Demipage
presenta a
Eduardo Laporte
en
Luz de noviembre, por la tarde
Prólogo
Siempre supe que acabaría escribiendo sobre aquello. Sobre el penoso proceso de ver a un padre desvanecerse, ir desapareciendo día a día, durante el otoño de 2000 que pasé a su lado. Su mujer, mi madre, había sido víctima de un fulminante cáncer de pulmón en febrero del mismo año.
Los dos eran Philippe Laporte, una firma textil que podría haberse colocado entre las grandes de la moda española, y que lo fue en buena medida durante los años ochenta. Luego se complicó todo. La crisis de principios de los noventa a punto estuvo de cerrar la empresa, que logró subsistir gracias a una serie de parches estratégicamente colocados. Pero nunca se superaría del todo aquello y la tensión se convertiría en una inseparable compañía.
Después de un meteórico verano como locutor de radio en prácticas, sentí la necesidad de parar. Una necesidad casi física por reconducir mí destartalada biografía. Años de ir dando tumbos, a veces alegres, otras no tanto, con un desasosiego fiel que solo remitía con dosis de mesiánica fe en el futuro. Años en los que me dejé llevar, que empleé en probar un poco de todo, en un mejunje profesional del que al menos extraía experiencias, aromas, ambientes. Con eso me bastaba; tenía la secreta certeza de que mi verdadero sitio no estaba frente a ese Macintosh de tal agencia de comunicación, ni delante del esponjoso micro de Punto Radio, ni en esa oficina que es la calle cuando se rueda una película. En ninguno de mis ensayos profesionales alcanzaba la tranquilidad de quien suma y sigue. Solo me calmaba el hecho de pensar que, de alguna manera, almacenaba vivencias que algún día convertiría en literatura. Porque en ese ancho espacio literario sí que encontraba un hueco para mí, un lugar en el que asomar la cabeza sin sentir que podían pisotearla. Después de varios trabajos más bien cortos, un máster en El Correo de Bilbao y desencantos de varios tipos y pelajes, era hora de ponerse en serio a trabajar en uno mismo.
Aprovecharía la luz de noviembre, por la tarde, en el Madrid de 2005, para poner orden en todo ese caos. El de 2000 y el mío. Sería una escritura completamente egoísta. Para ellos, mis padres, y también para mí. Claro que cuando me coloqué frente al cuaderno blanco Clairefontaine una mañana de octubre, no sabía del poder tan esclarecedor de la literatura. Así, traté de luchar contra el espesor de mi propio pasado y disfruté con la límpida sensación que trae el acercarse a la verdad. Como un dolor de cabeza que se esfuma. Conseguí mi objetivo, puse el punto y final y observé orgulloso el trabajo realizado. Luego descubrí que ese poder, esa fuerza bruta de la literatura, puede ser también peligrosa si se abusa de ella, así que me alejé por un tiempo.
A lo largo de estas páginas, he puesto al año 2000 en la mesa de disección, con objeto de estudiarlo a fondo, pero también de estudiarme un poco a mí, cinco años después de aquello. Espero que mi familia y seres próximos no se sientan incómodos al ver toda esta intimidad en la esfera pública, aunque sé que comprenderán que era algo que debía hacer. Como escritor, pero sobre todo como hijo.
Eduardo Laporte Miqueléiz Madrid, mayo de 2006
À bout de souffle (Al final de la escapada)
Le tuve que reñir. Reñir a un padre, enfermo, vulnerable, no apetece. Pero era una bronca necesaria o el silencio sonaría a deserción, a «No hay nada que hacer contigo». Y aunque uno pudiera llegar a pensar eso, no queda otra que reñir, y la reprimenda nos cuesta el doble. Además, es la primera vez que reprendemos a un padre, y se hace raro.
Como cosa excepcional, lo dejé un rato solo en casa, supongo que tenía que hacer algún recado más o menos urgente y rápido. Todo estaba bien atado: habíamos cumplido ya con el rito del descafeinado de las cinco, la medicación, tenía las revistas, las gafas de leer, los mandos de la tele, el móvil. Ahora a ver un poco la tele, con la manta por encima, rodeándole las piernas, y yo «Vuelvo enseguida, no te muevas, ¿eh?».
Estaba haciendo la compra, eso es, cuando me llaman: Ana Móvil. ¿Qué querrá? Ana vive justo en frente, en el Paseo. De niños, cuidó de nosotros, también de mis primos. Sorprendió a mi padre tambaleándose, a duras penas, por la calle. Lo vio desde lejos, mientras trataba de cruzar un paso de cebra por entre los faros de los coches. «Me llamó la atención verlo así, solo, parecía que se iba a caer… Menos mal que lo vi a tiempo porque…».
