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Combate entre
Jeffries y Johnson

El New York Herald mandó a London a Reno para cubrir el combate y escribir una crónica al día durante los diez días que le precedieron.

RENO (NEVADA), 23 DE JUNIO. Reno siempre ha sido una ciudad viva, pero en estos momentos está cobrando una creciente efervescencia, mayor de la que nunca haya conocido. Todos los trenes, ya vengan del Este o del Oeste, traen a aficionados, a seguidores de los combates o a los inevitables corresponsales. Es sorprendente. O quizás no, por otra parte. Debe de quedar mucho de sanguinario en la raza anglófona para manifestar tan tremendo interés por este deporte de deportes que ella misma creó y desarrolló hasta adaptarlo hoy a las reglas del marqués de Queensberry, que representan la cristalización de muchas generaciones.

Todo el mundo está llegando a Reno. Uno vuelve a encontrarse aquí, en la metrópolis de Nevada, a todos los hombres que ha conocido en cualquier lugar de la tierra. Están todos aquí: desde los héroes de los viejos tiempos hasta los últimos novatos, desde los aficionados encanecidos y avejentados que recuerdan hechos anteriores a los dolorosos 39 asaltos entre Sullivan y Mitchell en Chantilly (Francia) hasta los jovencitos que se chupaban el dedo cuando Corbett y Fitzsimmons disputaron aquel combate histórico en Carson (Nevada).

En ninguna guerra, en ningún lugar se ha congregado nunca tal número de escritores e ilustradores. No había más de once corresponsales cuando los japoneses enviaron a través del río Yalu a 50000 hombres a las garras de los rusos, que se encontraban en la orilla manchú, ante las murallas de la ciudad de Wiju. Hubo muchos muertos, y se jugaba el destino de grandes imperios y antiguas dinastías, y sin embargo sólo once hombres estaban presentes para contarle al mundo lo que habían visto. Pero hoy, en Reno, el número de corresponsales es diez veces mayor. No están aquí para presenciar ninguna sangrienta batalla ni la muerte de millares de personas. Están aquí para presenciar cómo dos hombres fuertes, robustos y rudos intentan mediante su habilidad e ingenio, su deportividad y su resistencia, no matarse, sino eliminar al contrario en un deporte que propicia al máximo el ejercicio de esas cualidades.

Para el hombre que conoce la vida tal como es, con sus hechos desnudos, y no la vida tal como él supone o sueña que debe ser, hay algo de enorme y básica importancia en el interés mundial por este combate. ¿Por qué luchan los hombres? Por el dinero. Una respuesta clara, pero que no responde a la siguiente pregunta: ¿por qué acuden los hombres a presenciar combates? No para gastar dinero, eso seguro. Hay maneras más fáciles de gastar dinero que viajar hasta Nevada. Quieren ver combates porque aún corre por sus venas la atávica virilidad de Adán. Es un fenómeno humano profundamente significativo. Ningún sociólogo o ético que ignore este hecho puede realizar un verdadero horóscopo de la humanidad.

Hay otra manera de verlo. Los editores de periódicos son hábiles proveedores de la información que el público quiere. Si hubiera sólo unos cuantos hombres que desearan este tipo de información, los editores podrían ser acusados de enorme estupidez por enviar al frente a un grupo tan nutrido y costoso de estrellas del periodismo deportivo. Pero los editores no se equivocan. La cuestión es que el público quiere esta información. La conclusión es que el público, pese a que en innumerables ocasiones asevere lo contrario, está interesado en el boxeo.

Ciertamente, Reno está interesada. Reno, además, está orgullosa. Se considera afortunada. Es una ocasión única en la era moderna para colocarse a sí misma y al estado de Nevada en el mapa. Ninguna obra de arte de prosa, poesía, pintura o escultura podría conseguir esta distinción para Reno. Bueno, es un hecho, y como hecho merece ser contemplado.

