ÁNGEL
L.A. WEATHERLY
ÁNGEL
Título original: Angel
Diseño de la cubierta: Pepe Far
Primera edición impresa: marzo de 2012
Primera edición en e-book: junio de 2012
Edición en ePub: febrero de 2013
© L. A. Weatherly, 2010
© de la traducción Carlos Muñoz, 2012
© de la presente edición: Edhasa, 2012
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ISBN: 978-84-92472-39-0
Depósito legal: B. 19.153-2012
A mi marido, con amor
–¿Tu coche es ése? –preguntó la cajera del 7-Eleven–. ¿El negro brillante?
Alex asintió, apurando una taza de café Big Gulp allí mismo.
–Cómo mola –suspiró la chica, lanzándole una nueva ojeada. Se trataba de un Porsche Carrera y los rayos de sol lo hacían brillar como si estuviera hecho de cristal líquido–. Por aquí apenas se ven coches como el tuyo.
«No, claro que no», pensó Alex, intentando recordar dónde se encontraba ese «por aquí». Cattle Chute (Oklahoma), u otro poblacho con un nombre igual de funesto. «El hogar de los cowboys de pura cepa», anunciaba el cartel cosido a balazos de la entrada de la ciudad.
–Surtidor 3 –le indicó él a la chica.
La cajera le sonrió, abriendo mucho sus ojos castaños mientras marcaba en la registradora el precio de la taza de café y la gasolina.
–¿Acabas de llegar al pueblo? –le preguntó. El cartelito que llevaba en el pecho anunciaba que se llamaba «Vicky». La chica era casi tan alta como él, pero eso tampoco era decir mucho, ya que él apenas sobrepasaba el metro setenta y cinco, y se había planchado tanto la melena castaña que casi podría haber cortado un papel con su cabello.
«Debe de ser un trabajo de fin de semana –supuso mientras sacaba la cartera–. Debe de rondar los dieciséis. Seguramente va a ese enorme instituto que he visto en las afueras de la ciudad.»
Aquel pensamiento lo molestaba y lo divertía al mismo tiempo. Sólo conocía la vida de instituto por la tele: deportistas con chaquetas que llevan una letra bordada, animadoras que corretean alrededor del campo, parejas que acuden juntas al baile de graduación. Un mundo completamente distinto, un mundo tan estúpidamente inocente que casi le daba miedo. Los estudiantes de instituto eran lo bastante mayores para luchar, pero ninguno luchaba.
Porque casi ninguno era consciente de que estaban en guerra.
–No, estoy de paso –respondió y le alargó un par de billetes de veinte.
–Oh. –El rostro de Vicky mostró su decepción–. Supuse que podrías ir al mismo instituto que nosotros…, aunque supongo que ya eres mayor para ir a clase. ¿Cuántos años tienes?
¿Veintiuno…?
–Más o menos –contestó con una sonrisa ligeramente pícara. En realidad tenía diecisiete años, pero Vicky no se había equivocado tanto: en lo que importaba, él era ya mayor.
La cajera tardó lo suyo en darle el cambio.
–¿Cuánto tiempo te vas a quedar? Es que, bueno… Si quieres hacer algo… o si quieres conocer un poco la ciudad…
Del bolsillo de los pantalones vaqueros brotó un pitido que anunciaba que su teléfono móvil acababa de recibir un mensaje. El corazón de Alex dio un vuelco. Se hizo ligeramente a un lado, sacó el teléfono y lo abrió.
Enemigo detectado, Aspen (Colorado). Residencia 1124, Tyler Street.
«¡Por fin!» Como siempre que se producía un avistamiento, Alex sintió un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo. Por fin… Ya había pasado casi una semana y se estaba volviendo loco. Guardó el teléfono en el bolsillo y sonrió a Vicky. ¿Por qué no? No volvería a verla nunca.
–Tal vez la próxima vez –le respondió, cogiendo el vaso de café–. Gracias, de todos modos.
–Claro –aceptó la chica, intentando esbozar una sonrisa–. Vaya… Entonces, buen viaje.
