Este libro solo ha sido posible porque un grupo de periodistas gallegos se jugaron y se juegan la vida informando sobre este asunto. Es para ellos este trabajo y es para ellos mi agradecimiento y admiración.
Gracias, Arturo Lezcano, mi editor outsider, por tu ayuda, paciencia y apoyo. Por leerme con buenos ojos.
Gracias, Álvaro, por la confianza de Libros del K.O. Gracias, Emilio, por no relajar la marca ni un metro. La asistencia de este libro es tuya, yo solo la empujé.
Gracias a mis padres y a mi hermana Cris. Es curioso cómo después de 34 años dando bandazos siguen creyendo en mí.
Gracias a todos los que me han prestado su tiempo para informarme, explicarme y narrarme sus vivencias en torno al narcotráfico en Galicia. Para muchos no ha sido fácil ni cómodo. Estoy muy agradecido.
Gracias a todos aquellos que me habéis animado durante el camino diciendo: «Avísame en cuanto salga que lo compro sin falta». Que así sea.
Nacho Carretero (A Coruña, 1981). Empezó en redacciones y después huyó para ser freelance. Ha publicado en todo medio escrito que se le ponía a tiro, desde Jot Down al XL Semanal pasando por Gatopardo o El Mundo. Escribió sobre el genocidio de Ruanda, sobre el ébola en África, sobre Siria, sobre su tía Chus y hasta sobre su amado Deportivo de La Coruña. Contar la historia del narcotráfico gallego era un sueño periodístico enquistado en su cerebro desde que era un neno. En verano de 2015 juró fidelidad como reportero a El Español.
Antón, Santo y García Mañá, Luis Manuel. O lume, Edicións Xerais, 1997.
Carré, Héctor. Febre, Edicions Xerais, 2011.
Conde, Perfecto. La conexión gallega. Del tabaco a la cocaína, Ediciones B, 1991.
Escobar, Juan Pablo. Pablo Escobar. Mi padre, Planeta, 2015.
González Martínez, Praxíteles. Yo también fui contrabandista en el estuario del Miño, O Rosal, 2013.
Lema, Rafael. Costa da morte, un país de sueños y naufragios, Grupo de Acción Costeira da Costa da Morte, 2011.
Portabales Jr., Ricardo y Cruz. Julián Fernández. El diario de mi padre. Testigo protegido, autoeditado, 2015.
Rivas, Manuel. Todo é silencio, Alfaguara, 2010.
Rodríguez Mondragón, Fernando. El hijo del ajedrecista, Editorial Oveja Negra, 2007.
Suárez, Felipe. La Operación Nécora +, autoeditado, 1997.
Trigo, José Manuel y Trigo, Ramón. O burato do inferno. Faktoría K de libros, 2010.
Urbano, Pilar. Garzón. El hombre que veía amanecer, Plaza & Janés Editores, 2000.
«Graben todo. En algún momento algún bastardo se levantará y dirá que esto nunca sucedió».
Dwight D. Eisenhower, tras la liberación de Auschwitz
PRIMERA EDICIÓN: septiembre de 2015
© Nacho Carretero Pou
© Libros del K.O.
Calle Sánchez Barcáiztegui, 20, escalera A, 5º izquierda,
28007, Madrid
ISBN: 978-84-16001-47-7
CÓDIGO IBIC: DNJ
DISEÑO DE CUBIERTA Y MAPAS: Artur Galocha
MAQUETACIÓN: María OʼShea y Tamara Torres
CORRECCIÓN: Tamara Torres
Para Antón. Benvido.
Para Paloma. Gracias.
Cuesta creerlo midiendo un mapa con dedos de colegial. Galicia tiene 1498 kilómetros de costa. Más que Andalucía o Baleares. Si se mira el mapa con detalle, se descubre que la orilla gallega tiene aversión a la línea recta. Se enreda tozuda en recovecos y rincones ideales para entrar y salir sin ser visto. Es también un monólogo de acantilados y rocas propicios para el naufragio. Uno de sus tramos se llama Costa da Morte. Y en la Costa da Morte comienza esta historia.
Las aldeas y pueblos de la zona —casi siempre escondidos del viento y el azote del mar— apenas tuvieron relación entre sí más allá de las rivalidades entre cofradías de pescadores y mariscadores. La remota ubicación también ha dotado a esta zona de un acento y una fonética gallega únicos, no siempre fáciles de entender. La joya de la corona es el cabo Fisterra, fin de la Tierra para los romanos, embarcadero de Caronte para los griegos, kilómetro cero del Camino de Santiago para los cristianos y un precioso cabo colgando al Atlántico para el visitante común. También, un excelente y escarpado escenario para descargar fardos.
Esta zona de Galicia, que abarca aproximadamente desde la ciudad de A Coruña hasta pasado Fisterra, siempre vivió del mar. De la pesca y del comercio, pero también de la mercancía de los buques que navegaban frente a sus costas. No había que esperar a que atracaran en puertos importantes, como Corme, Laxe, Muxía o Camariñas, a veces bastaba con asaltarlos en el mar o esperar a que se hundieran.
Contabilizar barcos hundidos en Galicia es una actividad condenada al naufragio. Hay documentados 927casos en la Costa da Morte desde la Edad Media hasta la actualidad. Ojalá hubieran sido solo esos, replican los lugareños. Hay un libro minucioso que recopila estas historias llamado Costa da Morte, un país de sueños y naufragios, del investigador Rafael Lema. En él se ofrece un catálogo completo de los capítulos más sorprendentes sucedidos en esta costa.
* * *
A finales del siglo XIX el buque inglés Chamois encalló cerca de Laxe. Cuentan que un vecino se acercó en su bote de pesca a socorrer a la tripulación, y cuando llegó le preguntó al capitán si necesitaba ayuda. El capitán pensó que le estaban preguntando por el nombre del barco y respondió: Chamois. Se produjo entonces un maravilloso cortocircuito fonético entre el marinero inglés y el paisano de la Costa da Morte. El mariñeiro entendió que el buque portaba bueyes (bois, en gallego) y dio súbito el aviso. En pocos minutos cientos de vecinos asaltaron el barco con cuchillos y hoces dispuestos a dar buena cuenta de los bueyes, ante la mirada aterrorizada de la tripulación inglesa.