Reno consiguió el combate, y está dedicando un gran esfuerzo a alojar, alimentar y entretener al ejército de invitados que le está llegando.

Jack Johnson aún no ha llegado, pero parece como si el resto del mundo estuviera ya aquí. Jeffries está cómodamente instalado en el bello balneario de Moana Springs. Hoy ha disputado un partido de béisbol en el que ha eliminado a nueve jugadores; lanzaba, bateaba, paraba y corría por las bases como un joven cíclope. Ha sido agradable verlo. Hasta tal punto destacaba su sólida masa que otros grandes pesos pesados que jugaban con él, como Corbett y Choynski, parecían pesos medios. Jeffries difiere totalmente de ellos tanto en estampa como en textura. Es un gran oso, pesado y tosco, y físicamente se podría decir de él que es un hombre de los que hacen época.

Jeffries ha sido examinado hoy por Peter Murphy, capaz de emitir el juicio más acertado y exacto sobre la condición física de un hombre. El informe de Murphy ha sido inequívocamente favorable. Más que eso, ha sido entusiasta. Y, sin embargo, hace un año dijeron que Jeffries estaba acabado. Se ha dedicado con seriedad y abnegación a preparar este combate.

Para demostrar que la naturaleza humana es la misma en el mundo entero, ya sea en los camarotes de un barco, en los clubes de costura o en los campos de entrenamiento, Sullivan y Corbett han celebrado hoy su encuentro con una trifulca de dimensiones no nefastas, aunque tampoco insignificantes. Nadie ha resultado herido, y no ha sido necesaria la intervención

de la policía.

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RENO (NEVADA), 24 DE JUNIO. Con su bolsa y su equipaje, sus cachorros1, contrabajos y fonógrafos, Jack Johnson ha descendido hoy del tren en Reno para ser recibido por una multitud tan enorme como la que recibió a Jeff cuando llegó. Parecía inalterable y feliz mientras lo conducían con rapidez hasta el hotel de Rick, pese a que su tren llegaba con tres horas de retraso y era viernes.

Su voz era tan jovial, su apretón de manos tan cálido, su sonrisa tan deslumbrante como la última vez que lo vi, en Australia. Al comentárselo dijo que se encontraba mucho mejor y más fuerte que hace un año y medio en las antípodas. Sus nudosos y macizos músculos asomaban bajo las mangas de la camisa. Al igual que Jeffries, él también es un hombre de grandes proporciones. Pero son tipos completamente diferentes. Bajo todo el aderezo de fuerza combativa, Johnson tiene un temperamento despreocupado, tan ligero y desenvuelto como un niño. Se divierte con facilidad. Vive el momento, y la alegría o la tristeza son estados pasajeros para él. No es capaz de ajustar con seriedad sus acciones a un fin remoto. Aunque acababa de llegar de un irritante viaje en tren marcado por enojosos retrasos, su rostro estaba plácido y tranquilo. No se veía en él rastro de preocupación o angustia, como podría esperarse a causa de los desacuerdos con su apoderado, el brusco cambio de lugar del campo de entrenamiento en el último momento o los paseos en coche interrumpidos por descorteses policías.

Si uno desea comprender bien el combate cuando tenga lugar, no deben acentuarse demasiado las diferencias entre ambos. Dicen que Johnson no puede guardar rencor. Recibe con cordialidad una semana después al hombre que hoy le hace un daño real o supuesto, y eso es así porque vive el momento. Sólo sabe ocuparse del momento, sea este de fiero odio o de alegre amistad.

Posiblemente mis sentimientos hacia ellos ilustren bien esa diferencia. Si Johnson se abalanzara sobre mí acalorado y con toda la intención de atentar contra mi integridad física, siento que todo lo que tendría que hacer sería sonreír y tenderle la mano, que él estrecharía con una sonrisa. Por el contrario, estoy seguro de que si Jeffries se precipitara hacia mí en un ataque de ira, o bien me moriría de terror en ese mismo momento, o bien me mordería las venas y aullaría de pavor como un maniaco.

