La pérdida de la firmeza
Una ventaja de las narraciones que no contienen fabulación sino testimonio es que el autor sepa de lo que escribe. Juan Gracia Armendáriz conoce con ojos, oídos y cicatrices lo relatado en este libro conmovedor. El lector lo aprecia desde las fulgurantes imágenes de la primera página y no quiere que cese de narrar su informante del mundo semioculto del dolor, que, como niños que contemplan sus primeras películas con pasajes pavorosos, deseamos y no deseamos ver.
Muchos diarios presentan el inconveniente de ofrecer hechos y pensamientos poco elaborados, en bruto: notas sueltas y bosquejos de escritor apresurado o entregado a otras obras que considera mayores. No es el caso. Hay mucho arte narrativo en estas páginas, en su ritmo orgánico, en su dosificación melódica de sufrimiento y dicha, en su intelección del círculo humano observado, en su pormenor moral, y en su lenguaje exacto y comunal.
Unas sensaciones de pureza expresiva y vibración doliente nos acompañan durante la lectura. El don de Gracia Armendáriz para el detalle significativo y para la revelación de los ciclos humanos y parahumanos, manifiesto en su novela La línea Plimsoll y también en sus Cuentos del Jíbaro, lo convierte en el descriptor minucioso y empático que esta obra de resonancias éticas requería. No es la enfermedad lo que engrandece su lenguaje o lo depura. Es la duda, el desdoblamiento y la fraternidad con los que padecen existencias perturbadas.
Enfermamos: el cuerpo se desmanda de la consideración de instrumento mudo y obediente. Desearíamos que callase, pero musita, parlotea o clama. Impone su discurso agorero de incapacidad y muerte. Al expresarse, al narrarnos su mal grave, nos escindimos: los proyectos de nuestra persona pasada se trasladan a la ficción y nos convertimos en nuestro doble, el enfermo, el infirme. Para más trastorno, las órdenes y los caprichos del cuerpo enseñoreado resultan a menudo ininteligibles y hemos de recurrir al intérprete, al sanador, para que lo predisponga de nuevo al mutismo. El sanador y sus técnicas y máquinas, tan benéficas como monstruosas, traducirán los mensajes del cuerpo y quizá lo reamaestren.
Juan Gracia Armendáriz, convertido en su doble, traslada la escritura al centro de su existencia. Observa lúcido y disconforme la cadena de vidas quebradas y recuenta, dolido pero no quejoso, los estragos. El rumor del pensamiento de nuestros dobles consuena en estas páginas maravillosas de las que contaré el final de la lectura: la voz que se ha construido el débil, el infirme, pero decidido y clarividente testigo, nos ganó con su emocionante sinceridad. Intuyo que este libro merecerá un lugar destacado en nuestra tradición narrativa autobiográfica.
Juan Martínez de las Rivas
Enero de 2010
No me gustaría palmarla
Antes de conocer los monos de Brasil…
Boris Vian
Día noventa
Una fantasmagoría paranoide: no son las máquinas las que depuran la sangre de los enfermos, sino que somos nosotros, los pacientes, quienes servimos a las máquinas, porque sin el concurso de nuestra sangre, con altos índices de fósforo y potasio, ellas cesarían al instante y el oculto e inconfesable engranaje al que sirven se desmoronaría, y con él toda la institución sanitaria, cuyas bases se asientan, según un secreto entramado de intereses, en el funcionamiento perpetuo de los dializadores, en su monótono ronroneo, en el movimiento de su rotor que extrae nuestro líquido vital y lo filtra a través de membranas y soluciones salinas, y que resulta ser tan imprescindible para ellas como lo es para nosotros. Por alguna causa que mi delirio paranoide no acierta a elaborar, la sala repleta de máquinas necesita de esa función y de nuestro concurso. ¿A qué oscuros intereses responde este comportamiento secreto? Imagino un amplio dispositivo de cables internos que atraviesan el interior del edificio para alimentar la bobina de una maquinaria subterránea que extrae su fuerza de nuestros fluidos vitales. En esta fantasía paranoide habría inconfesables intereses farmacéuticos o acaso una nueva fuerza motriz extraída de la urea de los enfermos. Una energía limpia y no contaminante. Somos el origen de una investigación ya muy avanzada que tiene por objetivo el hallazgo de una energía que dejará obsoletos el petróleo y el gas. Por eso nos mantienen aquí. Por eso, durante estos dos años sólo un paciente de nuestro turno ha sido trasplantado. Únicamente de este modo se comprende, según la lógica dislocada del relato, la pregunta que Gregoria, con los ojos en blanco, lanza de vez en cuando a los médicos que nos visitan: «¿Pero cuándo nos van a sacar de aquí?».
