriles, de la administración estatal y del gobierno, renunciaron a sus trabajos por no aceptar una explotación multiplicada en nombre de las necesidades de la “Gran Alemania” o al verse comprometidos en actos y decisiones que aborrecían. Un caso emblemático lo constituyó la renuncia del alcalde de Leipzig, Karl Goerdeler, ante la intromisión del partido nazi al forzar el levantamiento del monumento dedicado a Mendelssohn en virtud de su origen judío. Por tratarse de una figura central de la administración y del gobierno, la de Goerdeler tuvo una mayor repercusión dentro de la sociedad, al menos de la de su ciudad, y seguramente motivó la reflexión de muchos de sus conciudadanos.

Posteriormente, Goerdeler evolucionó hacia formas de oposición y resistencia organizadas, formando uno de los principales grupos contra el nazismo. Tales expresiones también se dieron en el seno de las fuerzas armadas, en donde varios oficiales se negaron a efectivizar órdenes represivas que incluían la matanza de civiles, y hasta se dieron casos en que dichos oficiales salvaron de los fusilamientos masivos a poblaciones enteras. El comandante supremo de las fuerzas alemanas en Polonia, coronel general Blaskowitz, protestó airadamente contra lo que consideraba una mancha en el honor del ejército alemán. En un memorando dirigido al jefe del ejército, en febrero de 1940, señaló sin medias tintas que de nada contribuía el fusilamiento de “decenas de miles de judíos y polacos”; sus quejas despertaron la cólera del Führer que no concebía un avance de sus fuerzas con hombres que se atrevían a desafiar sus órdenes.

Las protestas de Blaskowitz no prosperaron más allá de lo que individualmente pudieron hacer algunos jefes militares, pero su destino indica qué les sucedía a aquellos que mostraban “pruritos morales” a la hora de actuar con decisión: fue relevado de su mando, no se le otorgó el bastón de mariscal de campo y pasó la guerra con la carga de constan tes traslados de frentes.

En el frente oriental, por su parte, fueron numerosos los oficiales de alto rango y con mando directo de tropa que hicieron caso omiso a las leyes de aniquilamiento de los comisarios y funcionarios del Partido Comunista. Reacciones similares se dieron también en los territorios ocupados; de hecho, el general Von Choltitz se negó terminantemente a incendiar París como lo había ordenado el propio Führer. La deserción como protesta antibelicista también fue recurrente entre los soldados, algunos de los cuales terminaron incorporándose a grupos de partisanos, sobre todo en Francia, Italia y Checoslovaquia.

Si bien todas estas expresiones de oposición y resistencia de tipo individual tuvieron una eficacia exigua, en cuanto al daño que produjeron al Estado policial nazi, su persistencia animó y contagió a otros y a veces terminaron asociadas con actividades grupales. Tampoco son de desmerecer por lo que implicaron en aquellos que las llevaron adelante. En general, los hombres y las mujeres que las realizaron sufrieron padecimientos de todo tipo: denuncias, hostilidades verbales, aislamientos sociales, palizas en las calles y, por supuesto, prisión.

Muchos de ellos alimentaron la cifra de 12 000 alemanes que, entre 1933 y 1939, fueron enjuiciados por alta traición a la patria. Negarse a realizar el saludo nazi o protestar abiertamente desde un púlpito, por ejemplo, significó en numerosos casos la diferencia entre la libertad y el campo de concentración y, en última instancia, entre la vida y la muerte. Como apunta Hershaw, en Alemania: “solo durante la guerra, momento en el cual el número de delitos punibles con la pena de muerte ascendió de tres a cuarenta, los tribunales civiles alemanes impusieron alrededor de 15 000 penas de muerte”.

La gran mayoría de los grupos de oposición y resistencia alemanas bajo el nazismo fueron descubiertos y disueltos por la Gestapo. Sus miembros sufrieron las peores consecuencias y, en general, padecieron la larga noche de la tortura hasta perderse en los campos de exterminio, donde murieron ahorcados, guillotinados o frente a un pelotón de fusilamiento. Muy pocos sobrevivieron. Las cifras hablan con una elocuencia estremecedora: entre 1933 y 1938 se realizaron innumerables juicios por razones políticas a unas 225 000 personas, y entre 1933 y 1945 más de tres millones de alemanes fueron enviados a los campos de concentración; de ellos, no menos de 800 000 por ser miembros de la oposición y resistencia contra el régimen.