Quizás la imagen parezca algo exagerada, pero esos son mis sentimientos, y sirven para mostrar las diferencias esenciales entre los caracteres de ambos hombres. Jeff es luchador, Johnson es boxeador. Jeff tiene el temperamento del luchador. La madre naturaleza de Jeff aún tiene los colmillos y las fauces ensangrentados. Es más un miembro de una tribu germánica o un guerrero de hace dos mil años que un hombre civilizado del siglo veinte con la civilizada profesión de calderero, y ha unido esos dos extremos haciéndose pugilista y convirtiéndose en el hombre cuyos golpes inspiran más respeto en todo el mundo.

Pese a su natural primitivo, Jeff es más disciplinado, mucho más disciplinado. Sirva como ejemplo el rígido ajuste de sus acciones a un fin remoto que ha venido realizando desde que hace un año y medio empezara a someterse a un duro entrenamiento que le ha valido su actual condición física. Johnson, dominado por el momento, no podría llevar a cabo tal ajuste. Se le olvidaría todo lo referente a ese año y medio después. Se vería tentado a perseguir fines inmediatos y momentáneos.

Del mismo modo, en el fondo de su corazón, este combate no significa lo mismo para Johnson que para Jeffries. Si Johnson lo pierde, no le preocupará tanto. Si pierde Jeff, casi le romperá el corazón. Bajo esa oscura y sombría seriedad que lo caracteriza hay un orgullo racial del que es bien consciente. Y además está su orgullo como hombre y como vencedor de hombres. Dejando aparte al mundo, se ha prometido a sí mismo ganar este combate, y era esa promesa la que proclamaba al mundo cuando, tras declarar que se negaba a luchar con Johnson hasta saber que podía ganarlo, anunció su certeza y firmó el contrato. De una cosa estoy seguro: ser derrotado en otros diez combates no sería nada para Jeff comparado con una posible derrota en este inminente combate con Johnson.

La errática elección que Jeffries hace de sus horarios de entrenamiento desespera a los aficionados y los reporteros. Corre el rumor de que va a hacer algo a las cuatro de la tarde. Mucho antes de esa hora, los tranvías que llevan a su barrio están abarrotados, pero luego no ocurre nada. Se propaga el rumor de que Jeff se pondrá manos a la obra a la salida del sol.

Los primeros autobuses para Moana Springs van llenos, e incluso antes de que salga el primer autobús una fila de automóviles ha salido ya en esa misma dirección. Pasan las horas. No ocurre nada. Todo el mundo espera, hasta que al final, cansados y hambrientos, regresan a la ciudad en busca de algo para comer, y fíjate, resulta que ha sido ese rato del día el que ha elegido Jeff para trabajar.

Pero quién puede culparle. Son su combate y su entrenamiento, no los suyos; y sabe lo que quiere y cuándo lo quiere mucho mejor que ellos. Y aquí vuelve a manifestarse la diferencia entre el campeón blanco y el negro. Johnson tiene más tendencia a agradar al público. A Jeff le importa un pimiento el público. Falta una semana para el combate, y Jeff sólo recuerda eso. Johnson no puede recordarlo, porque el público está amontonado a su puerta para una exhibición ocasional de capacidad y fuerza. Es el momento, el eterno, tentador e inmediato momento, y Johnson sucumbe.

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RENO (NEVADA), 25 DE JUNIO. Pese a que los reporteros y aficionados creyeron el rumor de que Jeff iba a boxear a las tres de la madrugada y viajaron en vano hasta Moana Springs a esa absurda hora, el propio Jeff prefirió una hora mucho más razonable, las diez de la mañana. Saltó a la comba e hizo sombras al ritmo de muchas canciones que silbaba para sí en vez de jadear en busca de aire, y el saco se balanceaba hacia la izquierda al ritmo de la «Primavera» de Mendelssohn.