El Priam acabó atascado en Malpica en la misma época. Las cajas llenas de relojes de oro y plata se desparramaron por la playa y desaparecieron en cuestión de horas. También apareció un piano de cola en la arena, y los vecinos, creyendo que era una caja todavía más grande, lo destrozaron a machetazos. No habían visto algo así en su vida.
La popular historia del Compostelano no es estrictamente la de un naufragio. Entró en la ría de Laxe en una maniobra perfecta, y cuando estaba llegando a la costa, embarrancó de forma limpia en un banco de arena de la playa de Cabana. Cuando los vecinos accedieron al barco, se encontraron con un gato; no había tripulación.
Una de las peores tragedias que se recuerdan tuvo lugar en 1890, cuando el buque inglés Serpent naufragó en Camariñas y murieron sus 500 tripulantes. Están enterrados en el llamado cementerio de los ingleses, un pintoresco camposanto en medio de un espectacular paisaje de playas y acantilados. Veinte años antes había hecho aguas el Captain, frente al cabo de Finisterre, dejando la costa sembrada con 400 cadáveres.
El horror de los naufragios no siempre tenía forma de cuerpos ahogados. En 1905, el Palermo, cargado de acordeones, se hundió frente a Muxía. Cuentan que esa noche del mar brotó una espectral música que aterrorizó a los vecinos.
En 1927 el Nil encalló cerca de Camelle repleto de máquinas de coser, telas, alfombras y piezas de coche. Nada más embarrancar, la naviera contrató de urgencia un servicio de seguridad privada para proteger la carga. De poco sirvió: en pocos días los vecinos rapiñaron toda la mercancía. Por cierto, el Nil portaba también cajas de leche condensada. La historia afirma que los vecinos no habían visto leche condensada en su vida y la confundieron con pintura. Dieron una buena mano a sus casas y la invasión de moscas adoptó forma de maldición bíblica.
Más allá del recuerdo de los lugareños está el escalofriante naufragio, en 1596, bajo una tormenta perfecta, de 25 barcos de la Armada Española. Más de 1700 personas murieron ahogadas. Las crónicas de la época dibujan un cuadro de terror, con los fogonazos de los relámpagos iluminando una escena de cadáveres, restos de barcos y supervivientes gritando antes de hundirse en las olas.
La lista es demasiado larga. Tanto que en la Costa da Morte se mide el tiempo en naufragios: el año del Casón (que obligó en 1987 a evacuar Muxía ante la sospecha de que transportaba productos químicos peligrosos), el año antes del Prestige, después del Serpent. Y así van cayendo los buques del calendario.
* * *
Ramón Vilela Ferrío, más conocido como «Moncho do Pesco», es un veterano percebeiro de Muxía. «Cuando era niño íbamos en traje de baño y jersey a los acantilado de la Costa da Morte. Si te llevaba la ola, te despedías. Hoy con los neoprenos es más seguro, aunque siguen muriendo percebeiros todos los años». En la cofradía de Moncho salían al percebe 30 personas en los años 70. Hoy quedan 14 vivos. «La vida aquí siempre fue muy difícil, hombre. A nosotros nos faltaba el pan. Teníamos todo el marisco para comer, pero no había pan. Eso es raro, ¿eh? Y también muy duro». Moncho, ya jubilado, ha sido testigo de decenas de naufragios. «Aquí es de siempre», dice. «Desde barcos romanos hasta el Prestige. Se hunde de todo aquí», ríe. «Mi abuela me contaba historias de cómo cortaban los dedos y las manos de los marineros ahogados para quedarse con los anillos y los relojes», explica.
Los marineros del Revendal, del Irish Hood y del Wolf of Strong —los tres ingleses y los tres naufragados en la Costa da Morte en el siglo XIX— aparecieron con miembros amputados en las playas donde se recuperaron los cadáveres. Estas historias incluyen a los raqueiros, piratas de tierra que se dedicaban a desorientar a los buques y asaltarlos. Encendían hogueras o colgaban antorchas de los cuernos de los bueyes, situándose en puntos estratégicos de los acantilados de la Costa da Morte. Cuando los barcos encallaban, los abordaban sin pudor. La mayoría de víctimas eran ingleses, de modo que estas historias horribles llegaron pronto a la isla de su graciosa majestad. Allí, la escritora Annette Meaking, amiga de la reina Victoria Eugenia, horrorizada por los hechos que le contaban, bautizó a principios del siglo XX aquel recóndito rincón como Coast of Death, esto es, Costa da Morte. Los relatos llegaron pronto a los principales periódicos británicos, y de ahí saltaron a la prensa madrileña, que adoptó el nombre. El gobierno de Londres pidió a España que tomara medidas «contra estas mafias de piratas».
«No había una mafia. No era una organización de piratas que se dedicaba sistemáticamente al asalto de buques. Eso no tiene rigor histórico». El investigador Rafael Lema pone cordura en un asunto que es carne de cañón para las leyendas e historias orales que en ocasiones son casi imposibles de verificar. En su opinión, se trataba de hechos aislados, asaltos puntuales. La magia que rodea algunas de estas historias de naufragios es discutible, pero sirve para ilustrar un mundo, una sociedad y una economía que creció durante siglos a la sombra de una mercancía fácil y gratis.