Día noventa y uno
Me acerco en coche hasta mi lugar favorito. Debajo de la peña de Añézcar hay un pequeño claro, donde los bosques de robles y los abetos forman una arboleda tan apretada que la luz pasa en tubos luminosos, como en la jungla. Los ejercicios de respiración me ayudan a mantener la mente despejada. De pie, frente a un gran roble, respiro y estiro los músculos, como si mis brazos fueran antenas que detectaran la energía de la tierra musgosa, de los árboles centenarios, del cielo que parece hecho de seda azul. Un día, mientras practicaba mis ejercicios, un pájaro vino a posarse en mi brazo. Se dio un buen susto cuando comprobó que yo no era un árbol, sino un hombre. Permanezco quieto y creo alcanzar cierta invisibilidad, porque al poco tiempo el bosque comienza a desperezarse y oigo a mi alrededor tenues ruidos bajo las hojas secas, ramas que se quiebran por el paso de animales que no consigo identificar, saltos que provocan caídas de bellotas desde las copas de los árboles. Mientras respiro, de pie, una cría de petirrojo se acerca con curiosidad, me observa como si evaluara mis posibilidades. En lo alto suena el silbido del milano que sobrevuela su territorio de caza. Una sombra alada recorre el suelo. Hasta los árboles parecen enmudecer. Luego, todo regresa a su atmósfera apacible y acoge el color de los líquenes, el nutritivo musgo, la senda crujiente de hojas secas. Por un instante, mi mente es ese milano que cruza el aire en el silencio de la mañana.
Día noventa y dos
Ayer, Isabel nos dio un buen susto. Su tensión arterial descendió de golpe, sin previo aviso. Raquel y Edurne corrían hacia ella cuando yo me incorporé para ver qué ocurría. Isabel había perdido el conocimiento y estaba tendida en el sofá, con el rostro vuelto hacia mí, los ojos abiertos, como en una película de terror. Su rostro impávido, sus ojos que miraban la nada, me impresionaron. Las enfermeras la reanimaron muy rápido. Al día siguiente, le conté lo que había visto: su cara, sus ojos sin expresión mirándome, a un lado de la almohada. Le pregunté si me vio. «No me enteré de nada. Fue como si me durmiera de golpe. Y no, la verdad es que no te vi». Sus palabras me hicieron reflexionar. Si Edurne y Raquel no hubieran acudido en su ayuda, Isabel hubiera muerto sin darse cuenta. Ni náuseas sartrianas, ni agonías unamunianas. Algunas muertes deben de ser dulces. Acaso alguien desconecta, uno a uno, los interruptores de nuestros sentidos y una lenta oscuridad se va adueñando de nuestra conciencia, como en la escena de 2001 Una odisea del espacio, cuando los astronautas deciden desconectar a Hall 9000, el robot ciclópeo, y luego, quizá, sentimos un suave desprendimiento y la última luz que se apaga. El propio Unamuno, que tantas páginas dedicó a la muerte, murió sentado a la mesa, rodeado de amigos, después de comer. Como si dormitara, cruzó las manos sobre el pecho, dejó caer la barbilla, y ya no despertó.
