Harry Martinson (1904-1978), que perteneció a la llamada generación de escritores proletarios, fue el primer autodidacta que ingresó en la Academia Sueca. Ganó el Premio Nobel en 1974.
En 1953 publicó Cigarra, un poemario que incluía una serie unitaria e independiente de veintinueve poemas recogidos bajo el título El canto de Doris y Mima, de forma (épica) y temática (ciencia ficción) muy diferentes a las del resto del libro. La crítica acogió positivamente el nuevo libro de Martinson, pero celebró muy en particular la serie sobre Doris y Mima, donde aparece por primera vez la goldondra Aniara.
Tres años más tarde, en 1956, el autor añadió a esos veintinueve poemas otros setenta y cuatro, y publicó los ciento tres cantos resultantes en un libro titulado Aniara.
Aniara es la obra más singular de cuantas escribió Harry Martinson, pero también uno de los poemas más extraordinarios y espectaculares de la literatura del siglo XX.
Y lo es no solo porque el viaje espacial que narra a la manera de las grandes distopías sea, además, un viaje existencial en el que nos reconocemos hoy, más de medio siglo después; ni porque resuenen en sus versos los grandes clásicos suecos o las grandes epopeyas de la literatura universal; ni tampoco por la variedad de géneros y registros que recrea —de la tragedia a la comedia, de la ironía a la franqueza descarnada, de lo épico a lo lírico, de lo ínfimo a lo sublime—; ni por la modernidad estremecedora de sus planteamientos y de su visión del mundo; ni tampoco por la prisión de metro y rima que se mantiene y se desarrolla a lo largo de los ciento tres cantos que componen el relato; ni siquiera por la multiplicidad de niveles simbólicos paralelos, superpuestos, enfrentados, concéntricos, que sustentan un significado denso y no menos múltiple; ni porque recurra a ciencia y poesía como dos vías complementarias de conocimiento; sino además y sobre todo, porque nos transporta, desde la primera línea, a un mundo fantástico enteramente personal y único que cautiva sin remisión al lector de hoy —que se reconoce fácilmente como viajero de la nave espacial Aniara—, igual que cautivó al lector de su época y que, sin duda, cautivará al lector del futuro. Una vez que entramos en Aniara, no queremos ni podemos salir sin saber qué ocurre, sin conocer el destino de los personajes que la habitan, sin conocer el final.
Harry Martinson quería contarnos una historia en la que transmitía algo que él consideraba vital para la Humanidad, una historia ecologista, pacifista, una advertencia para el porvenir. Y eligió para ello el más noble de los géneros narrativos, la épica. Aniara es, en efecto, una epopeya de ciencia ficción. Un viaje espacial versificado principalmente en pentámetros yámbicos, aunque no faltan pentasílabos, endecasílabos, alejandrinos ni versos polimétricos, en una composición estrófica con predominio de la rima, siempre consonante. Es una forma eficaz de transmisión del mensaje que facilita su entendimiento. En sueco. Es decir, en una lengua cuya prosodia distingue cualidades tonales y de cantidad silábica que la aproximan más al griego clásico que a cualquier lengua romance moderna y que a la mayoría de las lenguas actuales.
La versión al español de una obra de la densidad y la complejidad formal de Aniara exige que el traductor, además de utilizar los conocimientos propios de su oficio, elabore un plan, un método que permita dar cuenta tanto de los pasajes más líricos como de los netamente épicos del poema. Sarcasmo y tragedia, ternura y horror.
Para ello el texto tuvo que pasar por varios estados en un proceso lento de depuración y, tras una primera versión parcial escandida y con rima asonante que, por diversos motivos —entre los que se cuenta el de la singularidad de la prosodia sueca arriba mencionada—, se reveló en español mucho menos eficaz que en sueco y, en consecuencia, mucho menos fiel al original, esta traductora tomó la decisión de poner Aniara en prosa.
El camino hacia esa prosa había de pasar por una serie de fases versificadas en las que no habría rima, pero sí una distribución eufónica de cesuras y de sílabas tónicas, un ajuste silábico lo más riguroso posible y un respeto escrupuloso de los recursos literarios y los juegos rítmicos y de musicalidad que utiliza el autor. Esta operación puso de relieve la naturaleza narrativa del poema y dio como resultado este primer canto:
Mi primer encuentro con mi Doris luce
con luz que puede embellecer a la luz misma.
Mas diré sencillamente que el primer
encuentro no menos sencillo con mi Doris
es ya una imagen que todos pueden ver
ante sí, a diario, en las galerías
que llevan refugiados al área de despegue
de emergencia, rumbo al planeta de la tundra,
en estos años en que la Tierra,
radiocontaminada, se dispone a entrar
en tiempo de reposo, calma y cuarentena.
