Conduce tu carro y tu arado

sobre los huesos de los muertos.

William Blake, Proverbios del infierno









 

Las heces de la ciudad, el derecho del mundo.

San Jerónimo

 


 

Un cuchillo, un tenedor, una botella y un corcho.

Así es como se deletrea Nueva York.

Dillinger, Cokane in My Brain





















PRIMERA EDICIÓN
: enero de 2016

TÍTULO ORIGINAL: Low life

 

Copyright © Luc Sante 1991

Publicado con licencia de Andrew Nurnberg

 

© de la traducción Pablo Duarte, 2016

© Libros del K.O., S.L.L., 2016

C/ Infanta Mercedes, 92 – Dpcho. 511

28020 Madrid

hola@librosdelko.com

librosdelko.com

 

ISBN: 978-84-16001-53-8

CÓDIGO BIC: 1KBBEY, HBTB, JFGS, JKV, WQH

DISEÑO DE PORTADA Y MAPA INTERIOR: Artur Galocha

FOTO DE PORTADA: Escenario de un crimen, NYPD, circa 1915,

© archivos municipales de Nueva York

FOTOS INTERIORES: Colección privada de Luc Sante

MAQUETACIÓN: María O’Shea

CORRECCIÓN: Zaida Gómez Goñi




índice

Prefacio

Parte 1: Paisaje

1.El cuerpo

2.El hogar

3.Las calles

Parte 2: La vida activa

1.Las luces

2.Cultura de taberna

3.Opio

4.Azar

5.La hermandad perdida

Parte 3: El brazo

1.El hampa

2.Policías

3.El Tigre

4.Santidad

5. Mirones

Parte 4: La ciudad invisible

1. Huérfanos

2. La deriva

3. Bohemia

4. Carnaval

5. Noche

Un apunte sobre las fuentes

Agradecimientos

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Prefacio











Este es un libro sobre Nueva York. Podría describirse brevemente como relativo a los vicios y los encantos que la ciudad ofrecía a las clases bajas durante el siglo XIX, y a las calles y callejones que fueron su teatro. El periodo de tiempo que abarca cubre los casi 80 años de adolescencia y adultez temprana de la ciudad: desde cerca de 1840, cuando Nueva York empezó a transformarse por las vías del tren, las casas de vecindad y otros atributos de la ciudad moderna, hasta 1919, que no solo fue el año de la ley Volstead1 y del Temor Rojo2, sino también un portal hacia una nueva era tecnológica que transformaría la ciudad una vez más. En términos geográficos, el relato se circunscribe a Manhattan, y está enfocado mayoritariamente hacia los dominios de lo que atrae y de lo que se mantiene en secreto, de los bazares y de los bajos fondos: el Bowery, Satan’s Circus, Hell’s Hundred Acres, Hell’s Kitchen, los arrabales, los muelles. Pese a estar acotado temporal y topográficamente, creo que también es un libro sobre el Nueva York de hoy.

El firmamento que es Nueva York es más grande que la suma de sus partes. Es una ciudad, pero también es una criatura, una mentalidad, una enfermedad, una amenaza, un imán, una escenografía barata, una zona de alta concentración de accidentes. Es un personaje inverosímil, un vórtice monstruoso de contradicciones, un mecanismo de atracción-repulsión tan extremo que nadie podría haberlo inventado. En la superficie, Nueva York, que ha sido llamada la capital del siglo XX, como París lo fue del siglo XIX, parece estar fundada en el progreso, en el cambio, en la demolición de lo gastado para hacer hueco a lo nuevo, y, después, en la demolición de lo nuevo para hacer espacio al futuro. La atracción por lo nuevo está integrada en su nombre; es la parte del nombre con la que uno se queda en realidad, ya que el «York», una conmemoración de su linaje colonial, carece de resonancias y existe solo como un vestigio. Nueva York está encarnado en Manhattan (los otros barrios, por todo lo nobles, útiles y significativos que puedan ser, son meros apéndices), y Manhattan es un espacio finito que no puede expandirse, solamente reconfigurarse y repavimentarse continuamente. Manhattan es el país de las maravillas de la especulación inmobiliaria, un punto caliente cuya temperatura no puede sino aumentar con el crecimiento poblacional y donde el atractivo permanece unos cuantos pasos por delante de su capacidad. El mito de Manhattan, entonces, se conjuga en tiempo futuro. No se remonta a un pasado heroico, carece de su Rómulo y su Remo (excepto en la imagen de la transacción entre Peter Minuit y los canarsie3, que simplemente fue el primer buen negocio, la puerta de entrada primordial). Nueva York rechaza al pasado. Expele a sus muertos.

