Piel roja
A Ignacio Izco
1
Hoy, por primera vez, el sol ha surgido vivo y nítido fuera del horizonte de barro. Es un sol polaco, frío, blanco y lejano, y no nos calienta más que la epidermis, pero cuando se ha deshecho de las últimas brumas ha corrido un murmullo por nuestra multitud sin color, y cuando incluso yo he sentido su tibieza a través de la ropa, he comprendido que se pueda adorar al sol.
Primo Levi
Día ciento setenta
Distinto ventanal, pero idéntica vista: la Facultad de Medicina, donde papá debería estar flotando en una piscina de formol. Si el cuerpo es honrado, si nunca miente, el mío muestra un desierto humeante donde crecen grandes cactus erizados de púas. Hay alacranes bajo la piel y crótalos que cimbrean en mis articulaciones. «Síntomas difusos», los llaman los médicos, pero mi dolor no es difuso, sino concreto como un macizo edificio de ladrillo rojo. El dolor es una bestia antigua; lo siento en las muñecas, en los tobillos, también en el cuello y, sobre todo, en las plantas de los pies. Se agazapa en extraños cubiles. Mi piel ha cambiado de color, ahora es gris ceniza. Camino por la habitación, o mejor dicho arrastro las zapatillas. El nefrólogo, un hombre de pelo cano, cargado de espaldas y brazos muy largos, en relación al origen de los «síntomas difusos», me lo ha advertido: «No descartamos nada.» Esa expresión abre tantas posibilidades que si pudiera correr me arrancaría la pulsera identificativa del centro sanitario —que consigna mi nombre y apellidos, mi grupo sanguíneo y un código de barras, idéntico al de un producto de la sección de alimentos congelados de un supermercado— y huiría a caballo. Imagino frente a mí el horizonte de una luminosa pradera, el viento en la cara mientras dejo atrás todas esas incertidumbres en forma de cáncer, de tumor, de tara física sin diagnosticar, y mientras huyo a mis espaldas hay un poblado en llamas, con sus colonos muertos o mutilados, el cuero cabelludo desnudo al sol como huesos de ciruela, y sobre mi montura rebota una mujer aterrada y de rasgos escandinavos. Conjeturo que si he de morirme prefiero que sea en mi casa, poco a poco. O aún mejor, lejos, muy lejos; en El Paraíso de las Eternas Cacerías. Deseo de ser piel roja.
Día ciento setenta y uno
Tras tomar un café hospitalario de fulminantes efectos purgativos, oigo el chirrido que precede al choque de un automóvil: un ruido de prismas y chapa arrugada. Suena la alarma de un coche. Me asomo a la ventana y veo a una mujer que abandona su coche, estrellado contra una farola. Cojea y se lleva las manos a la cabeza. El sonido de la alarma la aturde. Ha estampado su coche frente a la Facultad de Medicina. Los ruidos causados por el accidente no tienen nada que ver con el estallido del ataúd de papá en la cripta del panteón familiar. Aquel incidente fue su última y macabra broma, cuyo origen recuerdo con claridad: la imagen de dos médicos encorbatados que lo convencieron para que donara su cuerpo a la Facultad de Medicina. Vi en mi padre aquella actitud que tanto me irritaba; su natural optimismo ante propuestas insensatas; cuanto más extrañas fueran con mayor ímpetu desataban sus notables dotes dramáticas. Pero si la proposición era un poco macabra el histrionismo de papá podía alcanzar límites insoportables a ojos de un hijo un poco harto de tanto humor negro. A él le encantó la idea de pasar la eternidad en una piscina de formol. Hizo algún comentario risueño a propósito de lo mucho que aprenderían los estudiantes cuando analizaran su cuerpo escuálido y cubierto de cicatrices, y luego pidió un bolígrafo para firmar el consentimiento legal. Los médicos no podían disimular su sorpresa ante la alegría psicótica con que mi padre accedió a su petición. Firmó el documento con la desenvoltura de quien rubrica un cheque al portador. Con aquel pelo revuelto y su sonrisa un poco lobuna, era Jack Nicholson. No era la primera vez que papá me recordaba al personaje de El resplandor. Al instante, supe que aquel gesto teatral nos traería problemas en el futuro, como antes lo habían hecho otros gestos en el pasado. Papá era una piedra rodante.
