Monique Lerbier hizo sonar la campanilla.
—Mariette —dijo a la doncella
—,mi abrigo…
—¿Cuál, señorita?
—El azul. Y el sombrero nuevo.
—¿Se los llevo a la señorita?
—No, déjelos en mi habitación…
Una vez sola, Monique suspiró. ¡Ese rastrillo benéfico era un engorro, menos mal que se encontraría allí con Lucien! Se estaba tan a gusto en el saloncito… Recostó la cabeza en los cojines del sofá y se sumergió de nuevo en sus ensoñaciones.
Tiene cinco años. Está cenando en su habitación, en la mesa chiquitita donde todos los días la vigila y le atiende «la Señorita», regente de su vida. Pero aquella noche la Señorita ha librado. La sustituye tía Sylvestre.
Monique adora a tía Sylvestre. Para empezar, ellas dos no son como las demás. Las demás son mujeres. ¡Incluso la Señorita! Fue mamá quien le puso ese nombre: «¡Aunque usted esté viuda, a un ama de llaves siempre se le llama Señorita!».
En cambio, tía Sylvestre y Monique son niñas. Ella, una niña pequeña, aunque ya se crea mayor. Y la tía, una niña grande… ¡Ciertamente grande! Como bien lo demuestra su piel arrugada y los tres pelos que le salen de una verruga que tiene en el mentón.
Además, tía Sylvestre siempre trae guirlache, de almendras y de miel tostada, cada vez que viene de Hyères. Hyères: Monique no sabe muy bien dónde está ni qué es. Hyères le suena como «ayer», algo que está muy lejos… Hoy es lo único que importa. Y hoy es fiesta. Papá y mamá van a ir a la ópera y, antes, los han invitado a cenar en un restaurante.
La ópera es un palacio donde las hadas bailan al son de la música, y el restaurante, un lugar donde se comen ostras… ¡Es solo para mayores!, explica tía Sylvestre.
¡Mira, un hada con un vestido escotado! ¡No, es mamá! Lleva unas plumas blancas en la cabeza y parece que se haya vestido con perlas. Monique toca la tela embelesada… ¡Sí, son unas pequeñísimas, diminutas, perlas auténticas! Le encantaría tener un collar de esas perlas.
Acaricia el cuello de su mamá, que se inclina para despedirse de ella con prisa: «¡No, nada de besos que llevo pintalabios!». Y, al querer tocar con su manita las mejillas aterciopeladas, la impaciente voz le ordena: «¡Quieta! ¡Vas a quitarme el colorete!». Papá está detrás, vestido de negro, con un chaleco del que sobresale una gran V blanca. ¡Es una camisa muy extraña, como de cartón satinado! Mamá le cuenta a tía Sylvestre, que la escucha sonriente, una historia muy larga. Pero papá da golpecitos con el pie y grita: «¡Con esa manía de pasaros tres horas embadurnando las cejas de negro y las uñas de rosa, nos vamos a perder la obertura!».
¿Qué tiene que abrirse? ¿Las ostras? No; en cuanto mamá y papá se van sin darle un beso —Monique está apesadumbrada—, tía Sylvestre le explica qué es la obertura… Así que, ¿la música se abre?
Monique, fantasiosa, pregunta: «Entonces, ¿de qué está hecha?». Y tía Sylvestre, que la ha sentado en sus rodillas, se lo explica mientras la acaricia: «La música es el canto que sale de todas las cosas… De uno mismo cuando se es feliz, del viento cuando silba entre el bosque y el mar… También es el concierto que forman los instrumentos y que nos recuerda todo eso… Y la obertura es como una gran ventana abierta al cielo para que la música entre y la escuchemos. ¿Lo entiendes?».
Monique mira con cariño a tía Sylvestre y asiente con la cabeza.
Monique tiene ocho años. Ha dado un estirón. Tose a menudo. De modo que, cuando pasea por la orilla del mar, la Señorita (ya no es la viuda, sino una luxemburguesa que le desagrada y que tiene unas mejillas como globos colorados) tiene orden de no dejarla chapotear con las piernas desnudas en los charcos de marea donde colean las gambas. También tiene orden de no dejarla correr en la bajamar por la arena que, mojada, se endurece. No puede recoger las algas frescas que han absorbido todo el olor del océano ni conchas, entre ellas la caracola nacarada que encierra el rumor de las olas…
—¿Qué piensas hacer con todas esas porquerías? ¡Tira eso! —dijo mamá de una vez por todas.
Monique tampoco puede leer, como le gustaría (prestar atención provoca dolor de cabeza). En cambio, todos los días tiene que hacer una hora de escalas (por más que diga que le saca de quicio, al parecer es un buen entrenamiento para los dedos). ¡Vamos, que si eso son vacaciones, Trouville es más aburrido que París!
Encima, ve a sus padres menos aún. Mamá va siempre de un lado a otro en el coche con sus amigos. Y por la noche, las pocas veces que cena, en cuanto se arregla, se marcha a bailar al casino. Vuelve muy tarde… así que por la mañana duerme. ¿Y papá? Solo viene los sábados, en el tren de los maridos. Y se pasa el domingo hablando de sus asuntos con otros señores.
Lo peor es cuando mamá quiere ir a la playa. Vemos cómo se cruzan las filas de gente que sube y baja por el paseo de planchas de madera, como si estuviéramos en una tienda de lencería. Los maniquíes se exhiben, idénticos, en filas apretadas. Los señores y señoras que hablan en corro, sentados alrededor de las casetas de mimbre o de las carpas, intercambian saludos con los señores y señoras que van en procesión. Estos, cuando llegan al final del camino entablado, dan media vuelta ¡y otra vez a empezar! ¿Detrás de qué van? Monique no lo sabe. ¡Un misterio más! Por las respuestas que le sueltan ante sus incesantes preguntas, el mundo está lleno de misterios…
Por lo pronto, se divierte junto a la caseta materna, con la pequeña Morin y una niña cuyo nombre desconocen. La han apodado Peonza, porque da vueltas sobre un pie mientras canta. En cuclillas, bajo la mirada distraída de la luxemburguesa, las tres construyen un castillo dorado, con sus bastiones y sus fosos. En el medio, con un rastrillo al hombro, permanece de pie con aire marcial un chiquillo de pelo rizado al que llaman Cordero. Lo han puesto ahí para que se esté quieto y le han dicho: «Tú eres la guardia».
