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1

De nuevo la misma pregunta. La primera vez que trataron de averiguar su nombre, unas personas sentadas le salmodiaron todos los que empezaban por la letra A. Sin motivo aparente, se habían detenido en Alam; tal vez por la expresión de espanto en su mirada. Si hubieran empezado por el final, si hubieran pronunciado el nombre de Zia, sus ojos habrían reaccionado del mismo modo. Pero por darles el gusto, repitió las dos sílabas de Alam después de ellos. Aquello sucedió al principio. Acababan de pillarlo, en el andén de la estación, nada más apearse del tren.

La mujer que se planta frente a él tiene el cabello encrespado y una sonrisa de porcelana. Su bolígrafo, que sujeta con dos dedos, planea por encima de un expediente de color gris azulado lleno de casillas en blanco.

—¿Es así como te llamas? ¿Alam?

Miau le llaman los gatos cuando duerme en un tejado; o guau, los perros que, con azúcar robada, domestica en los garajes. Hasta responde al nombre que le da el autillo cuando ulula en la noche de los bosques… Pero ¿por qué no le dice ella su nombre? Todos quisieran verle sacudir la cabeza arriba y abajo, como una mula que carga demasiado peso. Alam era su hermano, allá en las montañas. La señora rubia se levanta y le señala un banco metálico.

—Ahora, quítate la ropa.

Él no entiende lo que le dice y se aparta del banco.

—¡Vamos! ¡Quítate todo esto! —le apremia tirándole del cuello del abrigo.

Con semblante determinado, le da la espalda. Aprieta los codos contra los costados para impedir el robo del anorak. ¿Por qué se lo han dado, entonces? Si quieren recuperarlo, tendrán que devolverle su vieja chaqueta. Ahí traspasaría su fortuna: todo cuanto posee le cabe en los bolsillos. Tras él, la señora ríe con una mueca afligida.

—¡Venga, date prisa! ¡Tengo que reconocerte!

Él, todavía receloso, deja caer los brazos a los lados.

—¿Tú, daaktar? —pregunta, volviendo la cara.

A modo de respuesta, ella saca un estetoscopio de un cajón corredizo y se lo cuelga del cuello. Sus pendientes tintinean contra el aluminio. El chico ha palidecido. Claudica sin oponer demasiada resistencia, como si el instrumento de auscultación fuera un arma. Completamente desnudo, con un leve temblor en las piernas y más desconfianza que una oveja durante la esquila, se deja manipular.

—No voy a comerte —masculla la doctora mientras tantea con el índice la cicatriz curvada en forma de cristal de lupa que asoma por debajo del pecho izquierdo. Traza el camino hasta otra huella de impacto, en el hueco de la clavícula y, finalmente, palpa la zona de la nuca, cerca del lóbulo medio arrancado de la oreja.

—Te escapaste por los pelos, ¿eh?

Repite estas palabras insistentemente, absorta en el enigma que plantea una constelación a flor de piel: tres cicatrices del mismo tamaño se alinean como el Cinturón de Orión. Para infundir confianza al niño que ausculta, la doctora se pone a charlar sin esperar respuesta, en una especie de melopeya improvisada que el otro escucha con la gravedad de un animal cautivo.

—Hay muchos refugiados que, como tú, huyeron de la guerra. Familias enteras, huérfanos, viudas… También criminales. Pero necesitamos que nos echéis una mano. Necesito que me cuentes tu historia. ¿Cómo vamos a encontrar a los tuyos si no nos ayudas? De ti, sabemos bien poco: que vienes de un pueblo del sur, en el Kandahar. Tú mismo lo señalaste en el mapa. ¿Qué sucedió? ¿Por qué te marchaste? No sé cómo has podido sobrevivir a semejante salva… Fue una ejecución en toda regla. En general, solo exterminan a los hombres. A los críos, los reclutan o los abandonan. Pero ya no tienes nada que temer. Nuestro papel es protegerte; aquí, estás a salvo de los malos. Vas a aprender nuestra lengua. Nos encargaremos de tu educación. Te enseñaremos un oficio, tendrás un porvenir…

El niño observa unas manos demasiado blancas sobre su piel. Los huesos de los búfalos que descansaban en el desierto tenían el mismo color. Le sorprende que se interesen por sus viejas heridas. Ya no sangran, ni duelen. Muchos meses han pasado desde aquello. Pronto dará el estirón, como lo hizo su hermano, Alam el Tuerto, antes de que lo reclutaran.