Día noventa y tres
Estoy preocupado. Hace días que la tórtola no viene a saludar. Me llama Carlos. Ha recogido en mi nombre una medalla que me ha sido concedida «por los servicios prestados a la Universidad Complutense». Suena un poco castrense. Carlos estaba impresionado por la liturgia académica: gaudeamus igitur, togas, anillos, birretes y un cuarteto de cuerda para inaugurar el curso académico. Faltaba el incienso. No sabe cuánto le agradezco haber estado allí, en mi lugar, sentado entre catedráticos escleróticos y ordenanzas momificados. Soy un jubilado de cuarenta y tres años.
Día noventa y cuatro
Una buena amiga me cuenta que, desde que murió su hermano, su familia vive bajo la advocación de un hueco. Lo fulminó una muerte súbita a los treinta años de edad. Un hombre deportista, sano, casado y padre de dos hijos. Ahora, cada vez que se acerca el aniversario, sus padres sufren ansiedad, angustia, insomnio. Ella me dice que se siente incapaz de asistir a los funerales organizados por amigos o compañeros de trabajo. No soporta ver el dolor de sus padres. Me cuenta que era ella quien lo protegía en el patio del colegio, pues un compañero de clase solía robarle el bocadillo del almuerzo. Mi amiga era su guardaespaldas y ahora no comprende que su hermano pueda ser un árbol que la ampara. No es fácil consolar a quien sufre un golpe tan brutal. Las palabras suenan vacías, huecas, a cháchara de librito de autoayuda. El enamoramiento, como la muerte de alguien cercano, son emociones que superan con creces nuestra pobre capacidad verbal. «No es esto; no es esto», nos decimos después de leer un poema, con la respiración fatigada por el abrazo del amor o de la muerte. No. No es esto. Con seguridad, le digo a mi amiga, un golpe así nunca se supera. Acaso el dolor queda mitigado, ese deslumbramiento de animal ante los focos de la muerte, la parálisis, la tristeza que a veces es tan grande que hasta impide el llanto consolador. Pero el sufrimiento sordo quedará siempre ahí, bajo los pliegues de la piel, entre los tendones, y ha de aflorar, de vez en cuando, a modo de ofrenda.
Día noventa y cinco
Como en las películas de los Hermanos Marx, podría titular esta entrada: «Un día en el campo». En un pueblecito del valle de Imoz nos reunimos un grupo de amigos. Comemos como ogros y luego, por bajar la digestión, Enrique y yo damos un paseo por el monte. Es mi amigo más antiguo, nos acompañamos desde los siete años, cuando coincidimos en pantalones cortos en un colegio de curas que olía a pis de viejo, a lejía, a sopa recalentada. Crecimos juntos. El lazo va más allá de la distancia que en ocasiones nos ha separado. Sin haberlo calculado estamos repitiendo el mismo paseo que dimos hace más de veinte años; yo recién llegado de México, herido ya por la enfermedad. Ahora nos preocupa nuestra alopecia difusa, el incierto futuro con nuestras respectivas parejas, su trayectoria profesional, pegada a una empresa que se hunde como un viejo galeón, y mientras conversamos se oye el silbido del milano que cruza el valle quieto y verde a esas horas de la tarde, y a ambos lados de la senda los hayedos y robledales se visten de un color violeta, de cuento de hadas o de terror, según se mire. Nos rodea un paisaje élfico. Al recorrer estos senderos uno acierta a comprender por qué las casas del valle lucen la Eguzki Lore (Flor de Sol) en la fachada, para ahuyentar a las brujas. Huele a tierra fértil, a bosta fermentada, a establo helado en donde muge una vaca y se