Los muertos, sin embargo, son un grupo notablemente perverso e ingobernable. Tienden a no quedarse prudentemente enterrados, y, de hecho, se resisten a todos los esfuerzos por borrar sus huellas. Las culturas que glorifican y conmemoran a sus muertos simplemente han hallado un agudo mecanismo para satisfacerlos y, en consecuencia, para mantenerlos callados. Cuando a los muertos se les representa todo el tiempo en monumentos, imágenes, memoriales y ceremonias, su vigor se incorpora a estos objetos y a estas celebraciones; se desactivan, se vuelven anodinos. Nueva York, que se funda en el movimiento hacia adelante y que por ello es contrario a conmemorar a sus muertos, los obliga a estar deambulando, siempre insatisfechos e insepultos, a invadir los recintos del pretendido progreso, a posar sus manos heladas sobre el despreocupado presente, que no sabe cómo identificar a estas fuerzas que tironean de su racionalidad.

Los gestos de Nueva York hacia su pasado son indiferentes, simbólicamente evasivos, mercantiles. A los inmigrantes que pasaron por el puerto, los que fueron procesados en Ellis Island, los que cumplieron turnos laborales de una o dos generaciones, los que malvivían en casas de vecindad, se les reconoce haber formado parte de la maquinaria del progreso al identificarlos con la imagen de la Libertad de Bartholdi ubicada en la antigua isla Bedloe (antes, un sitio de ejecuciones): una multitud de figuras oscuras con sombreros y pañoletas se agolpa reverente en los barandales de un barco, y en conjunto anhela transformarse en una generación de triunfadores elegantes y con la cabeza descubierta. De quienes sí lo lograron dan testimonio las instituciones —sus nombres, arrancados del contexto, unidos a pabellones de hospitales, anexos en museos, incorporados a escuelas de metalurgia—. El puerto que ellos atravesaron ha sido rebasado por la tecnología, y su lápida es South Street Seaport, que exhibe sus bares y sus boutiques entre los despojos de un comercio y una industria pasados de moda. Ahí, y a lo largo de la ciudad, los objetos antes útiles se presentan como artefactos decorativos, desprovistos de cualquier propósito más allá de evocar imágenes vagas de una época de la que basta con saber que era «un tiempo más sencillo».

La palabra común para denominar este tipo de distorsión es «nostalgia». Esta palabra puede definirse a grandes rasgos como «un estado de desprecio inarticulado por el presente y un temor al futuro, en sintonía con una añoranza de orden, constancia, seguridad y comunidad —cualidades que se disfrutaron por última vez en la infancia y que retroactivamente se imagina uno que siempre estuvieron ahí antes de nuestro nacimiento—». En épocas recientes se ha convertido en una actividad comercial bajo la que se ofrecen baratijas y recuerdos de décadas pasadas; esta actividad engloba la erudición, el fetichismo, los ciclos de la moda y la historia social, y hace de todos ellos una moneda falsa. La nostalgia, sin embargo, tiene otra función.