Desde los maestros del espionaje de la Orquesta Roja hasta la voluntad solidaria de numerosos religiosos, desde los círculos de judíos y comunistas hasta las expresiones valerosas de la juventud de La Rosa Blanca, desde los solitarios magnicidas como Georg Elser hasta las conspiraciones de los políticos conservadores y los mandos militares, la oposición y la resistencia alemanas al nazismo fueron un hecho mucho más expandido de lo que comúnmente se cree. Si aportamos claridad en esa dirección, nos daremos por satisfechos.

1

Del putsch de Munich al poder

solo se puede gobernar un pueblo ofreciéndole un porvenir. Un jefe es un vendedor de esperanzas.

Napoleón Bonaparte

Tras el fin de la Primera Guerra Mundial, la fisonomía política de Alemania viró radicalmente al ritmo de cambios vertiginosos. En 1918, la tradicional dinastía Wittelsbasch sucumbió cuando en Munich el socialismo independiente –una porción minoritaria de la socialdemocracia– encabezó una revolución que estableció la República Bávara, dirigida por el ex periodista Kurt Eisner. En Berlín, la presión política de la socialdemocracia, apoyada por grandes sectores de la población, también puso un preciso término a la hegemonía de otra dinastía histórica, la de los Hohenzollern, impotente para constituir un gobierno que dirigiese los destinos nacionales en la posguerra.

En el marco de una derrota militar sin atenuantes y la mayor ruina económica, el otrora poderoso Imperio Alemán asistió al desmoronamiento definitivo de sus instituciones tradicionales, con la monarquía definitivamente incorporada al cortejo del pasado. El último acto de esta crisis sin precedentes lo representó Guillermo II quien, tras abdicar l 9 de noviembre, emprendió su exilio en Holanda donde falleció en 1941. Como bien señala Burleigh: “Las elites tradicionales de Alemania estaban asombradas por la rapidez de la derrota y del cambio, y verán la aparición de la República democrática con una hostilidad y una incomprensión notorias. Su mundo se había desplomado”. La República, encabezada por el socialdemócrata Friedrich Ebert emergió entonces entre ese mundo en ruinas.

El nuevo gobierno contó, en lo inmediato, con un consenso importante, proveniente especialmente de las masas trabajadoras y de la clase media arruinada, al que se le sumaron millones de soldados desmovilizados del frente de batalla y que dirigieron esperanzadoramente su mirada al nuevo poder. También prestaron su apoyo, aunque con otra intensidad y fuente de interés, los sectores más moderados de la burguesía liberal y de las fuerzas armadas que, aunque desmanteladas y en derrota, constituían aún un pilar fundamental en la estructura del Estado.

El apoyo de las clases subalternas y aun de la burguesía liberal se explicaba sin mayores dificultades por la línea de asistencia social, recomposición económica y paz que predicaba la socialdemocracia. Más complicada era la situación de los sectores conservadores y militares, representantes de las viejas glorias imperiales, que se sumaron, o por lo menos no pusieron reparos de peso, al nuevo gobierno.

¿Por qué los herederos de Bismarck, el “canciller de hierro”, se comprometían con los socialdemócratas a los que despreciaban por su verborrea popular? Bismarck mismo había marcado su norte al definir la política como “el arte de lo posible”. En la coyuntura crítica en la que se hallaba la nación alemana, y las perspectivas de una catástrofe política aún mayor por la influencia de la revolucionaria Unión Soviética, los sectores conservadores de la burguesía y las fuerzas armadas hallaron en la moderada socialdemocracia un aliado hasta hace poco impensable. Aunque no les agradara su fraseología socializante, en última instancia vieron en ella una posibilidad cierta de detener el peligro mayor que, alumbrando desde Oriente, amenazaba seriamente implantarse en Alemania.