En 1983 el cura de A Illa de Arousa, una preciosa isla situada en medio de la ría, comprobó que el techo de la parroquia tenía una grieta. Decidió entonces acudir al hombre más rico y poderoso del lugar, Marcial Dorado, también conocido como «Marcial de la Isla», el formidable contrabandista cuya fama trascendería Galicia cuando se publicaron sus fotos en un yate junto al presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo. Le pidió un donativo y Marcial accedió. El cura arregló la grieta. Al año siguiente un nuevo agujero apareció en el templo y el párroco se acercó de nuevo al señor de la isla, pero esta vez sin suerte. Marcial cerró el bolsillo. Meses después el Servicio de Vigilancia Aduanera interceptó uno de sus barcos cargado con un alijo de tabaco. Cuentan que el contrabandista lo vio claro: «Esto me pasa por no hacerle caso al cura».
Marcial Dorado Baúlde era el jefe de uno de los tres clanes del tabaco más fuertes de las Rías Baixas. Una vez que «Terito» y «Nené» abrieron el camino, la nueva generación de contrabandistas, más jóvenes y mucho más ambiciosos, tomaron el control del negocio. «Terito» seguía siendo el patriarca simbólico, pero la carrera de estos nuevos grupos iba a otro ritmo. Eran organizaciones bien estructuradas, lideradas por capos enérgicos y con aspiraciones más globales que sus antecesores. En pocos años tomarían el control del contrabando de tabaco en España y, por momentos, en Europa.
Esta nueva hornada terminó de pulir la imagen mafiosa. Eran los conocidos como «señores do fume» (señores del humo): millonarios, ostentosos, prepotentes, caciques y con conexiones a todos los niveles. Entraban en los casinos de las Rías Baixas estrechando manos, regaban las mariscadas con los mejores Albariños y conducían coches que solo se veían por la tele. Dentro de su ecosistema había niveles: aquellos que regalaban una imagen elegante y educada, y enviaban a sus hijos a estudiar al extranjero, y los que, pese a los millones, seguían siendo malas bestias sin modales ni formas, y cuyo anhelo era que sus hijos siguieran sus pasos.
Entre los primeros se hallaba el mencionado Marcial Dorado, que encabezaba el clan más poderoso, la llamada Banda de Marcial. Dorado fue hijo profesional de «Terito» (algunos aseguran que también natural: «sonche cuspidiños»4, dicen las ancianas en Arousa), y de él aprendió todo hasta que se emancipó y formó su propio grupo. Marcial enseguida tuvo línea directa con Patrick Laurent, el gran capo del contrabando, y mantenía una estrecha relación con él, con constantes visitas a Ginebra y Basilea. Juan Manuel Lorenzo Lorenzo y Manuel Suárez Nieto eran sus socios más cercanos5. Aunque es imposible asegurarlo, es muy probable que la banda de Marcial fuera, en aquellos años, el grupo de contrabando de tabaco más poderoso de Europa. Tenían, además, una inaudita red de contactos, con casi toda la autoridad de la ría bajo su control. Manuel Prado López6 era el encargado de los sobornos, y su eficacia ayudó, sin duda, a que Marcial saliera indemne de todos sus encuentros con la justicia durante los 80 y los 90. La banda tenía infiltrados en la Guardia Civil, en Vigilancia Aduanera, en el aeropuerto de Vigo (que avisaban si despegaba el helicóptero de vigilancia) y en diversas sucursales bancarias, especialmente, una en Pontecaldelas que siempre contaba con ingentes cantidades de dólares a disposición de sus mejores clientes.
«Sito Carnicero» (no confundir con «Sito Miñanco») era el apodo de José Ramón Barreiro Fontán, el capo del segundo grupo más poderoso de contrabandistas de la ría. Su centro de operaciones era Vilagarcía, a pocos kilómetros de la isla de Marcial. Con «Sito» trabajaba Ricardo Camba, y el grupo también compraba el tabaco directamente a los contrabandistas europeos. «Sito» era conocido por su temperamento, era un tipo que no solía contar hasta diez antes de tomar decisiones. Murió en un extraño accidente de tráfico en 1985 y, cómo no, acerca de aquel suceso existen rumores para todos los gustos, desde ajustes de cuentas hasta suicidio. Es probable que «Sito Carnicero» haya inspirado la figura de Mariscal, protagonista de la novela Todo es silencio, del escritor gallego Manuel Rivas, en la que se retrata el mundo del contrabando y posterior narcotráfico en Galicia. A Manuel lo cogió «Sito» del cuello en las navidades de 1983, cuando el escritor —entonces en el rol de periodista— se presentó en el hotel donde el capo se alojaba fugado de la justicia e intentó hacerle unas preguntas. Mientras lo mantenía en el aire, «Sito» recomendó a un Rivas con claras dificultades para respirar que se fuera por donde había venido si no quería ir a parar al fondo de un barranco. Todo indica que, de no haber fallecido en aquel accidente, «Sito» hubiera dado el salto al narcotráfico como lo daría todo su entorno. Desde luego, cualidades no le faltaban.
ROS S. L. era el pretencioso nombre de la tercera banda de contrabandistas arousanos. Así era conocida la sociedad que formaban Ramiro Martínez Señoráns, Olegario Falcón Piñeiro y José Ramón Prado Bugallo, este último más conocido como «Sito Miñanco». A los jefes no les gustaba el nombre y en su declaración ante el juez Ramiro aseguró que «eso de ROS fue un montaje de la Policía». La realidad es que a todas luces estos tres contrabandistas eran la ROS, y hubo hasta quien intentó comprobar si la empresa aparecía como tal en el Registro Mercantil de Pontevedra. El grupo ROS funcionaba como una empresa, con una compleja infraestructura basada en Cambados que incluía libros de contabilidad, subcontratas, empresas tapadera y un sofisticado equipo de radio satélite para dirigir barcos y camiones. La justicia concluiría que la sociedad estaba en contacto directo con un tal «Tonino», a quien enviaban el dinero de la distribución. En un principio el fiscal creyó que «Tonino» era Antonio Bardelino, jefe de un clan de la camorra napolitana que un año después sería juzgado por la Pizza Connection. En realidad se trataba de Antonio Esposito, socio italiano del contrabandista Patrick Laurent, aunque también miembro de la camorra. El sumario de 1984 exhibiría cifras de negocio demoledoras para la época. Según la justicia, el grupo ROS evadió, entre julio y diciembre de 1983, 1500 millones de pesetas y 1,4 millones de dólares. En suma y traducido: 10,1 millones de euros que debemos trasladar a hace 30 años. Eso sin contar algunos libros de contabilidad del clan que nunca fueron hallados.
