El controvertido Shintaro Ishihara, gobernador de la provincia de Tokio hasta el año 2012, saltó a la luz pública en 1955 con la aparición de La estación del sol, ganadora ese mismo año del prestigioso premio Akutagawa. Muy lejos quedaban aún sus polémicas, diatribas, responsabilidades políticas, etc., pero ya entonces plantó la semilla de lo que estaba por venir.
Nada más publicarse, la obra trascendió los limites del fenómeno literario para convertirse en uno sociológico. Los jóvenes se lanzaron en masa a la búsqueda de la revista Bungakukai donde se publicó por primera vez, para leer un libro en el que se sentían reflejados y veían plasmados sus anhelos de una manera acorde a los tiempos que vivían. Más adelante, se imprimiría como volumen independiente hasta alcanzar la nada desdeñable cifra de trescientos mil ejemplares vendidos.
¿Por qué semejante éxito? ¿En qué contexto se produjo ese fenómeno que llevó a los jóvenes a peinarse y vestirse como el autor, a producir películas que pronto se convirtieron en saga, casi en un género propio, después de que la obra se adaptara al cine en 1956 con Yujiro Ishihara, hermano del autor, y él propio Shintaro como actores secundarios catapultándoles así a la fama? ¿Por qué los padres de esos jóvenes fascinados por una nueva estética, por una concepción del mundo antagónica, se negaban de plano a que sus hijos se descarrilan arrastrados por aquella pésima influencia?
Solo unas pinceladas para acercar el contexto de aquella década de los cincuenta en el Japón de posguerra.
La élite literaria del país producía obras en las que los jóvenes no se veían reflejados. De algún modo, la literatura se encontraba en una encrucijada arrastrada por poderosas razones: el impacto de la guerra, una concepción de la narrativa heredada de un mundo desaparecido, la perplejidad ante uno nuevo surgido tras el advenimiento de la paz, la escasez material, el vacío moral, el fin de la ocupación en 1951, la influencia de la cultura norteamericana…
Shintaro Ishihara fue el primero en dar voz a esa juventud ansiosa de algo nuevo, en romper los angostos límites de la novela del yo centrada en la cosmovisión y experiencias personales del autor, aderezada con elementos afines al gusto y la estética japonesa.1 La estación del sol fue una ruptura brillante, audaz, novedosa. No solo por las extrañas costumbres juveniles que describía, sino por el posicionamiento de sus protagonistas frente al mundo adulto y su moral. En realidad, esos jóvenes nihilistas no se rebelaban contra la moral establecida, sino que la despreciaban como una tontería. Su actitud ante la vida no estaba soportada por ideología alguna. Si se alejaban de sus padres, lo hacían guiados por sus instintos, por sus propios criterios fundamentalmente de orden práctico. Esos jóvenes que amenazaban con acabar con las buenas costumbres japonesas, no habían aparecido nunca antes en una novela. Sencillamente, eran invisibles. Ishihara no solo los sacó a la luz, sino que les hizo expresarse con un lenguaje seco, con una sensibilidad desconocida. Su desinhibición era consecuencia directa de su ansia por disfrutar aquí y ahora, sin pensar en el día de mañana, aunque como señalaba Marcel Giuglaris, en su introducción a la edición francesa de 19582 (resumida, cortada y reorganizada hasta hacer irreconocible el texto): «la juventud japonesa de los cincuenta es fundamentalmente pobre, con un 80% de estudiantes que trabajan para costearse sus estudios. En contadas ocasiones se da el caso de que uno de ellos tenga un coche propio, un apartamento donde vivir independiente y, mucho menos, un barco. Un estudiante japonés de veinte años no tiene nada de James Dean. Al exagerar a sus personajes, Ishihara le ha hecho el juego a los padres (…)».
