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traducción de
JULIA OSUNA

CÓMO SOBREVIVIR CON 36.000 $ AL AÑO

—Tiene que empezar a ahorrar —me previno hace unos días el Joven con Futuro—. A usted le parecerá estupendo vivir al día, pero como siga así acabará en el hospicio.

Me aburría, pero, como sabía que de todas formas me lo iba a decir, le pregunté qué debía hacer.

—Es muy sencillo —contestó impaciente—, solo tiene que abrirse un fondo fiduciario del que no pueda sacar dinero cuando le venga en gana.

No era la primera vez que me lo decían. Es el sistema número 999. Ya probé el sistema número 1 en los primerísimos compases de mi carrera literaria, hace cuatro años. Un mes antes de casarme fui a ver a un corredor para que me aconsejara dónde invertir un dinero.

—Son solo mil —admití—, pero tengo la sensación de que debo empezar a ahorrar cuanto antes.

Caviló.

—Los bonos Liberty no son para usted. Es demasiado fácil canjearlos por dinero contante. Lo que usted necesita es una buena inversión, conservadora, como tiene que ser, y, además, en algo de lo que no pueda estar retirándola cada dos por tres.

Al final escogió para mí un bono a un interés del siete por ciento que no cotizaba en bolsa, le confié mis mil dólares, y así fue como ese mismo día comenzó mi cruzada para amasar capital.

También ese mismo día terminó.

LA RELIQUIA QUE NADIE QUERÍA COMPRAR

Mi mujer y yo nos casamos en Nueva York en la primavera de 1920, durante la época en que los precios alcanzaron las cotas más altas que jamás haya conocido la humanidad. A la luz de los acontecimientos posteriores parece apropiado que nuestra andadura empezase en ese preciso momento histórico. Acababa de recibir un cheque importante del cine y me sentía un tanto condescendiente con los millonarios que recorrían la Quinta Avenida en sus limusinas: y es que a mis ingresos les había dado por duplicarse cada mes, como en este caso. Llevaban varios meses así (en agosto del año anterior solo había ganado 35 dólares, mientras que aquel mes de abril iba ya por los 3.000), y todo apuntaba a que seguirían siempre la misma tónica; al cabo del año alcanzarían el medio millón. Desde luego, tal y como estaban las cosas ahorrar parecía una pérdida de tiempo. Resolvimos, pues, mudarnos al hotel más caro de Nueva York con la intención de esperar allí sentados a acumular un dinerito para irnos de viaje al extranjero.

Para no alargarme diré que no llevábamos ni tres meses casados cuando un día descubro para mi horror que no me queda ni un dólar en el mundo mundial y al día siguiente hay que pagar la factura semanal del hotel, por un valor de 200 dólares.

Me acuerdo de los sentimientos encontrados que experimenté al salir del banco tras oír las nuevas.

—¿Qué pasa? —me preguntó mi mujer, angustiada, cuando me reuní con ella en la acera—. Tienes mala cara.

—No tengo mala cara —contesté alegremente—. Tengo cara de sorpresa, eso es todo. No nos queda dinero.

—No nos queda dinero —repitió con calma, y echamos a andar por la avenida en una especie de trance—. Bueno, pues vámonos a ver una peli —sugirió jovial.

Todo resultó tan apacible que no me vine abajo ni por un momento. El cajero ni siquiera me había puesto cara de reproche. Había entrado y le había preguntado: «¿Cuánto dinero tengo?». Y él había consultado un mamotreto de libro y me había contestado: «Nada».

Eso había sido todo. No hubo ni malas palabras ni desaires. Y yo sabía que no había de qué preocuparse. Me había convertido en un escritor de éxito, y cuando los escritores de éxito se quedan sin dinero lo único que tienen que hacer es tirar de chequera. Yo no era pobre; a mí no me la daban. La pobreza suponía estar deprimido, vivir en un cuartucho de un barrio perdido y comer del asador de pollos de la esquina, mientras que yo… ¡anda ya, era imposible que yo fuese pobre: vivía en el mejor hotel de Nueva York!

Mi primer impulso fue vender mi única posesión: mi bono de 1.000 $. Fue la primera de las muchas veces que lo intenté; en todas las crisis financieras lo desempolvo y me lo llevo esperanzado al banco, dando por hecho que, puesto que nunca deja de generar el interés que tiene que generar, cuando menos habrá adquirido un valor tangible. Sin embargo, como nunca he logrado venderlo, con el tiempo ha adquirido el cariz sagrado de una reliquia familiar. Mi mujer siempre se refiere a él como «tu bono», y una vez lo devolvieron en las oficinas del metro ¡después de habérmelo dejado sin querer en el asiento de un vagón!