El juego consiste en que, cuando hayan acabado el castillo, liberarán a la guardia y, en su lugar, encerrarán a la que se deje atrapar de las tres. Pero el castillo tarda mucho en terminarse. Cordero patalea y, sin esperar a que esté listo, ejecuta una vigorosa salida. Peonza y la pequeña Morin salen corriendo. Monique, que confía en lo convenido, no se mueve. Pero, cuando Cordero quiere apresarla, se resiste y él la empuja… Hay golpes y gritos. La luxemburguesa, que sale disparada, recibe su parte de tortazos. Llegan las madres. Separan a los combatientes y les regañan sin escuchar las explicaciones, confusas a la par que contradictorias. Cordero forcejea y recibe una bofetada. Al mismo tiempo, Monique siente que una mano se estampa en su cara: ¡plis! ¡plas! «¡Así aprenderás!» Le escuece.
Se queda mirando horrorizada a la enemiga que acaba de abusar de su fuerza. La enemiga, satisfecha por haber equilibrado culpas y castigos es… ¡su madre! ¿Cómo puede ser? Rabia y estupor dividen el alma de Monique. Ha conocido la injusticia. Y la padece, como mujer que es.
Monique tiene diez años. Ya es mayor. O más bien, manifiesta su madre encogiéndose de hombros, es una niña insoportable llena de fantasías, sofocos y nervios.
¡Para empezar, no hace nada como el resto de la gente! El domingo pasado, desgarró por completo su vestido de encaje y cogió frío jugando al escondite en el jardín de la señora Jacquet, junto con Michelle y unos pillastres. Era de punto antiguo de Malinas: una auténtica ganga, a 175 francos el metro… ¡Y ayer, mientras desayunaba en la pastelería, no se le ocurrió otra cosa que coger un bizcocho enorme del escaparate, de casi un kilo, para llevárselo —¡afuera, a la calle!— a una niña harapienta que se lo estaba comiendo con los ojos! ¡Ya podía haberle dado un buen pan! Por más que quisiera pagarlo con sus propios ahorros, eso no es caridad, es extravagancia. En el fondo, es incluso falsa generosidad. No hay que darles a los desgraciados el gusto y, por consiguiente, el disgusto, de lo que no pueden tener.
Semejantes razonamientos entristecen a Monique. A ella le gustaría que todo el mundo fuera feliz. También le apena que su familia no la comprenda. ¡No es culpa suya si su carácter no se parece a los que ve en su entorno! Y tampoco es culpa suya si tiene unas mejillas hundidas y una espalda encorvada que no hacen honor a sus padres: «¡Has crecido como una mala hierba!», le repiten una y otra vez… Le han augurado hasta la saciedad que si continúa así, se acabará poniendo enferma. Monique lo acepta con resignación, casi con gusto. ¿Morir? No sería una gran desgracia. ¿Quién la quiere? Nadie. ¡Sí, tía Sylvestre!
La tía está allí en las vacaciones de Semana Santa, cuando Monique se levanta tras una fuerte bronquitis y tres semanas en cama, tan débil que no le sostienen las piernas. El médico declara: «Esta niña tendría que vivir en el campo una buena temporada… si es posible, en el Midi, junto al mar. El clima y la vida de París no le convienen en absoluto», y la tía exclama: «¡Se viene conmigo! Hyères es un lugar perfecto, ¿verdad, doctor? El sitio ideal…».
Todo se acordó inmediatamente. Monique está tan feliz fantaseando con su soleado traslado, al lado de su verdadera mamá, que no le entristece que su padre y su madre no manifiesten ningún pesar.
Monique tiene doce años. Una trenza le cuelga por la espalda y lleva vestidos escolares de cuadros. Es la primera de su clase en el internado de tía Sylvestre. En lugar de las calles grises cubiertas de niebla, un jardín vertical se extiende por la colina. El sol lo viste todo de un ligero esplendor. Luce sobre las hojas de los palmitos, que parecen helechos gigantes, y sobre los aloes azulados o bordeados de amarillo simulando ser enormes ramilletes de cinc. El mar y el cielo son de un mismo color azul oscuro y se confunden en el horizonte.
Vuelve a ser Semana Santa, ¡una florida Semana Santa! Jesús avanza subido en su borrico entre el júbilo de los ramos verdes. Es como si la tierra fuese una única alfombra, resplandeciente y abigarrada, de rosas, narcisos, claveles y anémonas.
Mañana, Monique se vestirá toda de blanco, como una pequeña novia. ¡Mañana! Es la celebración de su boda espiritual. El cura Macahire —no puede decir su nombre sin reírse— va a admitirla, junto a sus compañeras de catequesis, en la Santa Mesa.
Ha intentado embeberse de las bonitas historias de los Testamentos, y el resultado ha sido mucho mejor al tener como profesora a su buena amiga Élisabeth Meere, «Zabeth», que es protestante, hizo la primera comunión hace cuatro años y su ferviente rigor añade una exaltación particular a la fiebre mística que abrasa a Monique. En la adoración al Señor, ambas descubren imperceptiblemente el amor.
Para Monique el amor es confianza, abandono y pureza. Se deja llevar por sus sueños con una embriaguez ingenua. Tiene un único y pueril temor: profanar —al morder la hostia nívea— el cuerpo, invisible y presente, del Divino Esposo.