Día ciento setenta y dos
Una enfermera rolliza y simpática me toma la temperatura y la tensión arterial. Es un alivio saber que hoy no hay pruebas programadas para mí. El dolor persiste a pesar de todo, una suerte de gemebundo temblor que me obliga a moverme con lentitud de octogenario. Camino sobre vidrios de botella. Quizá si a mi padre lo hubieran sometido al mismo control del que yo soy objeto ahora, no habría muerto dos plantas más abajo, en la sala de urgencias. La llamada de mi madre no dejó lugar a dudas: «Venid, papá está muy mal», lo que, en realidad, quería decir «Venid, papá ha muerto.» Condujimos de noche, desde Madrid a Pamplona, sobre un asfalto lacado por la congelación. El viaje con Carlos y Jenny fue silencioso, punteado por comentarios referidos al pavimento cubierto de hielo negro, a la reacción de nuestra hermana Soledad ante la previsible muerte de nuestro padre. A medio camino, rinrineó el teléfono. Mi tía nos preguntó en qué punto del viaje nos hallábamos; no debíamos tener prisa, todo estaba bajo control, teníamos que conducir tranquilos por las carreteras heladas de Soria. Aquella llamada fue la confirmación de la noticia, de otro modo, dedujimos, la llamada la habría realizado nuestra madre. Ahora se me figura que el viaje a oscuras, con la luz de los faros que iluminaban a ráfagas los arcenes de la estepa castellana, luego los quitamiedos y las señales fluorescentes de la autovía, fue el paso por un túnel que mi hermano y yo atravesábamos en silencio, cercados por la ausencia definitiva de mi padre. Cuatrocientos kilómetros de rito de paso. Entramos en una Pamplona más fría y penumbrosa de lo habitual. La familia esperaba en la puerta de la sala de urgencias. Evitaron mirarnos cuando, a grandes zancadas, nos aproximamos al recinto. Aplastaron cigarrillos con la punta del zapato. Tuve la impresión de que con ese gesto querían deshacerse de un mal recuerdo, lo que en realidad produce el efecto contrario. Mi hermana Soledad, pequeña y pálida, me dijo: «Se ha muerto», y yo la abracé. Mi madre lloraba, pero en su llanto había, además de desconsuelo, contrariedad, enfado con la vida, con el joven médico que, según supe más tarde, abandonó la sala de urgencias donde mi padre agonizaba para decirle: «Ya lo hemos perdido dos veces. Debió traerlo antes.» La imaginé sola, congestionada, trayendo a mi padre en el coche, él con la vista nublada, desangrándose por dentro, sin ánimo ya para fumar el que sería su último pitillo que se consumía en el cenicero del coche. Me hubiera gustado estar con ella, agarrar por el cuello al médico —veo unos repulsivos calcetines de ejecutivo, un rostro impávido—, y apretar mi frente contra su nariz para decirle: «Pierde a mi padre y perderás los dientes.» Papá estaba tumbado tras un cristal, cubierto con una mortaja blanca. Unos pelos lacios caían sobre su frente. «Parece una monja», pensé, anonadado aún por la vista de aquel cuerpo que se parecía a mi padre, pero que mi cerebro no lograba identificar con él. Aquel hombre de aspecto frailuno sonreía de un modo muy raro. Era, me dije, una monja loca, muerta en un inverosímil accidente de motocicleta de gran cilindrada, a quien cercenó el quitamiedos de una carretera; acaso la momia de Lenin o de Mao Tse Tung, algo estrafalario, cualquier cosa menos mi padre. Tardamos un tiempo en caer en la cuenta de que no iba a ser fácil despedir a un cuerpo al que sólo el paso de las horas pareció doblegar hasta que el rostro adquirió por fin las facciones de papá. Puesto que había donado su cuerpo a la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra, no habría entierro. Sin embargo, nadie vino a llevarse su cadáver aquella noche, ni compareció para informar sobre los trámites que debían seguirse a fin de que el cuerpo fuera llevado a la piscina de formol, a una cámara frigorífica, a quién sabe qué horroroso sótano de luz metálica. Al parecer, faltaba cierto médico encargado del protocolo. Eran las once de la noche y parecíamos adensados en una atmósfera entre macabra y compungida que a papá le hubiera arrancado una carcajada. Pasada la medianoche, decidimos regresar a casa, convencidos de que, al día siguiente, con la luz del sol, todo se aclararía. Cenamos poco y bebimos mucho. Mi madre miró el reloj de pared —el único objeto que mi padre conservaba desde niño—: «Se ha parado», dijo, como si viera en ello un símbolo doméstico del duelo. Carlos manipuló el mecanismo y el corazón del reloj volvió a sonar en la