Un poco más tarde, en clase de alfabetización, responde con docilidad al nombre por el que no dejan de llamarle. Hay incluso algo en él que le lleva a sentir cierta satisfacción: Alam ya no está muerto del todo. Ese nombre, repetido por el desconocido que se sube a la tarima, resuena en lo más hondo de su alma. Y cuando menea la cabeza, lo hace con semblante compungido. Hoy el maestro escribe la fecha en la pizarra negra: 3 de noviembre. Explica el significado de la palabra «ser». Es un verbo y las leyes de la conjugación le otorgan ciertos poderes. Todas las acciones tienen lugar gracias a él: nada existe realmente en su ausencia. No hay relaciones. «Yo soy, tú eres, él es, nosotros somos…» ¿Qué sentido tiene balbucir sin cesar, balbucir en la lengua de otros, y callar, ahogar tus propias palabras, tus canciones? Desde que lo detuvieron, lo tratan como al retoño de unos padres imaginarios. Le enseñan cosas irreales. Los niños no sirven sino para complacer a los adultos. A su alrededor, los alumnos sonríen al maestro; añoran los mimos, sobre todo las niñas. Menos la de la primera fila, esa chica alta con trenzas más espesas que las crines de un caballo. Esa que se encorva, con aire de fantoche triste, hecha añicos, dejando ver unos huesos que sobresalen de sus hombros de pajarillo. A veces, cuando emerge de su letargo y aprovechan para hacerle una pregunta, sorprende a todos con la claridad de su voz. Habla con una alegría que su cuerpo no puede soportar. Su piel negra y lisa es objeto de las burlas de los pequeños blancos, de aquellos que vienen de Serbia o de Kosovo. Ella, sin embargo, no les hace caso; hasta le hace gracia. De su mirada de pantera quieta destellan chispas de marfil. Dicen que toda su familia ardió ante sus ojos en un último espasmo de guerra civil, en las fronteras de su país. Fue ella quien lo contó.

Diwani la Tutsi fue alcanzada por una reliquia de la milicia Interahamwe que huía en desbandada; capturada y violada por esas hordas provistas de largos cuchillos reclutadas de entre los hinchas de los equipos de fútbol.

—¿Quién me construye una oración en pasado simple con el verbo «ser»?

Sin malicia alguna, el maestro lanza la pregunta a la clase de niños perdidos. Se diría que busca el perdón, que le digan: «No es culpa tuya, no dejes de hostigarnos con tu pasado simple». Alto, con manos grandes, gesticula con cabeza y brazos desde lo alto de la tribuna. El pasado nunca es tan simple. Los acontecimientos han sucedido miles de veces. Uno no sabe muy bien cómo encontrar su lugar entre verdugos, reclutadores, pasadores, aduaneros, delatores, policías. ¿Y quién puede jurar haber cometido tal acto en tal momento dado? Ya que se lo piden, Diwani recita el verbo «salvar»: «yo salvé, tú salvaste, él salvó…». Enmudece en un gemido y esconde la cara entre las manos. Hasta los pequeños blancos han dejado de reír. El maestro, incómodo, anuncia el fin de la clase.

