Prólogo
La historia que sigue transcurre en una época en la que aún no se habían inventado las comodidades modernas. No existían ni los concursos de la tele, ni los coches con airbag, ni los centros comerciales. ¡Ni siquiera existían los teléfonos móviles! Pero sí existían los arcoíris después de la lluvia, la mermelada de albaricoque con almendras dentro, los chapuzones improvisados a medianoche, y todas esas cosas que hoy en día se siguen apreciando. También existían, por otra parte, las penas de amor y la fiebre del heno, contra los que aún no se ha encontrado ningún remedio eficaz.
En pocas palabras, eran… otros tiempos.
IX
Hannah
Exactamente en el centro de la biblioteca había un brasero que aún estaba templado. Tomek arrojó un par de leños, y después se instaló cómodamente en una pequeña mesa iluminada por una lámpara de aceite. Era cierto que el sobre era grueso; al abrirlo, con mucho cuidado, encontró una decena de hojas dobladas en cuatro. El papel tenía un suave perfume de violetas. «Seguro que se lo dio la gente del pueblo», imaginó Tomek y comenzó a leer.
Querido tendero,
Perdona que te llame así, pero desconozco tu nombre. Solo sé que empieza por «T», que es la letra bordada en tus pañuelos. Yo me llamo Hannah, no te lo dije el día del bastón de caramelo.
Esta mañana he estado leyendo para ti, en el grueso libro de Las mil y una noches, un párrafo en el que se habla de cocodrilos, y me ha parecido que te movías un poco. Por un momento, he creído que había encontrado las Palabras que Despiertan, me he alegrado mucho y he probado con todo: «la boca del cocodrilo», «los dientes del cocodrilo», «el estómago del cocodrilo»… pero no ha servido de mucho, aún seguías durmiendo.
He visto tu cantimplora en el armario. ¿Podría ser que, como yo, estuvieras yendo a buscar el agua del río Qjar? Sería muy agradable ir juntos. No me gusta nada viajar sola, porque hay muchos peligros en el camino, ya me he dado cuenta. Sin embargo, debo seguir adelante, no puedo esperar a que te despiertes… el señor Eztergom me ha dicho que hubo alguien que estuvo durmiendo más de seis años, así que… debo continuar porque necesito un poco de esa agua, como sea. Con unas gotas bastará, porque es para un pájaro. Es un pájaro tan pequeñito que cabe en la palma de la mano. Le pondré una gotita en el pico y creo que será suficiente con eso.
Seguro que estás sorprendido, y es normal, porque no conoces mi historia, así que ahí va. Eres el primero a quien se la cuento.
Mi padre ya era mayor cuando vine al mundo, y mi nacimiento lo volvió loco de alegría. Después de mí tuvo otros cuatro hijos, pero me temo que no se dio ni cuenta. Yo era la niña de sus ojos, su princesa, su vida entera. Nada era lo bastante bonito para mí. Me procuraba las telas más hermosas, las joyas más valiosas. Mi madre se lo reprochaba, pero él no hacía caso. Vivíamos en el norte, en una ciudad cuyo nombre no creo que conozcas a menos que te interesen los pájaros, porque en aquel lugar se celebra, una vez al año, en primavera, el mercado de pájaros, que dura una semana. Es el más grande de todos los mercados de pájaros. En él pueden encontrarse especies del mundo entero, y la gente viene a visitarlo desde muy lejos. Mi padre me llevaba cada año, sosteniéndome en brazos por miedo a perderme. Y cada año me hacía la misma pregunta:
—¿Qué pajarito quieres, Hannah? ¿Cuál te gustaría tener?
Yo escogía el que más me gustaba por su plumaje, por su manera de cantar o por ambas cosas a la vez, y mi padre lo compraba sin tener en cuenta el precio. Yo lo ponía en una gran jaula, con los demás: los pájaros eran mi mayor placer.
Cuando tenía seis años, mi padre me llevó al mercado, como siempre.
—¿Qué pajarito quieres, Hannah? ¿Cuál te gustaría tener?
Señalé un pequeño gorrión de magníficos colores. Pero el mercader pedía un altísimo precio, y cuando mi padre le preguntó el motivo, le dijo que el pajarito era en realidad una princesa que había vivido hacía mil años, y que un sortilegio la había transformado en pájaro. Ese era el motivo de que no pudiera deshacerse de él ni por una onza menos.