Pero antes debe confesar sus malos pensamientos, como le ha aconsejado el padre Macahire. Aunque intente rechazarlos, tiene dos. Las malvadas moscas no dejan de posarse en el lirio de su espera… ¡Su bonito vestido! Coquetería. ¡Y los huevos, los huevos de Pascua! Gula. Primero el grande, de chocolate, que le enviarán desde París, y luego los medianos y los pequeños, de azúcar, de todos los colores, incluso un huevo de verdad, cocido en agua de color rojo, ¡es tan divertido buscarlos entre las matas y los arriates del jardín!
Es la principal ocupación de tía Sylvestre, que lleva una semana preparando juegos y sorpresas para todo el internado. También es su manera de comulgar. Pero al padre Macahire no le parece bien y dice: «¡Qué pena que una mujer tan buena sea una impía!».
No debe de ser un pecado muy grave, pues el señor cura parece perdonarla. ¡A Monique le fastidiaría ir al paraíso si tía Sylvestre va al infierno! Pero todos esos pensamientos le dan dolor de cabeza… Es feliz y hace buen tiempo.
Monique tiene catorce años. No recuerda haber sido una niña endeble. Es robusta como una tierna planta que ha encontrado un terreno adecuado y crece abundante.
Está en la maravillosa edad de las lecturas, cuando se descubre el mundo imaginario y la juventud cubre con un mágico velo el mundo real. No tiene conciencia del mal, de tanto cuidado que ha puesto su educadora en extirparlo de esta alma naturalmente sana. Por el contrario, tiene sensibilidad hacia el bien y lo desea.
No es soñadora, sino creyente. Pero ya no en Dios, pues dejó atrás los conceptos contradictorios del padre Macahire y de Élisabeth Meere. Ella sola, y de forma inconsciente, se ha convertido al razonable materialismo de tía Sylvestre, conservando, al igual que ella, una impronta espiritualista. Además muestra —un fermento de su doble y primer misticismo— cierta tendencia a lo absoluto. En consecuencia, le horroriza la mentira y adora, religiosamente, la justicia.
Élisabeth Meere sigue siendo una gran amiga. Ha cambiado de culto y de luterana ha pasado a ser sionista. Lleva tres años enamorada de Monique y el hecho de desearla sin esperanzas solo acrecienta su amor. Pronto dejará el internado y su hipocresía se amilana ante la evidente pureza de la adolescente. Sus besos querrían posarse, y no se atreven.
Monique, que siente una especie de pasión sentimental por el profesor de dibujo (un antiguo Premio de Roma con cierto parecido a Alfred de Musset), no sospecha ni por asomo los gustos de Zabeth, como tampoco la lascivia, también oculta, del señor Rabbe (el falso Musset).
Es un día del mes de junio. Empieza a anochecer. En el jardín sigue haciendo tanto calor que, bajo los vestidos, la piel se cubre de sudor. Después de cenar, Zabeth y Monique toman el camino de las lavandas, que sube hasta la gran roca rojiza, desde donde se dominan las Salinas y, más allá, el mar. Por el otro lado se vislumbran los montes de Maures, azules sobre el cielo verde. A lo lejos hay un pequeño velero de color naranja y el cielo está cubierto de unas pesadas nubes cobrizas.
«¡Me muero de calor!», dice Zabeth, que arranca nerviosamente una olorosa hoja de naranjo y la mordisquea. El olor de los altos eucaliptos se mezcla con el de las aulagas y las jaras. El aroma embriagador de la tierra provenzal.
Monique se desabrocha la camisa y levanta los desnudos brazos, buscando en vano algo de frescor. «¡Vaya, se ha roto el tirante!». La camisa resbala, dejando los senos al descubierto. Se elevan con una redondez pequeña, pero perfecta. Capullitos de rosas que despuntan sobre su piel pálida, veteada de azul.
Zabeth suspira: «¡Otra noche que dormiré mal, aunque me acueste desnuda… ¿Sabes que tus senos se están poniendo tan grandes como los míos?». «¿Ah, sí?», dice Monique, encantada. «¡Sí! Mira… Solo que los tuyos son como manzanas y los míos, como peras…» Zabeth desnuda apresuradamente su pecho dorado, en el que se erigen, como una invitación tácita, dos frutos más pesados. Compara la forma alargada de sus pezones oscuros y duros con el satinado contorno de los senos de Monique. Los abarca con las manos y los acaricia despacio.
Monique sonríe al experimentar esa agradable sensación, sin pararse a pensar en ella… Pero, de pronto, los dedos de Zabeth se contraen y exclama: «¡Para! ¿Qué haces?». Zabeth se sonroja y balbuce: «No lo sé… ¡Será por la tormenta!».
Por primera vez, Monique siente una extraña turbación. Se abrocha rápidamente la camisa. Al mismo tiempo, una voz resuena a lo lejos. Es tía Sylvestre, que las llama: «¡Monique, Zabeth!». Zabeth, incómoda, se viste… Monique contesta: «¡Estamos aquí!». El eco de la voz se oye cada vez más cerca…
La tormenta se ha alejado.
Monique tiene diecisiete años. Cuenta mentalmente: uno, dos, ¡tres años ya que dura la guerra…! ¿Cómo es posible? Desde hace tres veranos, Hyères se ha convertido en una especie de gran hospital donde los heridos vuelven a nacer.
La persiguen ojos atemorizados que parpadean con el sol al salir de una larguísima noche de terror. No entiende cómo los que luchan pueden acostumbrarse a esa especie de muerte horrenda que es su vida. Tampoco entiende cómo los que fingen luchar un poco —¡muy poco!— y los que no luchan en absoluto, aceptan el sufrimiento y la matanza que padecen los demás.