En el CAMAR, sigla de letras azules de Centro de Acogida de Menores Aislados y Refugiados, un centro de retención como cualquier otro, los pequeños blancos de los países del Este controlan el comedor y los dormitorios. A los demás residentes, procedentes de África o Asia, no les sobran las afinidades. Para crear una banda hacen falta al menos tres personas que hablen la misma lengua. Los blanquitos alcanzan la media docena; todos han sufrido en sus propias carnes el desastre de vivir y ahora reclaman venganza. Droga o prostitución… Más de uno ha probado su sabor a muerte. Lobos con colmillos de acero les rompieron la nuca. Yuko, el líder, de apenas quince años, heredó de ellos unas orejas puntiagudas y unas pupilas cruciformes. Alardea de haber matado con sus propias manos a un joven zíngaro arrogante, una noche, en un depósito de trenes en Belgrado. Los demás le respetan como cachorros desairados. Yuko no tolera que nadie le mire a los ojos; le provoca una sensación desagradable, como si le tocaran las entrañas. Le entran ganas de pegar, de derramar sangre. Se pasea por los pasillos del Centro con un sentimiento de abandono inexorable. Y puesto que no hay nada que esperar de los hombres, será peor que ellos. Ya se entrena con cuantos se le acercan, hermanitos aterrorizados, todos refugiados de ninguna parte. Tener a alguien sujeto a tu yugo es extorsionarle a cada instante. Yuko sabe perfectamente que si la administración logra identificarlo, lo transferirán a un centro de detención, en la sección de menores. Ya le imputan suficientes infracciones y reincidencias lejos de aquí, en otros países, así como continuas fechorías de poca monta, algunas pasibles de sanciones penales. A veces es una suerte no tener documentación. Ningún fichero antropométrico ha podido dar con su rastro. Conoce sus derechos. La Convención de Ginebra prohíbe su expulsión. Puede darse el caso de que una mosca escape a las telas de araña que forman las leyes. Yuko no soporta muy bien la atmósfera de internado que se respira en el CAMAR, mitad residencia de acogida de menores, mitad campo de tránsito. Pero no hay ningún cabecilla con navaja automática o escopeta corredera merodeando por allí, ni tampoco ninguna hermana mayor toxicómana que venga a pedirle pasta; al menos, lo dejan en paz. Y cuando quieran juzgarlo, ya se habrá escabullido. El viento azota un árbol huérfano de hojas en un rincón solitario del parque. Con la frente contra una ventana, el adolescente contempla el juego cruzado de dos urracas que dan saltitos de una rama a otra, a pesar de la tormenta. Unas nubes de ceniza se estrellan contra los tejados de las casas obreras que se alinean en fila bajo el horizonte anguloso de una zona industrial.

En ese preciso momento, el ruido de unos pasos ligeros le invita a acercar la mirada a la ventana empañada antes de dirigirla hacia una esquina del pasillo. Diwani camina grácil, sin verlo. No repara en los hombres ni tampoco en los hijos de estos; deambula en una mitad del mundo.

—¡Alto! —impreca Yuko agarrándola por la muñeca. De su risa se desprende una frialdad rabiosa fuera de lugar mientras retuerce el brazo de la chica para obligarla a arrodillarse.

Pero, a pesar del dolor, ella no se rinde. La noche de sus pupilas escruta el rostro pálido.

—¿Qué quieres de mí? —pregunta con tono sofocado. Él la suelta. Quisiera seguir riendo; tiene que controlarse para no golpearla.

—Nada, no quiero nada. Te odio. Os aborrezco a todos. ¡A los negratas, a los moros, a los amarillos! ¡Lárgate o te zurro!

Diwani se percata del rictus doloroso que se dibuja en la parte inferior de su cara y se acuerda del último hombre, aquel encargado de rematarla después de que todos hubieran exhalado, sobre ella, sus jadeos. Sucedió en un campo más desolado aún, al otro lado de las fronteras, lejos de sus colinas.

Atraídas por una silueta que se mueve tras la ventana, sus miradas se pierden. Un rayo de connivencia atraviesa este cara a cara mudo. Alguien pasea ahí abajo, por el césped. Es ese chiquillo sin nombre, aquel al que llaman Alam. Se diría que cuenta sus pasos, como si pretendiera localizar un tesoro enterrado. Todos en el Centro desconfían de él, de su mirada fija, del silencio que lo rodea. Tiene once o doce años pero no hay nada que le divierta, sus labios arrastran retales de sílabas, sus dos manos parecen crisparse sobre una piedra demasiado pesada que le quiebra las costillas. En la pronunciada indiferencia que manifiesta hacia la gente, toda su atención se vuelve hacia el cielo o la tierra. Y, no obstante, no hay nada que se le escape. Es como si, cual esponja, se empapase de las presencias ajenas. Y entonces desaparece, en un soplo de fantasma.

De hecho ya no está. De nuevo, las miradas de Diwani y de Yuko se rozan, incrédulas, antes de volver a concentrarse en el césped amarillento. Esta ventana que domina el parque viene a sellar una especie de pacto que atañe al presagio del instante.