Por alguna razón, evidenciaba un notable buen humor y alegría. Ha pasado lo más duro de su largo y terrorífico entrenamiento, y, tras eso, se rinde inevitablemente a la euforia que deriva de un perfecto bienestar. A lo largo de las dos horas de duro entrenamiento de hoy estuvo tremendamente juguetón y despierto, con ganas de broma y risas lúgubres. Uno no se lo imagina nunca riendo de corazón. Está en su naturaleza, en su carácter, sugerir algo lúgubre incluso cuando está en el culmen de la alegría.

Tras la comba, se desnudó y demostró qué magnífico ejemplar de hombre es. Sus piernas eran como columnas, pero no rugosas ni llenas de nudos, sino gruesas columnas de líneas suaves, acordes con la fuerza de líneas suaves que dominaba el conjunto. No hay duda de que en la historia del cuadrilátero no ha habido nunca un peso pesado de proporciones tan armoniosas y simétricas.

Sus muslos son tan impresionantes que recuerdan inevitablemente al histórico guerrero teutón que, cuando apretaba sus muslos, hacía gemir al caballo de guerra que cabalgaba. Sólo un caballo vestido con una armadura de plata y cruzado con acero se le resistiría.

En su vientre, plano como el de un atleta griego, los músculos del torso se extienden, largos y profundos, desde la cintura. Los músculos de su espalda son como masas entrecruzadas, mientras que los de los hombros y los bíceps saltan al menor movimiento de los brazos. Tiene los músculos perfectos. No son rígidos y nudosos como los de los levantadores de peso profesionales, que no se doblan e impiden el movimiento debido a su peso y falta de flexibilidad.

Y eso es algo que los profanos en la materia no entienden. Mientras que los que saben contemplaban y admiraban la forma de Jeff, alguien hizo el ingenuo comentario de que le sorprendía su suavidad y la capa de grasa que lo cubría. Grasa; no hay ni un ápice de grasa en él. Esos suaves montículos, esos pliegues y venosidades son la mejor calidad de músculo que un hombre puede poseer. Uno también podría llamar gordo a un gato porque, al estirarse, sus músculos se revisten de una suavidad aterciopelada. Esto es lo que mejor describe la forma muscular de Jeff en este momento: una suavidad aterciopelada, espléndida, soberbia.

Elija uno de esos suaves cuadrados de Jeff y obsérvelo. De improviso, salta y se estremece, toma forma y se expande, se llena de vida con una energía repentina y desbordante; después se relaja y se desinfla para convertirse en el cuadradito suave que era antes. Así debe ser un músculo. Eso es.

Que conste que Jeff está ya en este momento más que listo para entrar en el cuadrilátero. Lo mejor que puede hacer hasta el cuatro de julio es irse de pesca y practicar un ejercicio moderado. Está más que preparado.

El suelo sobre el que saltaba a la cuerda estaba resbaladizo, y en un momento dado se cayó. Pero la rápida reacción de sus rápidos y flexibles músculos lo salvó. Es un hombre pesado, y caer sobre su rótula le supondría una seria lesión. Usted y yo y la mayoría de la gente nos habríamos lesionado. Pero no Jeffries. Como un rayo, el pie y los músculos de la pierna que había resbalado se flexionaron para recoger el peso del cuerpo que caía y salvaron así la rodilla.

Que Jeff no es bueno estimando las distancias se puso de manifiesto cuando, mientras hacía sombras, falló algunos toques a las narices o mandíbulas de su personal de entrenamiento. Eran puñetazos y crochets fuertes y energéticos, y sin embargo pasaron silbando a no más de media o una pulgada de su objetivo.