Cualquier otra persona, en esa situación, habría comprendido que aquel hombre era un timador. Pero mi padre le dijo que le reservara el gorrión, y que volvería muy pronto. En menos de una semana vendió todas sus posesiones: sus animales, su casa, sus tierras y sus muebles, hasta las sábanas. A pesar de eso, aún faltaba casi la mitad de la cantidad solicitada, así que pidió dinero prestado a un usurero. Regresamos al puesto del mercader, y compramos el pájaro. Mi madre nos dejó al día siguiente, llevándose a mis hermanos con ella. No hemos vuelto a verlos. Se llevaron todo lo que quedaba en la casa, incluyendo los pájaros. Solo dejaron al pequeño gorrión. Nos instalamos en una cabaña, y mi padre se puso a trabajar como hombre caballo: llevaba una silla de mano por las calles de la ciudad. Esas calles están muy empinadas, y se debilitó enseguida, porque ya era mayor. El dinero que ganaba apenas era suficiente para mantenernos. Y sin embargo, seguía llevándome cada año al mercado de pájaros, y seguía haciéndome la misma pregunta: «¿Qué pajarito quieres, Hannah? ¿Cuál te gustaría tener?». Como éramos demasiado pobres para comprar siquiera un pajarillo común, le decía que no quería ninguno, que me bastaba con mi gorrioncillo.
Murió de agotamiento al cabo de tres años, pero no creo que se arrepintiera ni un segundo de lo que había hecho. Estaba loco, pero era una locura muy leve y tranquila. Enloqueció de alegría el día de mi nacimiento, y loco se quedó, la verdad sea dicha. No había ninguna otra cosa que le importara. A mí me acogieron unos parientes lejanos que fueron muy buenos conmigo, y he estado viviendo con ellos hasta ahora. No me queda nada de mi vida anterior, excepto el pequeño gorrión. Cuando lo miro, oigo como mi padre me pregunta: «¿Qué pajarito quieres, Hannah? ¿Cuál te gustaría tener?».
Pero una mañana del mes pasado, al despertarme, me lo encontré temblando de fiebre, sin poder subirse siquiera a su percha. Le di calor y lo acaricié, también le regañé un poco porque no podía dejarme sola. Por supuesto, nunca jamás había creído las palabras del mercader, pero como mi gorrión no había cambiado nada a lo largo de los años, había acabado por pensar que quizá sí que duraría mil años… Sin embargo, sus colores estaban palideciendo, y cantaba cada vez con menor frecuencia. Se estaba haciendo viejo.
¡No quiero que ese pájaro se muera! ¡No quiero! Un día, un cuentacuentos pasó por nuestra ciudad, y fui a la plaza a escucharlo. Habló del río Qjar, que corre al revés, y cuya agua evita la muerte. Explicó que ese río era bastante inaccesible, pero que existía de verdad, en alguna parte, en el sur. La gente prefería creer que en realidad no existía, porque eso les daba una excusa para no ponerse a buscarlo. Simplemente, les faltaba valor, eso era todo. En pocas palabras: dijo exactamente lo que yo necesitaba oír para decidirme a emprender el viaje.
Salí de mi casa una noche, al principio del verano. Desperté a mi hermanita, que tiene seis años (es la hija de mis padres adoptivos, pero yo la llamo hermana porque la quiero mucho). Le dije que me iba durante cierto tiempo, que cuidara bien de mi gorrión, que le diera un beso de mi parte a todo el mundo y que volvería pronto. Después cogí un poco de ropa, mis ahorros, y me escapé por la ventana de la habitación.
Antes de entrar, al azar, en tu almacén, tuve bastantes aventuras increíbles. A lo mejor algún día puedo contártelas. ¿Has tenido que atravesar ese bosque horrible lleno de osos? En cualquier caso, como yo, pasaste por la pradera y respiraste el olor de esas flores a las que llaman velas, ya que estás aquí mismo, durmiendo tranquilamente, mientras te escribo. ¿Qué más cosas nos quedarán por vivir antes de llegar al río Qjar? ¿Qué peligros nos acechan? Y todo para poder poner algún día, si hay suerte, una gota de agua en el pico de un pájaro… ¿Quién puede comprender eso? ¿Quizá… tú?
Dios sabe dónde estaré cuando leas esta carta. Se la daré al señor Eztergom, porque me da miedo que alguien la coja si te la dejo en la mesilla. Seguramente no debería haberte contado mi secreto, porque te conozco muy poco. Pero no me arrepiento de ello. Confío en ti, y mañana emprenderé la marcha con menos peso en el corazón. Es posible que volvamos a vernos, y espero que entonces seas un poco más hablador.