Cuando Alex empujó la puerta batiente, el ambiente demasiado frío a causa del aire acondicionado dio paso a un septiembre seco, ardiente. Se metió en el Porsche. El coche era tan bajo que sentía estar sentado en el suelo, los asientos de cuero negro lo rodearon como si lo abrazase la oscuridad. Aquel Porsche era enormemente cómodo: toda una suerte, ya que prácticamente vivía dentro del coche. «Aspen (Colorado)», tecleó en el GPS. Tiempo estimado de llegada: 2.47. Casi nueve horas de viaje. Con un nuevo trago de café decidió hacerlo de un tirón. No necesitaba dormir… Por Dios, si lo único que había hecho desde la última presa había sido descansar.
Salió del aparcamiento y puso rumbo a la Autopista 34, al norte de la ciudad, si es que aquella población podía considerarse una ciudad: sólo había unas docenas de manzanas de casas prefabricadas y un par de avenidas largas e iluminadas aderezadas con tiendas, por las que seguramente paseaban aquellos muchachotes lugareños todos los sábados por la noche, bebiendo cervezas sin alcohol y hablándose a gritos. Nada de aquello existía fuera de los límites de la población, donde sólo había polvo, silos de granos y extractoras de petróleo. Alex colocó el controlador de velocidad a ciento diez y encendió la radio. Sonaban los Eagles, canturreando aquello del Hotel California. Hizo una mueca de disgusto. Conectó su iPod y dejó que sonara algo de rock independiente mientras el Porsche se comía los kilómetros.
Se preguntó durante un instante cómo habría reaccionado Vicky si supiese que guardaba un fusil semiautomático en el maletero.
***
Las montañas Rocosas acunaban Aspen en su interior, como si se tratase de la palma de un gigante que sostuviese un puñado de diamantes. La carretera giraba y descendía por la ladera a medida que se acercaba a la ciudad. Los faros del coche barrían la oscuridad que se abría ante Alex. Algunas liebres se quedaban paralizadas en el arcén, con los ojos abiertos como platos, y en una ocasión perturbó la tranquilidad de un gamo, que desapareció entre los árboles con unos cuantos saltos.
El reloj del coche marcaba las 2.51 h cuando cruzaron el límite de Aspen. No estaba mal. El GPS lo dirigió hacia Tyler Street, una avenida silenciosa bordeada de árboles cercana al centro. Una de las farolas parpadeaba, pero el resto iluminaba la calle en silencio, revelando una hilera de casas de grandes ventanales y céspedes inmaculados. Ninguna de ellas tenía las luces encendidas. Todo el mundo dormía.
Alex aparcó el coche a unas cuantas casas de distancia del número 1124. Apoyó los codos en el volante y contempló la casa. Sus oscuras cejas se unieron en una sola mientras reflexionaba. Sabiendo buscar, a veces podías distinguir una señal, pero allí no había nada. Se trataba de una casa igual a todas… excepto por el césped delantero, algo más descuidado que el resto: en medio del césped sobresalían, rebeldes, algunas malas hierbas.
«Desconsiderados con los vecinos… Muy mal», pensó Alex.
Antes de iniciar el descenso hacia Aspen había puesto el fusil en el asiento delantero. Ahora colocó el cargador y echó un vistazo a la casa a través de la lente infrarroja. La puerta principal cobró un color rojo inquietante, y todo se hizo más definido, incluso podía leer el nombre grabado en el buzón de correos metálico instalado en el muro del porche: «T. Goodman».
Goodman. Alex soltó una risita a su pesar. En muchas ocasiones, las criaturas adoptaban apellidos vulgares para poder integrarse mejor. Y era curioso comprobar que algunas de ellas también tenían sentido del humor. Colocó el silenciador en el cañón del fusil. Aquel silenciador era de última generación y relucía tanto como el arma. Ya sólo tenía que esperar. Se acomodó en su asiento sin apartar la vista de la casa. Antes, cuando salían por equipos, a los otros cazadores les disgustaban las noches de vigilancia, pero para Alex constituían parte esencial de la caza. Parte esencial de la diversión. Tus sentidos deben estar alerta, no puedes relajarte ni un segundo.