Le perturba la idea de que una parte de la humanidad esté sangrando mientras la otra mitad se divierte y se enriquece. «¡Orden, Derecho, Justicia!»: estas altisonantes palabras que se esgrimían como banderas, terminaron de reforzar su incipiente rebeldía contra la mentira social.
Aprobó con nota el examen final de unos estudios que realizó mientras se sacrificaba por los demás de forma incesante e ingeniosa. No se dedicó solamente a los convalecientes de Hyères sino también a la oscura muchedumbre aquejada de todo tipo de males en la fétida cama de las trincheras.
Ahora empieza para ella una nueva vida: París, las clases en la Sorbona… Monique regresó con su familia. Se despidió de tía Sylvestre, del internado, del jardín, de todo lo que la ha convertido en una muchacha despierta, de mirada resuelta y pura y mejillas frescas. Adiós a un dulce pasado con el que, a la vez que recobraba la salud, ha forjado su carácter.
Ya en la avenida Henri-Martin, entrar en su habitación de niña, preparada con esmero, le ha causado una gran alegría. El recibimiento que le han dado su padre y su madre le ha emocionado. Ahora siente que los suyos la tienen en cuenta: por fin les honra. Tía Sylvestre ha puesto la semilla y ellos recolectan. Está satisfecha de ella misma y no les guarda rencor por su desapego ni por su egoísmo. Les quiere por principio.
Por primera vez desde 1914, vuelven a Trouville. Monique consagra el mes de agosto a ser enfermera voluntaria en el hospital auxiliar nº 37. De día, le absorbe tanto su trabajo y, de noche, sus lecturas, que no se preocupa de los demás. A los que menos ve es precisamente a los más cercanos: a su madre, siempre de un lado para otro, y a su padre, siempre ausente… La fábrica Lerbier manufactura para la guerra y, al parecer, gana millones produciendo explosivos. ¡Y pensar que, mientras tanto, los que se han escabullido, los supervivientes y los espectadores celebran frenéticas fiestas tranquilamente! ¡En Deauville se aparejan y bailotean, bailotean y se aparejan!
Monique tiene diecinueve años. La pesadilla ha terminado. Desde el armisticio, siente tal fuerza expansiva, tal necesidad de renacer, que prácticamente se ha olvidado de la guerra. La arrastra el oleaje cotidiano.
Más metida en sí misma que nunca, y cada vez menos partícipe en la vida de sus padres, asiste a clases de literatura y de filosofía, practica deportes: tenis, golf… Y el resto del tiempo se divierte moldeando flores artificiales… Una manía suya.
La mundana pandilla a la que, a su pesar, pertenece, la tacha de extravagante, incluso de altiva, porque no le gustan el coqueteo ni el baile. Monique, a la inversa, califica a sus amigas de locas más o menos inconscientes y profundamente depravadas… ¿Hurgar, como Michelle Jacquet, en los bolsillos de los pantalones de sus amiguitos? ¿O esconderse en todos los rincones con sus amigas íntimas, como Ginette Morin? No, gracias.
Monique, si estuviera enamorada, solo querría un amor verdadero, al que se daría en cuerpo y alma. Todavía no lo ha encontrado. De entre todos los hombres de los que le habla su madre, empeñada en casarla cuanto antes, solo hay uno que le llama la atención: el industrial Lucien Vigneret. Pero aunque varias veces se haya alegrado de verlo, él no se ha fijado en ella en absoluto.
En las ensoñaciones de Monique, tumbada en el diván, su vida desfila como por una misteriosa pantalla mediante imágenes superpuestas. Minuciosas alucinaciones donde emerge el recuerdo desde la bruma del olvido y toma forma… Piensa en esos dobles de sí misma que se desvanecen. Ahora tiene veinte años y está enamorada.
Está enamorada y se va a casar. Dentro de quince días será la señora Vigneret. Su sueño se ha cumplido. Cierra los ojos y sonríe. Emocionada, sintiendo todavía un estremecimiento, piensa en que el ayuntamiento, la celebración oficial y la soporífera parafernalia del cóctel —donde muchos la felicitarán con picantes segundas intenciones—, no aportan nada a su felicidad.
Hace dos días se dejó tomar ingenuamente, se entregó por completo a quien es todo para ella. Fue una unión precipitada, dolorosa, pero de la que guarda una orgullosa alegría. ¡Su Lucien, su fe, su vida! Lo verá dentro de un rato, en el rastrillo. Toda su persona está deseando que llegue ese dulce momento.
Ha accedido a sus deseos porque lo ama. Está contenta y orgullosa de ser, desde ahora, «su mujer», de haberle demostrado su confianza con la máxima prueba de abandono. ¿Esperar? ¿Negarse hasta la calculada noche de la consagración? ¿Por qué? Lo que da valor a las uniones no es la aprobación legal, sino la voluntad de la elección. ¡Y en cuanto a las convenciones…! ¡Ocho días antes, ocho días más tarde…!
¡Las convenciones! Sonríe, con un malicioso rubor, imaginándose el sonido de la perentoria palabra en boca de su madre. ¡Si ella supiera…! La puerta se abrió y Monique dio un respingo. La señora Lerbier apareció con el sombrero puesto.
—¿Todavía no te has preparado? ¡Estás como loca! El coche ya está aquí. ¿Te has olvidado de que a las dos y media te llevo al Ministerio de Asuntos Exteriores?
—¡Ya estoy lista, mamá! Solo tengo que ponerme el abrigo.
La señora Lerbier alzó los ojos al cielo y protestó:
—¡No voy a llegar a tiempo a mis citas!
—¡Ginette! —exclamó Monique.
—¿Qué?
—¡Tu «amigo»!
—¿Léo? ¿Dónde? Con este barullo no se ve nada.
—En el puesto de Hélène Suze. Eligiendo un puro…
—¡Puedo oír sus cochinadas desde aquí! Mira cómo se sonríen.
—Parece que no te molesta…
—Qué va. Me divierte.