—¡Lárgate de una vez! —dice Yuko, que no puede soportar que alguien, aunque sea en un abrir y cerrar de ojos, haya podido ver a través de él.

10

En el extremo norte del cementerio de Pantin, confinado entre la zona industrial de Vignes y el abanico de ferrocarriles que se extiende más allá de donde alcanza la mirada para confluir en la estación de clasificación de Noisy-le-Sec, en un sector sin anatomía definida ni existencia terminante, más hipotético que un deambular por las periferias más sórdidas de una pesadilla, se oculta, allí donde culmina el extravío, un dédalo cuadriculado donde uno no acaba sino por despiste, por la zona de la avenue de la Déviation o del Chemin Latéral. Nada a la vista, sino muros de hormigón y empalizadas de chatarra entrecortados de terrenos baldíos, túneles y puentes, cantidad de carcasas de fábricas de otro tiempo o manufacturas de cristal y de cemento que se llevaron consigo sus secretos de fabricación y, por fin, carreteras desiertas que ofrecen súbitas perspectivas sobre la llanura suburbana, desde Saint-Denis a Villemomble o Le Perreux. Entre el fortín de Romainville y las ciudadelas prensadas de torres y barras de edificios que dominan el cinturón, un sol gris taladra humos y brumas entre montículos de zarzales y arbustos algodonosos. Entre dos agudos silbidos de tren, en el tamborileo cardiaco de los bogies, el silencio perturbado de este erial industrial se deja descomponer: rugidos de aviones en fase de despegue o aterrizaje, zumbido de líneas de alta tensión, fricción fluvial de automóviles atestando las vías de acceso a la autopista, abejorreo de velomotores y otros vehículos de dos ruedas en algún bulevar, quizá la avenue Barbusse o Vaillant-Couturier. Aquí, frente al contraluz rengo de los almacenes y empalizadas, en esta imprecisa constricción del vacío que un vuelo atemorizado de estorninos viene a traducir en pánico durante un instante, no hay nada donde la mirada se detenga realmente. Carreteras labradas entre vallas: bandas de asfalto sin fin ni límites entre dos márgenes de tierra flanqueadas de obras sobre las que la vegetación ha retomado sus derechos, agencias de transporte, aparcamientos incendiados, fachadas de fábricas, abandonadas en su mayoría. El paraje conocido como rue des Déportés, empedrada a la antigua, se diluye en terreno baldío y parece resurgir entre algunos edificios, garajes, almacenes, fábricas antiguas y, en la esquina del único pabellón residencial, especie de vasta granja decrépita a ras de un seto coronado de alambre de espino, una travesía sin salida que desemboca, más allá de un brusco hundimiento, en el cielo de los suburbios. La pasarela de chatarra, cuyo acceso queda prohibido, se pierde en la oquedad de un sotobosque espinoso. Domina una escalera destartalada que conduce a antiguas huertas sobre las que avanza, por hileras de excavaciones rápidamente coronadas por monumentos estrechos de estuco, la ampliación de un cementerio que se extiende longitudinalmente al abrigo de un bosquecillo de cipreses descuidados. Más allá, a uno y otro lado de unas naves industriales condenadas a la demolición, a juzgar por los tablones clavados a las puertas desde hace lustros, el horizonte recula en interminables ensamblajes de metal y hormigón, flechas, rombos, torres, barras. Una sensación de desherencia planea glacial sobre esta zona donde el peatón solo se aventura como resultado del despiste, creyendo atajar entre el canal del Ourcq, las estaciones de Drancy y Bobigny estigmatizadas para siempre, el inmenso campo de muertos de Pantin donde las callejuelas tienen nombre de árboles. En ninguna otra parte, salvo en las peores manzanas de La Courneuve o Clichy, la soledad ostenta semejante aspecto a mala muerte sin salida.