En total, y según la conclusión de las investigaciones, estos tres grupos habían movido, solo en la segunda mitad de 1983, algo más de 21,5 millones de euros. A las sucursales bancarias de Arousa se les disparaba la alfombra roja cuando alguno de los capos se acercaba por allí. Las oficinas de Vilanova, Vilagarcía y Cambados —cuyos directores serían más tarde procesados— contaban con permanente efectivo en varias divisas para los clanes. Lo explica Enrique León, agente y después comisario de la Policía Nacional de Vilagarcía durante los años 80 y 90. «Recuerdo a una familia de aquí, de Vilagarcía, que en seis meses de 1981 movió 3000 millones de pesetas. Cuando los de Hacienda fueron al banco a comprobar las cuentas, vieron que estaban a nombre de un chico discapacitado psíquico. Le fuimos a preguntar al chico y nos preguntó qué era una cuenta corriente».
Entre los tres grupos cooperaban. No había, como ya hemos dicho, enfrentamientos. «Sito Miñanco» y Marcial Dorado coincidieron en una docena de vuelos a Ginebra. Cuando el juez le preguntó sobre estos viajes a «Miñanco», este respondió que siempre se encontraba a Marcial en el asiento de al lado. Con los años «Sito» se convertiría en una suerte de capo colombiano de la ría, un mini Pablo Escobar con pretensiones que imitaba hasta la estética de los jefes de los carteles colombianos, para los que acabaría trabajando.
La antítesis de «Sito» era Laureano Oubiña Piñeiro. Representa el mejor ejemplo de esa segunda especie de contrabandistas que, sin apenas saber escribir, tenían cuentas corrientes en las que no cabían los ceros. Oubiña encabezaba otra de las organizaciones de contrabandistas tabaqueros de Arousa. Operaba entre Vilagarcía y Vilanova, lugar este último donde acabaría comprando el emblemático Pazo de Baión. La de Oubiña era una organización más discreta, que no estaba en el punto de mira de las autoridades; eso le permitió crecer y convertirse sin obstáculos en uno de los mayores narcotraficantes de Europa.
En el invierno de 1983 una patrulla de la Guardia Civil que pasaba por el puerto de Ribeira —localidad situada en la cara norte de la Ría de Arousa— divisó algo en el agua. Era una persona chapoteando al borde de la hipotermia. Se acercaron apresurados y comprobaron que era un compañero. Lo ayudaron a salir del mar y lo cubrieron con una manta. En ese momento el agente dijo que se había caído, pero más tarde se supo la verdad: lo había empujado Manuel Carballo «o Gavilán», en el transcurso de una discusión. Al parecer el guardia civil estaba pidiendo su parte, un «qué hay de lo mío» de manual que acabó con manotazos de ahogado. Carballo no solía ser violento; al contrario, destacaba por su cabeza fría y discreción. También por su ojo para sacar el máximo rendimiento al negocio. Con el tiempo daría el salto al narcotráfico, una enfermedad que se extendería entre los miembros de su familia como un legado empapado de sangre: a su hijo Daniel Carballo Conde, «Danielito», le volaron la cabeza en un pub de Vilagarcía, y su hermana, Carmen Carballo, acabó tetrapléjica en otro ajuste de cuentas. Su primo, Luis Jueguen, sintió silbar las balas colombianas en Benavente.
Dicen que «Falconetti», el apodo que tenía Luis Falcón Pérez, venía del personaje de la serie «Hombre rico, hombre pobre». Empezó descargando cajas para «Terito» y acabó siendo uno de los amos del contrabando en la ría. Su base estaba en Vilagarcía, y sus modos eran rudos hasta el punto de que era partidario de enfrentarse al Estado y a las autoridades usando la violencia. Al parecer, siempre iba armado y se paseaba por Arousa con un coche blindado, aunque nadie sabía muy bien por qué lo necesitaba en aquellos años. Cuentan que un día acudió al ayuntamiento de Vilanova para tratar con el alcalde de entonces, José Vázquez, el asunto de una recalificación. Ante la negativa del político, «Falconetti» sacó una pistola, la puso encima de la mesa y dijo: «Traer de Portugal a alguien que pueda dar un escarmiento solo cuesta un millón de pesetas». En otras ocasiones el capo era algo más sutil y tiraba de contactos aprovechando que era afiliado de AP (sí, otro más). En 1984 consiguió que el pleno de Vilagarcía aprobara la construcción del primer bingo que vería la comarca, a pesar de que el secretario municipal hizo constar «la manifiesta ilegalidad» del proyecto. El PSOE de Vilagarcía recurrió con tibieza el resultado, pero la queja se perdió en el olvido. Entonces el alcalde del municipio era José Luis Rivera Mallo, de AP, quien terminó como senador y presidente de la Comisión para el Estudio del Problema de las Drogas. Tres años después «Falconetti» estaba en la cárcel tras intentar colar una partida de hachís en Vilagarcía. No lejos del bingo, por cierto.
Mano a mano con Luis Falcón trabajaba Jacinto Santos Viñas, otro que acabaría en la galería de narcos históricos. En la época que nos ocupa ayudaba a «Falconetti» a transportar el tabaco. Lo hacía con un barco remolcador que compró y puso a trabajar en los puertos de A Coruña y Ferrol. Entre buque y buque que atracaba, Santos Viñas aprovechaba para descargar el Winston en los muelles. Años más tarde tendrían lugar dos ventas: la que él hizo, de su remolcador en Sudáfrica, y la que le hicieron, cuando su contacto marroquí lo entregó a la Guardia Civil. Santos Viñas, como ya veremos, acabaría traficando con hachís y cocaína, y organizando su propio clan familiar usando como tapadera una empresa de importación de ostras turcas.