escucha el sonido tintineante y helado de la fuente donde abreva el ganado. Atravesamos el pueblo. Hay un columpio enano en la oscuridad. Imagino el alma de un niño oscilando en ese columpio y el chirrido de las cadenas en medio de la plazoleta silenciosa. Desde la taberna llega el bullicio de una cena. Ayer, un grupo de hombres se jugaron un cordero en una partida de mus. Mientras jugaban, el cordero pendía, abierto en canal, de una viga de madera. Hoy lo han asado. Pasamos junto a un monolito, dedicado a dos terroristas de ETA, a quienes cupo la gloria patriótica de colocar una bomba que les explotó en la cara. Sólo se escuchan nuestros pasos entre los enormes caseríos donde parece haber mecedoras solitarias, aperos de labranza y algún puchero humeante. Hay pocas ventanas iluminadas y ni una silueta detrás de ellas. Huele, eso sí, a chimenea, un perfume de madera de haya quemada y el jirón de un guiso suculento. Por fin, alcanzamos la casa, dejamos la oscuridad a nuestras espaldas y nos acercamos al fuego de la chimenea como dos aparecidos. Nos cuesta que las pupilas se adapten a la luz del porche, donde el calor de la chimenea y las risas de los niños son el contrapunto alegre a la oscuridad de un pueblo rodeado por la noche de los tiempos.
Día noventa y seis
Hoy he sabido por qué la tórtola ya no viene a darme los buenos días. He descubierto en el jardín los restos de una matanza. Había plumas blancas al pie del tilo. He seguido el rastro del viento hasta la linde del bosque. Allí las plumas no eran del pecho, sino de las alas; estaban esparcidas por el suelo como piezas de un abanico. Algunas estaban mojadas, chupeteadas por el predador. Seguramente, la ha cazado alguno de los gatos que merodean por los alrededores. Antiguos gatos domésticos, ahora asilvestrados, que acechan a los pájaros que vienen a alimentarse en el comedero del jardín. Por un instante, pienso en la carabina del calibre 22 que guardo en el armario. Un arma letal para un gato. Por un instante, siento el empuje del niño de once años que fui, cuando no había gorrión, mirlo, urraca, focha de agua, lagartija o culebra que no abatiera. Pero ya no tengo once años. Respeto la vida por encima de todo, aunque ésta, en forma de gato, se haya llevado a mi tórtola bonita y saludadora.
Día noventa y siete
Ella guarda todos sus recuerdos en dos maletitas. La mayoría son fotografías antiguas, donde aparecen sus padres: Angélica, una mujer bellísima, de rostro marmóreo, y Marcial, un hombre alto, de ojos penetrantes, con empaque de gran felino. Ella italiana; español, él, un matrimonio típico en Argentina. Ella sobrevivió a su madre, una mujer loca que siempre le negó su afecto, y sobrevivió a su padre, muerto –como dicen las crónicas de sucesos– en extrañas circunstancias. Era el día en que ella, junto a sus compañeros de conservatorio, se iban a la Patagonia, en viaje de fin de curso. Nunca conoció esa parte de su país. Se quedó sola, luchando con su madre, cada vez más loca y más enferma. No hay fotografías de su adolescencia, apenas un par o tres de su juventud. La mayoría de las fotografías la retratan en blanco y negro: una niña morena siempre sonriente, vestida de blanco, con trencitas y una medalla colgada al cuello, que mira hacia el fotógrafo con toda la fe de que es capaz una niña de diez años. Ese es todo su equipaje afectivo. A pesar de esa sombra de orfandad es capaz de amar sin límites. Soy un hombre afortunado que quiere compartir su gran equipaje de afecto.
