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«¿Quién, jamás, en algún sitio, leerá estas palabras escritas?»

Ulises

James Joyce en París:
sus últimos años
1

V. B. CARLETON


1. Originariamente publicado en Harcourt, Brace & World, 1965.

A la memoria de Adrienne Monnier y Sylvia Beach

PRÓLOGO

DE

SIMONE DE BEAUVOIR

De vez en cuando, mientras camino por el nuevo París de fachadas recién blanqueadas donde un torrente de tráfico fluye por la calzada entre setos de vehículos estacionados, me sorprendo deteniéndome para plantearme qué aspecto tenía todo esto en los tiempos de mi juventud. Ansiaba rescatar del recuerdo una imagen tan vívida como una de esas fotografías de Votre maison, el antes y el después de la vieja granja que se transforma en villa elegante. Ese deseo se cumplió al instante cuando cayeron en mis manos las fotografías que Gisèle Freund tomara durante los años treinta.

Calzadas desiertas, orillas del río plácidas; un silencio casi provinciano emana de esas imágenes en blanco y negro. Las aceras de los Campos Elíseos eran de los peatones. ¿Por qué motivo nos resulta tan extraña hoy esa multitud? ¿Tal vez porque todos ellos, tanto hombres como mujeres, van tocados con sombrero?

En la rue de l’Odéon se respiraba la calma de un pueblo. Allí se encontraba la librería La Maison des Amis des Livres; si uno observaba con atención, podía distinguir a su propietaria, Adrienne Monnier, apostada en el umbral, con el pelo corto y un vestido largo y holgado.

En mis tiempos de estudiante, aquella librería simbolizaba el fascinante mundo, tan cercano y sin embargo tan remoto, de la literatura moderna; remoto porque por aquel entonces aún no conocía a uno solo de sus autores; y cercano porque leí con fruición muchísimos de sus libros, que tomaba de la biblioteca de préstamo de Adrienne. Incluso descubrí sus rostros en los retratos autografiados de escritores célebres que tapizaban las paredes. Escuchaba a escondidas cada vez que la dueña del santuario —que me intimidaba con su atuendo de monja y sus amistades sublimes— se refería, de la forma más informal e íntima, a las personalidades cuyos nombres bastaban para sumirme en una suerte de aturdimiento. Le contaba a algún cliente, por ejemplo, que justo la víspera había estado con Valéry, o tal vez que Gide no se encontraba muy bien. A otros dos escritores, Léon-Paul Fargue y Jean Prévost, se les veía a menudo departiendo con Adrienne con el más sincero cariño. Y a veces, con el corazón acelerado, veía de repente materializarse ante mí al más lejano e inaccesible de todos ellos: a James Joyce, cuyo Ulises había leído en francés con absoluto asombro.

Poco tiempo después, sin embargo, los escritores dejaron de ser figuras mitológicas sublimes, pues por fin conocí a uno de ellos: Paul Nizan, íntimo amigo de Jean-Paul Sartre. A su vez, él conocía a muchos otros escritores y pasaba horas deleitándonos con toda clase de chismes acerca de sus flaquezas y debilidades. Gide, Aragon, Jean-Richard Bloch, Chamson y Malraux eran algunos de los nombres que dejaba caer sin reparos. Pronto nosotros también fuimos incluidos en aquella hermandad, pues habíamos comenzado a escribir con paciencia y fervor.

Pese a los nubarrones que se cernían sobre Europa y el mundo, la literatura seguía siendo la refulgente estrella que guiaba nuestras vidas. La publicación en francés del monumental Ulises nos abrió la puerta a un nuevo mundo de escritores extranjeros: D. H. Lawrence, Virginia Woolf, los estadounidenses Hemingway, Dos Passos; Faulkner, quien transformó por completo el concepto que teníamos de lo que debía ser una novela; y Kafka, que trastocó nuestra visión del mundo en que vivíamos. Era aquel un momento excepcional para la literatura francesa, ya que, en los años treinta, muchos de los escritores que habían saltado a la palestra justo después de la Primera Guerra Mundial aún se encontraban en la cúspide de su talento artístico: hombres como Valéry, Gide, Cocteau, Giraudoux, Aragon, St.-John Perse, Claudel con su Zapato de raso, o Breton con su Inmaculada Concepción y su Amor loco. Luego llegaron los principiantes reclamando atención. Giono. Como un relámpago, Céline y su Viaje al fin de la noche. Saint-Exupéry, Malraux. En un plano menos espectacular estaban el poeta Henri Michaux (Un tal Plume), Raymond Queneau (Los últimos días) y Michel Leiris, que nos cautivó con su Edad de hombre.