Bajo el compromiso efectivo de la socialdemocracia de oponerse a la bolchevización del país, el gobierno precedido por Ebert obtuvo, pues, su guiño inicial. Los sectores más moderados del movimiento obrero también prestaron su adhesión al nuevo gobierno, sobre todo a través de los sindicatos y asociaciones de trabajadores católicos, que se sumaron a los poderosos gremios con hegemonía socialdemócrata. Las promesas de obtener por primera vez un seguro social y sanitario para los trabajadores, sumadas a una diversificada batería de medidas para contener el paro y la inflación generalizados inclinaron, pues, la balanza hacia una actitud de moderada espera y respaldo.

Image

A pesar de ser reprimidas por el gobierno, marchas y protestas están a la orden del día. La presencia del Partido Comunista será determinante para el futuro político inmediato de Alemania.

Por otra parte, el acompañamiento que estos sectores hicieron del gobierno socialdemócrata resultó un eficaz parte aguas con los sindicatos controlados por los comunistas, preludiando un enfrentamiento que en breve se tornaría desembozado.

Los sectores más radicalizados de la sociedad, en cambio, presionaron para llevar adelante un cambio mayor. Para ellos no se trataba de la reformulación de las formas de gobierno que recompusieran el capitalismo alemán en crisis, sino de destruirlo definitivamente. Aunque su confianza en la democracia burguesa era nula, por lo pronto y como una estrategia de concentración de fuerzas, los “espartaquistas” –un sector de la socialdemocracia que operó independiente de aquella desde 1916– pugnaron por democratizar el nuevo parlamento con la inclusión de los Consejos de Obreros y Soldados que por entonces se multiplicaron por todo el país.

Conformados en 1917 como Partido Socialdemócrata Independiente (USPD), sus proclamas erizaban el espíritu de los socialdemócratas y sus ocasionales aliados. “Ha pasado la hora de los manifiestos vacíos”, –agitaban– “de las resoluciones platónicas y las palabras tonantes. Para la Internacional ha sonado la hora de la acción.”

Las convulsiones sociales fueron en aumento a lo largo de 1918 y las marchas y concentraciones callejeras constituyeron un espectáculo corriente; hacia la Navidad de ese año los disturbios sociales se multiplicaron aún más. Por entonces, una airada protesta de los marineros fue acompañada con la toma de rehenes de varios dirigentes socialdemócratas, acción que fue consentida por el mismo jefe de la policía de Berlín, Emil Eichhorn, hombre de conocidas simpatías radicales.

La reacción del gobierno fue inmediata. De alguna manera, se trataba de una prueba de fuego en la que creía jugarse la confianza de sus aliados políticos. Decidido a escarmentar a los revoltosos, destituyó a Eichhorn, medida que poco le sirvió para desactivar el creciente malestar social y la agitación “roja” que había alcanzado su punto culminante.

El primero de enero de 1919, fusionados con otros sectores radicales, los “espartaquistas” del USPD fundaron el Partido Comunista de Alemania (KPD), cuya presencia militante y agitadora no tardará en protagonizar uno de los episodios más importantes del periodo, que marcaría a sangre y fuego el futuro político inmediato de la nación. Por entonces, el gobierno había convocado a una Asamblea Constituyente para consagrar las bases de la nueva República. Los comunistas agitaron de inmediato en su contra, denunciándola como una artimaña para consolidar el Estado burgués en crisis.

“La victoria de la clase trabajadora solo puede alcanzarse por la revolución de los obreros armados” –proclamaba el nuevo KPD– “Los comunistas somos la vanguardia. Esa revolución tiene que llegar porque la burguesía se dispone a defenderse y el proletariado tiene que elegir entre su esclavización por la burguesía y su dominación sobre la clase capitalista.”

Image

En la ciudad alemana de Weimar se reunió la Asamblea Constituyente que sentó las bases para la República: un gobierno democrático y federal.

La llamada del KPD fue respondida por numerosos grupos de obreros que salieron a las calles. Gustav Noske, ministro de Defensa, movilizará entonces al ejército y a los Freikorps, una suerte de grupos de choque que contaban con el apoyo del ejército regular y el gobierno, para reprimir la revolución en ciernes.

El resultado fue un enero mortuorio, en el que la República ahogó a los revolucionarios en un baño de sangre. Los combates se prolongaron durante varios días, aunque su intensidad pronto fue controlada. En las calles de Berlín se luchó por la toma de edificios y el control de zonas y distritos, pero la superioridad de las fuerzas gubernamentales y la falta de adhesión generalizada de las masas a la revuelta condenó el intento comunista a un fracaso completo.