—¡No lo entiendo!
Ginette Morin soltó una carcajada:
—¡Monique, me encantas! ¡Nunca entiendes absolutamente nada! ¡En el fondo eres una boba, por muy independiente que parezcas!
Ginette ya le había dado la espalda e intentaba meterle la mercancía por los ojos a un hombrecillo gordo y peludo, Jean Plombino, el rey del mercadeo.
—¿Una corbata, señor?… ¡Oh, para colgarse no! No, para esperar la de la Legión de Honor… ¿O estos bonitos pañuelos? ¿No? ¿Una caja de guantes, entonces?
Bajo los ramilletes que formaban las enormes arañas, resplandecientes entre la acristalada floración de los candelabros, surgía un murmullo continuo de la hilera blanca y dorada que formaban los salones. Los personajes mitológicos de los prominentes tapices, que iban alternándose en las paredes color damasco grosella, parecían contemplar con sorpresa la multitud que transitaba o se apiñaba yendo de un puesto a otro y que cubría con una algarabía de voces y un revuelo de elegancia la inmensa galería de la planta baja del ministerio, convertida por un día en rastrillo benéfico. Allí se amontonaba la flor y nata de París, zumbando como un gigantesco enjambre de avispas.
Jean Plombino, barón del Papa, escuchaba distraídamente a la señora Morin. Notó que Monique le dirigía la mirada: se inclinó todo lo que pudo, dejando colgar su pelambre. Había enviudado de una siciliana que era mercader de naranjas, y buscaba para su única hija una institutriz digna de su nueva riqueza. Una manzana podrida de la guerra, pero una manzana judía y, por tanto, fuertemente apegada a la tierra familiar: «el barón» conservaba, en su fetichismo por los valores, el de las virtudes conyugales.
Había discernido la rectitud y honestidad de Monique ocultas tras una apariencia desenvuelta. Eran cualidades que apreciaba aún más por no haberlas tenido nunca y que no solía ver entre el amplio auditorio de muchachas que se exhibían a la espera de un marido o, en su defecto, de un amante. ¡Solo había que alargar la mano! Tenían el precio puesto, había para elegir.
La única pega de esta fequeña Lerbier, cuyo radiante pelo rubio le fascinaba, era… ¡su inminente boda con Lucien Vigneret, el fabricante de coches! ¡Un buen partido, sin duda! ¡Pero vaya mujeriego! Solo había que esperar, nunca se sabe… Tal vez cualquier día… ¿el divorcio? Y además, a falta de esposa, ¡menuda amante…! Los millones de Plombino, paquidermo de piel sudorosa, le ayudan a olvidar su fealdad: un hombre con una renta de un millón doscientos mil francos siempre está seguro de que será bien recibido.
Ofendido por el seco saludo con el que Monique había respondido a su reverencia, duplicó las miradas a Ginette Morin. Era una atractiva morena, seguro que fervorosa… Pero solo como un pasatiempo. Tanto como Monique le parecía, sin duda, una compañera envidiable, Ginette no le inspiraba mucha confianza. ¡Era otra cosa, para echar una canita al aire! Al pensarlo, su belfo colgante se humedeció. Asintió, excitado:
—¿Una caja de guantes? ¿For qué no? ¡Sobre todo si me los fone usted!
—Tardaría mucho en probarle los seis pares.
—No lo creo…
Soltó una gran carcajada. Ginette abrió unos ojos como platos:
—¿Qué tiene de divertido? Son de piel satinada de cabritilla, talla pequeña…
—Esa no es mi talla.
—¡Por supuesto que no!
Ginette rio a su vez, con desvergüenza, ante el espectáculo de las gruesas manos extendidas.
Jean Plombino —que antaño se había echado más de un saco al hombro cuando, porteador en los muelles de Génova, ganaba tres francos al día— no se avergonzaba de su vulgo origen. La no tan lejana penuria aderezaba con soberbia el orgullo que sentía por su fortuna.
—No todo el mundo fuede tener sus dedos de hada… ¡Ni siquiera fagando por ellos! —se burló.
Ginette se quedó sin habla: ¿qué estaba insinuando? ¿Y qué quería decir, viniendo de él, ese anuncio de compra? ¿Y si tuviera buenas intenciones? ¿Baronesa Plombino? Bueno, por muy repugnante que fuera la bestia, podría considerarse… Pero el barón continuó:
—¡Ah, frecisamente está aquí Léo, el gurú del buen gusto! Buenas tardes, señor Léonidas Mercœur… La señorita Morin le estaba esperando.
—Hélène Suze ha sido la culpable— se excusó el recién llegado guiñando un ojo cómplice—. Le estaba dando su recado, señorita Morin.
—¿Y bien?
—De acuerdo.
Ginette pensó: «¡Menuda orgía…!». Tras su mirada impenetrable, esbozó la velada: el placer de fumar opio los cuatro juntos en casa de Anika Gobrony, la novedad de la cocaína, ¡y lo que podía pasar después…! Se lo imaginaba con una confusa precisión, con la malsana curiosidad de quien es «medio virgen» y busca todos los vicios. El barón se dio cuenta de que sobraba. Sacó de su cartera un gran billete azul:
—Fara su buena acción, señorita, con todos mis respetos a su señora madre…
—¡Llévese algo al menos! ¡Tome este saquito perfumado! Es de clavel, mi aroma preferido.
—¡Me lo llevo de recuerdo! En cuanto a los guantes…— señaló a Mercœur—. ¡Fara él! Apuesto a que esa talla le sirve.
Se marchó risueño, balanceándose a uno y otro lado, hasta el puesto vecino, donde la señora Bardinot y Michelle Jacquet le hacían señas amistosas.
—¡Ya no hay aristocracia! —profirió con amargura elegíaca el repartidor de sentencias mundanas—. El dinero lo ha equilibrado todo. La estupidez reina a sus anchas.