En el Nueva York mercurial, la tradición, dominante en cualquier otro lado y época, siempre ha sido resbalosa. La tradición que alguna vez existió se ceñía a ambientes ahora desaparecidos —barrios que podían presumir de una continuidad de por lo menos tres generaciones, tabernas que superaban el cuarto de siglo sin cambios significativos en su clientela—. La tradición, en su acepción clásica, ha sido víctima del flujo y la dispersión, y de los efectos amplificadores, homogeneizantes y refractores de los medios electrónicos. Por otro lado, estos medios han ayudado a perpetuar otra corriente de tradición, una que con frecuencia se agrupa bajo la categoría de la nostalgia. Las décadas pasadas vuelven a estar de moda a intervalos regulares, a medida que las personas que experimentaron aquellas décadas como niños y adolescentes llegan a posiciones de poder en el mundo. En sus años de lucha, miraban principalmente hacia el futuro; después de haber tanto conseguido sus objetivos como fallado al realizar sus sueños más deseados, tienen el remordimiento y el ocio, la complacencia y la insatisfacción para mirar hacia atrás, y los medios para transmitir una versión idealizada de su pasado, del que, sin embargo, la suciedad de la historia no puede lavarse por completo. Entonces, los relatos, las leyendas, los estilos, los prejuicios y las suposiciones de esas décadas se transmiten a las generaciones más jóvenes, y estos a su vez transmiten este saber popular en forma aún más fragmentada a sus sucesores. El juego del teléfono roto en la progresiva distorsión de estas transmisiones se parece mucho a la tendencia entrópica de las tradiciones orales.

Un ejemplo puede encontrarse al final de la década de 1920 y durante la de 1930, cuando Estados Unidos comenzaba a someter a su cultura a una auténtica red de medios de alcance nacional, cuando la influencia de la radio y las películas comenzaba a erosionar las características regionales en el habla, la música, las costumbres y las tradiciones. Los principales escritores, artistas y cineastas que habían sido jóvenes en la década de 1890 se asomaban a ella con cariño y descreimiento, a través de una brecha provocada por el cambio tecnológico y el crecimiento poblacional, y sus historias resultaron atractivas para un público más joven que, en medio de la prohibición y la depresión económica, podía apreciar una época que en contraste parecía optimista, libre y abierta de miras. Los frutos de este renacimiento de los noventa —las películas de Mae West, los libros de Herbert Asbury, los falsos grabados sobre madera del satírico John Held Jr., entre muchas otras cosas— entraron al imaginario popular, y los lugares comunes del cambio de siglo aparecieron como decorado en muchos escenarios, desde la «alta» cultura a la «baja», del American Mercury, de H. L. Mencken, a los dibujos de Popeye de Max Fleischer. Estas obras, en particular las películas, se diseminaron entre las generaciones siguientes, que retuvieron sus imágenes pese a ignorar completamente su contexto histórico. Tales imágenes emergen como arquetipos en el imaginario popular incluso ahora: el camarero con el bigote de manillar y rizos ensalivados; el ladrón con su suéter a rayas, gorra de tela y antifaz; las sirvientas con sus enaguas y sus mejillas ruborizadas; el bohemio con su boina y su corbata ondeante; el jugador de póquer con sus elásticos en las mangas y su visera verde; el policía que hace girar su porra y tiene acento irlandés. Aparecen en los dibujos animados, en las cartas de los restaurantes, en los escenarios de las comedias musicales, en las bases de datos de imágenes que maneja la gente —lugares donde los símbolos del imaginario convencional requieren un giro jocoso— y, también, contextos en los que esas imágenes apenas son examinadas por los observadores y, por ello, son absorbidas más involuntariamente.

En Nueva York, la absorción de este imaginario por el inconsciente de la ciudad adquiere los contornos de una tradición porque las imágenes se acompañan con nombres y lugares, aun cuando sea de forma casi aleatoria, y así los habitantes de la ciudad se convierten en custodios de una historia de la que rara vez son conscientes. ¿De qué otra manera explicar, por ejemplo, que el Bowery retenga en su nombre un tenue aroma del honky-tonk y el barrelhouse4 que no merece tener desde más o menos 1914? Es probable que en cierta medida se deba a que las comedias de los Bowery Boys se siguieran produciendo hasta 1958, y aún hoy se emitan en televisión. Estas películas de bajo presupuesto presentaban a una tropa de adolescentes afablemente revoltosos cuyos buenos corazones se ponían a prueba por las tentaciones del bulevar. (Su primera aparición como grupo fue en la producción de Broadway Dead End, de Sidney Kingsley, en 1935, y en otros momentos se les conoció como los Dead End Kids y los East Side Kids). Aunque las películas se desarrollaban en un barriada genérica, la mención al Bowery en su nombre se eligió presumiblemente por la imagen lúgubre y empobrecida del Bowery que en ese entonces había revitalizado, entre otras cosas, la película The Bowery, dirigida en 1933 por Raoul Walsh, una evocación poco fiable de la década de 1890. Sucede que Bowery Boys era el nombre con que se había conocido a varias bandas de Manhattan desde el siglo XVIII, un hecho que probablemente desconocían las personas involucradas en estas producciones. Entretanto, el estilo cinematográfico de los Boys, que incluía detalles como marcados acentos neoyorquinos (originalmente del Bowery) y un variado catálogo de accesorios para la cabeza, desde sombreros pork-pie hasta gorras de béisbol con las viseras ladeadas, recordaba el estilo de las bandas de principios de siglo y, a su vez, tuvo influencia sobre los manierismos punk que vinieron después; el círculo se cerró con la estética desarrollada a mediados de la década de los setenta alrededor de CBGB, el hoy venerable local ubicado en el Bowery.