Ella escribe las tarjetas, cinco uñitas brillan
cual luces opacas en la sala umbrosa.
Dice: escriba usted su nombre en esta línea
que ilumina la luz de mi rubia blancura.
Ese texto es un poema porque sus elementos están distribuidos linealmente como si lo fuera. Si unimos esos elementos la traducción no miente. No pierde belleza, sentido, profundidad, ritmo, y gana eficacia desde el punto de vista de la lectura. Por el sencillo procedimiento de unir los versos, de aplicar una suerte de propiedad asociativa de la multiplicación extrapolada al verbo, obtenemos el texto en prosa que aquí se pone a disposición del lector, organizado en párrafos, que equivalen a las estrofas del original:
«Mi primer encuentro con mi Doris luce con luz que puede embellecer a la luz misma. Mas diré sencillamente que el primer encuentro no menos sencillo con mi Doris es ya una imagen que todos pueden ver ante sí a diario en las galerías que llevan refugiados al área de despegue de emergencia hacia el planeta de la tundra, en estos años en que la Tierra, radiocontaminada, se dispone a entrar en tiempo de reposo, calma y cuarentena.
Ella escribe las tarjetas, cinco uñitas brillan opacas en la sala umbrosa. Dice: escriba usted su nombre en esta línea que ilumina la luz de mi rubia blancura.»
Podría pensarse que la complejidad formal que antes mencionaba dimana esencialmente de la forma poética, de la rima y el metro a los que el autor somete la lengua. Es así en parte, pero hay otros rasgos lingüísticos que contribuyen tanto o más a que esta obra reclame el máximo esfuerzo por parte del traductor y la máxima atención por parte del lector.
Aniara es una profecía y Harry Martinson un virtuoso del lenguaje que exprime hasta el extremo y de forma insólita las cualidades prosódicas y morfológicas de su lengua. Es un vate, en sentido virgiliano, que desvela el futuro con sus versos y que, como la Sibila de Cumas en la Eneida, «predice horrendos vaticinios». El vate crea con las palabras un mundo espectacular y sugerente convirtiendo en materia poética el lenguaje científico y técnico de las tarjetas perforadas, las loxodromias y las leyes de la teoría tensorial; pero ahí están, también, los neologismos martinsonianos. Los más sencillos, de raíz grecolatina, como los transpodios o el fotófago; y los sorprendentes, de base escandinava, como las monedas sónicas, que requieren algo más de elaboración por parte del traductor, o el tacis indiferente del tercer veben, que no podemos sino aceptar tal como es. Y como una bocanada de aire fresco en medio de tanto tecnicismo, la lengua de la hermosa tierra de Doris, que ya apenas conocen unos pocos, la lengua impenetrable del hombre sencillo, la lengua que añora Martinson, «el bello dorisburgués».
Esta traductora habría tenido serias dificultades para no perderse en esos parámetros científicos del viaje espacial de la goldondra Aniara sin el sabio asesoramiento, la generosidad y la paciencia de Emilio Alfaro Navarro, Matilde Barón Ayala y Manuel Valle García.
El poeta Juan Carlos Friebe hizo una lectura del poema brillante, inteligente y esclarecedora, como siempre.
Göran Bäckstrand y la Sociedad Harry Martinson han apoyado continuamente mi trabajo y me han facilitado toda la información que he podido necesitar.
Por último, este es uno de esos libros inagotables que no se traducen impunemente y que se viven día y noche con una intensidad rayana en la obsesión. Sin la fuente permanente de inspiración y de aliento que son mis colegas en general y muy en particular María Teresa Gallego Urrutia, Luisa Fernanda Garrido, Isabel García Adánez y Mariano Antolín Rato, este viaje habría sido mucho más penoso.
CARMEN MONTES CANO
Aniara es, podríamos decir, un producto de la imaginación escrito por el tiempo. Y es, por ende y en cierto sentido, una creación anónima. Trata de la esperanza universal, del dolor y la decepción que son propiedad común de todos nosotros, pero también de nuestros intentos de concedernos plazos o de retrasar o diferir procesos implacables con la ayuda de la imaginación.
Aniara trata de todo aquello que no dominamos personalmente aunque formemos parte indisociable de ello. No importa cómo vivamos, nuestra existencia discurre en unos parámetros que, de un modo u otro, nos vienen inexorablemente definidos. Uno de esos parámetros es el biológico. Nacemos, maduramos, envejecemos y morimos. Y ese parámetro alberga él solo toda la dicha y todo el terror. Además, vivimos sujetos a las directrices que el ser humano ha creado junto con la naturaleza: sociales, políticas, religiosas y científicas. Nuestra existencia toda es una serie de tentativas de explicar el mundo dentro de esos parámetros, hasta el límite del enigma o del temor, o de acotarlo y protegernos merced a los símbolos de la introspección, las metamorfosis del instinto.