Léonidas Mercœur, o Léo a secas, estaba naturalmente por encima de esas miserias. Había vivido mantenido por la generosidad de sus amantes desde que tuvo edad para gustar, antes de que, en 1915, fructíferas especulaciones en la administración le pusieran a salvo de las necesidades así como de los disparos. Este antiguo peluquero promocionado a cronista mundano vivía de las rentas: treinta mil francos en bonos del Estado. Sus ahorros de la guerra. Desde entonces, tras experimentar la comodidad de los servicios auxiliares, seguía efectuándolos como civil. Dilapidaba la fortuna de la señora Bardinot usando para sus exiguos gastos (que doblaban sus ingresos) una parte de lo que ella misma le sacaba a su amante, el banquero Ransom. Lo que, por otra parte, no impedía al hermoso Léo, confidente de ancianas y preceptor de jóvenes, tirar la caña, por si picaba algo en las turbias aguas de cada encuentro.
Algunos compradores abandonaron los corrillos. Ginette se prodigaba con los ojos brillantes y el busto echado para delante, orgullosa de atraer más clientela que su mejor amiga, la pequeña Jacquet, cuya cara de pilla divisaba de perfil en el puesto vecino. Con el cuello al descubierto y brindando los senos bajo el ligero crespón, daba la impresión de que con cada objeto que vendía dispensaba a todo el que pasara un poco de ella misma. Una vanidosa satisfacción se mezclaba con su excitación sexual: ¡esta noche se cobraría lo más gordo!
—¡Léo, espere…! No me ha dicho nada.
Al ver que Max de Laume y Sacha Volant se dirigían hacia ellos, le dijo disimuladamente, muy bajito y rápido:
—Mañana a las seis en casa de Anika. Tendremos tiempo de sobra, sus padres cenan en el Elíseo.
—¿Dónde quedamos?
—En el salón de té de la plaza Vendôme, con Hélène Suze.
—Es usted un amor.
Estaba inclinándose ceremoniosamente para despedirse cuando un aumento de la agitación, un murmullo creciente, les hizo darse la vuelta. La gente se apartó y se echó a un lado. La seca y lampiña figura del millonario americano John White hizo su aparición como un barco acorazado, al que escoltaba una pequeña chalupa oscilante: la esposa del general Merlin en persona, presidenta de la beneficencia de mutilados franceses, que hacía los honores seguida de un rumoroso oleaje de señores mayores y mujeres hermosas.
—Ahí están los verdaderos clientes —bromeó Léo—. ¡Me largo!
Monique, tras dar la espalda a Ginette desinteresándose por sus hazañas, se sorprendió al ver irrumpir ante ella la ola de autoridades. ¿A por quién iban? Seguramente a por la directora del rastrillo y vicepresidenta de la obra benéfica, la señora Hutier… ¡No! El cortejo se detuvo ante su puesto de flores artificiales.
Ginette, verde de envidia, acudió corriendo en su ayuda y la señora Hutier se abalanzó con gran melindre.
—Le presento a nuestra querida vicepresidenta: la señora Hutier, esposa del exministro —dijo la generala volviéndose hacia John White.
El rostro huesudo del millonario no se inmutó. Solo el cuello saludó con un movimiento mecánico en honor a ese gobernante desconocido.
—La señorita Morin, hija del reputado escultor.
Ginette, a pesar de su seductora reverencia, vio que su nombre recibía la misma inclinación indiferente.
—La señorita Lerbier.
De pronto los rasgos angulosos del señor White se relajaron con un gesto de interés.
—Oh… ¿Productos químicos? Los conozco… ¿Y esas cositas?
Inclinó su largo cuerpo sobre las diminutas maravillas: narcisos, rosas y anémonas que parecían una floración de piedras preciosas en un jardín de juguete.
—A la señorita Lerbier le divierte confeccionarlas ella misma. Una auténtica artista… ¡Y una parisina de pura cepa!
La mujer del general, sorprendida al ver cómo se animaba el autómata al que paseaba desde hacía veinte minutos sin más resultado que sus «oh» y sus reverencias, aprovechó la ocasión, hasta el momento buscada en vano, para que su visitante se interesara por los destinatarios de la obra benéfica.
—Es una de nuestras colaboradoras más fervientes. Nuestros mutilados la adoran.
«¿¡Qué!? ¡Cómo exagera!», pensó Monique, quien solo había estado una vez en el gran hospital de Boisfleury y había salido tan revuelta que no había tenido el valor de volver.
Pero la generala le echó una mirada militar con la que le pidió que lo entendiera y que le siguiera la corriente. Mientras tanto, John White la miraba con simpatía. Había cogido con su mano robusta una plúmula de espino blanco y la examinaba con curiosidad.
—¿Verdad que son bonitos esos pétalos blancos? —elogió la presidenta—. ¡Fíjese en esta tonalidad tan delicada! No podría decir si es marfil o jade.
—No es más que miga de pan seca y coloreada —corrigió Monique.
—¡Oh! —exclamó John White—. ¿En serio? Me lo llevo.
Y, mientras le pedía a la gruesa señora Merlin que le sujetase la delicada joya, sacó del bolsillo interior de su chaqueta una libreta y un bolígrafo e, impasible, firmó y extendió dos cheques: uno de cinco mil francos a la estupefacta Monique «por el espino blanco» y otro de diez mil francos «por los mutilados» a la presidenta, cuya cara redonda se iluminó como una luna llena.
Después, sonrió a Monique sin mediar palabra, repartió por el mostrador una triple sacudida de cabeza y reanudó la marcha, sin manifestar el menor deseo por detenerse en el siguiente puesto a pesar de las reverencias de la señora Bardinot.
Ahora convenía ofrecer cuanto antes una copa de champán al donante. La presidenta, satisfecha, renunció a más demostraciones superfluas y, apretándose tras la alta arboladura americana y el balanceo de la chalupa—guía, la ola del cortejo fluyó hacia el bufé.