La novela no pasó inadvertida a nadie. A la crítica literaria, en cambio, sí se le pasó por alto señalar el cambio de rumbo que marcó. Más bien se perdió en discusiones de teoría literaria, debates esotéricos (valga la exageración) que el público ni entendía ni atendía. En el lado contrario, obra y autor se convirtieron muy pronto en objeto de atención de la prensa. El suplemento semanal del Asahi Shinbun, el principal periódico del país, dedicó un extenso reportaje al fenómeno Ishihara que inmediatamente despertó el interés de todos los demás diarios, revistas y estaciones de radio a lo largo y ancho del país. Era la primera vez que un periódico dedicaba atención a un autor novel casi desconocido que, para más señas, aún no había terminado sus estudios en la universidad de Hitosubashi. Hubo incluso un periodista que inventó un neologismo para definir a esa nueva juventud que asomaba la cabeza: Taiyozoku (), algo así como la «tribu del sol».
Para saborear mejor la atmósfera creada por el fenómeno Ishihara, merece la pena destacar alguna de las críticas que recibió la obra:
Describe a la perfección, casi hasta la nausea, a esos jóvenes urbanos de cuerpos fornidos y caras ausentes que solo expresan un aturdimiento sin remedio (…) Puede que la base de la novela sea el Hard-boiled,3 pero eso no le resta un ápice de interés.
KENICHI YOSHIDA
El sabor de boca que deja su lectura no es muy agradable. Sin embargo, el autor describe hábil y sorprendentemente a esa juventud perdida tan abundante en nuestros días. No nos queda más remedio que admitir su radical novedad.
YASUSHI INOUE
Considero a Ishihara un gran descubrimiento en el panorama literario actual. Si mantiene el nivel en sus próximas obras, pronto se ganará un puesto de honor entre los autores de estos últimos años.
TADASHI ITOO
En el jurado que eligió La estación del sol merecedora del premio Akutagawa, se produjo también una notable división de opiniones. Escritores destacados como Yasushi Inoue o Tatsuzo Ishikawa (autor de Soldados vivos, obra fundamental y valiente que le valió la cárcel durante la guerra) votaron a favor, mientras que otros como Haruo Sato (muy del gusto de Haruki Murakami, según confiesa en su novela Baila, baila, baila), votaron en contra espantados ante la nueva ola que se les venía encima.4
De los cuatro relatos que componen este volumen, La clase gris fue el primero en publicarse en la revista Hito bashi, muy circunscrita a ambientes literarios. Es una amalgama de todo lo que el autor sentía necesidad de contar, una historia en tensión constante, repleta de acontecimientos e ideas que Ishihara iría puliendo hasta sublimar en La estación del sol. Miyashita, uno de los personajes que bullen por La clase gris, intenta suicidarse en tres ocasiones. Las dos primeras afronta el suicidio con una altivez e inconsciencia propia de la juventud escéptica a la que pertenece, pero a la tercera, cuando la muerte le muestra su verdadero rostro, su actitud cambia radicalmente. Él, mejor que ningún otro, simboliza esa persecución del vacío de la vida a través de la muerte que tanto se repite en los cuatro relatos del libro.
En cuanto a La cámara de torturas, señalar únicamente que es el relato del que más satisfecho se siente su autor y uno de los más elogiados por la crítica. En él los personajes llevan al extremo su afán por actuar sin medir las consecuencias, totalmente ajenos e indiferentes a lo que es correcto o no.
En El barco y el chico, Ishihara se recrea en una de sus pasiones: el mar y la navegación. Se trata, como señalaba el fallecido Okuno Takeo, crítico literario y catedrático honorífico en la Universidad de Arte de Tama, en su introducción a la edición de 1957, «de un anhelo romántico del mar, de las mujeres, del retorno al seno materno simbolizado por un barco que, como un corcel mitológico de color blanco, se desliza veloz sobre la superficie de un mar henchido de belleza misteriosa. (…) Shintaro Ishihara escribió esta obra en una época en apariencia apacible, sin guerras ni revoluciones, sin embargo describe situaciones límite que se producen siempre en el entorno de los deportes. Los relatos son el resultado de un esfuerzo desesperado por encontrar algo verdadero en el punto donde se cruzan el sexo y la muerte».