cocina. Aquello era más de lo que podía soportar. Sentí que me derrumbaba, de modo que subí a la buhardilla, donde papá pasaba la mayor parte del tiempo, entre libros y manuscritos que hablaban del mal, de la muerte, del diablo. Allí había pasado sus últimos años, rodeado de libros y escribiendo largos ensayos unamunianos, de un existencialismo anacrónico que lo devolvía a sus años de estudiante, cuando era un joven jugador de balonmano que vestía jerséis negros de cuello de cisne y leía a Albert Camus a hurtadillas. La silla todavía se amoldaba al peso del cuerpo. En el cenicero reposaba la última colilla de Winston que fumó en casa. A punto estuve de encenderla y apurarla, en un intento postrero por establecer contacto. El sollozo me salió del vientre con un pujo de reproche, cuyo origen desconozco: «Qué cabrón», dije con la voz rota por una extraña mezcla de rabia y dolor. Me paseé por la estancia a la espera de quién sabe qué, pero sólo estaban los libros y las fotografías. Miré el cuadro de su abuelo, que batalló en Cuba y se casó con una exuberante mulata, a quien se trajo a vivir a un pueblecito de Soria donde murió al poco tiempo. La cubana se marchitó como una palmera en la tundra. Estaban las fotos de mi hija, de los amigos mexicanos, los libros de un creyente que quiso ser librepensador sin conseguirlo: Voltaire, Bertrand Russell, Marañón, Ortega, Unamuno, Max Aub, Azaña, Nietzsche…, junto a los libros de teología de Hans Küng, de historia de las religiones, extraños manuales sobre el origen del mal. Todos ellos mudos, ordenados en sus anaqueles. Fuera estaba el bosque de robles petrificado por la helada. Nada más. Frente al aliento que exigía mi deambular por la casa, a mi alrededor todo parecía aliarse con la mudez. Preví una noche de insomnio cuando apagué la luz de la mesilla y entonces papá anunció desde el reloj de la cocina las tres y media de la madrugada.
Día ciento setenta y tres
Un camillero me traslada a la unidad de radiología. Tras inyectarme un contraste en el dorso de la mano, me introducen en un gran tubo que va a trocearme en láminas fotográficas. El anillo tubular es un lugar agradable. La tomografía axial me bombardea de fotones, unas partículas que imagino como semillas de oro que se deshacen en contacto con mi cuerpo. Escucho un suave zumbido y me duermo en ese útero tecnológico, a escasos metros del lugar donde mi padre esperó que alguien hiciera algo con su cuerpo helado. Pero al día siguiente no lució el sol. Al llegar al cubículo tuve la impresión de que las comisuras de sus labios habían adelgazado en un estiramiento apayasado que la mortaja no disimulaba. Su flequillo, tan fino, caía ahora con rigidez sobre su frente. Parecían las cerdas de una escobilla. Carlos y yo intercambiamos una mirada; aquella situación no podía continuar. Irrumpimos en el control de urgencias para exigir una explicación. Parecíamos dos perros de pelea. Las enfermeras palidecieron. Una de ellas hizo una llamada por teléfono. Pensé que quizá llamaba a la Policía o a dos sanitarios forzudos, de los que con camisas de fuerza amarran a los locos. Nuestra madre esperaba vestida de negro, llorosa y elegante. Al cabo de un buen rato, un médico afirmó que todo se debía a un malentendido. Al tratarse de un tipo de donación poco habitual, y dado que nuestro padre había muerto por causas desconocidas —en este punto los tres pensamos al unísono: ¿Desconocidas? Padecía diabetes, pancreatitis, había sido operado dos veces de cáncer de colon, pero nada objetamos—, se le había practicado la autopsia al cadáver, lo que invalidaba la donación del cuerpo. Aquello daba razón de la mortaja con que ocultaron la atroz disección. Una enfermera me había explicado que un cuerpo dispuesto sobre la bandeja de autopsias se parece mucho a un libro abierto. Tras la ruptura del esternón y la incisión vertical, la carne y los músculos se extienden a ambos lados del tórax y las dos planchas carnosas se asemejan a las solapas de un libro en que la sintaxis, los verbos, los sustantivos y adjetivos son vísceras y secreciones de colores que han de ser extraídas por el forense con la misma pericia con que un lingüista analizaría un texto. Un cadáver es un texto sin palabras. Un libro en blanco, o acaso cubierto por una metástasis de errores y disfunciones orgánicas que lo ha invadido hasta destruir el testimonio que un día guardó. Queda sobre la plancha de disección el relato que somos: ilegible, mudo, inerte. «Cuando lo ves no