En su furtiva escapada, llegó hasta la librería Gómez de la plaza del Castillo, donde compró un lote de revistas de moda, decoración y barcos. No sabemos cómo se comportó en la librería, cuánto le costó sacar el dinero, cómo le temblarían las manos al ir a pagar, si se le cayó alguna revista al suelo. Puede que necesitara la ayuda de todo el personal de la tienda para realizar su compra, esa compra que le validaba de nuevo como consumidor, peatón, ciudadano, que le devolvía a la vida civil. No sabemos si certificó entonces su invalidez y se sintió viejo, inútil, ridículo, si le entraron ganas de llorar o si en cambió actuó como un ciudadano en plenas facultades y nadie notó nada extraño.
Fue poco antes de incorporar la silla de ruedas al mobiliario de casa. Hasta ese día andaba oscilante por los pasillos, casi siempre con «guardaespaldas», excepto cuando burlaba nuestra vigilancia, y uno se lo encontraba volviendo del fondo de aquel piso tan grande. «Necesitaba el Respibién», se justificaba, antes de recibir nuestras miradas sancionadoras. Porque su andar por la casa podría recordar al espectáculo de unos aprendices de castellers, a un hombre-péndulo que lucha por no salirse de ese circuito flanqueado por paredes y muebles con esquinas. El piso parecía crecer en esos días y la travesía hasta el dormitorio se convertía en toda una peripecia llena de azares: el hall, con la mesa del teléfono tan inestable, con una alfombra resbaladiza que era toda una amenaza y que un día alguien tuvo la feliz idea de quitarla para siempre; primer giro a la izquierda, perchero sobrecargado de ropa de invierno, segundo pasillo que se avecina, la luz tiene que estar previamente encendida o habrá problemas, otra alfombra maldita y un último giro hasta alcanzar por fin la habitación.
Iba detrás de él, asiéndole de un modo invisible, con las manos alrededor del aura, en guardia, dispuesto a actuar ante un derrumbe repentino, o a corregir una querencia exagerada hacia la pared. Ya en la habitación, uno debía hacer guardia en la intimidad de su aseo nocturno y esperar a que se hiciera él todo solo, así lo quería, en un ritual que alargaba hasta extremos desesperantes. Luego, entre los hermanos, le poníamos el pijama y lo metíamos en la cama, despacio. Chocolate, revistas, móvil a mano. ¿Todo bien? Un beso y hasta mañana.
Ya dije hace unas páginas que se había escapado antes, en una ducha que se dio sin avisar, y que acabó con sus huesos por el húmedo suelo del baño. No hubo que lamentar más daños que unas leves heridas en la nariz, pero podía haber sido desastroso. La idea de acudir al pabellón de traumatología, después de pasar por el de oncología me parecía demasiado. ¿Por qué ese arranque higiénico? Quería mantener intacta esa dignidad suya que exteriorizaba en el vestir. Porque era «Philippe Laporte, diseñador francés afincado en Navarra», como se referían en la prensa, y quizá se resistiera a la idea de que su yo público también muriera.
Un día, después de comer, Pablo y yo comentábamos la noticia del día: una chica del colegio se había suicidado y salía ya en la esquela del periódico. Se puso en pie de golpe, por entre la manta roja, los cables del oxígeno y la mesita auxiliar, y no tardó en perder el equilibrio. Iba en dirección al periódico, buscaba el Diario de Navarra, necesitaba ver esa esquela. Dio un par de avisos, antes de que pudiéramos remediar el golpazo teatral contra la mesa fría y baja de mármol. Un quejido y una mirada, triste y cómplice, entre Pablo y yo, fueron las consecuencias.
Como cuando lo del portal, aquella vez tampoco dije nada. Pesaba en mí su reacción, su cara de arrepentimiento, ante mis palabras altisonantes de cuando se fugó en busca de las revistas. La expresión de quien trata de virar, dulcemente, de la situación incómoda a la normalidad, ante mi sofocante presión. «¿Has comprado el parmesano?», me preguntó entonces, a lo que tuve que responder, en la primera y última riña que dediqué a mi padre, con un «¡No me cambies de tema!».
En «el hotelito». La lucidez
Hace un par de días, en plena vorágine informativa con lo del Estatuto catalán, vimos las primeras imágenes de la infanta Leonor de Borbón; oh, ah, qué mona. Una semana después del parto, doña Letizia recibió el alta y posó para los flashes de la prensa. Posó con su hija recién nacida, que duerme ajena al mundo, nadie le ha dicho que su destino está ya escrito, no sabe lo que le espera. Y ahí están todos, reporteros, curiosos, a las puertas de esa Clínica Ruber, privadísima, que distancia a los príncipes del pueblo. Los hace privados. Porque digo yo que si los Borbones quieren perpetuar su rancio abolengo, quizá no sería mala idea que probaran a parir en la sanidad pública, en una cama con dosel y cuadros de Goya, si se quiere.