Japón, un país dinámico, innovador y vanguardista profundamente enraizado en la herencia de su civilización milenaria, ha cambiado mucho desde los años cincuenta. La estación del sol describe una época de transformación esencial para comprender el país que existe hoy en día.
FERNANDO CORDOBÉS
1. El apogeo de la llamada novela del yo se produjo en la era Taisho (1912 - 1926). Entre sus representantes más destacados cabe citar a Shiga Naoya (1883 - 1971), con obras como Muerte en una noche oscura, no traducida al español y Osamu Dazai (1909 - 1948), con El ocaso (Txalaparta, Tafalla 2004) o Indigno de ser humano (Sajalín, Barcelona 2010)
2. La saison du soleil, Juliard, Paris 1958, traducida por Kuni Matsuo.
3. Subgénero de la novela negra en el que intervienen elementos de extrema violencia, lascivia, asesinatos, sexo…
4. Yasushi Inoue (1907 - 1991) autor de La escopeta de Caza (Anagrama, Barcelona, 1990). Tatzuzo Ishikawa (1905 - 1985), autor de la citada Soldados vivos (no traducida al español). Haruo Sato (1892 - 1964), autor, entre otras obras, de La ciudad bella (no traducida al español).
Los sentimientos que Tatsuya albergaba hacia Eiko eran parecidos a la fascinación que sentía por el boxeo. La joven le procuraba esa especie de placer entreverado de pasmos que solo conocen los boxeadores cuando están a punto de ser abatidos en una esquina del ring, cuando forcejean para defenderse de una serie del adversario.
Tatsuya apreciaba el goce y la franca alegría que sentía en el momento de recuperar el vigor, cuando rectificaba sus pasos después de que le hubieran golpeado. Lo mismo sentía entre asaltos, en ese minuto de descanso y espera al sonido de la campana, cuando el entrenador le masajeaba los hombros susurrándole algunos consejos. En realidad no prestaba atención a sus palabras. En lugar de eso, sentado en la esquina opuesta del cuadrilátero, fulminaba a su adversario con una terrible mirada dominado por el impulso de abalanzarse contra él en el nuevo asalto, sin dejarse vencer por la impaciencia en ese instante en el que se dispone de algo de tiempo para tantear al enemigo. Solo entonces, Tatsuya se sentía de verdad él mismo. Satisfecho, esperaba ese placer que le hacía sonreír. Acechaba a su rival, que también aprovechaba para rumiar su plan de ataque. Esa buena predisposición suya en el momento crucial, le granjeó una reputación de combatiente excepcional. Pero los espectadores tomaban por intrepidez lo que en realidad era pura y simple emoción. Quizá por eso, Tatsuya no llegó a acostumbrarse de verdad al combate. A pesar de sus mañas, nunca llegó a tener la sangre fría, aunque al menos siempre fue un entusiasta del boxeo.
Le gustaban todos los deportes, pero solo el boxeo le parecía rico en belleza y sensaciones. Su considerable estatura, su agilidad, le predisponían más al baloncesto. De hecho, formó parte de un club durante un año, pero era una molestia para el equipo. En los partidos se apoderaba de la pelota, driblaba, regateaba por toda la cancha y odiaba pasar. Sus compañeros se quejaban. Un día que asistió a un partido internacional, aplaudió a un jugador extranjero que agarraba la pelota con una mano y ridiculizaba a los encolerizados jugadores japoneses. El jugador se movía de un modo muy natural, se hacía el inocente aunque, en realidad, se divertía con ellos. Enseguida trató de imitarle, con el único resultado de que le reprocharan ese individualismo que arruinaba el trabajo en equipo.