Durante toda la década de los treinta, sin embargo, la mayor parte de los libros se escribían bajo un velo de ilusión. Los autores trataban de trascender los límites del tiempo siguiendo una tradición que podría calificarse de individualista, psicológica o poética. El hombre era caracterizado frente a su inmensa soledad o las relaciones singulares que establecía con quienes lo rodeaban. Ese era el camino que todos hollábamos.

Hasta que el abrumador auge del nazismo en Alemania y la guerra civil española nos abrieron por fin los ojos. Un amplio grupo de intelectuales se alió para luchar contra el fascismo; tomamos conciencia de las repercusiones del momento histórico que nos había tocado vivir. Surgió una literatura comprometida, engagée, antes aún de que se inventara la etiqueta; una literatura que reflejaba la época y la sociedad, aun de un modo alusivo, sobrepasando todas las fronteras individuales. Nizan situaba a sus protagonistas dentro de la atmósfera económica y política de sus tiempos. Saint-Exupéry delineó los contornos de una literatura de técnicos en acción en contraposición con la literatura de pura contemplación creada por sus predecesores. Malraux echó mano de experiencias de primera mano en China y España para mostrar la fatalidad humana que unía a todos los hombres en un destino común.

Solo al echar la vista atrás fuimos capaces de ponderar las importantes aportaciones de aquellos predecesores; su originalidad nos impresionaba y encontrábamos del todo fascinante la compleja riqueza de sus perspectivas.

Un día de la primavera de 1939, Gisèle Freund nos invitó a la librería de Adrienne para que viéramos sus retratos proyectados a color sobre una pantalla. El local estaba abarrotado de escritores famosos. No recuerdo quién acudió; no obstante, lo que ha permanecido en mi memoria es la estampa de las sillas alineadas formando filas, el brillo de la pantalla en la oscuridad y las caras conocidas impregnadas de un hermoso color: Giono descansando en una loma con vistas a la campiña provenzal; Sartre fumando su pipa con un ligero aire melancólico y una sonrisa algo irónica apenas insinuada en las comisuras de los labios. Ante nuestros ojos iban desfilando todos los autores consagrados junto a los nuevos talentos con un futuro aún incierto. La cámara los había captado con una precisión a menudo cruel: mejillas que necesitaban un afeitado, melenas despeinadas, una visión que provocó que, al salir, Sartre murmurase: «Parece que volvamos todos de la guerra».

Guerra… Pensábamos en ella a veces, pero ni en nuestros peores presagios imaginábamos que toda una era estaba a punto de llegar a su fin, que el núcleo mismo de nuestras vidas pronto se haría añicos. Al contrario: ansiábamos una nueva vida, ahora que nuestra generación de escritores —al igual que quienes nos precedieron— había logrado reconocimiento. En realidad, un torbellino de sangre y sombras estaba a punto de sepultar al mundo, destruyéndonos a nosotros y lo que habíamos sido, pues cuando recobramos la vida, renacidos y radicalmente distintos, nuestro universo había cambiado por completo.

La nuestra no fue ninguna Edad de Oro, soy la primera en admitirlo, yo que no creo en los paraísos perdidos. Fue una época en la que únicamente la pura ignorancia o tal vez la mala fe nos protegió del terrible impacto de esa angustia insoportable que pudo haber sido nuestro destino. Pero conservo recuerdos ardientes de aquellos días, y no solo porque coincidieron con mi juventud. Los años treinta, con sus contradicciones y su agitación, tuvieron un carácter extraordinario, pues encarnaron al mismo tiempo el florecimiento y el declive. El pasado aún reverberaba en ellos, e incluso adoptó formas fecundas y frescas; brotaban las semillas de cosechas futuras.

Al volver la vista atrás me asombra la variedad, la fuerza, la deslumbrante abundancia que los años treinta nos brindaron como escritores. Si se deja llevar por las imágenes que Gisèle Freund ha rescatado del olvido, usted también percibirá el turbador aroma de aquellos años remotos.

PARÍS, 1965

FOTOGRAFIAR A JOYCE

GISÈLE FREUND

PARÍS 1965

Debía de correr el año 1934 cuando vi por vez primera a James Joyce, cenando con su bella esposa en un restaurante cercano a la estación de Montparnasse. Yo estudiaba en la Sorbona, y Joyce era uno de los ídolos literarios de mi generación. Observé fascinada al hombre esbelto y flaco que recibía por parte del camarero las atenciones que solo las personas célebres merecen.