Las principales figuras de la fallida revolución, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, fueron asesinadas por los Freikorps el 15 de enero, a la vez que se allanaron y destruyeron los centros en los que se aglutinaban sus militantes, deteniendo y asesinando a cientos de ellos.

Neutralizada la revuelta roja, el gobierno revitalizará sus alianzas iniciales. La decisión demostrada al aplastar la agitación bolchevique le había otorgado, al menos por el momento, un renovado voto de confianza de la burguesía y los mandos militares. Contando con ese apoyo, creyó conveniente continuar con su proyecto de dotar a la naciente República de una Constitución que legitimara la nueva forma de gobierno.

Cuando aún no se habían apagado los ecos de la represión contra los comunistas, a mediados de enero de 1919 se reunió en Weimar, Turingia, la Asamblea Nacional para establecer una Constitución republicana. La base era el establecimiento de un gobierno democrático y federal, sostenido por una figura presidencial que debía durar en su mandato siete años, y un cuerpo parlamentario renovable cada cuatro. Con la mayoría asegurada, el 11 de febrero los socialdemócratas impusieron la elección como presidente de su candidato, Ebert, para dirigir un gobierno de coalición junto al Partido Católico del Centro y el liberal Partido Democrático Alemán. La República adoptó también una nueva bandera, la roja, negra y oro, en contraposición con la imperial negra, blanca y roja. De alguna manera, era la inhumación simbólica del viejo poder.

Reestablecido el “orden” político interno, los socialdemócratas dirigirán su política a reestructurar la economía alemana, implementando la reincorporación de los más de seis millones de soldados desmovilizados al aparato productivo. Además de fuentes de trabajo, crearon el prometido sistema de seguridad social y se empeñaron en atender a las víctimas de la guerra. La desocupación descendió abruptamente y la producción y el consumo renacieron proporcionalmente. De esta manera, y hasta la gran inflación de 1923, Alemania se recuperó a pasos acelerados.

Sin embargo, una gran nube se cernía sobre el país en marcha.

Los aliados que habían vencido a Alemania en la Gran Guerra comenzaron a definir los términos de la paz en Europa, con consecuencias funestas para los vencidos. En principio, según los dictámenes del Tratado de Versalles, Alemania perdía todas sus colonias ultramarinas y los territorios reclamados por sus vecinos, incluida Alsacia-Lorena que volvían a ser parte de Francia, al igual que los fronterizos Eupen, Malmédy y Moresnet.

También la región de Sarre quedó fuera de sus nuevos límites, tanto como Shleswig septentrional y Memel, los que pasaron respectivamente a jurisdicción dinamarquesa y lituana. El nuevo mapa configurado tras la derrota determinó la ocupación militar de Renania por tropas inglesas, francesas y norteamericanas, y la creación del nuevo estado polaco significó la pérdida de Osen, un importante sector de la Prusia Occidental y la totalidad de la Alta Silesia. Danzig, finalmente, pasó a categoría de “ciudad libre”, bajo administración de la recientemente creada Sociedad de las Naciones.

En su conjunto, los territorios perdidos por los alemanes sumaban un poco más del 13% del viejo imperio, el 14% de las áreas cultivables y una décima parte de la población. Además, se le vedaba a Alemania todo tipo de unión con Austria y se establecían fuertes sumas de dinero en carácter de indemnización que debían pagarse a los vencedores, especialmente a Francia y a Bélgica.

Como parte de ellas, la coalición triunfante requisó, según los datos recogidos por Richard Evans, “más de dos millones de toneladas de barcos mercantes, 5 000 locomotoras ferroviarias y 136 000 vagones, 24 millones de toneladas de carbón y muchas cosas más”.

Las condiciones de paz establecían, a la vez, una cuidadosa vigilancia sobre la reestructuración de las fuerzas armadas alemanas –la nueva “ Reichwebr”– no pudiendo las mismas superar los 100 000 efectivos y unos pocos miles de oficiales. De hecho, el otrora poderoso ejército alemán se vio rápidamente reducido a una fuerza muy menor: de los 800 000 hombres con que contaba en 1919 se redujo a 100 000 en 1921; la oficialidad, por su parte, quedó conformada con 4 000 efectivos, de los 34 000 que tenía dos años atrás.