impresiona, sólo te coloca en tu lugar. Piensas: Esto es todo», me había dicho la enfermera. Debíamos llevarnos a nuestro padre y darle sepultura. Creo que todos sentimos alivio; no obstante, mi hermano y yo mantuvimos por teléfono una tensa conversación con la directora de la clínica, a quien imaginé seca, con moño, una mujer de rostro anguloso y ojos claros, uno de esos rostros que desconocen el significado de la palabra placer. Maldije al sistema sanitario y al día en que aquellos médicos encorbatados animaron el histrionismo macabro de mi padre. Al día siguiente, amaneció un día antártico. A lo largo de la carretera se veían los temperos, los grajos que volaban a la altura de la ventanilla, la tierra del color del chocolate helado, la nieve que colmaba el arcén y flanqueaba la comitiva de coches. Aparcamos a la entrada del camposanto y nos apiñamos en aquel cementerio feo y pueblerino, con tapias erizadas de vidrios de botella y figuras de ángeles custodios de cuyas narices colgaban carámbanos. No había enterrador. Se negó a trabajar en su día de asueto. Conseguimos que un cura se acercara al entierro, tras el oficio religioso que debía celebrar en un pueblo cercano. Esperábamos su llegada entre los cipreses, mientras unos buenos amigos del pueblo que se ofrecieron como improvisados enterradores —Antonio y su hijo, carpinteros; y Manolo, cartero ilustrado— maniobraban con unas maromas para introducir el ataúd en el panteón familiar. Sus oficios eran perfectos para ayudar a papá a cruzar la Laguna Estigia. Pero tratándose de mi padre las cosas solían complicarse y aquella ocasión no iba a ser excepcional: el ataúd no cabía por el agujero que alguien había hecho a tal efecto. Quien lo horadó debió de pensar que íbamos a enterrar a un enano o a un niño. Papá medía 1,70 centímetros, pero estaba claro que el ataúd se negaba a ser descendido por aquel exiguo espacio. Mi hermano abandonó el escaso calor del grupo a fin de ayudar en las tareas. Para ello, debió descender por el hueco. Los demás conteníamos la respiración; hasta el vaho que salía de nuestras fosas nasales nos parecía que podía desencadenar el caos, mientras observábamos con creciente angustia las dificultosas maniobras que llevaban a cabo los sepultureros. Fue entonces, al unísono de nuestros temores cristalizados en el aire polar, cuando se produjo el incidente. Alguien erró el cálculo y el ataúd se deslizó entre las maromas y cayó, panteón abajo. El ruido del ataúd contra el suelo rompió los carámbanos que colgaban de las figuras alegóricas, y a todos nosotros se nos olvidó respirar. Mi corazón se redujo hasta adquirir el tamaño de un guijarro cuando la voz de mi hermano retumbó con eco de bóveda: «¡Me cagüen diez!» Nadie se movió. Sólo las viejas asistentas de la familia tuvieron cuajo para asomarse y comprobar el estropicio. Se santiguaban ante lo que ellas veían y los demás no queríamos ver ni por asomo. Imaginé a mi padre riéndose a carcajadas en algún lugar muy cerca de nosotros, tal vez subido en la tapia del cementerio, entre los vidrios rotos de botella, vestido con su chándal carcelario, un Winston en los labios y una cocacola helada en la mano. Todo sin la impostura literaria de los aparecidos. Desde el fondo del panteón llegaban sonidos de astillas. Hubiera deseado transformarme en ciprés, en ángel de escayola. Finalmente, mi hermano ascendió del Hades familiar, blanco como el yeso. El silencio producía vaho y hacía tintinear los prismas de hielo que cubrían los cipreses. Aquel silencio aterido del grupo lo rompió la voz histérica de alguien, que gritó: «¡Deberíamos rezar algo!, ¿no?» Así lo hicimos. Cuando la comitiva abandonaba el cementerio llegó el cura, un chico joven y grueso que resoplaba entre las tumbas. Improvisó un responso frente a las rejas del panteón. Me alegré por mi madre, de otro modo se diría que acabábamos de dar sepultura a un convicto o a un suicida. Ya en casa, le serví a Carlos un whisky. Lo felicité por su valor. Aquellos días bebíamos mucho whisky y comíamos chocolate amargo. Al instante, recuperó el color. «¿Qué viste?», le pregunté. «Querrás decir qué olí… Allí estaban todos: los abuelos, los bisabuelos…, ¿sabes?, aún queda mucho sitio allí abajo.» Recuerdo que en un postrero e inconsciente rito de duelo, en los días siguientes me calcé las botas de invierno de mi padre, fumé su misma marca de tabaco y bebí coca-colas heladas frente al televisor, tal como él tenía por costumbre. Todos los días me acuerdo de él.