Mis padres —y esto aún me sorprende— padecieron sus respectivas enfermedades en camas del Hospital de Navarra, junto a la abuelita analfabeta de la Chantrea, junto al agricultor de la Ribera, con su mala salud de hierro. Supongo que confiaron en el prestigio que acompaña a la sanidad en Navarra, porque no creo que fuera, desde luego, por una demostración de socialismo sanitario (además, la sanidad en Navarra, desde hace años, es de derechas, y los abortos se practican en la vecina San Sebastián). Pero los hospitales públicos tienen algo que ataca, porque iguala, cualquier alarde estético. Y en mis padres había mucha voluntad estética, aunque sin un patrón fijo. La elegancia está en asumir que tu destino es esa cama aséptica de hospital y en no emitir un solo comentario de desdén, al contrario.
Mi padre acabó conociendo bien el Servicio Navarro de Salud-Osasunbidea, con varias estancias, a lo largo de tres años, en «el hotelito». Mi madre, en cambio, solo tuvo dos; la última, sin billete de regreso. «Hotelitos» con habitaciones dobles, ya dijimos, a las que se llega tras atravesar pasillos deprimentes. Parecen pintados con colores que si algo quieren es dejar de ser colores: son tonos avainillados, grisosos, febriles, imposibles. Los objetos, tan poco estimulantes, también pueden minar morales, la del paciente y la del familiar o cuidador. La bacinilla, la manivela de metal para subir o bajar la cama (antes de que hubiera un sistema eléctrico), la mesilla supletoria color prótesis ortopédica y los pijamas. Pijamas, o batines, o como se quieran llamar, que de puro ridículos que son, redoblan la empatía que el familiar o cuidador siente por el paciente, que no puede evitar andar siempre con el culo al aire.
Fue un día de finales de agosto, cuando mi padre ingresó por última vez en «el hotelito», antes de volver a casa. «A ver si superamos este trance», me dijo la víspera del ingreso, desde la cama de su habitación, con las persianas bajadas por el calor. Los tres últimos años habían supuesto un trance en sí, luchando con un primer cáncer que se aplaca, hasta que salta a otro órgano y vuelta a empezar. Y luego las intervenciones quirúrgicas, delicadas, que yo viví en la distancia, haciéndome el loco. Mientras a él le manipulaban el intestino, yo me iba a casa de mi novia, en la playa, y me sumergía en los tormentos de Raskolnikov, el interrogatorio atosigante de Porfiri Petrovich, el borracho Marméladov, el amor dramático con Sonia Simonovna y los llantos amargos de Puljeria Alexandrovna, la madre, en Crimen y castigo. Mi padre, dejándose hacer, confiado a la ciencia, en ese progreso tan sofisticado al tiempo que prosaico, labor de fontanería de las vísceras, mientras yo me ponía crema en los hombros, despreocupado y feliz. En el verano de 1998, le practicarían un desvío intestinal que internet me informa que se llama colostomía, y que le obligaría a habituarse a un nuevo procedimiento de ir al baño, aparatoso, feo, del que nunca le oí quejarse. Todo un trance que a mí me preocupó menos que las zozobras de los personajes de Dostoievski. Leía al ruso, jugaba a palas en la orilla, salía por las noches y bebía ron blanco con limón.
«El tonto no se da cuenta de que es tonto», dice Enrique Vila-Matas en televisión, en un dardo creo que dirigido a la última ganadora del premio Planeta, Maria de la Pau Janer. No sé si lo mío fue tontería, o una ceguera perfectamente diseñada por alguno de esos resortes inteligentes, esos pilotos automáticos que velan por nosotros, la matemática del cuerpo. Un albondigón que no quise, o no pude, digerir en aquel verano que me di a la huida. Una huida tangencial de la verdad que no era del todo radical, ya que de pronto, sin previo aviso, recibía un chorro de lucidez para el que no estaba preparado, en mi frágil y egoísta inopia literaria. Una llamada al teléfono fijo de mis «suegros» —aún no había móviles— y toda la información en cascada, titulares a cinco columnas y en tipografías inmensas, a los que reaccionaba a la defensiva, soltando espumarajos por la boca.