Que debemos sacar el máximo partido de dicha situación universal es una verdad antigua, o un truismo. Pero nuestro mundo y la imagen que de él tenemos se han ampliado en menos de una centuria en tal medida que incluso las obviedades se tambalean. Aquello que antaño pertenecía al ámbito de lo evidente y asequible se ha expandido hasta coincidir con lo enigmático e inaudito. Pese a todas las directrices protectoras que nos rodean, nos hemos visto arrojados a la infinitud.
El relato de Aniara discurre por distintos planos, en el seno de ilusiones humanas de distintas categorías. La forma está al servicio del relato, de ahí su relativa sencillez. Paralelamente al carácter épico, el relato recorre numerosas formas diversas de conocimiento humano y espacios de conciencia.
Sin embargo, por extraño que parezca, la experiencia ha demostrado que Aniara puede leerse de principio a fin como una narración apasionante sobre un devenir donde realidad e irrealidad se solapan. Nos introduce en un medio que no existe, pero al que nos acostumbramos en el transcurso de la lectura y que pronto acabamos reconociendo de una forma u otra. Se convierte en un medio real, persistente y cautivador, y a la postre insobornable y fiel: como un espejo. Se convierte, digámoslo así, en nuestro medio fatal, el que llevamos dentro como un espacio interior de contenido en el que nuestra conciencia aprehende y distribuye el enigma de la existencia en aquellas categorías en virtud de las cuales devenimos seres humanos. Una de esas categorías es la conciencia de la responsabilidad y la culpa de lo que por nosotros le sucede al mundo. Las numerosas dependencias y salas de la goldondra Aniara son, si así queremos verlas, espacios de categorías espirituales, cámaras actitudinales, círculos de experiencias o simplemente diversos modos de sentir, de pensar y de vivir. Pero todo se halla reunido intramuros de las mismas paredes y, simultáneamente, expuesto y arrojado al vacío, al interior y al exterior. Un denominador común es el deseo y el instinto de convertirlo todo en una representación teatral, de ser al mismo tiempo actor y espectador en un teatro del mundo que se expande paulatinamente hasta extremos inauditos. En un mundo tal se imponen exigencias terribles al arte y a la cultura. Como símbolo de todos los esfuerzos ampliados en ese camino se encuentra la mima, de construcción misteriosa; la gran captadora y restituidora de todo cuanto se va y pasa, de todo lo que sigue irradiando en torrentes pandireccionales hacia el vacío y el olvido. En la entropía, en el desfallecimiento de los valores, la mima reúne una y otra vez en el seno de su espejo todo aquello que se ha ido y no es ya más. Por esa razón representa la Memoria, la nostalgia incurable, la elegía del mundo, pero también la Historia, la culpa.
En virtud de su construcción misteriosa y refinada, la mima siente mucho más y con más intensidad que los hombres. De ahí que su fragilidad, su delicadeza y sus sentimientos de culpa se vean magnificados. Hasta que sucumbe «eclipsada ya su central celular», y se descompone. La mima muere.
Así podría seguir explicando el relato de Aniara, pero el riesgo de intelectualizar los motivos a posteriori es demasiado grande. Recorrer el mismo camino que nos llevó al poema es demasiado aventurado. La visión de los demás es ahí mejor que la del poeta que, por otra parte, solo ha prestado servicio como un médium, como un informador de su propio tiempo, como un mimarob.
HARRY MARTINSON
Mi primer encuentro con mi Doris luce con luz que puede embellecer a la luz misma. Mas diré sencillamente que el primer encuentro no menos sencillo con mi Doris es ya una imagen que todos pueden ver ante sí a diario en las galerías que llevan refugiados al área de despegue de emergencia hacia el planeta de la tundra, en estos años en que la Tierra, radiocontaminada, se dispone a entrar en tiempo de reposo, calma y cuarentena.
Ella escribe las tarjetas, cinco uñitas brillan opacas en la sala umbrosa. Dice: escriba usted su nombre en esta línea que ilumina la luz de mi rubia blancura.
Dice: esta tarjeta debe conservar y si por ventura alguna amenaza de la que en el folio doscientos ocho se indica hiciera tambalearse tierra y tiempo, vendrá aquí y rendirá cuenta cabal, en este espacio, de lo que le inquieta.
A qué zona de Marte desea ir, si a la tundra este u oeste, aquí lo deberá concretar; que todos llevarán consigo un cuenco de tierra no contaminada ahí se debe indicar. Tres pies cúbicos al menos lacraré y, por viajero, la he de reservar.