Quedaba taxativamente establecido, además, la prohibición de mantener dotaciones blindadas y de artillería pesada, el servicio militar obligatorio, y una marina y aviación de guerra, exigencias todas que obligaron a la destrucción de seis millones de fusiles, 130 000 ametralladoras y alrededor de 15 000 aviones.

Esta imposición, sumada a las anteriores, supuso para amplios sectores de la sociedad un flagrante atentado contra la soberanía nacional. La censura e indignación ante la dimensión de las condiciones de los Aliados constituyeron, de alguna manera, el primer síntoma de un reacomodamiento ideológico que derivaría en impensables consecuencias.

En otros términos, el Tratado de Versalles fue visto por la sociedad alemana como un gran grillete que encadenaba a la nación, sometiéndola a los vencedores de por vida. El viejo apotema de Karl von Clausewitz: “la guerra es la continuación de la política por otros medios” seguía vigente, pero con un sutil cambio de actores. Si los cañones habían dejado de hablar, ahora lo hacían los políticos y sus administradores.

El 28 de junio de 1919, el gobierno alemán aceptó y firmó el Tratado de Versalles. Es cierto que a regañadientes y con reparos, pero lo firmó.

Para las fuerzas nacionalistas alemanes constituyó un acto de traición a la patria que ya no olvidarían; otros sectores no difirieron demasiado en la evaluación. Incluso la Iglesia protestante, por ejemplo, consagró la fecha como día de duelo nacional. Para la coalición aliada, en cambio, constituyó un triunfo político ejemplar, al menos en lo inmediato.

Sin embargo, el disciplinamiento del gobierno socialdemócrata no constituía, necesariamente, el de toda la sociedad alemana. Por el contrario, el Tratado de Versalles resultó una curiosa fuerza aglutinante alrededor de un nacionalismo de nuevo tipo, que no tardó en visualizar las instituciones democráticas como las responsables principales de un presente vergonzoso de explotación extranjera sobre Alemania. Responsabilidad que pesaría en el reacomodamiento político e ideológico de las masas y sus dirigencias en un plazo muy breve.

En definitiva, la idea de que las penurias del país se prolongaban por lo concebido en Versalles y rubricado por la República se extendió a amplios sectores sociales. La agitación nacionalista contra el tratado no tardó en ganar las calles y la prensa. En su prédica, era inconcebible que un alemán que amara a su nación aceptara pasivamente la entrega realizada por el gobierno.

A pesar de que el país se reactivaba lentamente pero sin pausa, la firma del Tratado de Versalles constituyó, en el imaginario social colectivo, una herida muy profunda en la respetabilidad y efectividad de las instituciones democráticas. En este sentido, es sintomático lo expresado por el responsable del nuevo ejército alemán, el general Hans von Seeckt, quien por entonces calificó al parlamento como “el cáncer de nuestra época”.

Seeckt era un claro representante de las tradiciones imperiales; anticomunista acérrimo, había rechazado también el establecimiento de la República desde un primer momento. Conocedor de la debilidad del ejército para torcer el camino democrático emergente, dirigió la fuerza con un estricto sentido de neutralidad política respecto de la República, pero firme y determinado para enfrentar a los enemigos “rojos”. Su neutralidad, pues, no era tal, y velaba sus armas bajo el amparo del desprestigio republicano.

El primer peldaño de la escalada de esta derecha se dio en marzo de 1920, durante el putsch de Wolfgang Kapp, jefe del ultramontano Partido de la Patria. La revuelta de Kapp, cuyo propósito era la instauración de un régimen autoritario de corte monárquico, contó con el apoyo de algunos prominentes militares, siempre más dispuestos a empuñar las armas contra los comunistas que contra los nacionalistas de derecha, a los que se les sumaron algunos hombres del Freikorps y otros tantos monárquicos nostálgicos.