Día noventa y ocho
La literatura desata energías que no controlamos. Anticipan hechos, deseos que queremos ver cumplidos. No debería desdecirse la capacidad oracular de la literatura. En esos casos, la pregunta se presenta como hipótesis: ¿casualidad o causalidad? Hace muchos años, tras un viaje al norte de Marruecos, escribí una novela titulada Puerto Xalé. Por fortuna, nunca fue publicada. Xalé fue durante el siglo XV una república pirata, aneja a la actual capital del país, Rabat. Ahora es un puerto pequeño, feo, sin ningún encanto, cubierto de barro y escamas de pescado. La trama de aquella novela fallida giraba en torno al crimen de un español, cometido por un comisario de policía marroquí. El tono negro de la novela cuajaba bien con el ambiente sórdido y exótico de la ciudad, pero el resultado presentaba un desajuste argumental que entonces no supe resolver. Bien, el caso es que días después de terminar la novela leí una noticia, cuyo titular decía: Un policía mata a dos turistas británicos en un hotel de Tánger. Lo más curioso no era que el suceso reproducía de un modo bastante fiel el argumento de la novela, sino que, además, los nombres de los implicados en el suceso coincidían con los nombres de los personajes de mi relato. Antes, esas casualidades me anonadaban. Luego me han sucedido cosas aún más extrañas, pero ya no les doy importancia.
Día noventa y nueve
A veces uno quisiera que este diario fuera un seppuku: el samurái que palpa con los dedos el punto del abdomen donde hundirá el filo del tanto, a fin de abrirse el vientre frente al lector, y que éste, en un gesto compasivo, alce la katana y de un golpe certero, le corte la cabeza y acabe con tan lamentable espectáculo. No, uno no puede abrirse el vientre a fin de que las palabras broten como vísceras humeantes. Sería una falta de respeto. Es una impostura más y un modo inelegante de mostrarse ante los demás, un estropicio innecesario y un poco maloliente, dicho sea de paso. Salvo que, en verdad, el escritor-samurái sea capaz de llevar a cabo el ritual y se inmole como Pavesse, diciendo aquello de «Basta de palabras: un acto». Pero uno, de momento, no está por la labor.
La formación moral e intelectual de un hombre o de una mujer requiere cuidados persistentes. Llegar a dominar un instrumento o una herramienta es cosa de larga paciencia. Los antiguos decían, comprensivamente: ars longa, vita brevis. ¿Y el amor? ¿Y el ritmo de las cosechas? ¿Y la cocina? Todo lento, lentísimo.
Josep Pla
Día cien
Releo las anotaciones escritas hace diez años en dos cuadernos negros. Son diarios que escribí sin la premeditación del que escribe un texto para ser publicado. No obstante, percibo cierta dosis de impostura, de falseamiento, de coquetería estilística, pero, en general, me parecen sinceros. Es sabido que la sinceridad no es un valor literario, sin embargo en el género del diario se establece un pacto con el lector al que el escritor debe responder con solvencia, sobre todo si la materia que es objeto de la escritura –su vida– es verdadera. A estas alturas uno no debería traicionarse en algunos asuntos. La lectura de esos viejos diarios me arranca una sonrisa. Son los escritos de un aprendiz. Anoto en ellos mi lento aprendizaje de los recursos narrativos: el punto de vista, los personajes, los diálogos… Y caigo en la cuenta de que en la literatura, como en cualquier actividad creativa, nunca se deja de ser un aprendiz. El 26 de enero de 1999 escribía lo siguiente: «Me he propuesto que esto sea un diario, no las petulantes reflexiones de un escritor». Diez años después, escribo este diario con el mismo propósito. La lectura de aquellos diarios me produce desazón. Una impresión de hombre enclaustrado. Por ello, no quisiera que este diario fuera, como afirma José María Castellet en el prólogo a los diarios de Jaime Gil de Biedma, «uno de los mejores exponentes de chismografía literaria y exaltación del yo». Horror.