Fue durante el primer trimestre de su segundo año de instituto cuando se puso por primera vez unos guantes de boxeo. Un mediodía que no tenía clase, fue al gimnasio a reclamar una deuda de mah-jong a su amigo Eda, el mánager del club. Aún no era la hora del entrenamiento y la sala estaba desierta. Tan solo había unos cuantos miembros del club, entre los que había algunos luchadores universitarios, que hacían ejercicios para calentar. Contempló los sacos de arena, los punching-balls, las botas colgadas de la pared. Encima de un armario había una calavera dibujada. Le hizo gracia. El gimnasio estaba limpio, silencioso, seco. Sin embargo, se le antojaba un matadero sangriento.
Detrás del ring, Sahara, que se había escaqueado de la clase de inglés, practicaba shadow boxing1. Llevaba una sudadera azul oscuro con el emblema del instituto cosido a la altura del pecho. Con el gesto serio, lanzaba golpes a diestra y siniestra, flexionando la cadera en cada golpe. Sus brazos y piernas se agitaban como los de una marioneta. De tanto en cuanto, soltaba un gancho imprevisto… Su aspecto resultaba de lo más singular, en absoluto ridículo.
Tatsuya sabía que Sahara, a pesar de su escasa estatura, tenía una fuerza sorprendente. El otoño anterior, después de un campeonato interescolar, se vieron metidos en un buen follón en el campo de béisbol. A un trabajador, antiguo alumno de la escuela rival, se le ocurrió criticar la mala conducta de los estudiantes, quienes, enardecidos por los efectos del alcohol, empezaron a incordiarle. El hombre se sintió violentado y para tratar de huir, le dio un empujón a uno de ellos. Fue entonces cuando Sahara se plantó delante sin decir una palabra. De improviso le soltó un gancho de izquierda en la boca del estómago. El hombre se dobló de dolor y Sahara aprovechó para soltarle otro en plena cara. El pobre infeliz cayó de espaldas como si hubiera dado un salto. Al derribarle con tanta facilidad, la diversión acabó pronto, pero aquella victoria por K. O. sirvió para que todos reconocieran en él a un miembro de pleno derecho del club de boxeo.
En cuanto vio a Tatsuya, Sahara le sonrió mostrando sus dientes blancos. Tatsuya se acordó de una mañana durante las vacaciones de primavera, mientras paseaba al perro por la playa cubierta por la bruma de la mañana. Un hombre apareció de la nada delante de él. Llevaba un chándal de color rojo, el cuello envuelto en una toalla grande. Corría mientras practicaba shadow boxing. Era un hawaiano famoso, campeón del mundo en sus horas bajas que la semana siguiente debía defender su título contra un luchador japonés, quien, según todos los pronósticos, le vencería. Al cruzarse en aquella playa desierta, le dedicó una sonrisa igual que la de Sahara. También él le sonrió. El campeón continuó hasta el borde del mar sin dejar de correr en ningún momento. Después regresó. Tatsuya juntó las manos por encima de la cabeza como había visto en las películas americanas:
—Good luck!
El hombre le dio las gracias antes de desaparecer entre la bruma.
«Derrotado o no», se dijo Tatsuya satisfecho por su gesto, «se acordará del japonés con el que se cruzó en la bruma de la mañana». Hasta ese mismo momento había sido admirador de su contrincante japonés, pero cambió de parecer. Le conmovió la soledad del luchador que, a pesar de esa aparente aura de gloria que le rodeaba, se sometía a la severa disciplina del entrenamiento. Curiosamente, sentía por Sahara la misma admiración que por el hawaiano.
En la habitación contigua, Eda jugaba al póquer con tres amigos. En cuanto vio a Tatsuya, dijo:
—¡Eh, hola! ¿Qué te trae por aquí?
—No tenía nada que hacer… Vengo a pedirte que me devuelvas el dinero que me debes.
—¡Qué fastidio este tipo! Anda, deja eso ahora y siéntate con nosotros a echar una partidita… ¿Se te da bien jugar, verdad?