Al callejón de la Fábrica de ladrillos no le faltan, no obstante, las visitas: transeúntes furtivos, grandes cilindradas, noctámbulos flacos, ciclomotores venidos de los suburbios cercanos. Con sus vestíbulos abiertos a todos los vientos, sus numerosos almacenes con sus terrazas erizadas de palancas y, en un patio cuadrado, sus edificios anexos de cristal y chatarra a la sombra de altos conductos carbonosos, el antiguo ladrillar no fomenta demasiado ni la codicia ni la intrepidez. Es precisamente lo que interesa tanto a ocupantes como a visitantes. El emplazamiento de los hornos dispuestos en semicírculo conforma un espacio dotado de múltiples entradas bajo los pozos de luz de chimeneas mutiladas o abatidas. Este es el cuartel general del Kosovar.

En este momento, media docena de asiduos intentan entrar en calor en torno a un brasero engarzado en la caja de un horno. Entre ellos, el joven Samir, un gorila imberbe con ojos de tortuga de mar que, pese a la embriaguez propia del fumador de hierba, fulmina con la mirada a cuantos se sientan a su alrededor. Con sus enormes puños enfundados en la especie de manguito formado por los bolsillos reventados de una chaqueta de cuero, apela al sentido común. Mehmed, con su escaso metro sesenta, responde que su sentido común da mal rollo.

—¡El Kosovar no es tonto! ¡Si no fuera por su chorba, hace mucho que habría cortado con los negratas y los moros!

Samir se echa a reír enseñando todos los dientes que le faltan.

—Pero ¿qué dices, tronco? El Koso es un colega. Esa yonqui se la trae floja…

Yann, pocos años mayor que Samir, no se enfada esta vez. Escupe en el suelo con poca convicción. Más grande aún que el gorila, pero de una delgadez de zancuda, cruza en dos o tres vueltas sus piernas de ex jugador de balonmano antillano.

—Tranquilo, tío. ¿Para qué quieres una pistola? Con lo que se mete la Poppy, no tardará mucho en palmarla. Está para el arrastre.

Otros rostros relucen en la penumbra salpicada de brasas: algunos jóvenes de la Cité haute o de Plateau, camellos homologados venidos a recibir la mercancía; también está ahí el único veterano de la miseria, el viejo Roge, que se alisa una barba amarillenta de mascador de tabaco, preguntándose por su futuro inmediato. Este último no cuenta con más recursos que un colchón de espuma en un rincón tranquilo de la fábrica. Uno de estos días, lo encontrarán congelado, como a ese muchacho al que, entre idas y venidas al centro comercial de Bobigny, le castañetean los dientes frente al brasero. Cumplidor con su tarea, el Roge observa con atención. También empina el codo; invita el Kosovar. Su mecenas no ha vuelto a aparecer desde la última vez que los antidrogas y los de la brigada contra la delincuencia organizada acordonaran el barrio. La pasma lo busca por algunas menudencias, robos de coches, pertenencia ilícita de armas, agresión con lesiones, con la idea de neutralizarlo al menos un par de años. De momento, refugiado entre los gitanos de Aulnay o en un escondite de la Cité haute, procura hacerse olvidar. La última vez, quiso poner algo de orden en esa planta okupa, expulsar a los pordioseros así como a dos traficantes que operaban a la antigua usanza, hermanos gemelos que desembarcaron de Estambul y pretendían trabajar por su cuenta. Alguien lo delató por venganza, nada fuera de lo común. Todo el mundo aquí recela del Kosovar, hasta sus propios acólitos. Se da por hecho que, en otra vida, llego a matar; y también que lo hacía sin pestañear. Lo lleva escrito en la mirada. Aun así, acepta rodearse de parásitos de su calaña, un viejo borracho roto, o ese chiquillo salido de ninguna parte. Sin mencionar a esa miserable drogadicta, más prendida con alfileres que una colección de escarabajos. Poppy debe de haberse atrincherado en casa de la nodriza, en el pabellón, o allí arriba, en esa especie de zulo para fugitivos. Hace meses que no ha salido del callejón. Por su culpa todo va mal. Roge lo repite en sordina: «Esta chica está gafada». Tiene mala pata. Lo sabe desde el momento en que el Kosovar obligó a todo el mundo a cuidar de ella o, al menos, a vigilarla. Pero al primero que se acerca un poco demasiado, lo agarra, lo zarandea y lo echa a patadas a la calle. Menos al crío. Hasta se diría que lo acepta en esta jungla únicamente para que sirva de mensajero entre él y ella, en caso de que surja algún lío. Los celos del cabecilla se asemejan a la baraja de un echador de cartas. ¿Cómo sabrá él cultivar un sentimiento? Ni mucho menos el amor. De hecho, es el Kosovar quien suministra la muerte lenta a la doncella. A los turcos no les queda otra que estarse quietos y también a los camellos de la Cité haute que acuden a abastecerse, a los de Marches Sèches y de Plateau. Al Roge le traen sin cuidado los trapicheos de la economía sumergida, todo ese tejemaneje de camellos. No le interesa otra cosa que salvar el pellejo. Quince años en el ejército, otros tantos en chirona, para luego aterrizar en la calle; no le queda otra cosa que el consuelo de la priva. Con el ojo puesto en el cuello de la botella, no pierde detalle de las crasas traiciones y demás chivatazos de esos drogatas de toda índole, catadores de mierda o nieve. Él, el Roge, se decanta por el matarratas. Con el alcohol o la dinamita, la cabeza se conserva tanto como estalla. Los caballos viejos no están hechos para la corrida. Ríe entre trago y trago. Lo que le intriga es por qué el Kosovar se empeña en estorbarlos con ese mocoso. Sentado sobre los talones, el pequeño moreno lo observa con una seriedad de macaco. Los niños de la calle viven de nada y mueren de menos aún; se había cruzado con no pocos de ellos en África o en Asia, mendigos, cacos, carne fresca, limpiabotas. Allá, se puede entender; los pobres expulsan sus semillas a lo lejos, como arbustos en tierra árida. A este lado del mundo, es una novedad. Claro que la zona de Vignes y sus parajes no tienen nada en común con la civilización. Un desierto de escombros al margen de los blocaos industriales y de esos campos de refugiados irrevocables en que se han convertido los suburbios. Un lugar donde hacerse el muerto.