Hay otros lugares en Manhattan repletos de recurrencias, puntos que parecen magnetizados por un genius loci. En nuestra época, las prostitutas deambulan por donde deambularon las prostitutas hace 100 años; los vagabundos acampan donde estaban las chabolas del siglo XIX; los vendedores callejeros ofrecen sus mercancías en los sitios que antes vieron hileras de carretas o mercadillos con mercancía robada. Alrededor del parque de Tompkin Square hay un constante ir y venir de facciones anarquistas, tal como sucedía en 1887, cuando la policía se dedicaba a hacer arrestos preventivos como consecuencia de la revuelta de Haymarket en Chicago5. Sorprendentemente, aún hay trileros itinerantes que utilizan como tapadera falsos comercios en el antiguo Hell’s Hundred Acres, el actual SoHo. Estos ecos pueden tener muchas causas superpuestas: la coincidencia, las edificaciones, la disposición geográfica, las limitaciones que son endémicas en Manhattan. Hay muchas zonas de la ciudad que han sido remodeladas tan profundamente durante este siglo que no ha quedado huella de sus antiguas identidades. Pero la mayoría de las zonas alteradas comparten un rasgo importante: son, con muy pocas excepciones, las propiedades más valiosas (y en esta isla tienden a ser los puntos más alejados del mar, el centro geográfico de la ciudad conforme se fue deslizando de Bowling Green hacia la zona sur de Central Park). Los lugares que parecen relegados a la eterna repetición de la pobreza y a la mala vida y a ser un carnaval para el mercado negro, lo están por el arraigo de los prejuicios, que es otro afluente del cauce subterráneo de la tradición, y que, como la propia tradición, involucra respuestas perpetuas a estímulos olvidados. Las calles o los barrios que han adquirido mala reputación por estar asociados con los basureros del periodo federal o con las curtidurías holandesas o con las charcas estancadas, aunque se pavimentaran hace tiempo, siguen cargando con un estigma; nadie se acuerda de la curtiduría, que fue sustituida por un barrio de chabolas; y luego, por dos generaciones de casas de vecindad; y más tarde, por un edificio de vivienda pública ahora venido a menos. La decadencia de esa vivienda pública es, en gran medida, una consecuencia del olor de la curtiduría. Así actúan los fantasmas de la ciudad.

Los fantasmas de Manhattan no son los espíritus de las clases adineradas, que están sepultados bajo sus nombres, bajo sus obras, bajo sus construcciones. Los fantasmas de Nueva York son las almas sin descanso de los pobres, los marginados, los desposeídos, los depravados, los tarados, los contumaces. Ellos son los espíritus guardianes de la jungla urbana en la que vivieron y murieron. Sin reconocimiento de la historia que se integra en la sabiduría popular, ellos impulsan invisiblemente la construcción de sus monumentos en el inconsciente colectivo. El mito de la ciudad insiste en el progreso, más grande y mejor todo el tiempo; la nostalgia habitual se funda sobre el remordimiento por el civismo y la familiaridad perdidos. El inconsciente de la ciudad es el depósito de todo lo que omiten esas dos actitudes, la historia reprimida del vicio y el crimen, la miseria y el tejemaneje, el pánico y la desesperanza, el caos y la saturnal. Mientras que Nueva York ha adoptado como sobrenombre la Gran Manzana, un apelativo ilusionado que le dieron los músicos de jazz cuando su arte estaba de moda remunerativamente hablando, sería más veraz que la ciudad respondiera a los apelativos gemelos con los que la conocían los vagabundos: la Gran Mancha y la Gran Cebolla.