Más al norte, en la Costa da Morte, el asunto lo manejaban «os Lulús», tal vez el clan más eficaz y resistentes de cuantos ha conocido el contrabando y el narcotráfico en Galicia. Basta decir que siguen en activo a día de hoy. «En la Costa da Morte no se mueve nada ni nadie si no es con su permiso», sentencia un veterano guardia civil.
Otro de los clanes famosos en Galicia es el de «los Charlines». Sus patriarcas, los hermanos Manuel y José Luis Charlín Gama, venían del contrabando de chatarra, y con la entrada en el tabaco dieron el pistoletazo de salida a una saga delictiva que todavía hoy no conoce final. «El Viejo», como se conoce a Manolo Charlín, y sus hermanos venían de un entorno de pobreza, aldeanos que de niños peleaban cada invierno por no desfallecer de hambre. Tal vez en consecuencia su actitud como contrabandistas (y después como narcos) era propia de alguien que no tenía nada que perder: bruscos, impulsivos y muy violentos. Destaca la paliza que le dieron a Celestino Suances, un contrabandista de tercera de Valladolid que les debía dinero. En concreto, siete millones de pesetas (42.000 euros). José Luis Charlín envió a la capital castellana para cobrar la deuda a su socio, José Luis Orbáiz Picos, ex guardia civil que colgó el tricornio para dedicarse al contrabando de tabaco y después al narcotráfico (su hijo seguiría sus pasos). A su llegada a la ciudad, Orbáiz Picos fue recibido por un grupo de guardias civiles de paisano que, en lugar de los siete millones, le dieron una somanta de puñetazos y lo mandaron de vuelta a Vilanova. Meses más tarde «los Charlines» se enteraron de que Suances andaba por Arousa, concretamente estaba comiendo en el Frankfurt (los nombres de los restaurantes y bares de los emigrantes gallegos retornados merecerían un libro aparte), restaurante propiedad de «Terito», a quien Suances solía comprar marisco. Dos de los hermanos, Aurelio y José Luis Charlín, se acercaron al lugar, agarraron al moroso y se lo llevaron a la fuerza a la conservera Charpo, propiedad del clan. Allí, junto a Manuel Charlín y Orbáiz, le pegaron hasta cansarse, lo encerraron en una cámara frigorífica y le obligaron a llamar a su mujer para que enviase el dinero. Celestino Suances logró escapar del secuestro desmontando la trampilla de ventilación del camión frigorífico donde lo habían metido. Regresó a Valladolid y presentó una denuncia que obligó a «el Viejo» a retirarse unos meses a Bélgica.
Aquel suceso lo investigó el entonces juez de Cambados, José Luis Seoane Spiegelberg. «Regresamos con Suances a la fábrica donde había ocurrido todo, para reconstruir los hechos. El pobre hombre estaba acojonado perdido», recuerda el juez. Aquel asunto mosqueó a Spiegelberg, que en lugar delimitarse a cumplir el expediente, tomó la inédita decisión de profundizar, perseguir e intentar desarticular el contrabando de tabaco en Galicia. Nacía así un plan que desembocaría en la gran redada de diciembre de 1983 y el posterior macrosumario 11/84, la primera operación seria contra el contrabando gallego, cuando las operaciones todavía no tenían nombres graciosos.
4 Son igualitos.
5 Ambos eran conocidos como «los Ferrazo» y acabarían formando su propia banda. Según la Fiscalía, el clan introdujo entre 1982 y 1983 más de 3,5 millones de cajas de tabaco que vendió a 30.000 pesetas (180 euros) cada una.
6 Este histórico del contrabando acabaría detenido en el año 2012 por un alijo de 3200 kilos de cocaína que debía desembarcar en Corcubión, en la Costa da Morte. Una trama, por cierto, que dirigía el ex jefe de la Guardia Civil de esa localidad.
En 1983 el juez Spiegelberg desmanteló el cuartel de O Grove y detuvo a otros cuatro agentes de Sanxenxo. La cosa fue más o menos como sigue: a O Grove enviaron destinado a un chaval de Segovia, no demasiado espabilado, pero que iba recomendado por un sargento. El primer mes, cuando fue a cobrar, además de su sueldo le entregaron 15.000 pesetas y varias cajas de Winston. «¿Y esto?», preguntó el novato. «Aquí funciona así», le respondieron. «Por cada fardo de tabaco que pasan nos dan 1000 pesetas. Y cajetillas de regalo». El agente aceptó el sobresueldo. Meses después, el sargento que lo había recomendado le hizo una visita y le preguntó cómo iban las cosas. El chaval no dudó: «Mejor, imposible. Además del sueldo, aquí nos dan un extra y tabaco de regalo». La inocente confesión, además de provocar una probable cara de incredulidad en el sargento, impulsó la investigación del juez Spiegelberg.
Acusó a los 14 guardias civiles implicados de malversación, prevaricación, simulación de delito, cohecho, contrabando y falsedad documental. Cuando iban a ser procesados, la Capitanía General de A Coruña solicitó el traslado de la causa por tratarse de agentes del Instituto Armado; quería someterlos a un tribunal castrense. Spiegelberg se opuso y fue finalmente el Tribunal Supremo quien estipuló que aquello era un asunto policial. La justicia ordinaria procesó a los agentes cinco años después.
Un veterano de la Policía Nacional recuerda con amplia sonrisa cómo aquel mismo año les dieron un soplo en Vilagarcía sobre una furgoneta cargada hasta la asfixia de cajetillas de tabaco. El topo les pidió que no la interceptasen cerca de allí, para no delatarlo, así que los policías siguieron a la furgoneta en un coche de incógnito hasta Lalín, en Ourense, donde le dieron el alto. Los contrabandistas bajaron del vehículo con llamativa calma, alguno sonriendo mientras se acercaban a los agentes. Uno de los policías mostró su placa. Manos en la cabeza, los contrabandistas reaccionaron: «¡Coño! ¡Que no son guardias civiles!».