Una tarde de septiembre de 1998, llegué contento a casa. Era mi primer curso de Comunicación Audiovisual, en la Universidad de Navarra, y también el primer curso en el que las notas se enviaban a los alumnos por internet. Pero aún no teníamos internet en casa, así que consultaba las notas en unos ordenadores de la Facultad de Económicas. Solventé mi primer suspenso serio con un honroso Notable en la muy temida Historia Universal, de don Gonzalo Redondo, profesor sobre el que circulaban todo tipo de leyendas urbanas. Se decía de él que era cruel, machista, inhumano, capaz de llevar a alumnos a la octava convocatoria, forzándoles a abandonar la universidad. Se le veía pulcro, estricto, inflexible, pero en cambio fumaba a pares unos Ducados blancos que contrastaban con la oscuridad de su traje de religioso. El profesor Redondo era una eminencia académica, un catedrático con miles de horas de vuelo docente que contaba con su cohorte de eruditos aduladores. Admiración intelectual pese a que don Gonzalo mezclaba con toda paz el complejo funcionamiento de los engranajes de la historia con el concurso de Dios y su celestial arbitrio. Copio y pego de mis apuntes:
La historia es el estudio y correspondiente comprensión de la libertad del hombre, pues el objeto propio de la historia es el estudio de los actos humanos, y no hay acto humano sin libertad. Por todo esto, y por encima de todo esto, también la historia se ocupa de los actos libres del Ser que es la misma libertad, de los actos de Dios, Señor de la Historia.
Llegar a penetrar en tan abigarrada mente constituía un auténtico reto para todos nosotros, inocentes estudiantes. Conocí a víctimas de la inmisericordia de Redondo, carreras atravesadas por esa asignatura hueso, que llevó por el camino de la amargura a más de uno. Pero yo no solo había aprobado, sino que había logrado un Notable, lo que significaba que algunos de mis argumentos habían merecido, incluso, su premio. Me tumbé un rato en la hierba del campus y, mientras me fumaba un pitillo, me acordé de la operación de mi padre, que debía de haber terminado hacía un buen rato. Entonces, sin móviles, uno podía aislarse con solo salir a la calle. Me entró cierta inquietud y decidí que lo mejor era volver a casa e informarme, pero antes pasaría a buscar a Carolina.
Entré a saludar a un cuarto de estar en silencio, con mi madre en esa postura tan suya de rodillas juntas y espalda arqueada, con una copa, cigarrillos y Juan apuntalando posibles desescombros. «Qué, ¿todo bien?», pregunté, con una sonrisa nerviosa y pueril. ¿Cómo podía presentarme en casa con una actitud tan despreocupada, cuando a mi padre le acababan de seccionar medio hígado y se recuperaba en la UCI? Aún no tenía 20 años y supongo que me resistía a abandonar mi particular Neverland. No tardó en montarse un pequeño gabinete de crisis en el que me convertí en blanco de todos los ataques. Se juzgó y condenó esa suerte de pasotismo mío y no tardé en sentir un punto de injusticia en esa confrontación, aunque les diera la razón en todo. Las palabras encendidas, los reproches descarnados, llevaron la tensión a un punto insoportable que zanjé retirándome teatralmente a mi cuarto, donde me encerré con llave. Y Juan a punto de tirar la puerta con un «Abre, joder, abre», y Carolina sin saber muy bien qué hacer o dónde meterse.
No todos nos enfrentamos a la verdad frente a frente. Lo habitual es cambiar de canal ante los niños con moscas en los ojos, no pasear por ciertos barrios de Madrid, no leer sobre enfermedades raras, no viajar a Ciudad Juárez. Será inteligente, después de todo, esa opción de mirar para otro lado, hasta la de crearse un mundo propio, una burbuja habitable. No sé si eso es una opción, algo que se elige; yo diría que más bien llega, como lo de ser escritor, homosexual o lesbiano. Un día, los periódicos son algo más que contenedores de noticias, las ciudades son algo más que locales con tiendas y la guerra civil española algo más que un tema complejo que estudiamos, de jóvenes, por encima. Un día, apreciamos el pasado como algo más que una época en blanco y negro, con personajes que pensaban distinto a nosotros, y todo se convierte en un fascinante disipar nieblas.
Mi padre me dio la espalda, a punto de dormirse, en su cama de hospital, pegada a la pared del pasillo, mal feng-shui. Ya se habían dado y recogido las cenas, el telediario había terminado, por fin un poco de calma. Detuve mi pensamiento en su nuca, en la parte trasera de la cabeza, lo que el diccionario de la RAE llama cogote. Pelo gris, apelmazado por tantas horas de almohada. Me concentré en su presencia aún viva. Todavía era septiembre, pero su respiración ya se me hacía cansada, y me fijaba en las sábanas, que subían y bajaban, indicando, como los monitores de la UCI, que allí había vida. ¿Hasta cuándo?