Día ciento setenta y cuatro
Un médico, sana; dos, dudan; tres, matan, afirma la sabiduría popular. Cada día visito una unidad nueva de la clínica. Ignoraba que la prueba de hoy resultara tan desagradable. Una internista pálida e inexpresiva me clava un instrumento en el esternón. Parece que maneja un destornillador. El émbolo del aparato succiona sustancia de mi médula. Siento una convulsión eléctrica en la cabeza; la picadura urticante de una gran medusa que extiende sus ponzoñosos filamentos dentro del cuero cabelludo; luego, en la espalda; por fin, en los pies. Grito, como si me hubieran aplicado la descarga eléctrica de una picana. Dolorido, pero sin mala intención, le digo: «Espero no volver a verte en mucho tiempo.» Ella me mira, pero su rostro es una máscara. ¿Me habré vuelto transparente? La observo mientras recoge sus artefactos. Se marcha sin despedirse. A pesar de su juventud, esa internista ya es un producto típico de la tecnociencia aplicada a los pacientes. Con idéntica actitud, un mecánico le hubiera cambiado la batería a mi viejo Opel. Aunque el dolor no me abandona, a paso lento me escabullo de la clínica hasta un cibercafé. Hago lo que no se debe hacer: consultar en internet la utilidad de la prueba. Regreso a la clínica convencido de que padezco leucemia. Imagino a los hematólogos encorvados sobre microscopios mientras observan la imagen de los glóbulos rojos que tomaron de mi médula; un análisis de cuyo resultado depende mi futuro, una nonada vista a través de la lente que amplía cien mil veces esa mancha diminuta hasta adquirir la imagen de una temible y ya irreductible célula revolucionaria.
Día ciento setenta y cinco
Las ánimas del purgatorio me despiertan muy temprano. Me ducho sin prisa, me afeito y espero mientras la luz del amanecer comienza a hacer visibles los objetos de la mesilla: el termómetro, los libros, el vaso de agua, los somníferos. Agradezco no compartir la habitación con otro paciente, de modo que fumo un cigarrillo en el baño. A falta de un respiradero por el que expulsar el humo, he perfeccionado el método. Me encierro en la ducha, abro el grifo del cabezal, enciendo el pitillo y expulso el humo sobre el cono de agua fría. Fumo muy rápido: el veneno de la nicotina relaja mis músculos y aturde mi mente. Dirijo el chorro del cabezal de la ducha hacia las paredes. Una vez consumido el cigarro, oreo el baño con una toalla; después asperjo agua de colonia. La mayor dificultad de la tarea es deshacerse de la colilla, pues la dejo caer en el remolino del inodoro y tiro de la cadena, pero el agua devuelve la prueba acusatoria, de modo que la envuelvo en papel higiénico y la meto en una bolsa de plástico que anudo con fuerza. Quizá debería sacar las colillas de la clínica y deshacerme de ellas por los bajos de los pantalones, como hacía Steve McQueen con la arenisca del agujero que horadaban en aquella película de evasiones fracasadas. Sea como fuere, la operación la repito cinco o seis veces al día. El resto de los pitillos los fumo en el parque, lejos de los itinerarios que siguen los médicos a su entrada o salida del recinto hospitalario. La visita de los nefrólogos no espanta ningún miedo; antes bien, los acrecienta: infiero que están a la espera de los resultados que determinarán a qué nuevas pruebas deberé someterme. El miedo es la vaguedad de sus explicaciones, la escasa información, la actitud distante, la rapidez con que efectúan las visitas, a fin de evitar las preguntas y dudas del paciente. Cuando me dejan solo, bajo a la calle, me tomo un café de verdad y compro el periódico. En la primera página aparece el cuerpo de un soldado norteamericano despedazado en un mercado afgano, entre babuchas y salpicones de sangre. Debo calcular el tiempo que invierto en mis escapadas, pues camino como si llevara grilletes en los tobillos.