Hannah.
P.D.: ¿Qué tienes en la bolsita que llevas alrededor del cuello?
Tomek, entre la risa y el llanto, sacó la moneda de su pequeña bolsa y la apretó en la mano.
—Es una moneda de onza —respondió—, y pronto te la daré.
X
Pepigom
Acababa de amanecer cuando Eztergom vino a buscar a Tomek.
—He pensado que no estarías durmiendo, por eso he venido tan pronto.
Lo primero que hicieron fue tomar un copioso desayuno, y después se dirigieron a la perfumería. Tomek nunca habría podido imaginar que fuera tan grande. Daba trabajo al menos a trescientas personas, casi toda la población de la aldea, y estaba compuesta por varios edificios. En el primero se almacenaban las flores secas, que los recolectores habían cosechado el verano anterior. Conservaban todo su esplendor, y era una maravilla caminar entre las cubas multicolores. En otro edificio se molían, se picaban y se trituraban. Todos estaban concentrados en su tarea, por lo que parecía y cantaban para animarse aún más unos a otros. El tercer edificio estaba consagrado a la destilación, y quienes allí trabajaban llevaban batas blancas, como los científicos.
—Y ahora —anunció finalmente Eztergom, con orgullo—, voy a invitarte a entrar en un lugar que muy poca gente ha conseguido ver. Es nuestro laboratorio secreto. Aquí fabricamos perfumes únicos en el mundo. Entra, te lo ruego.
Fueron recibidos por una chica muy joven, redondita, sonriente, y con la nariz y las mejillas salpicadas de pecas. Eztergom la presentó diciendo:
—Tomek, tienes ante ti a la señorita Pepigom. A pesar de su juventud, es uno de los grandes talentos de esta perfumería, ya que es quien tiene el mejor olfato entre todos nosotros. Se trata de una cualidad que empeora con la edad, y es raro poder ejercer esta profesión una vez que se superan los cuarenta años de edad. Pero Pepigom es especialmente joven y brillante. ¿Qué edad tienes, muchacha?
—Tengo catorce años y tres meses —respondió la chica, con seguridad.
A Tomek le pareció que catorce años no era una edad tan joven, pero si lo decía Eztergom…
—¿Serías tan amable de revelarle a nuestro amigo algunos de los últimos descubrimientos de tu equipo?
—Por supuesto, señor Eztergom, será un placer.
—Entonces lo dejo en tus manos. Y os dejo, pues tengo que ir a preparar el discurso para la gran fiesta de esta tarde.
Pepigom condujo a Tomek a una habitación adyacente, en la que había cientos de frascos de vidrio alineados en las estanterías. Escogió uno, y le quitó el tapón.
—Inspira, Tomek y dime a qué huele.
Tomek identificó un agradable aroma a limón.
—Perfecto. ¿Y este?
Tomek tuvo que olisquearlo dos veces para reconocer el olor del musgo de bosque.
—Muy bien, Tomek, tienes un olfato muy agudo. Pero has de saber que a fuerza de buscar, de tantear y de hacer todo tipo de mezclas, hemos conseguido obtener perfumes muy especiales, muy sutiles. A ver si sabes reconocerlos.
A pesar de tener catorce años, Pepigom no le llegaba a Tomek ni al hombro. Olía a hierbaluisa fresca y, del mismo modo que el resto de los habitantes del pueblo, transmitía una gran sensación de bondad. Tomek respiró profundamente el aroma del frasco que ella le ofrecía, pero esta vez no le decía nada de nada. Incluso tuvo la impresión de que allí no había absolutamente ningún olor. En lugar de concentrarse, se distrajo y entró en una especie de ensoñación: se imaginó a sí mismo al borde de un estanque. Hacía mucho tiempo de eso: era en la época en que sus padres aún estaban con él. Habían comido allí, pero la lluvia les había hecho irse. ¿Por qué se acordaba de eso en aquel momento?
—¿Y bien? —le preguntó Pepigom, sonriente.
—No lo sé —confesó Tomek, tratando de salir de su ensoñación—. No huelo… nada.
—¿De verdad? ¿Y te has puesto a pensar en otra cosa en lugar de tratar de averiguarlo?
—¡Sí! ¡Eso es exactamente lo que ha pasado! —reconoció Tomek, sorprendido—. Espero que no te importe.
—¿Y puedes decirme en qué estabas pensando? ¿No sería en un estanque, y en unas gotas de lluvia?