Día ciento uno
Carmen es una mujer delgada y pequeña. Treinta y dos kilos de peso. Discreta y, a su modo, elegante. Apenas habla, pero sonríe cuando Pedrito dice alguna impertinencia o cuando Manuel y yo bromeamos. Camina con los pies en paralelo al suelo, sin levantar la suela, y se diría que se mimetiza con el color crudo de las paredes. Cuando llego a la sala de espera, está sola. Así que me siento a su lado. Le pregunto qué tal se encuentra y ella me dice que bien. Tiene una voz firme, incongruente con su extrema delgadez. Sus labios están pintados de carmín rosa chicle y lleva unos calcetines del mismo color. Es lo único que desentona en su indumentaria. Me pregunto cómo será su casa e imagino una estancia grande, el murmullo de una emisora en una cocina que huele a lejía, una gran alfombra en el suelo del comedor y la fotografía de un marido muerto sobre la cómoda. Es seguro que dispone de una asistenta. Pero no es fácil hablar con ella, como si estableciera un invisible pero eficaz perímetro de seguridad a su alrededor. Y yo respeto su silencio. Gregoria, sin embargo, habla sin ningún pudor; llega en la silla de ruedas, saluda como si entrara en una plaza de toros y de inmediato se pone a hablar. Ella cuenta con la ayuda de una mujer, quizá peruana o ecuatoriana, a la que, con seguridad, abronca de vez en cuando. No le gusta cómo cocina, así que es ella misma quien se prepara el almuerzo, con mucho aceite y ajo. Lo explica con una mezcla de mal humor y socarronería. Del mismo modo, dice: «Mis nietos siempre me advierten de que no me quede sola. Abuela, no debes quedarte sola, dicen a todas horas. Sin embargo, este puente se han ido todos. Así que ¿cuándo quieren que no me quede sola?».
Día ciento dos
Tengo la cabeza llena de aire. Un día tirado a la basura.
Día ciento tres
Mi mochila roja siempre me acompaña al hospital. En ella guardo lo siguiente: una bolsa de caramelos de regaliz, una libreta, un bolígrafo, unas lentes de présbice; una radio, un ipod con una macedonia musical donde uno puede encontrar a Bach y a Monteverdi, pero también a David Bowie, a Arvo Part y a Depeche Mode; llevo un periódico del día que compro según sople el viento; llevo un libro; a veces dos; llevo un teléfono. Es todo cuanto necesito aquí. Cuelgo la mochila del reposabrazos, inclino el sofá, me coloco la mascarilla y espero. Ayer, Pedrito gritaba de dolor. Llamaba a su mamá. Así decía: «¡Mamá!». Creo que se dio cuenta de que resultaba un poco ridículo y entonces gritó: «¡Ay, madre!». Pedro es la prueba de que el dolor no nos fortalece, antes bien parece que nos suaviza la piel, que lejos de endurecerla, como parecería lógico, la pule con su acción devastadora. Los brazos de Pedro son pequeños y delgados, como ramas de un árbol viejo, llenas de cicatrices, escoriaciones y piel muerta. Después de más de treinta operaciones, Pedrito no es capaz de soportar un dolor de estómago y grita como si lo estuvieran torturando, pero tan pronto acude a su lado una enfermera, sus gritos cesan. Hay en él una suerte de infantilismo que ya nunca lo abandonará, una carencia que le llega desde muy lejos, cuando su madre era una presencia constante al pie de su cama. Ahora tiene treinta y cinco años, un año por kilo de peso, pero su llanto es el mismo de aquel niño tirano que pasó su infancia atado a una máquina. Sin embargo, ha desarrollado una fuerza de carácter que desmiente su fragilidad física. Es el niño malo de la clase, y no tiene ningún reparo en abroncar al personal sanitario cuando considera que no hacen bien su trabajo. En todo enfermo se produce una regresión a los estadios de la infancia. Así, una enfermera de la unidad de diálisis madrileña, en plenas fiestas patronales, no tuvo empacho en decirnos que al día siguiente acudiéramos vestidos de chulapos. Como si aquello fuera una guardería o un parvulario. Yo la imaginé vestida de manola, rebutida en un chal, con un clavel en la frente. O la doctora Reina, que felicitó a Gregoria por su buena adaptación a un nuevo medicamento que a los demás pacientes de la sala nos provocaba molestos efectos gástricos. Lo hizo del mismo modo con que una profesora felicita públicamente a un niño aplicado para, al mismo tiempo, subrayar la torpeza de los otros párvulos.