Día ciento setenta y seis
Me llama Enrique. Le cuento mis miedos. No puedo disimular mi angustia, pero la disuelvo diciendo que me sentí vampiro, tras la punción esternal. Me clavaron una estaca en el corazón y ahora soy una persona normal. No necesito sangre. Él se ríe al otro lado de la línea telefónica. Promete hacerme una visita. Por la tarde, me dializan en la pecera. Viene a verme Manuel; le cuento que me duele todo. «¿Todo?», pregunta con su retranca de hombre bueno. Le cuento lo desagradable que fue dejar de ser vampiro. Conectado a su máquina, Pedrito me observa sin curiosidad. Manuel y yo lo llamamos El Doctor. Diagnostica sin titubeos las dolencias de los compañeros de la sala. Lo avalan treinta operaciones, quién sabe cuántos puntos de sutura en un cuerpo diminuto, dos trasplantes de riñón, una prótesis de cadera, unos pulmones maltratados. El decano de la sala tiene voz de canario flauta, un brillo un poco maligno en la mirada y una risa que recuerda el sonido de las hojas secas. No puedo dejar de relacionarlo con Odradek, aquel personaje del cuento de Kafka Preocupaciones de un padre de familia, al que se describe del siguiente modo: «A primera vista, tiene forma de un carrete de hilo con forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es solamente un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios por el otro, el conjunto puede sostenerse sobre dos patas.» Pero Pedrito no es Odradek, pues a pesar de sus múltiples dolencias dispone de una reserva asombrosa de energía. Está casado con una dominicana de proporciones caribeñas. Tienen un hijo. Pedrito admite sin réplica ni mal humor las bromas que le gastamos a propósito de las diferencias anatómicas entre él y su mujer. «Me gusta que haya donde coger», responde él mientras abre y cierra las manos, como si apretara dos grandes nalgas de color berenjena. Tanto Pedrito como yo estamos fichados por el personal médico; yo por fumador de tabaco; él, por fumador de marihuana. Tiene una enorme plantación en las afueras de su pueblo. Un día me mostró una fotografía que había tomado con su teléfono celular. Vestido con una camiseta de colorines y el pelo largo y lacio, parecía un jíbaro en medio de la selva. Sin embargo, su voz de niño viejo no acaba de consolarme: «Tranquilo, ya verás cómo todo se arregla.» Sé que lo dice con su escepticismo vitalicio. Ante el silencio de los nefrólogos sobre los resultados de las pruebas, he solicitado permiso para viajar a Madrid a recoger un premio de novela que me han concedido, así que esta tarde subiré al tren y recibiré ese premio en la Residencia de Estudiantes. Olvidaré por unas horas el miedo de todas las posibilidades no descartadas por los médicos y el sabor del suero en la bóveda del paladar. Las babas de la máquina.
Día ciento setenta y siete
He colgado en mi muro de Facebook dos fotografías del día de la entrega del premio. Saludo a un pétreo Caballero Bonald; le doy la mano a Luis Mateo Díez. Frente a su rostro de caballero castellano pintado por el Greco, mi cara es un poema surrealista. En otra fotografía leo unas palabras de agradecimiento que salen de un rostro verde grisáceo. Consigo arrancar risas a los asistentes. Al finalizar el acto, Alejandra sale de entre la multitud y se agarra a mi cintura. Es una sorpresa que no esperaba. Tampoco esperaba la llegada de Miguel y Carmela. Paso la tarde y buena parte de la noche rodeado de amigos y familiares. Silvina no ha querido venir al acto. Camino sobre brasas, dolorido, pero feliz.