A lo largo de la década de los treinta, la última de su vida, Joyce se movió en círculos muy diferentes a los que había frecuentado en los años veinte. Antiguos amigos como Ezra Pound habían abandonado París; el famoso grupo capitaneado por F. Scott Fitzgerald y el joven Ernest Hemingway había pasado a la historia. «¿Cómo es que no tienes fotografías de toda esa gente? —me preguntarían los editores años después—. ¿No tienes ninguna de Hemingway con Sylvia Beach? ¿Por qué no?» La respuesta parecía obvia: «Nací demasiado tarde».

En 1936, mi vínculo con Joyce se hizo más tangible. Aquel año me doctoré en sociología en la Universidad de la Sorbona. Mi tesis se titulaba La fotografía en Francia en el siglo XIX y fue publicada por la editorial de Adrienne Monnier, La Maison des Amis des Livres, responsable también de la extraordinaria traducción al francés del Ulises. Así pues, Joyce y yo compartíamos editora en Francia, y poco después nos presentaron en una fiesta que Adrienne dio en su piso del 18 de la rue de l’Odéon, enfrente de su librería.

Tendría que haber tenido la precaución de dejar constancia de aquella velada; más adelante, mucho más adelante, tomaba notas cada vez que retrataba a alguna personalidad, en especial a Joyce, quien tantas controversias suscitaba. Pero por aquel entonces yo aún era muy joven, muy tímida. Mi único recuerdo de aquella noche fue que hablamos de comida; Adrienne tenía fama de ser una excelente cocinera de platos franceses tradicionales, y Joyce estaba a dieta. Su mujer comió con entusiasmo. Yo estaba tan impresionada por la situación que apenas si pude tragar un par de bocados. Recuerdo haber pensado, mientras contemplaba el juego de luces y sombras que se proyectaba en el enjuto rostro de Joyce, en el retrato fotográfico tan extraordinario y revelador que podría hacerse con él, siempre y cuando tuviera la paciencia de posar.

Por aquel entonces, y a pesar de que había ganado algo de dinero para mis estudios vendiendo fotografías a la prensa, no me consideraba en absoluto una fotógrafa profesional. Para mí, la cámara era un instrumento para la investigación sociológica, y acababa de regresar de Inglaterra, donde había publicado un largo reportaje fotográfico sobre las zonas desfavorecidas de aquel país.

Pero el retrato me fascinaba, y me interesaban especialmente los rostros de los escritores. Algunos años antes, un joven novelista conocido mío había venido a mi estudio y me pidió que le hiciera una foto para su último libro. Detestaba los retratos convencionales y me sugirió que adoptase un punto de vista más sincero, un tipo de fotografía que por entonces empezaba a cuajar en Francia. Puesto que era un hombre guapo, excitable, talentoso y parlanchín, lo conduje a la terraza, contra el cielo parisino, y le pedí que me expusiera sus apasionadas teorías sobre los problemas de la novela tradicional y los motivos por los que andaba a la búsqueda de algo nuevo. Se trataba de André Malraux, y sus editores quedaron tan satisfechos con las fotografías que a día de hoy las siguen usando.

El inesperado éxito con Malraux me infundió ánimos. Otros escritores me pidieron que los retratara para sus libros, y no tardé en tener una cantidad de material que justificaba la idea de publicar un libro centrado en el rostro del escritor. Lo consulté con Adrienne, quien se mostraba en todo momento comprensiva con los jóvenes artistas, y le agradó el proyecto. Juntas redactamos una lista completa con los nombres más destacados de la literatura francesa de la década de los treinta. También le gustó la idea de fotografiar en color y no solo en blanco y negro. No era fácil trabajar con color por aquella época —los carretes escaseaban—, pero me sumergí en el proyecto con ilusión.

Mi colección adquirió en poco tiempo tales proporciones que Adrienne compró e instaló en la librería una pantalla y un pequeño proyector. Todos los escritores que frecuentaban la rue de l’Odéon pasaron por allí para ver los retratos, que proyectamos a escala natural o incluso mayor, lo cual supuso una experiencia sorprendente para algunos. Me di cuenta enseguida de que los escritores apreciaban las fotografías de sus amigos y contemporáneos, pero a menudo se quejaban de que las suyas eran «irreconocibles», un problema que aún sigo teniendo con mucha gente hasta la fecha.