Pero el tono está subiendo junto a los braseros. Samir blande un 7.35 y jura que acabará con los soplones. El Roge, cansado de estas invectivas, apura otro buen lingotazo. Repara en la placidez del niño que se acuclilla al estilo de los felahs.

—¿Tienes hambre? ¿Quieres comer algo? ¿Cómo dices que te llamabas?

Alam no se ha movido; observa al anciano encaramado sobre su montón de ladrillos, sucio, apestoso, con su pasamontañas levantado sobre unas orejas de oso. Mehmed se agita a diez pasos de ahí con una mano nerviosa delante del cañón de la pistola.

—¡Ya tendrás tiempo de jugar al matachín cuando los de abajo suban aquí!

Yann balancea la maza de músculos de su brazo por encima de los cráneos. Su índice se detiene sucesivamente sobre uno y otro.

—Los beduinos de abajo tienen sus chivatos. Lo saben todo de nuestros trapicheos. Y el que se los cuenta tiene que ser uno de nosotros.

El Roge refunfuña, ya ebrio. Conoce bien a esos golfillos; son todos unos pirados, unos borricos. No hay ni uno al que no se le haya ido la lengua alguna vez. El primer foliculario que pase por allí les sacará lo que quiera. Siempre encontrará al imbécil de turno dispuesto a sacar su artillería del techo falso del váter, con tal de posar para la foto con su MP, tapándose la carita con la visera. Excepto el Kosovar, son todos unos inútiles que no sirven más que para dejar un bonito cadáver. Los gandules hasta delegan en el niño para que vaya al centro comercial a entregar placas de costo. Seguro que, de enterarse, al resultón no le haría mucha gracia. En cierto sentido, protege a la juventud.

Una bocina insistente dispersa la compañía. En el callejón de la Fábrica de ladrillos, toda visita puede esconder una emboscada. En la escalera de cemento, Alam roza con el dedo la cicatriz bajo el lóbulo amputado de su oreja. Medio centímetro arriba, y la bala se le hubiera clavado en la sien. Nadie se ha fijado en lo largo que lleva el pelo. Menos Mehmed, que se mofa de él, llamándole chica. Otros, como el viejo Roge, lo toman por un gitano. Cuando se presentó en la fábrica, hace ya algunos domingos, los benjamines de la banda lo acogieron tirándole pernos. Los mayores, con las manos en los bolsillos, se echaron a reír.

—¡Aquí no queremos gitanos! —farfullaban sin mostrar cansancio.