Tatsuya ocupó una silla y alcanzó sus cartas. Le gustaba el juego, pero en el mismo momento en que adquiría soltura perdía el interés. El póquer solo le proporcionaba placer cuando se enfrentaba a adversarios de altura, superiores a él. Los demás le aburrían. Estaba convencido de que la certeza de ganar solo satisfacía a los mediocres. Un juego en el que no se arriesgaba nada no era un verdadero juego.
El gimnasio se fue llenando poco a poco. A medida que llegaban, los estudiantes se desvestían. Algunos lanzaban una mirada furtiva a los jugadores y se alejaban entre bromas. Tatsuya ganaba, como de costumbre, pero el ambiente le distraía. De pronto, le inquietó la posibilidad de ganar en un club al que no pertenecía.
—Si entrase al club —dijo—, ¿en qué categoría lo haría?
—¿Categoría de qué?
—¡De boxeo, de qué si no!
—Después de entrenar y adelgazar podrías ser peso pluma—le dijo uno de los chicos dándole unos golpes en la espalda.
—Podría probar.
—¡Pero tú eres jugador de baloncesto!
—Sí, pero no me va. El baloncesto no está hecho para mí.
La partida terminó y todos fueron a prepararse. Sahara discutía con Eda. Tatsuya le dijo que tenía un asunto que tratar con él.
—Por cierto —aprovechó para decirle—, ¿crees que podría pelear en un combate?
—¡Ni lo sueñes! No me puedo hacer responsable si resultas herido. El boxeo no es como el baloncesto, donde uno se pone a hacer monerías con un pantalón sexy.
—¡Qué más da! Solo un asalto. No te voy a causar molestias.
—¿De qué habláis? —preguntó Sahara.
—Este cretino quiere ponerse de sparring partner. ¿Te das cuenta de lo que dice? Jamás ha tocado unos guantes. Imagina que resulta herido. ¡Qué responsabilidad!
—¡Oye, que no soy una bailarina! —interrumpió Tatsuya—. Estoy fuerte gracias al baloncesto. Dejadme entrar, no haré tonterías. Mira Eda, si me das permiso para probar, te perdonaré todas tus deudas, las de ahora y las del otro día.
—Déjale —dijo Sahara—. Boxeará conmigo.
—No quiero saber nada, ¿de acuerdo? —les advirtió Eda—. Hoy no está el jefe, pero si se entera se va a liar.
Tatsuya se rio mientras le vendaban las manos.
—¿De qué te ríes, imbécil?
—Por las vendas. Quedan muy chulas.
—No digas tonterías. Te aconsejo que no te dejes pegar como un pelele. Recuerda que si te hacen daño nosotros no nos hacemos cargo. Anda, ponte esto.
—¿Qué? ¿Un chándal? De eso nada, es deplorable. Dame un pantalón corto, es más elegante.
—¿Ya has terminado con tus payasadas? Esto no es un partido de baloncesto, ¿sabes? Toma, anda, ve a calentar un poco.
Los guantes eran más grandes de lo que imaginaba. Se acercó al centro del gimnasio. Mitsuda saltaba a la cuerda.
—Tatsuya, ¿qué haces?
—¡Me juego el título de peso pluma con Sahara!
Golpeó con todas sus fuerzas el saco de arena. Era más duro y pesado de lo que nunca habría pensado. Sintió un escalofrío.
Los curiosos se arremolinaron alrededor del ring. Sus movimientos de cintura parecían más adecuados para los driblajes del baloncesto que para el combate.
—¡Dale, señor Basket! —gritó alguien, provocando la carcajada general.
Eda insistió en que se pusiera un casco de protección. Entendía sus precauciones, pero se sentía ofendido.
Los dos púgiles subieron al ring. Juntaron sus guantes. Eda hizo sonar la campana.
—¡Dale! —gritó uno de los espectadores—, pero no fuerces.