 

* * *

 

Este libro es el resultado de haber vivido en el Lower East Side durante más de una década. Llegué ahí en busca de la bohemia y la cultura juvenil, y, además, era un lugar barato donde vivir. Dormía, trabajaba y me pegaba juergas en edificios de apartamentos con el suelo inclinado, yeso desmigado, tuberías corroídas, una calefacción errática; a través de las ventanas y sus barrotes veía rejillas de ventilación llenas de basura y construcciones deterioradas; pero me sentía arropado por la marginalidad. La comida de la mesa de vapor en las cafeterías ucranianas era barata, y también lo era la ropa en las tiendas de segunda mano; los muebles desechados eran gratis. Mi renta mensual equivalía más o menos a mi sueldo de una semana, que era mínimo. La relativa privación material no suponía un gran sacrificio si tenemos en cuenta que la recompensa era ser independiente de las corrientes principales de la sociedad y la cultura. En ese entonces, Nueva York estaba al borde de la bancarrota. Era un mercado favorable a los compradores: uno de cada dos comercios en mi barrio estaban abandonados, y la mayoría de los edificios residenciales que no estaban completamente en ruinas solo estaban ocupados a medias. La ciudad parecía casi rural en su lenta desolación y, a su manera, invitaba a la meditación igual que las ruinas de Grecia y Roma. En la medida en la que su aislamiento del Estados Unidos de los barrios residenciales y de los centros comerciales reflejaba mi propio estado mental, también parecía estar, paradójicamente, cargada de posibilidades.

A principios de los ochenta, el espejismo económico del gobierno de Reagan cambió todo, trajo una peste de especuladores, desarrolladores, usureros de toda clase, así como una nueva clase de ambiciosos que no se habían visto en la zona desde la migración a las afueras posterior a la Segunda Guerra Mundial. Los apartamentos vacíos se llenaron de un día para otro y, en consecuencia, los alquileres se dispararon. Más o menos al mismo tiempo, ya había tenido suficiente de la cultura juvenil y comencé a preguntarme qué hacía en mi barrio miserable. Las mejoras cosméticas promovidas por los caseros y los comerciantes únicamente lograron que el lugar pareciera todavía más infame. Los nuevos materiales solo resaltaban los defectos estructurales de los edificios; las complejas molduras de madera, los soportes de hierro forjado al estilo de columnas corintias, los suelos de mosaico y los asombrosamente complejos techos de estaño con repujados ornamentales fueron arrancados y reemplazados por molduras estandarizadas sin atributos; las lámparas incandescentes, tenues pero cálidas, que había en las entradas y en los pasillos fueron desechadas en favor de una iluminación fluorescente que alumbraba cada cucaracha y cada mierda de ratón. En realidad, ninguno de los cambios mejoró la vida de las personas que habitaban el barrio desde mucho tiempo atrás. Las drogas duras, un rasgo local siempre presente, cada vez estaban más disponibles y sus efectos eran cada vez más devastadores. Las disputas entre caseros e inquilinos y las protestas de vecinos que se negaban a pagar se volvieron más comunes y más amargas que antes. Ahora circulaban taxis por la avenida A, algo que había sido impensable, pero en cualquier caso la mayoría de los antiguos residentes no podían pagarlos y lo único que consiguieron fue congestionar unas calles que solían ser bastante tranquilas.