El gobierno intentó neutralizar el movimiento restaurador con la acción del ejército, pero la negativa de los altos mandos a reprimirlo solo le sirvió para profundizar aún más la crisis. La socialdemocracia desbarató la intentona mediante la convocatoria a una huelga general en defensa de las instituciones, pero no pudo evitar la divulgación del malestar de ciertos sectores políticos y de la sociedad que se manifestaron a favor de una salida antidemocrática. El ejército, por el momento, se mantuvo expectante y con una dudosa neutralidad, pero muchos de sus cuadros vieron con indisimulada simpatía el movimiento contra la República.

Aún debilitado y en plena reorganización, el Reichswehr se conservó pasivamente del lado de la legalidad constitucional. Seguía viendo como el gran enemigo a la amenaza roja, no así, en cambio, las piruetas políticas de la reacción derechista.

De qué lado latía el corazón de las fuerzas armadas quedó cristalinamente demostrado cuando en la primavera de ese mismo año estalló un nuevo brote insurgente de inspiración comunista en la región industrial del Ruhr, como respuesta al intento derechista de Kapp. Unidades de los Freikorps, apoyadas militarmente por el ejército regular y políticamente por el sector gobernante de la socialdemocracia, combatieron a los izquierdistas hasta su aniquilamiento en lo que constituyó, según Evans, “una guerra civil regional” con un saldo de por lo menos mil soldados “rojos” muertos.

La crisis política gestada por el Tratado de Versalles generó una sensible pérdida del apoyo popular al gobierno. Los socialdemócratas perdieron la mitad de sus plazas parlamentarias iniciales, y los liberales siguieron la misma suerte aunque no tan ostensiblemente. La protesta social, por su parte, seguirá en aumento, salpicada de continuo por asesinatos perpetrados por bandas de derecha y conflictos sindicales fogoneados por los comunistas, quienes vieron convertirse su partido en una organización de masas.

Cuando en abril de 1921 los vencedores de la guerra reclamaron el pago de las indemnizaciones, el panorama político alemán se oscureció por completo. Ante dos incumplimientos de pago seguidos, los franceses dejaron las altisonantes advertencias de lado para pasar a la acción. Despreocupados por la incapacidad bélica alemana, en los inicios de 1923 ocuparon militarmente la estratégica región del Ruhr, con una dotación de 70 000 hombres. Era un acto hostil y claramente destinado a preservar los intereses económicos galos, aunque estos se encargaron de disfrazar la ofensiva con la absurda justificación de atender la seguridad de trabajadores franceses que debían revisar el tendido de postes telegráficos en la región. La excusa sonó como una provocación y agitó aún más los caldeados ánimos.

La resistencia organizada por la población local apenas si alcanzó características militares y se limitó a unas escasas acciones de sabotaje aislado y, en verdad, muy poco peligrosas para los invasores. De todos modos, eso no fue impedimento para que los franceses iniciaran una sucesión de arrestos masivos que incluyeron numerosas ejecuciones sumarias, las que, como era de preverse, dispararon una generalizada indignación en todo el país.

Para colmo de males, la pérdida administrativa del Ruhr aumentó considerablemente los problemas económicos del gobierno, que desde entonces dispuso de menos ingresos para hacer frente a su plan de seguridad y paz social en el plano interno. El paro obrero comenzó nuevamente a amenazar al país, y en muy poco tiempo trepó a un índice del 23%. También cayó la recaudación fiscal, la producción industrial y el movimiento comercial, a la vez que un creciente proceso inflacionario golpeó aún más la frágil economía de la mayoría de la población.

La ocupación del Ruhr, la actitud criminal de la soldadesca gala y el agravamiento de la crisis económica resultaron, de alguna manera, funcionales a la prédica nacionalista extrema. Según su mirada, la República no solo había acordado la partición del Imperio Alemán y su definitiva hipoteca, sino también era impotente frente a la invasión gala. Para muchos alemanes, la situación volvía al caos anterior, y la derecha animaba esa visión.

La política de resistencia pasiva y los reclamos formales del gobierno alemán por la ocupación francesa se abandonaron en 1923, quedando asociada la República a un nuevo renunciamiento de la soberanía nacional. La idea de una democracia traidora a Alemania se asentó definitivamente en los sectores de la derecha local y se fue extendiendo peligrosamente hacia otros sectores políticos.