Fuera del Rick’s estaba el mismo Arthur Johnson de siempre, entrenando con rapidez y furia con tres de sus sparrings, uno tras otro. No me gustaría ser sparring de Johnson. Kaufman estuvo encantado cuando terminaron sus cuatro asaltos, y Cotton tampoco pareció arrepentirse cuando acabó su turno. Ambos habían recibido una buena paliza, ambos iban sin resuello, se quejaban de la altitud y sangraban profusamente por nariz y boca. Y Johnson, imperturbable, estaba empezando a poner serio al tercero.

Lo único seguro es que el combate del cuatro de julio no va a ser breve, a no ser que alguno aseste un puñetazo afortunado, lo que tiene muy pocas probabilidades de ocurrir. Johnson es tan listo en la defensa que a Jeff le va a llevar un rato dejarlo fuera de combate, mientras que, por el otro lado, Jeff tampoco es torpe en la defensa, y es tan gigantesco que a Johnson le va a costar más de dos puñetazos, y más de cuarenta, derribarlo. Quienquiera que gane va a tener que esforzarse mucho.

Hoy hemos visto al mismo Jack Johnson de hace un año y medio; si acaso, más fuerte y en mejor forma que en el combate de Sídney. Tenía su repertorio completo de trucos ya habituales: la eterna inteligencia en la defensa, el conocido truco de dejar que su oponente le golpee repetidamente en el estómago descubierto, lo de estar en las nubes y de repente despertarse para arremeter con furia durante tres o cuatro segundos, aquello de poner la mano sobre el bíceps del oponente para parar un golpe, lo de sonreír a la cámara durante el abrazo y la vieja mueca extática hacia el público o lo de hacer comentarios jocosos mientras le atiza a su oponente o bloquea y resiste un violento ataque.

Johnson parecía no haber tenido problemas con la altitud. Más allá del profuso sudor bajo el cálido sol, no había signos de sobreesfuerzo. Cuando Kaufman hizo de sparring, se dedicó casi por completo a castigarle el estómago a Johnson. Quizás fuera un anticipo del terrible correctivo que tendrá que recibir de Jeff.

No se equivoque: el combate del cuatro de julio va a ser grande. Sólo hay dos pesos pesados que sean los mejores, y son Jeff y Johnson.

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RENO (NEVADA), 26 DE JUNIO. Al considerar los méritos de los dos grandes hombres que deben competir de aquí a una semana, tenemos que recordar que ninguno de ellos se ha visto nunca obligado a probar su resistencia. Si exceptuamos un puñetazo afortunado en los primeros asaltos, la resistencia desempeñará un importante papel en determinar cuál de los dos es el mejor. Y por resistencia entendemos no sólo la capacidad de asimilar el castigo, sino también la capacidad de administrarlo y seguir administrándolo.

La cuestión de la resistencia merece un análisis. Los hombres no son todos iguales. Los cuerpos y músculos de algunos se aferran ínfimamente a la vida. Otros aparentan ser incapaces de matar. Un hombre puede caminar setenta y cinco millas en un día, y al día siguiente caminar otras tantas. Otro hombre se derrumbará al final de una caminata de veinte millas y estará hecho polvo durante una semana. Y, sin embargo, el organismo de ambos está sano, tienen el mismo tamaño, el mismo peso, y tendrían las mismas oportunidades de pasar con éxito un chequeo para un seguro de vida. Entonces, ¿qué los diferencia? En las fibras de uno reside un primitivo vigor y una capacidad de esfuerzo de los que el otro carece. Sus músculos pueden parecerse, pero la calidad protoplasmática generadora de energía difiere.

Tomemos a un levantador de pesas profesional. Puede que la báscula llegue a los ochenta kilos. Puede levantar cien kilos con una mano. Otro hombre que pesa lo mismo no puede levantar ni cincuenta kilos. Está tan sano como el otro, pero no puede hacerlo. Puede entrenar y ejercitarse durante cinco años, o diez, y sin embargo ser incapaz de levantar cien kilos con una mano. Y la voluntad no tiene nada que ver con ello. Puede tener diez veces más fuerza de voluntad que el otro, pero la fuerza de voluntad no sirve para levantar cien kilos. Le falta la calidad muscular: eso es todo.