«En realidad —resume un juez de la época— con la Guardia Civil no se podía contar». Perfecto Conde, en su libro, dedica un capítulo a los sobornos que recibían los agentes y que los investigadores detectaron desglosados en las cuentas de las organizaciones de contrabandistas. Figuraban como un gasto más, bajo la denominación de «pagado fuerza», y se referían al dinero destinado a los cuarteles gallegos que debían hacer la vista gorda. De estas y otras decenas de casos de corrupción nació la frase que Laureano Oubiña pronunciaría años después: «No, hombre, no. Sin ellos no hubiéramos podido hacer nada…».
Confiesa el juez Spiegelberg que se dio cuenta de la dimensión real del tinglado que los clanes del tabaco tenían montado en Galicia cuando comenzó a transcribir los pinchazos telefónicos. Tras la paliza de «los Charlines» a Suances, los investigadores bajaron por fin al fango del contrabando con escuchas y seguimientos. Recuerda Spiegelberg que, en una de esas intervenciones, dos capos hablaban por teléfono después de que un buque con tabaco procedente de Grecia hubiera sido apresado por Vigilancia Aduanera y sus tripulantes detenidos. La conversación, tal y como recuerda el magistrado, fue más o menos como sigue:
—¿Ya saben los marineros griegos lo que tienen que decirle al juez?
—Sí. No te preocupes. Y si alguno se pasa de listo tenemos ya untado al intérprete.
Los clanes llevaban mucha ventaja a la justicia. Por un motivo: la ley de contrabando —Ley Orgánica 7/82— no se aprobó hasta 1982. Una vez incluida en la legislación, los jueces por fin encontraron armas para enfrentarse dignamente a los capos gallegos: la nueva norma dejaba de considerar el contrabando una falta y lo convertía en un delito; ya no se respondía solo por la mercancía incautada, ahora la justicia podía imponer elevadas multas independientemente de la mercancía. El escenario cambió. Al menos sobre el papel, porque, como vamos a ver, el poder de los clanes trascendía al de los legisladores.
Cuando llevaba pocos meses de trabajo, Spiegelberg unificó las investigaciones y decidió que era necesario hacer una gran redada contra los principales capos del tabaco gallego. La operación fue bautizada como el macrosumario 11/84. El juez contaba con el respaldo de Virginio Fuentes, gobernador socialista de Pontevedra y una de las escasísimas voces de la política gallega que se alzaban contra los contrabandistas. En realidad Fuentes era la punta de lanza del Gobierno de Felipe González, que intuyó en la lucha contra el contrabando una gran oportunidad de ganar votantes gallegos. El tiro, claro, les salió por la culata. En Madrid desconocían el absoluto respaldo social con el que contaban las organizaciones, y las actuaciones policiales con sello socialista no hicieron sino restarles apoyo.
El poder de las organizaciones gallegas era tal que enseguida se enteraron de que se preparaba una redada. De hecho, supieron exactamente quiénes estaban en el punto de mira de la justicia, y ellos, solo ellos, decidieron huir a Portugal en noviembre de 1983, un mes antes de que la operación se llevara a cabo. Con pies ligeros cruzaron la frontera Marcial Dorado y su banda, «Sito Carnicero» y la suya y parte de la ROS, en concreto, Ramiro Martínez y Olegario Falcón. «Sito Miñanco» decidió quedarse en un exceso de confianza y fue detenido cuando salía de una cafetería de Cambados. Lo pilló el comisario Enrique León, que lo recuerda con nitidez. «Lo estábamos buscando. De pronto lo vi saliendo de una cafetería, me acerqué tranquilo, y cuando estaba a su lado le pregunté: “¿Eres ‘Sito Miñanco’?”. Él se giró: “Sí”. Lo agarré y le dije: “Trincado”».
Los que huyeron se alojaron en hoteles de contrabandistas portugueses, antiguos socios ya ampliamente superados por los gallegos. Marcial y sus hombres se instalaron en lujosas suites del pazo medieval A Boega, cerca de Vilanova da Cerveira, frente al río Miño. «Sito Carnicero» eligió Monte Faro, una localidad pegada a la frontera, donde se alojó en un antiguo monasterio reconvertido en hospedaje. Fue allí donde agarró del cuello a Manuel Rivas cuando este intentó hacerle unas preguntas. En la crónica que el periodista escribiría posteriormente para El País, Rivas contaría que «Sito» acusó a la prensa de estar echando «montones de inierda (sic)» sobre el asunto. Olegario Falcón y Ramiro, de la ROS, se escondieron en Lanhleas, y allí pasaron las Navidades con sus familias.
El resto se quedó en Galicia. El sumario no incluía ni a «Terito» ni a «Nené». Tampoco a Oubiña, «Falconetti», Manuel Carballo ni a ninguno de «los Charlines». Como un hechizo, sobre Arousa se instaló la creencia de que eran intocables, y hasta se popularizó una canción: «Te olvidaste de “Terito” y de “Nené”, de Carballo y de Falcón, porque te pagaban mejor». La redada comenzó a parecer un intento de derribar un caballo tirándole higos. El contrabando siguió funcionando a pleno rendimiento. Ese mismo año se apresó el carguero griego Christina, que transportaba el mayor alijo de tabaco de la historia en Europa. El récord se batió pronto, cuando meses después se interceptaron los buques Tessar y Cedar, también griegos (los de los marineros con el intérprete untado). En aquella operación la fragata Andalucía llegó a disparar un cañonazo de advertencia contra uno de los cargueros. Periodistas expertos en contrabando, como Elisa Lois, entonces en El Correo Gallego, o el propio Manuel Rivas, recuerdan que el negocio fluía como nunca a pesar del sumario abierto, con descargas prácticamente diarias. Los buques nodriza se relevaban frente a las costas gallegas.