Día ciento cuatro
A lo largo de veinte años vine a Pamplona para pasar mi revisión periódica. Durante veinticuatro horas recogía la orina en un recipiente y viajaba con él –en autobús, en tren, en coche– hasta aquí. «Mi botijo», lo llamaba. Vigilaba el color y densidad de su contenido. Hay orinas de tantos colores como aceites o cervezas. Hay orina transparente, con iridiscencias verdes –que indica una grave disfunción renal–, hay orina espumosa –señal inequívoca de pérdida de proteínas–, hay orina de color whisky, densa, de un hermoso color óxido; color de madera nueva, de yodo diluido en agua, de herrumbre iluminada por el sol. Esa es la orina ideal. Después de tantos años llenando recipientes viajeros, estoy capacitado para escribir una cata de orina que podría comenzar del siguiente modo: «Micción de veinticuatro horas de iridiscencias tornasoladas y sugerencias de hojas secas, con una densa tonalidad dorada, de miel de brezo. Cromatismo de sugestión otoñal, de frutos secos, con un elegante tono ambarino que se torna más fuerte al ser observado a contraluz, sin alcanzar el oscuro tono del brandy. Exenta de espuma, la micción desprende un fuerte olor a urea, a potasio y a fósforo destilados en perfectos nefrones y en una red capilar bien irrigada; en definitiva, una micción excelente, con retrogusto, reposada en noble vejiga de roble». Después de dejar la muestra en el laboratorio me extraían sangre, y orinaba en un pequeño recipiente de plástico que yo dejaba en el mostrador, como si fuera un chupito de whisky. Luego salía a desayunar, compraba el periódico y hacia las once de la mañana acudía a la sala, junto a otros trasplantados que esperaban el dictamen del nefrólogo. Por los gestos de los pacientes que salían de la consulta podía adivinarse el diagnóstico. Un rostro sonriente indicaba que todo había ido bien y que podía olvidarse del asunto hasta la próxima consulta, dentro de cuatro o cinco meses. La palabra clave era «creatinina», un compuesto orgánico secretado por los riñones que indica el nivel de función renal. «¿Cuánto tienes de creatinina?», «Me ha bajado la creatinina»; «La creatinina me ha vuelto a subir», son frases habituales en las consultas de trasplantados. Era una prueba de nervios. Cuando el doctor me daba la libertad condicional yo abandonaba la consulta sin pisar el suelo, como si volara, con la sensación de haber hecho lo que aconseja Góngora en esos casos: «Buena orina y buen color y tres higas al doctor».
Día ciento cinco
Llamada de X. No tenía buenas noticias. Ha hablado hoy con Angulo y ésta le había confirmado mis sospechas. Su grupo sanguíneo –bastante extraño– no es compatible con el mío, que es muy común, de modo que su donación no es posible. La conversación ha sido breve, atropellada, con una falta de emoción que denotaba la intensa emoción que subyacía debajo de nuestras torpes palabras. X mantuvo el tipo en todo momento, y yo también; nos mostramos tranquilos, incluso risueños, sobre un fondo de emoción contenida. Todo aquello que no puede expresarse a través de un teléfono de bolsillo, con poca cobertura y rodeado por el griterío de un bar. Ya en casa, de noche, lo he llamado y hemos hablado con serenidad, y aunque él rehuía mis agradecimientos, supe expresarlos sin aspavientos, con emotiva sinceridad. Ciertos actos son de una radical fraternidad. Y cuando uno está expuesto ante el daño, no se olvidan nunca.
Día ciento seis