Tomek, anonadado, fue incapaz de contestar. ¿Acaso aquella chica podía leer la mente?
Pepigon se echó a reír al verlo tan despistado.
—Este perfume se llama Primeras gotas de lluvia en el estanque.
—Vaya —dijo Tomek—. Es… muy sorprendente.
—Prueba con este, a ver qué me dices —le propuso Pepigom, tendiéndole otro frasco.
En solo unos segundos Tomek creyó haber dado con ello, pero era una imagen tan poco concreta que no sabía cómo describirla:
—Una… una colina… músicos… mucha gente… cánticos…
—¡Muy bien! —exclamó Pepigom—. Pero hay algo más… vuelve a olerlo.
Tomek volvió a inspirar varias veces, y la música se aceleró hasta adquirir un ritmo endiablado, la gente bailaba por todas partes, gritando «¡Vivan!»… sí era eso: ¡una boda! Y los que se casaban, sentados en un banco y rodeados de sus amigos, eran ellos Tomek y Pepigom, que estaban cogidos del brazo y se besaban bajo una lluvia de pétalos de flores.
—Una… ¿una boda? —preguntó Tomek, sonrojándose.
—¡Exacto! A lo mejor me acabas quitando el empleo… Este perfume se llama Boda en la colina. ¿Quieres seguir?
—¡Claro! —respondió Tomek. Ese juego le estaba empezando a parecer algo fascinante.
Así que tuvo ocasión de oler, uno tras otro, los siguientes perfumes: Nacimiento de un cordero entre la paja fresca, Emprendiendo el viaje al amanecer, Lectura de una carta escrita por una persona amada, Construcción de una pirámide de palillos en la mesa de la cocina mientras afuera nieva… y muchos más.
—Pero entonces… ¿solo fabricáis olores agradables?
—Por supuesto —respondió Pepigom—. La vida es demasiado corta como para desperdiciarla en cosas malas.
—Es verdad —dijo Tomek, que opinaba exactamente lo mismo.
A la hora de comer, almorzó en compañía de Eztergom. Esta vez les sirvieron unos buñuelos igual de suculentos que las crepes. «No me extraña que estos perfumistas estén tan rellenitos», se dijo Tomek, «solo comen cosas ricas».
Después de zamparse el postre, que eran unas deliciosas tartas de grosella, salieron de allí, y Tomek creyó que estaba soñando. En el momento en que apareció en lo alto de la escalera del comedor, un solo grito salió de la garganta de centenares de aldeanos, que se habían reunido en la plaza:
—¡Hurra!
Y una música tremendamente alegre estalló a continuación. Los pequeños trompetistas soplaban como si les fueran a estallar los carrillos y los tamborileros aporreaban sus panderos llenos de energía. Abajo estaba esperando una verdadera carroza de la que tiraban cuatro ponis blancos, engalanados con plumas y pompones. El techo de la carroza representaba un cocodrilo inmenso, y «bajo la tripa del cocodrilo» estaba esperando Atchigom vestido de fiesta. Le habían puesto una túnica dorada sobre los hombros, y en la cabeza, un sombrero de copa que le daba un aspecto imponente. Tomek se sentó a su lado y la carroza se puso en marcha. Atravesaron las calles del pueblo oyendo los vítores y clamores de la gente.
«No me merezco todo esto», pensaba Tomek. Pero los habitantes del pueblo parecían estar tan contentos de poder festejar aquello, que habría sido una ingratitud rechazar la celebración. A su lado, Atchigom estaba encantado, y sumergía las manos en un saco de confeti que después arrojaba, riendo, sobre los espectadores. Enseguida llegaron al ayuntamiento, donde estaba esperándoles Eztergom, subido a un templete que servía para pronunciar discursos.
Cuando la carroza se detuvo, el anciano levantó los brazos y dijo lo siguiente:
—Queridos amigos, nos hemos reunido aquí, una vez más, para celebrar la gran Fiesta del Despertar. Debería haberme acostumbrado, porque no se trata de la primera vez, pero siempre me acaba venciendo la emoción. En nuestra aldea, Tomek ha vuelto a la vida. En nuestra aldea ha experimentado un segundo nacimiento. Por eso a partir de ahora será, como toda la gente que le ha precedido, un hijo nuestro. No diré más cosas, porque no me gustan los discursos largos. ¡Larga vida a Tomek! ¡Larga vida a Atchigom, que le ha despertado! ¡Y larga vida a todos vosotros, amigos míos!