Tatsuya lanzó muchos golpes al vacío y a su contrincante ni siquiera le hizo falta defenderse. Más bajo que él, Sahara parecía empequeñecerse cada vez más. Tatsuya golpeaba sin ton ni son, olvidando protegerse. Su adversario aprovechó para colocarle varios ganchos de izquierda, conocidos como «ganchos de Sahara». Después de alcanzarle la nariz obligándole a girar la cabeza, le lanzó dos directos al cuerpo completamente desprotegido. Dio unos pasos atrás y esperó la reacción de su adversario. A pesar de todo, Tatsuya se esforzaba por no perder la sonrisa. Los ojos de Sahara, en cambio, no reían en absoluto. Límpidos, fríos, acechaban a su presa. Al verlos, la cólera dominó a Tatsuya, una exaltación extraordinaria mezclada de impaciencia y enfado.
—¿Qué ocurre? —preguntó alguien.
Tatsuya recuperó la posición antes de lanzarse sobre su adversario. Siguió un cuerpo a cuerpo implacable. Tatsuya golpeaba rápido, sin pensar. Uno de sus golpes alcanzó un punto débil de Sahara. Pronto el combate degeneró en una persecución. Ambos giraban alrededor del ring. Tatsuya se dejó acorralar contra las cuerdas. Recibió un derechazo en el pecho y bajó la cabeza. Un terrible izquierdazo le cerró el ojo derecho. Después de abrirlo sintió como si estuviera velado. Algo rojo y caliente corría por su cara.
—Te he pegado muy fuerte, perdóname —se excusó Sahara. Tatsuya quiso abalanzarse de nuevo, pero la campana le detuvo.
—¡Ya basta, se acabó! —dijo Eda—. ¿En qué piensas? ¿Te duele? Lo has hecho bastante bien, el mentón siempre agachado, ¿verdad, Sahara?
—Sí, pega fuerte. Me ha hecho tambalear…
—No has estado mal del todo —interrumpió Eda.
—Has peleado bien. Esos directos… He conseguido pararlos, pero la mayor parte de las veces me has hecho vacilar.
—Si quieres dejar el baloncesto, no te será difícil entrar en el boxeo —dijo Eda—. A menos que esta experiencia haya sido suficiente para ti.
Tatsuya no supo qué responder. Tenía la cabeza dolorida, el pecho, los hombros, como si todo su cuerpo estuviera hinchado. Pasó un tiempo hasta que pudo articular unas palabras, no sin dificultad:
—Está bien. Es divertido. Me gusta.
—Mírate el careto antes de tomar una decisión. Tienes la jeta hinchada como un balón de baloncesto.
—Eda —dijo Sahara—, refréscale los ojos. Ocúpate de él.
A partir de ese día, Tatsuya profesó una sincera amistad por Sahara, y terminó por entrar en el club de boxeo.
—Es una lástima —le dijo el capitán del equipo de baloncesto después de leer su carta de dimisión—. Has hecho progresos y ahora lo dejas, aunque en el boxeo te irá mejor… Aquí nos amargabas a todos más que otra cosa.
Desde que Tatsuya empezó a boxear en serio, se transformó en otra persona. Se ensañaba al golpear, pero no solo eso. Descubrió un profundo amor por el boxeo, le gustaba enfrentarse en soledad a su adversario, ese aislamiento perfecto que acompaña a los boxeadores en todo momento.
En el campeonato interescolar, le nombraron representante de su instituto en una categoría de poco prestigio como era la de los pesos pluma. Era su oportunidad.
En el sorteo le tocó un mal número y tuvo que enfrentarse al campeón del año anterior en su primer combate. Sus compañeros se compadecieron de su mala suerte.
—Está bien, me divertiré. Cuanto más fuerte mejor. Tengo al menos una o dos opciones de ganar entre diez.
Solo atendió los consejos de su entrenador durante el primer asalto.
—Tu contrincante golpea duro, no lo olvides. Aléjate de él. Acumula puntos con la distancia. Tienes los brazos más largos.
En el primer asalto se dejó sorprender con dos contragolpes. En el segundo se abalanzó sobre su contrincante y el combate se tornó tan violento, que los espectadores se levantaron de las sillas para darle ánimos. No era frecuente en los campeonatos entre institutos. Eda no pudo evitar decir:
—¡No puedo mirar! Es terrible. Va a conseguir que le deje K. O.