—¡Querida, no me había dicho que tuviera amistad con América! —le reprochó la señora Hutier.
—¿Yo? Nunca había oído hablar de John White.
—¡Cierto! —confirmó un recién llegado.
Al oír la voz que, para ella, sofocaba todas las demás, Monique se volvió de golpe. Lucien Vigneret concluyó:
—¡Pero John White sí que habrá oído hablar del invento del señor Lerbier!
De repente, el rostro de Monique se iluminó. Un fuego rosa avivaba la delicada blancura de su tez.
—¡Pero bueno! ¿Ya te has enterado? —dijo agitando el cheque.
—¡Es «el acontecimiento»!
—No me lo puedo creer…
«Sí, sí, mejor no te lo creas…», se dijo Ginette volviendo a sus asuntos convencida de que ahí habían urdido algo, mientras que la señora Hutier, indulgente con los éxitos y el amor, se apresuró a dejar a los enamorados a solas con sus confidencias. «¡Qué buena pareja, y qué bien avenida!»
Monique y Lucien simularon darse un beso juntando los labios. Ella solo escuchaba el canto de su felicidad bajo las palabras banales que oía a su alrededor.
—No le busques tres pies al gato —siguió diciendo Vigneret—. John White no se ha rascado el bolsillo para ganarse tu sonrisa, aunque bien valga un cheque. Ese golpe de efecto lleva el sello de tu padre. El granuja de White debe pensar que la incorporación del nitrógeno en los abonos agrícolas puede aplicarse de forma provechosa a la tierra americana. Y, como es francófilo, prefiere hacer negocios con Aubervilliers que con Ludwigshafen… ¿Entiendes?
—Well! Los dólares serán bienvenidos.
—¡Por supuesto! El oro siempre es bienvenido. Sobre todo cuando son luises los que entran bajo el signo del dólar —recalcó Lucien con una tristeza que la sorprendió.
—Nos devuelven con negocios lo que compramos en armamento… ¡Qué desgracia! De todos modos, no es culpa de Nueva York que París y Berlín estuvieran en guerra.
—¡Qué razón tienes, Minerva! —asintió Lucien.
Se burlaba de ella llamándola con ese apodo, que le había puesto tanto por su lógica —aunque estuviera de acuerdo, le asustaban sus afirmaciones categóricas— como por su belleza. «¡Minerva!» Ella odiaba la comparación, tras la que intuía cierta reticencia. Algo que no habían dejado claro y con lo que sus caracteres no se ponían de acuerdo. ¡La única sombra en su amor! Le miró y él sonrió.
—No está nada bien —musitó— que me hagas rabiar cada vez que estoy hablando en serio. ¡En el fondo, me trae sin cuidado todo lo que no tenga que ver con nosotros!
Él la miró, halagado. Monique susurró:
—Tú eres mi presente, mi futuro, mi cuerpo, mi alma… ¡Es maravilloso que tengamos total confianza el uno en el otro! Nunca me engañarás, ¿verdad, Lucien? ¡Pero unos ojos como los tuyos no podrían, no sabrían mentir! ¡Dime todo lo que piensas! ¿Lucien? ¡Lucien! ¿Estás aquí?
La tomó de la mano y besó su muñeca largo rato mientras murmuraba: «¡Aquí estoy!» y, en un susurro, entonó: «¡Te quiero!». Pero también pensaba: «¡Qué pesada es con esa manía de la sinceridad! Pinta mal para el futuro… Tal vez haya cometido un error no siendo más sincero con ella… ¡Tenía que haberle confesado todo, por Cléo! O, al menos, pedirle a su padre que le contara una parte de la verdad… Ahora es demasiado tarde».
«¡Te quiero!» Fascinada por esas palabras mágicas, Monique revivió el momento inolvidable: cuando los dos estuvieron casualmente solos en el piso donde pronto vivirían y que a ella le gustaba tanto decorar… Solo deseaba una cosa, pero no se atrevía a decirlo: ¡que volviera a suceder! Sin imaginarse el camino en dirección contraria que ya había tomado él, recapituló las compras que hacían, sus citas… todo lo que día a día terminaba uniéndoles. Esta tarde, su visita cotidiana… Mañana, a las cinco, el peletero; luego, echar un vistazo a los muebles imperio de los que les había hablado Pierre des Souzaies y, después, el té en el Ritz… Monique hizo un mohín:
—¡Qué pena que tengas un compromiso por la noche! Hubiera sido bonito que cenaras con nosotros y, después del teatro, celebrásemos juntos la Nochebuena. De todas formas, te reservaré un sitio… Ya sabes, palco 27. Alex Marly interpreta a Menelao.
—Haré lo imposible para escaparme. Te aseguro que se trata de un asunto importante.
… Sí, la licencia para fabricar el coche nuevo, conseguir vendérsela a esos belgas que habían venido ex profeso desde Amberes… Será más fácil que se decidan en el ambiente agradable de una cena… Todo esto le había dicho a Monique, y ella lo aceptaba como una de las aburridas obligaciones de su trabajo.
—¡El año que viene no nos separaremos más! —puntualizó ella levantando un dedo amenazador.
Tras la embriaguez de los días nupciales, se imaginaba que estarían juntos incluso en su trabajo cotidiano. Lo compartirían todo, tanto las preocupaciones como las alegrías.
—¿Me lo juras?
—¡Por supuesto!
Con treinta y cinco años, Lucien Vigneret afrontaba el matrimonio como quien llega a puerto después de una travesía tormentosa. Tenía la certeza de ser amado, por lo que saboreaba de antemano la tranquilidad de espíritu con los sentidos satisfechos. Se calzaba la perspectiva de esta estabilidad como unas pantuflas calentitas. Solo pensaba en su felicidad.