Varias veces intenté incorporar el retrato de Joyce a mi colección, pero él siempre se negaba. No se encontraba bien, su visión estaba peor que nunca, tenía demasiados quehaceres. Sin embargo, en la primavera de 1938 se preparaba la publicación de Finnegans Wake simultáneamente en Estados Unidos e Inglaterra. Uno de sus mejores amigos, el crítico Louis Gillet, me propuso escribir una nota a Joyce en la que insistiera en la importancia de lograr la publicidad adecuada para su nuevo libro, una creación mucho más compleja y oscura que el Ulises. También me sugirió que mencionase mis contactos con la prensa francesa, británica y estadounidense, ya que, por entonces, mis fotorreportajes se publicaban en revistas de renombre. En la respuesta que recibí, Joyce no se ofrecía a posar, sino que pedía ver mis fotografías en un encuentro privado.

Al cabo de unos días, tal y como acordamos, me presenté en el piso de Joyce, en el número 7 de la rue Edmond-Valentin, con mi pequeño proyector, una pantalla enrollada y una caja de diapositivas en color. Había prometido a su esposa, Nora, que no me quedaría mucho rato para no cansarlo, pues sabía que había estado enfermo. Senté a Joyce, casi ciego, tan cerca de la pantalla que al alargar el brazo podía tocar los rostros de sus coetáneos que iban pasando uno a uno: Romain Rolland, Colette, Gillet, Aragon, Montherlant, Valéry, Gide y muchos más. Joyce no pronunció una sola palabra en la hora y pico que duró la sesión, aunque lanzaba hondos suspiros: las exhalaciones prolongadas y jadeantes de quien es presa de una aguda ansiedad.

Cuando por fin encendí la luz, Joyce pareció salir de un sueño que lo había dejado inmóvil. «Son espléndidas —me dijo—. ¿Cuándo quiere fotografiarme? Pero, naturalmente, no en color. No soportaría esos tonos tan chillones.»

Estaba contentísima de poder fotografiarlo en blanco y negro. Joyce tenía muy claro cómo quería presentarse a la prensa en aquella importante ocasión. Finnegans Wake tenía que ser el centro de atención. Telefoneó a su amigo y asesor Eugene Jolas y le pidió que fuera a verlo al día siguiente para que yo pudiera retratarlos a los dos corrigiendo pruebas del libro. Luego, Joyce quería una serie de fotografías en la librería de Sylvia Beach, Shakespeare and Company, con Adrienne presente. No se trataba de un gesto sentimental por los viejos tiempos, sino que tenía su lado práctico: Joyce sabía que los lectores ingleses y estadounidenses lo asociaban inevitablemente a Sylvia, quien con gran valentía había publicado Ulises en 1922, mientras que los lectores franceses sabían que Adrienne había publicado la traducción al francés de la misma novela. Decidimos concluir el reportaje con imágenes de Joyce en casa, el cabeza de familia rodeado de su mujer, su hijo y su nieto: la faceta humana del gran escritor que casi había desaparecido tras la cortina de humo de la erudita crítica literaria.

La crónica fotográfica del presente volumen se realizó en cinco sesiones a lo largo del mes de mayo de 1938. Joyce se mostró muy paciente, colaborador y extremadamente dispuesto a obtener los mejores resultados. Una vez reveladas las fotografías manifestó mucho entusiasmo, y solo me pidió que desechara cinco o seis. Yo tenía más de cien entre las que elegiría las diez o doce que mandaría a la prensa. Todo el mundo quería fotos recientes de Joyce, y no tardé en informarle de que podíamos contar con una distribución del reportaje a nivel mundial.

Por varios motivos, la publicación de Finnegans Wake se retrasó y fue el 4 de mayo de 1939 cuando el libro salió simultáneamente en Londres y Nueva York. Poco antes, en marzo, la revista Time me pidió que convenciera a Joyce para que posara una vez más, en esta ocasión en color, con idea de usar una fotografía para la portada. Después de haber prometido a Joyce que no lo volvería a molestar más, tenía mis reservas. Pero todos sus amigos convinieron en que la portada del Time sería de gran ayuda para publicitar aquel libro tan complejo que a buen seguro no atraería al lector medio.

A Sylvia se le ocurrió la única manera de conseguir que Joyce posara para una foto en color. Sabíamos lo supersticioso que era, y lo mucho que se implicaba emocionalmente con sus personajes. «Escríbele una carta —propuso Sylvia— y esta vez firma con tu apellido de casada.»

Resulta que el apellido de mi marido era el mismo que el del héroe del Ulises. Y Joyce sentía debilidad por la señora Bloom. Siguiendo el consejo de Sylvia, mandé la carta… Y rápidamente recibí respuesta afirmativa, justo como ella había vaticinado.