Mientras tanto, en Portugal —como en una novela con subtramas— los huidos seguían dirigiendo sus operaciones a distancia. De vez en cuando hacían incursiones en Galicia, pero la mayor parte de 1984 la pasaron en sus hospedajes portugueses. En el pazo A Boega tuvo lugar el 6 de julio un hecho inédito e insólito. Aprovechando una gira por el país luso, el entonces presidente de la Xunta, Xerardo Fernández Albor, de Alianza Popular, mantuvo un encuentro con Marcial y, según parece, el resto de capos huidos de la justicia. Hay cientos de versiones sobre esta reunión: algunas recogen que fueron los contrabandistas quienes se acercaron al presidente de forma imprevista y le robaron cinco minutos de su agenda. Otras señalan que se mantuvo un encuentro con todas las letras. Todas coinciden en concluir que Albor recomendó —o pidió— a los capos que regresaran a España y se entregaran a la justicia. Ellos le dijeron que estaban siendo perseguidos «de forma injusta por la justicia». El presidente tendría que dar explicaciones en el Parlamento gallego después de que se filtrara el encuentro y el PSOE presentara una interpelación. Albor llegaría a disculparse asegurando que ignoraba que los huidos se alojaban en el hotel al que acudió.
Coincidencia o no, tras aquella reunión el juez Spiegelberg fue relevado de la investigación y enviado a Cantabria. Lo mismo sucedió con el gobernador socialista Virginio Fuentes, que fue destinado a Albacete, donde aseguraría meses después que no quería volver a saber nada del contrabando gallego. Al revuelo hay que añadirle una frase que hizo pública el periodista Perfecto Conde, interceptada por la Policía en una conversación telefónica entre el contrabandista Celestino Ayala, de A Pobra do Caramiñal, y el socio de Marcial, Manuel Prado. Ambos hablaban sobre la persecución de la justicia, la redada y la huida de Marcial y los demás a Portugal. En un momento dado, Ayala soltó: «Nos van a joder un año más, hasta que salga Fraga».
La receta se completa con el párrafo que escribió la periodista Elisa Lois en El País en el año 2013, en una crónica que rememoraba estos sucesos: «Si los movimientos de los tabaqueros ya eran favorables a la causa política personalizada en Manuel Fraga, después de la redada de 1983 los apoyos se multiplicaron. Eso sí, las aportaciones de los contrabandistas a las campañas electorales constituían una información tan reservada como la hora o el lugar de descarga de la mercancía». Es el momento para recordar que, mientras todo esto sucedía, «Nené» era elegido alcalde Ribadumia por AP, cargo en el que estaría los siguientes 18 años.
Parece que los contrabandistas le hicieron caso al presidente de la Xunta tras el encuentro en Portugal y los ceses fulminantes de Spiegelberg y Fuentes. El primero en regresar y entregarse fue Marcial, en noviembre de 1984. Se presentó solo en Madrid, tras discutirlo con sus abogados, ante el juez Alfonso Barcala. Detrás fueron el resto, Ramiro, Olegario y «Sito Carnicero». Ingresaron en la prisión de Carabanchel durante unas semanas; después, pagaron fianzas que no superaban los 20 millones de pesetas (120.000 euros) y regresaron a casa. Los capos contaban con un enorme respaldo legal, con abogados que trabajaban para ellos, como José María Rodríguez Hermida o el incombustible Pablo Vioque, que acabaría encarcelado por tráfico de cocaína después de ser nombrado presidente de la Cámara de Comercio de Vilagarcía por parte de AP. De Vioque hablaremos despacio, porque la causa lo merece.
De esta época son famosas las fotos de abogados de Vilagarcía y Cambados repartiendo billetes en las puertas de los juzgados mientras los marineros de los buques apresados aguardaban en círculo. Era el dinero para las fianzas. Los clanes se encargaban de todo.
En total, 93 contrabandistas fueron procesados y quedaron pendientes de juicio. Pero, misterios de España, la vista se fue aplazando hasta que se fijó una fecha, ¡ojo!, en 1993. Entonces, la Fiscalía se dio cuenta de que la legislación había cambiado en 1986 debido a la entrada de España en la entonces Comunidad Económica Europea (CEE), y se declararon los hechos prescritos. Los 600 años de cárcel y los 1,47 billones de pesetas que pedían de multa (más de 8000 millones de euros) se quedaron en nada.
Tras aquella lección de impunidad, el tráfico de tabaco vivió sus mejores años en medio de la absoluta y completa pasividad de gobiernos y autoridades. El contrabando alcanzó un volumen de negocio nunca visto. Se multiplicaron los clanes, se trajeron más y mejores planeadoras y aumentaron los contactos. Los gallegos se hicieron los dueños. No solo eso: ese breve paso por Carabanchel de algunos capos —donde coincidieron con narcos colombianos— y los contactos con redes internacionales, proporcionados por el lavado de dinero, provocaron que el recién alumbrado negocio del tráfico de drogas pusiera sus ojos en aquel rincón de España, tan asombrosamente impune y tan maravillosamente preparado para meter fardos en tierra como si no hubiera mañana. Nada podía impedir ya el salto.
«¿Para qué ir a Andalucía a trapichear porros cuando puedes traer un pesquero cargado de fardos directamente desde Marruecos?».