Día ciento setenta y ocho
Las plagas llegan y se van. A veces vuelan langostas bíblicas y se abalanzan sobre los más débiles. Huelen la debilidad y su zumbido de tormenta de arena recorre el espacio de la sala de hemodiálisis, se posan sobre los dializadores, revolotean sobre cada uno de nosotros, aunque, a ciencia cierta, con la intuición colectiva y un poco terrorífica de las plagas, las langostas saben, antes de llegar, sobre quién deben posarse. Tomamos conciencia de la existencia de la plaga desde la muerte de Román. La muerte se pasea por la sala y se anuncia con el batir de miles de pequeñas alas. En ocasiones, los pacientes percibimos su llegada antes que el personal sanitario; hemos perfeccionado un sexto sentido para detectar el zumbido de las langostas egipcias, pues el enfermo profesional se especializa en su propio escrutinio, en la observación de los compañeros; adquiere mirada de médico de la antigüedad, y le basta observar un decantamiento en el ánimo, una mirada cubierta por las escamas de la amargura, una delgadez repentina, un temblor, una tristeza de animal, para saber que las langostas se han posado sobre alguien: un apicultor cubierto por un manto de abejas. Lo cierto es que desde hace días algunos compañeros parecen caminar sobre una fina capa de hielo. Manuel y yo estamos atentos a esos signos que suelen pasar inadvertidos al personal médico. Las enfermeras son nuestros confidentes: «Gregoria está triste», «Iñaki dice cosas raras, sin sentido.» Cuando llega la plaga invisible apenas se escuchan risas o comentarios banales. Basta que alguien se sienta mal para que ese daño invisible se extienda entre los más débiles, es decir, entre los ancianos, y sentimos congoja al verlos al albur de ese zumbido de insectos, que tal como ha llegado se irá, quién sabe si cobrándose una víctima, a la que se llevarán volando sin que nadie pueda impedirlo, hacia un sol egipcio o un sol polar que irradia una luz de bombilla sucia al otro lado del ventanal.
Día ciento setenta y nueve
En la habitación se amontonan los libros que me han hecho llegar de El Diario de Navarra. Entre ellos están las últimas novelas de Roberto Bolaño, Iván Thays, Philp Roth… Bolaño y sus Sinsabores de un policía se me caen de las manos; peor me parece la de Iván Thays; pero disfruto con la novela patográfica de Philip Roth, Némesis. Apenas echo un vistazo a los periódicos que se amontonan en la repisa del ventanal. La habitación huele a hemeroteca. Le pido a mi madre que evite las visitas familiares. En el trato con los amigos se da una espontaneidad que los vínculos familiares no siempre propician. Soy torpe. Enrique me cuenta sus planes para comprar un pequeño velero en Santander; José Manuel me trae una bandeja de exquisito jamón que me apresuro a esconder en un cajón de la mesilla. A última hora, mientras trato de escribir la columna para el periódico, llega Elena, generosa, sonriente, cansada. Me propone una colaboración para el diseño de un tríptico sobre energías alternativas. Sólo debo retocar el texto con la finalidad de que resulte más ameno. Ambos sabemos que el trabajo no merece la cantidad de dinero que me ofrece. Hay personas cuya risa nos ensancha el alma. La risa de Elena es así: amplia, sincera y generosa.
Día ciento ochenta
Hoy han colgado del perchero una gran bolsa que contiene una solución de hierro. Se trata de un líquido color vinagre que entra en el catéter a través de los tubos. Es una poción mágica que nos aportará energía suplementaria. Adiós, por unas horas, a la anemia. Bromeo con Manuel sobre la mejor posibilidad de invertir ese excipiente de energía. Yo pienso en sexo y así se lo digo, pero Manuel se encoge de hombros. «La mujer no está para alegrías», dice. ¿En qué invertirá José Luis este suplemento? En sobrevivir. José Luis está cubierto de langostas. Las heridas producidas por la diabetes le causan mucho dolor, lo cual aventura la posibilidad de una nueva amputación. Quizá ese suplemento de hierro que circulará por su sangre le sirva para espantar, por unas horas, como quien esparce insecticida, los insectos que lo acosan.
10
Estoy bajo el agua y los latidos de mi corazón producen círculos en la superficie.
Milan Kundera
Día doscientos sesenta y nueve