Tatsuya cayó derrotado a los puntos. Al final del tercer asalto, le partió la ceja izquierda a su adversario y manchó los guantes de sangre. Los espectadores, entusiasmados por la crueldad del espectáculo, aplaudían entusiasmados.
Al menos, aquella sangre le valió a Tatsuya la simpatía del público. Al día siguiente, el periódico se hizo eco de su indudable valor: «A pesar de ser un debutante, Tatsuya Tsugawa protagonizó el combate más destacado de la jornada. Una gran promesa de los pesos pluma, un luchador resistente y vigoroso».
Durante la primavera del tercer año de instituto, se celebró un combate en un gimnasio de Yokohama. Cuando aún estaba en los vestuarios, le llevaron un ramo de flores con una nota: «Querido Tsugawa, mucho ánimo, por favor». Todos bromearon.
—¡Vaya con el peso pluma! ¿Quién te manda flores, campeón?
—¡Me voy a poner celoso!
—Todo un detalle para antes del combate. Cuando te derriben en el ring ya no tendrás que preocuparte por las flores, sino por olerlas con tu nariz rota. ¡Ánimo, mi Tatsuya, gana, por favor!
—Ni siquiera sé quién las manda —confesó él.
—No te hagas el inocente.
—Lo digo en serio.
—Ya lo averiguarás cuando saltes al ring.
Nada más subir, entre el numeroso público vio enseguida a las tres chicas que había conocido unos días antes. Estaban sentadas en la tercera fila, pomposamente vestidas. Por si fuera poco, Eiko llevaba quimono.
—¿Cómo puede llevar quimono para ver un combate de boxeo? No ha venido a pasear bajo los cerezos en flor…
Eda le guiñó un ojo.
—Son esas, ¿verdad?
El árbitro anunció el combate y cuando dijo el nombre de Tatsuya, las chicas aplaudieron entusiasmadas. El joven agachó la cabeza molesto y con una mueca de desagrado. A pesar de todo, levantó la mano para saludar.
El combate no fue gran cosa. El adversario era demasiado débil. Tatsuya evitó varios directos que soltó desde lejos, le obligó a entrar en el cuerpo a cuerpo y le derribó de un golpe certero. Los chillidos estridentes de Eiko le excitaban, le empujaban a golpear a aquel pobre diablo aunque ya no hiciera falta. En cuanto sonó la campana, regresó a su esquina con el mismo aire de culpabilidad de quienes juegan con las cartas marcadas.
En el segundo asalto, su contrincante, ya medio grogui, tropezó y se golpeó contra su cabeza abriéndole la vieja herida en la ceja izquierda. El árbitro les separó para levantar los brazos de Tatsuya, a quien declaró vencedor por K. O. técnico.
Sin quitarse la mano de la herida, Tatsuya miró fijamente a su adversario.
—¡Aparta la mano de ahí! ¡No te la toques! —le gritó Eda.
El flamante vencedor pasó bajo las cuerdas del ring con el ojo cerrado. «¡Tatsuya, Tatsuya!», gritaban Eiko y sus amigas.
Trató de levantar su párpado ensangrentado y esbozó una sonrisa.
Después de las primeras curas, se cambió de ropa y salió del gimnasio para ir al hospital acompañado de Eda. Las tres chicas esperaban a la salida.
—¿Estás herido?
—Sí, me ha dado un golpe con la cabeza y me ha abierto una antigua herida.
—¿Es grave?
—No es nada… Hoy no podré ir con vosotras —se excusó—. Tengo que ir al hospital.
—Te puedo llevar en mi coche —le propuso Eiko—. Está justo aquí enfrente. ¿Dónde está el hospital?
Eda les dejó solos con un pretexto cualquiera.
Después de abrirle la puerta del coche, Eiko le recomendó que se tumbara en el asiento de atrás.