Enrique León era entonces inspector de la Policía Nacional en la comisaría de Vilagarcía de Arousa. Él y su equipo llevaban años combatiendo el contrabando de tabaco, una pelea desigual en la que los capos les sacaban años de distancia. «Conseguimos un viernes el permiso de un juez para intervenir un teléfono», cuenta Enrique con su meridiano acento de la ría y su voz profunda y clara. No recuerda exactamente el año. Tal vez, 1985. Puede que 1986. «Andábamos detrás de alguno de los jefes del tabaco. El lunes ya nos pusimos a escuchar, a ver si hablaban de alguna descarga y, coño, en la primera conversación salía un tío colombiano. Recuerdo que pensé: “¿un colombiano?”. Y, sí, estaban hablando dos, un jefe de aquí y un colombiano. De pronto le pasó la llamada a otro colombiano y hablaron otro rato. Y al final llegó a un tercer colombiano. Tres filtros para hablar con aquel tipo. Nosotros entonces no teníamos ni puta idea de quién era».
Enrique llegó tarde. Enrique y el resto del cuerpo de Policía, de la Guardia Civil, de la Xunta y del Gobierno. Todos llegaron tarde. Aquel colombiano a quien no conocían y que negociaba telefónicamente con Vilagarcía tras pasar tres filtros era José Nelson Matta Ballesteros, jefe del clan de los Ochoa y uno de los dirigentes del cartel de Medellín. Enrique pinchó el teléfono un lunes en las Rías Baixas y escuchó al tercer narcotraficante más buscado del mundo por la DEA y la Interpol.
Los mandos policiales y políticos de esa España que aún se estaba probando el traje de la democracia, poco sabían de las nuevas sustancias que comenzaban a circular entre los jóvenes. Y mucho menos de las organizaciones internacionales que las manejaban. Cuenta el periodista arousano Felipe Suárez en su libro La Operación Nécora + que en el verano de 1978 los jóvenes melenudos de Vilagarcía se juntaban en el Bar Peñón a jugar a las cartas y fumar porros. «En esa época —narra Chema, uno de aquellos hippies de la ría— después de las partidas me fumaba tranquilamente un canuto y el sargento Gabeiro siempre protestaba: “A ver cuándo coño vas a cambiar de tabaco, mira que es fuerte”. Y yo le respondía: “Tranquilo, sargento, ya se irá acostumbrando, es tabaco holandés”».
En realidad ahí se fraguó el salto. Al contrario de lo que sugiere la creencia popular, no fueron los capos los que trajeron la droga (hachís primero y cocaína después) y se la ofrecieron a una ignorante generación de jóvenes que acabaría destrozada. No. Ocurrió que, con ese radar para el trapicheo incrustado en el ADN, los contrabandistas detectaron un negocio incipiente en las nuevas sustancias que fumaban los amigos de sus hijos y presintieron dinero, como antes lo habían olido en la gasolina, la chatarra y el tabaco. Entonces, sí, preguntaron, se informaron y enseguida tomaron las riendas del negocio para extender la mercancía como una epidemia entre toda una generación.
«Los viejos no querían dar el paso. Tenían todo el tinglado del tabaco montado, eran millonarios». Toma la palabra el juez José Antonio Vázquez Taín, que se convertirá en azote del narcotráfico con el nacimiento del siglo XXI. «No querían arriesgar porque no conocían qué era todo aquello. Fueron los jóvenes los que vieron mucha más pasta y menos esfuerzo». Para ser exactos, tal y como explica Felipe Suárez en su libro, fueron los hijos de Manuel Charlín Gama, el patriarca del clan de «los Charlines», quienes abrieron la lata.
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Tati, Dámaso, Rivero de Aguilar… son algunos de los nombres de la primera pandilla de melenudos enamorados de Woodstock que se recuerda en Vilagarcía. En 1975 se fueron de viaje a Inglaterra, y allí descubrieron los placeres del hachís. Volvieron varias veces, y siempre se traían una china para pasar el verano. Enseguida más chavales se unieron al novedoso «hippismo» que se extendía por el sur de Galicia y que sería la antesala de la movida gallega, capitaneada por Vigo y secundada por el resto de localidades de las rías. Chenano, Chiruca, Maribel, Tarano, Chis «el Cojo», Chema… compartían las chinas traídas de Londres, hablaban de fotografía, arte y pacifismo, y hasta organizaban orgías en las que todos participaban de buena gana. Eran hippies con todas las letras.
Fue Ángel Facal «Corpiño Xeitoso» quien comenzó a traer hachís con regularidad para la pandilla. Él y Tati viajaban de vez en cuando a Marruecos y se subían tres o cuatro kilos de porros. Con los años ya ni siquiera tenían que cruzar la frontera: los gallegos compraban el hachís en Sevilla o en Madrid y regresaban. Cada año que pasaba era más fácil conseguirlo, y cada año que pasaba más gente compraba lo que traían: ya no eran solo sus amigos de Vilagarcía; jóvenes de Vigo y Santiago sabían que los chavales de Arousa vendían porros a muy buen precio. Y el interés se fue extendiendo como se extendía por el resto de España. El negocio iba tan bien que Chema y Chis «el Cojo» montaron un garito en Sanxenxo, ya entonces destino preferido para el turismo bien de Madrid. Lo llamaron Siete Colinas y lo atendían con la ayuda de Ángel «el Cojo» y Suso «el Sordo». Al cerrar se iban de copas a Portonovo, y por la mañana se tiraban en la playa sin más obligación que comer algo antes de volver a abrir el pub. Fue en aquellos veranos, fumándose la resaca en la arena mientras veían amanecer los 80, cuando Adelaida, una chica de la pandilla, se enamoró de Chis. Ella, como tantos otros jóvenes de la época, era hija de contrabandista. Nada especial, entonces, y una premonición hoy: Adelaida se apellidaba Charlín Pomares y su padre era Manuel Charlín Gama. A través de aquella relación —nada bien vista por el viejo Charlín, quien hasta intentó acusar a Chis de corrupción de menores porque Adelaida tenía 17 años—, llegaron al grupo sus hermanos Manuel y Melchor, trabajadores a jornada completa en la organización tabaquera de su padre. En solo dos semanas de fiesta con la nueva pandilla se dieron cuenta de que estaban perdiendo el tiempo con el Winston de batea. Acudieron al patriarca, le plantearon la idea… y hasta hoy.