Ese vigor protoplasmático es una herencia primitiva, pero es bueno tenerlo, sea uno boxeador o no. Fue al describir el combate en Colma contra Jimmy Britt cuando advertí que Battling Nelson poseía esa calidad muscular. Lo llamé monstruo abisal, y nunca me lo perdonó. Pero para mí era un cumplido.

De dos boxeadores iguales entre sí, con el mismo entrenamiento, con órganos iguales, igual deportividad e igual fuerza de voluntad, uno alcanzará su límite a los cinco o diez asaltos; el otro, aunque luche con la misma seriedad, será capaz de durar treinta o cuarenta asaltos, o incluso cincuenta. Esa era la peculiaridad que Battling Nelson poseía hasta límites insospechados. Jimmy Britt no. Podía eliminar a Nelson, pero no podía pelear tanto como él. En el combate de Colma Nelson no lo noqueó. Fue mero agotamiento. Britt había llegado a su límite. No podía moverse más. Perdió el combate porque su esfuerzo le noqueó.

Corbett carecía de esa brutalidad abismal casi por completo. Choynski poseía mucha más, al igual que Sharkey y Fitzsimmons. Pero cuando se trata de Jeffries y Johnson no hay límite en absoluto para ellos. Nunca se han visto en la necesidad de demostrarlo. Ninguno de ellos sabe si la posee. Ninguno de ellos se ha visto nunca envuelto en un combate largo y exigente, dando y recibiendo asalto tras asalto, consumiendo energía a enorme velocidad y sin dejar de propinar furiosos golpes, sin parar.

De los dos, Jeffries ha reflexionado más sobre sí mismo, se ha estudiado más y ha creído poseerla. La ha llamado reserva de energía, una especie de segundo resuello que no depende de los pulmones, sino que reside en los propios músculos. Pero del dicho al hecho va mucho trecho, y él aún tiene que demostrarlo. Sin embargo, yo tengo la intuición de que lo posee. Además, podría verse llamado a demostrarlo el día cuatro.

Nadie sabe tampoco si Johnson posee esa brutalidad abisal o carece de ella. Johnson no se conoce a sí mismo. Nunca ha tenido la oportunidad de averiguarlo. No es una cuestión de cobardía o de fuerza de voluntad. No importa hasta qué punto posea vigor protoplasmático: no servirá de nada si resulta ser un cobarde. Por otro lado, nunca ha mostrado indicios de tal cosa, aunque debemos añadir que nunca ha participado en un combate que le forzara a probarlo.

Hay una cualidad en la que Johnson lleva ventaja sobre Jeffries, y es la relajación. Jeffries, aunque es tranquilo y tozudo, siempre está más tenso. La tensión de los músculos consume energía. El boxeo exige el uso de todos los músculos, y cinco minutos de tensión innecesaria por cada treinta de lucha supone un serio consumo de energía.

Esa es una de las grandes ventajas de Johnson. Dispone de la capacidad de relajarse casi por completo. Sus arremetidas más fieras siempre preceden a intervalos de reposo. En un abrazo, si no está golpeando, descansa. Por eso lo conocen como el boxeador perezoso. Y parece relajarse mentalmente tanto como físicamente. Parece dejar de pensar e incluso de percibir, y durante los abrazos entra en una especie de trance. Lucha como si tuviera los pies planos, lo que evita la tensión de las piernas. Es mucho menos cansado andar como si tuvieras los pies planos que ir dando saltos y mantener el equilibrio con los músculos tensos de caderas para abajo.

Lo único seguro es que dentro de una semana Johnson tendrá que disputar el combate de su vida. Jamás, en toda su carrera, se ha enfrentado a un oponente tan formidable. En cuanto a Jeffries, queda por ver si Johnson es capaz de obligarle a disputar el combate de su vida.

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