Esta crisis en particular pasó a la mañana siguiente, cuando la revelación de que los editores a veces conceden anticipos por los derechos me hizo ir corriendo a ver al mío. La única lección que aprendí, por lo tanto, fue que en general acababa sacando dinero de algún sitio cuando lo necesitaba y, en el peor de los casos, siempre podía pedirle prestado a alguien: una lección que haría que Benjamin Franklin se revolviese en su tumba.

Durante los tres primeros años de casados ingresamos una media anual de algo más de 20.000 dólares. Nos permitimos ciertos lujos, como una criatura y un viaje a Europa, y el dinero parecía llegar cada vez con más y más facilidad y menos y menos esfuerzo, hasta que tuvimos la impresión de que, con cierto margen para imprevistos, podíamos empezar a ahorrar.

PLANES

Dejamos atrás el Medio Oeste y nos mudamos al Este, a un pueblo a unas quince millas de Nueva York donde nos alquilamos una casa por 300 $ al mes. Contratamos a una niñera por 90 $ al mes, a un matrimonio —que hacía las veces de mayordomo, chófer, jardinero, cocinera, ama de llaves y doncella— por 160 $ al mes y a una lavandera que venía dos veces a la semana por 36 $ al mes. Aquel año de 1923, nos dijimos, iba a ser nuestro año del ahorro. Íbamos a ganar 24.000 $ al año y viviríamos con 18.000 $, lo que nos dejaba un excedente de 6.000 $ que canjearíamos por seguridad y estabilidad para nuestra vejez. Por fin íbamos a prosperar.

Bueno, pues, como todo el mundo sabe, cuando uno quiere prosperar lo primero que hace es comprarse un libro de contabilidad y poner en la cubierta su nombre en mayúsculas. De modo que mi mujer compró un libro, y cada recibo que entraba en casa quedaba minuciosamente registrado para que pudiésemos supervisar nuestros gastos básicos y recortarlos hasta casi nada… o, como mucho, a 1.500 $ al mes.

Sin embargo, no habíamos contado con nuestro pueblo. Era uno de esos pueblecitos que están surgiendo por los cuatro costados de Nueva York, y que se construyen pensando única y exclusivamente en aquellos que han hecho dinero de la noche a la mañana pero que nunca antes en su vida lo habían tenido.

Mi mujer y yo, ni que decir tiene, pertenecemos a esa clase de los nuevos ricos; o, lo que es lo mismo, hace cinco años estábamos sin blanca y lo que ahora tenemos a bien derrochar nos habría parecido por aquel entonces de ricos riquísimos. En ocasiones sospecho que somos los únicos nuevos ricos del país, que de hecho somos esa pareja a la que están dirigidos todos los artículos sobre los nuevos ricos.

Ahora bien, cuando uno habla de «nuevo rico» se imagina a un hombre corpulento de mediana edad que tiene por costumbre quitarse el cuello postizo en las recepciones formales y pasarse el día remojándose en agua caliente con su ambiciosa esposa y las amigas aristócratas de esta. Como miembro de la clase de los nuevos ricos les aseguro que esta imagen es una calumnia pura y dura. Yo, por ejemplo, soy un joven afable de veintisiete años algo desmejorado, y de momento la corpulencia que haya desarrollado o no es un asunto estrictamente confidencial entre mi sastre y yo. Una vez comimos con un noble de pura cepa, pero ambos estábamos demasiado asustados para despojarnos de los cuellos o tan siquiera pedir una mísera ternera en conserva con col. Sea como sea, el caso es que vivimos en un pueblo pensado para que el dinero no salga de la circulación.

Cuando llegamos, hace un año, en total eran siete los comerciantes dedicados al abastecimiento de comida: tres abaceros, tres carniceros y un pescadero. Pero cuando en los círculos de suministros de comida se corrió la voz de que el pueblo se estaba llenando de recién enriquecidos tan rápido como era posible construirles casas, se desató un aluvión de carniceros, abaceros, pescaderos y charcuteros. A diario llegaban en trenes abarrotados, letrero y balanza en mano, dispuestos a plantar su reclamo y rodearlo de serrín. Era como la fiebre del oro del 49 o la gran bonanza de la década de los setenta1. Ciudades más antiguas y grandes se vieron despojadas de sus comercios. En cuestión de un año dieciocho minoristas abrieron sus tiendas en nuestra calle mayor, y todos los días se los podía ver apostados a las puertas de sus negocios con sonrisas seductoras y engañosas.

Como es natural, con la de tiempo que llevábamos sufriendo la usura de los siete proveedores de comida que teníamos, todos nos arrojamos a los brazos de los nuevos, quienes pregonaron mediante grandes carteles numéricos en sus escaparates que prácticamente pretendían regalar la comida. Sin embargo, en cuanto mordimos el cebo los precios empezaron a subir de forma alarmante, hasta el punto de que nos vimos corriendo como ratoncillos asustados de un nuevo establecimiento a otro en busca únicamente de justicia, una búsqueda en vano.

GRANDES ESPERANZAS