En medio de toda esta agitación, mientras percibía cómo un entretenimiento o un punto de referencia tras otro iban desapareciendo en nombre de un supuesto progreso, comencé a preguntarme qué había habido antes, quiénes habían vivido en estos edificios cuando se construyeron. Quería tener una imagen de la zona en la época en la que se hicieron aquellas cornisas rococó, aquellas escalinatas elevadas y aquellas entradas esculpidas (y resulta que el periodo de tiempo que comprende este libro, circa 1840 a 1919, coincide con la época en la que se construyeron las casas de vecindad del Lower East Side, una coincidencia no intencionada pero para nada accidental). Quería saber cómo se movían las personas por la ciudad, qué ruidos escuchaban en las calles, qué les prometían los anuncios en las vallas y, más aún, cuáles eran sus miedos, sus reclamos y sus tentaciones, del mismo modo en que a mí me habían atraído otras cosas a la ciudad. No estaba interesado para nada en los inmigrantes honestos y trabajadores; su historia ya se había contado, y, además, yo mismo había llegado a Estados Unidos como inmigrante —aunque algunos años tarde como para haber sido filtrado a través de Ellis Island— y por ello los procesos de orientación y asimilación gradual no me parecían tan misteriosos. Quería saber sobre Nueva York como circo y como jungla, como un entorno de peligro y de placer, la tierra salvaje que debió ser entonces, como ahora.

Comencé a leer y a husmear por ahí, a ver imágenes y a revolver reliquias, guiado por el azar. Hubo ocasiones, cuando este proyecto era nuevo, que mi investigación me arrastraba y entonces perdía la noción de qué año era allí afuera. Por lo menos una vez, de madrugada y bajo la influencia del alcohol y de la arquitectura y de mis viejas copias de la Police Gazette, me vi merodeando en busca de un antro que había cerrado hace unos 60 u 80 años, con la esperanza de encontrarlo en medio de una trifulca. Este tipo de alucinación no es difícil de experimentar, incluso ahora, en algunas calles vacías donde perviven los edificios que estuvieron atestados de bebederos clandestinos, de casas de apuestas y de burdeles. Sobrevive una cantidad extraordinaria de edificios que antes alojaron los peores agujeros de la ciudad, desde el Foso de Ratas, de Kit Burns, al Suicide Hall, de McGurk. Me atraían instintivamente estos lugares, tanto por su historia como por lo que me imaginaba de ellos, como si hubiera sido testigo de sus días de gloria. Mediante la lectura y el tiempo transcurrido, sin embargo, podía permitirme el lujo de ser al mismo tiempo la víctima, el estafador y un observador algo más sombrío y sabio. El vicio me atraía, pero también podía trazar el curso ruinoso de sus efectos, y reparar en las fuerzas económicas y políticas que lo sostenían, y conocer a quienes se beneficiaron de él.

Este libro es entonces una expresión de amor y de odio, como corresponde a una obra sobre Nueva York, donde la soledad es una amenaza y un escudo, donde la pobreza provoca respuestas imaginativas en quienes la padecen —hasta el punto de que parece mucho más atractiva que la insípida seguridad—, donde los elementos más coloridos con frecuencia son los más nocivos, donde el éxtasis se persigue hasta la muerte, donde el ombligo del mundo y los lindes de la civilización quedan a unas cuantas calles. La ciudad era así hace un siglo, y sigue siéndolo ahora. Hay, de hecho, solo dos diferencias significativas entre aquel mundo y el nuestro: ahora hay mucha más tecnología y todo es mucho más caro, incluso en proporción.

Este libro está organizado en cuatro partes. La primera, «Paisaje», describe la configuración del terreno, las condiciones materiales de las viviendas y la apariencia de las calles. La segunda, «La vida activa», trata sobre las tentaciones y la evasión de la realidad. La tercera, «El brazo», es una mirada a las fuerzas del orden, la represión y el lucro. La cuarta, «La ciudad invisible», trata de inventariar la trascendencia, las maneras en las que algunas personas intentaron crear su propia ciudad alternativa, por voluntad o porque no les quedaba otra. Dentro de estas partes hay capítulos, organizados de acuerdo a categorías amplias y relativamente obvias. Estas categorías conciernen a los lugares comunes esenciales de la ciudad, a aspectos que siguen influyendo en la vida en Nueva York incluso aunque sus particularidades hayan cambiado. «Las luces», por ejemplo, que se refiere a los entretenimientos populares, muestra que, a pesar de que su centro neurálgico se desplazó de los escenarios originales y de los «dime museums» hacia los locales de máquinas recreativas y a las salas de cine especializadas en películas de terror y persecuciones, muchos de los atractivos son constantes: sangre, fuego, velocidad y carne. Estas categorías podrían verse como correspondientes a las cartas de un tarot sobre Nueva York, o, para elegir una metáfora más relacionada con la historia de la ciudad, a las figuras arquetípicas que aparecían en el libro de sueños de los apostadores6. Son los elementos constitutivos del vocabulario de símbolos de Nueva York, los objetos y las criaturas de su zodiaco: la isla, la casa de vecindad, el anuncio, el show, el bar, la droga, el juego, la prostituta, el ladrón, el policía, el político, el predicador, el turista, el huérfano, el nómada, el beatnik, la revuelta, la noche.