¿Y la de Monique? Estaba convencido de garantizarla sin esfuerzo: con ternura, atenciones y, pronto, la absorbente presencia de los niños… Absorbente para la madre, porque a él los niños no le preocupaban en absoluto… Ya tenía, en algún lugar del mundo, una niña que había abandonado. Una responsabilidad que a su vertiginosa conciencia no le pesaba más que el último perro al que había atropellado. Hoy en día, su mayor tormento era la inevitable ruptura, al menos en apariencia, con su amante, la modista Cléo.
Era una joven a la que había despedido de niña, luego había mantenido y que pensaba que iba a casarse con él algún día. Tenía un carácter colérico y celoso, ¡idéntico al de Monique! Pero temía, más que la franqueza y la espontaneidad de esta —pegajosas, sobre todo desde que la había conquistado sin reservas—, que la otra montara algún escándalo en el ayuntamiento. ¿Cómo evitarlo? Evitando sospechas hasta el final… Cuando eso sucediera, él ya sería dueño, con la patente en el bolsillo, del negocio Lerbier. ¡Luego ya vería! Incluso, si fuera posible, arriesgarse a seguir discretamente con las dos.
Lucien Vigneret, sagaz calculador, contaba con dar el pelotazo en esta asociación con su futuro suegro. Un pacto que se cerraría pronto y en el que Monique, sin saberlo, estaba en juego.
La fábrica Lerbier, afectada por la crisis general de negocios, se tambaleaba bajo su brillante superficie. Lo que había quedado de los beneficios de la guerra se esfumó en pos del invento. Lucien esperaba llevarse un buen pellizco, exonerando de responsabilidad en el contrato los quinientos mil francos, no pagados, de la dote de Monique y aportando a la sociedad Lerbier-Vigneret solo quinientos mil francos de dinero contante y sonante. La transformación del nitrógeno, explotada eficientemente, valía tanto como el oro.
Por eso no disimulaba su mal humor ante la inquietante generosidad de John White, posible comanditario. ¡Después de la boda, todo lo que quiera! De momento, la chica solo era valiosa a ojos de Vigneret por la patente. Pensando de esta manera, no era mejor ni peor que la mayoría de los hombres.
Iba a despedirse de Monique cuando ella, con una súplica espontánea, le retuvo.
—Va a venir mamá, ¡quédate…! Nos acompañarás.
Monique, presa de un ingenuo fervor, disfrutaba de ese instante precario como una religiosa disfruta de la eternidad. Lucien, con su rostro atrevido, su delgadez musculosa y sus ojos color azabache, les ganaba a todos, ¡hasta a los más guapos! Incluso hacía sombra a Sacha Volant, el exaviador convertido en campeón de carreras de coches, y a Max de Laume, alias Antinoo, crítico literario de la Nouvelle Anthologie Française.
Justo entonces Monique los vio, solícitos alrededor de Ginette. La señorita Morin examinaba con desdén el tenderete de Monique. ¡Aunque el rastrillo se estuviera terminando, estaba bastante bien surtido! Y, señalándole su puesto vacío, le dijo:
—¡Eh, menuda competencia! ¡A mí no me queda nada para vender!
—¡Sí! —protestó Sacha Volant.
—¡No! ¿El qué?
—¡Eso!
Le indicó una rosa que se marchitaba en el cinturón de Ginette. Max de Laume subrayó, con una sonrisa ambigua:
—Tu flor.
—¡Es demasiado cara para vosotros, queridos amigos! —respondió Ginette.
—¿Cuánto, por ejemplo? ¡Pon un precio! —exclamaron al unísono.
—¡Yo qué sé! ¿Veinticinco luises? ¿Es mucho?
—¡Para nada! —aseguró galantemente Sacha Volant—. Te doy treinta… ¡y más que vale!
—¡Cuarenta! —soltó Max de Laume.
—¡Cincuenta!
La señorita Morin consideró que el equívoco, si no la puja, ya había durado bastante. Así que soltó la rosa que se disponía a coger Sacha Volant y se la tendió a Mercœur, que llegaba en ese preciso momento.
—¡Adjudicada, señores! —dijo con un gesto burlón—. No la vendo. La regalo.
En los salones amplios, donde la muchedumbre era menos densa y el ruido se atenuaba, el rastrillo derivaba en recepciones particulares. A la orquesta de la Guardia Republicana le siguió la famosa banda de jazz de Tom Frick. Los bailarines de foxtrots y shimmys se bamboleaban entre las mesas de la gran sala del bufé. Alrededor de los puestos, donde se habían formado grupos según simpatías, resonaban las carcajadas y las voces. Podría decirse que, tras el ajetreo de la tarde, se trataba de la animación de una fiesta elegida donde la élite mundana cerraba filas. Los quinientos a seiscientos figurantes de todas las parroquias y de todos los organismos estaban allí. Se sentían como en casa.
—Tu madre no viene —dijo Vigneret—. ¡Las seis! Me tengo que ir. Es un asunto ineludible.
¡La cita con Cléo a las seis y cuarto era en su casa! Tenía el tiempo justo.
—Bueno —dijo Monique suspirando—, ¡nos vemos esta noche! No llegues muy tarde.
—A las nueve y media, como siempre…
Monique vio cómo se alejaba mirándole con ternura. Cuando desapareció, sintió bruscamente que estaba fuera de lugar. ¿Qué pintaba ella en esa feria de todo tipo de vanidades y perversiones?
El lujo y la estupidez que por allí desfilaban, bajo esos lujosos techos gubernamentales —mientras se sumaban escandalosamente los ingresos, que las vendedoras pregonaban a bombo y platillo— le revolvían el estómago. La etiqueta dorada con la inscripción «A beneficio de los mutilados franceses» no conseguía borrar de su memoria y de su sensibilidad la imagen atroz del gran hospital de Boisfleury…