—No hace falta —dijo él mientras ocupaba el asiento de al lado—. ¿Vas a conducir con el quimono?
—Por supuesto. No es difícil.
Embragó sin apartar la vista de la calle. Tatsuya le dijo a media voz:
—Gracias por las flores, pero habéis organizado un buen escándalo. ¿Sabéis que eso molesta mucho a los que pelean?
—¿Te hemos molestado? Desde luego, no te falta descaro. Me lo dices después de que hemos venido a animarte.
Las dos amigas de Eiko, sentadas en el asiento de atrás, no pudieron contener la risa.
—Señor Tatsuya Tsugawa —continuó Eiko—, eres aún más fresco de lo que imaginaba. Me decepcionas.
—¿Qué? —respondió Tatsuya visiblemente molesto—. Sois vosotras las que no habéis dejado de montar alboroto. Yo jamás me habría atrevido.
Cinco días antes, un sábado, Tatsuya y sus amigos decidieron ir a Tokio para divertirse como tenían por costumbre. Eran cinco, pero cuando juntaron el dinero que tenían entre todos, su fortuna apenas ascendía a unos ocho mil yenes, insuficiente para lograr sus objetivos. Abandonaron la idea de ir a beber con profesionales y decidieron buscar otras opciones. Llamar a unas conocidas a esas alturas era una verdadera molestia, así que decidieron centrarse en lo que pudieran encontrar por la calle. Sin embargo, a la hora de decidir quién sería el encargado de llevar sus planes a la práctica, vacilaron sin que ninguno de ellos se presentase voluntario. Para las cosas más tontas eran unos desvergonzados, para cortejar profesionales se las sabían todas, pero cosa muy distinta era cuando se trataba de desconocidas.
Cada cual escogió un billete de mil yenes al azar. Los dos de numeración más baja, serían los encargados de hacer de avanzadilla. Les tocó a Tatsuya y a Nishimura.
Brujuleaban por las calles de Tokio sin dejar de poner pegas a unas y otras, dándoselas de expertos. Una, dos, tres manzanas, su caminata parecía no tener fin. Nishimura vio a tres chicas de su edad vestidas llamativamente frente a una tienda de sombreros en la esquina de la calle Namiki. Eiko era una de ellas.
—Lo primero es echarles un vistazo, y si están bien, ¡adelante!
Las chicas terminaron sus compras y salieron de la tienda. Las tres tenían rasgos finos, pero solo una de ellas, Eiko, tenía el párpado derecho simple y el izquierdo doble2.
—Tienen la nariz parecida. ¿No serán de esas de plástico tan de moda? —dijo uno de ellos.
Seguidas por cinco chicos que no dejaban de decir disparates, salieron a la calle principal para buscar un taxi.
—¿Vamos o qué? —preguntó Sahara—. Si perdéis la oportunidad, esta noche no bebéis.
Los dos se echaron a correr, pero al acercarse Nishimura titubeó.
—Oye, Tatsuya, tu número era inferior al mío así que ve tú primero, por favor.
—Está bien —dijo resignado. En realidad se daba cuenta de que no era conveniente abordarlas los dos al mismo tiempo—. Está bien, pero quédate detrás de mí. ¡Maldita mi suerte con los sorteos!
Se echaron a correr. Al llegar a su altura, toda la fuerza de su decisión parecía haberse desvanecido. Tatsuya habló en voz muy baja.
—Disculpen un momento…
Las tres se volvieron extrañadas. Eiko se cambió los paquetes de mano y sonrió apenas.
—¿Qué quieres?
Tatsuya, avergonzado, tartamudeó algo parecido a una respuesta.
—Eh… Esto… En fin. Yo, yo… Soy del Instituto K, del club de boxeo. Les pido disculpas. Me llamo Tatsuya. Tatsuya Tsugawa, del club de boxeo, aunque eso ya se lo he dicho. Es que…
Tatsuya no dejaba de farfullar. Eiko le interrumpió.