Esta no es para nada una obra de historia académica. Al investigarla, me guiaba más por la casualidad y la intuición que por el método. Me interesaban más las leyendas que las estadísticas, los rumores que los informes oficiales. Con toda intención me interesé por las historias tal y como circulaban, antes que corregirlas o enmendarlas, y, aunque puse en juego todo mi escepticismo y mis facultades críticas en lo que parecía inconsistente o improbable, no me propuse fijar versión definitiva alguna. Este libro puede interpretarse como un intento de escribir una mitología de Nueva York, un conjunto de historias y advertencias y adornos y tabúes, que en potencia contiene la fuente de las supersticiones actuales y de las fijaciones de los tabloides y de los rituales aparentemente sin propósito. Es un intento de extraer alguna esencia del ser neoyorquino más allá del comercio y las relaciones públicas, una esencia que resida en el abono acumulado por la propia ciudad a través de generaciones de ramas curvadas que han crecido hasta formar un todo retorcido.



 

 

 

 

1 Ley Volstead es el nombre con el que también se conoce a la ley seca, que prohibió la venta, importación y fabricación de bebidas alcohólicas en todo el territorio de Estados Unidos hasta 1933. Su nombre se debe a Andrew Volstead, presidente del Comité Judicial de la Casa Blanca que supervisó su aprobación (N. del Traductor).

2 El Temor Rojo es el nombre que reciben las dos grandes oleadas de anticomunismo que vivió Estados Unidos durante el siglo XX. La primera de ellas surgió tras la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa. La segunda fue liderada por el senador McCarthy tras la Segunda Guerra Mundial. Ambas tuvieron ingredientes comunes, como la inflamada retórica de los políticos y los excesos represivos (N. del T.).

3 Según la tradición, Peter Minuit, director de la colonia de Nueva Holanda, compró el extremo sur de la isla de Manhattan a los indios canarsie a cambio de objetos por valor de 60 florines. Hay mucha leyenda al respecto: se dice que fue una auténtica ganga para los compradores, pero también que los indios canarsie no eran los propietarios legítimos de la isla y que se limitaron a llevarse aquel inesperado botín (N. del T.).

4 Los honky-tonk eran bares de ambiente rudo en los que solía haber acompañamiento musical. Eran más típicos en el sur de Estados Unidos y, a veces, también funcionaban como burdel. También se conoce así a un estilo de música. Por su parte, los barrelhouse eran locales de categoría similar, también con música y, en ocasiones, prostitución, aunque con la peculiaridad de que servían sus dudosos brebajes directamente desde unos barriles (N. del T.).

5 El 1 de mayo de 1886 se intensificaron las protestas obreras que un grupo de trabajadores había iniciado con una huelga en Chicago. Estas protestas alcanzaron su punto álgido el 4 de mayo en la revuelta de Haymarket, con unos enfrentamientos tras los que ocho trabajadores fueron injustamente condenados. A raíz de aquellas protestas, el 1 de mayo se designó como Día Internacional de los Trabajadores. En aquellas fechas, la policía redobló su vigilancia y su control en el parque de Tompkin Square, en Nueva York, por miedo a que se produjera un brote anarquista. Jamás se produjo ninguno (N. del T.).

6 En la época que abarca este libro fueron comunes entre los apostadores unos libros que asignaban un número a diferentes palabras, nombres propios, sueños, fechas… Los jugadores apostaban al número correspondiente a la palabra que les gustaba, a su nombre, al sueño que habían tenido o a la fecha en que habían nacido. Se hablará de ellos más adelante en este libro (N. del T.).

BAJOS FONDOS

UNA MITOLOGÍA DE NUEVA YORK

LUC SANTE





Traducción de Pablo Duarte





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Parte 1: Paisaje