Entonces se sacó del bolsillo un enorme pañuelo, y se sonó ruidosamente. Muchos de los asistentes hicieron lo mismo. Los hombres se sorbían la nariz. Solo los niños gritaban alegres, «¡Larga vida!», porque para ellos todo lo que estaba sucediendo no era más que un juego. Para dar por terminada la ceremonia, Eztergom le puso a Tomek una medalla en la que estaba grabado lo siguiente:
Para Tomek,
de parte de los perfumistas.
Él también tenía que decir algo, por supuesto, pero estaba tan emocionado que solo fue capaz de murmurar:
—Os… os doy… las gracias a todos… mi más profundo agradecimiento.
Y estallaron los aplausos, haciendo que ya no tuviera que agobiarse.
La tarde pasó en el más grande alborozo: en cada rincón de la aldea tenía lugar un juego de habilidad o de fuerza. Se podía levantar troncos, arrojar pelotas de tela contra unos monigotes, participar en carreras de sacos o en esas en las que hay que sostener un huevo sobre una cuchara sin tirarlo. Por todas partes había risas y buen humor.
Por la tarde, después de un banquete en el comedor, se celebró un baile, y la sidra corrió a mares. Tomek bailó hasta caer rendido con todas las chicas del pueblo. En cuanto soltaba a una, otra le saltaba a los brazos… y Pepigom no era de las tímidas. Hacia la medianoche, por fin pudo regresar a su habitación, y se dejó caer con ropa y todo sobre la cama. La cabeza le daba vueltas. «Dios mío», le dio tiempo a pensar antes de dormirse, «¡qué viaje más curioso estoy teniendo! ¿Cómo podré contar todas estas cosas cuando vuelva?».
XI
La nieve
Cuando Tomek abrió los ojos al día siguiente, la mañana ya estaba avanzada, y había copos de nieve revoloteando en la ventana. Se levantó enseguida y vio que el pueblo había sido cubierto por una espesa capa de nieve durante la noche. «Menudo contratiempo», se dijo, «¿cómo voy a poder irme así?».
El día anterior había pensado que le gustaría abandonar a sus nuevos amigos lo antes posible, porque ya había perdido bastante tiempo. Mientras él había estado tranquilamente dormido, Hannah había continuado el viaje. ¿Dónde estaría en aquel momento?
Se puso un abrigo que le habían dejado en el respaldo de la silla, y en el escalón de la puerta encontró también unas botas de forro, justo de su talla. Caminó por la nieve hasta el comedor, esperando encontrar a alguien, pero a aquella hora no había nadie. Todo el mundo debía de estar ya trabajando. Así que se dirigió a la biblioteca, donde se alegró de ver allí leyendo al viejo Eztergom.
—Buenos días, señor Eztergom —le dijo—. Me gustaría haber emprendido la marcha hoy mismo, pero con toda esta nieve…
Eztergom le sonrió, bonachón, y le invitó a sentarse a su lado.
—Querido amigo, mucho me temo que vas a estar obligado a quedarte algún tiempo entre nosotros. Aquí el invierno es largo e inclemente. Esta nieve ya no se va a fundir, de hecho, aún caerá mucha más. Nuestro pueblo se quedará aislado, ya no será posible que entre ni salga nadie más. Y seguiremos así hasta que vuelva el buen tiempo… Pero no te preocupes, sabemos distraernos y mantener el buen humor. El tiempo pasará rápido, ya verás.
—Pero —preguntó Tomek, con un temblor en la voz—, ¿cuánto tiempo dura aquí el invierno? ¿Cuándo podré irme?
—La primavera llegará dentro de unos cuatro meses, y se trata de un espectáculo magnífico, ya lo verás.
Tomek hizo un gran esfuerzo para no echarse a llorar. ¡Cuatro meses! ¡Cuatro meses de aburrimiento! Nunca conseguiría esperar tanto tiempo. Antes se moriría de hastío y de impaciencia. Como no fue capaz de esconder su desaliento, decidió confesarle a Eztergom las verdaderas razones de su viaje, ya que de otro modo el anciano pensaría que no se encontraba a gusto en la aldea, y eso sería muy injusto. Así que se lo contó todo. Eztergom le escuchó atentamente y luego le puso la mano en el hombro:
—Querido amigo, ahora entiendo tu impaciencia. Pero no te desanimes. Quizá cuando llegue el día de irte te entristezca abandonarnos.
—Seguro, seguro —dijo Tomek, tratando de sonreír, pero con los ojos llenos de lágrimas.