La puerta delantera se abrió casi una hora después. En menos de un segundo colocó el fusil en posición y siguió observando a través de la lente. El hombre alto que había salido al porche se detuvo para echar la llave a la puerta, antes de bajar a buen ritmo los escalones y correr por la calle. Sus pasos resonaban en el silencio, decididos.
Alex bajó el arma. No le sorprendía que T. Goodman hubiese salido en forma humana, ya que normalmente solo mostraban su verdadera naturaleza cuando comían. Esperó a que el hombre doblase la equina, en dirección al centro, para salir del coche y abrir con cuidado el maletero. Sacó una gabardina negra, cerró con cuidado el maletero y se puso en marcha, con el fusil bien escondido bajo el largo vuelo de la gabardina.
Cuando giró por la misma esquina, localizó a su presa a sólo una manzana de distancia, cruzando la calle. Se detuvo un instante y dejó que su vista se desenfocase instantáneamente. Alrededor de aquella oscura silueta se iluminó un aura de un tono plateado, pálido, con un ligero parpadeo de luz azul en el borde.
Alex apresuró el paso. Hacía días que la criatura no comía, así que debía de estar de caza.
El hombre se dirigió hacia un bar en el centro, Espuelas, como rezaba el cartel de neón que brillaba en la fachada, donde una vaquera amarilla y rosa, vestida con pantaloncitos cortos y un minúsculo chaleco de cuero destellaba mientras agitaba el sombrero. El ritmo de la música golpeaba con fuerza y un coro de voces masculinas gritaba al unísono.
Alex reconoció la señal y sacudió la cabeza en señal de su admiración. Espuelas era uno de esos locales en que las camareras iban ataviadas con ropa sexy y bailaban sobre la barra. Los hombres presentes a aquellas horas debían de estar borrachos y revoltosos, por lo que no prestarían mucha atención a lo que sucedía a su alrededor… El escenario ideal para ir de caza. En efecto, él también habría escogido un local como aquél.
Un par de seguratas aburridos flanqueaba la entrada principal. Para no llamar su atención T. Goodman se fundió con las sombras. A media calle de distancia, Alex tomó su posición tras un Subaru aparcado mientras calculaba el espacio que los separaba. Allí estaría bien, decidió. En otras ocasiones había estado mucho más cerca, aunque los gorilas podían ser alcanzados por alguna bala perdida.
Justo en ese momento la pesada puerta metálica del Espuelas se abrió de golpe y salió tambaleándose un hombre vestido con un traje arrugado.
–Una gran noche, chico –afirmó, palmeando el hombro de uno de los vigilantes–. Las chicas están muy bueeenas. –Sacudió la cabeza para reforzar sus palabras, como si éstas no fueran suficiente para demostrar cuán buenas estaban.
–Sí, muy buenas –respondió el guardia de seguridad, divertido.
–Espero que no tengas pensado conducir, Eddie –añadió el segundo–. ¿No prefieres que te llamemos un taxi?
Eddie no contestó y siguió caminando en zigzag por la calle, tarareando una canción sin melodía. Uno de sus pies golpeó una lata de cerveza vacía y el sonido se propagó por la noche. Los seguratas intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros: no era su problema.
Alex se irguió cuando vio a T. Goodman separarse de las tinieblas y avanzar hacia el hombre como una sombra alta y silenciosa. Alex preparó el fusil y se dispuso a seguirlo. Estaba seguro de que sucedería en cualquier momento. No necesitaban intimidad, tan sólo un espacio relativamente despejado. Sin apartar la vista de Goodman, Alex respiró profundamente para centrarse y rápidamente trasladó su energía a través de sus chakras hasta alcanzar su coronilla.
En el preciso momento en que la criatura unía su mente con la de su presa sintió inmediatamente un ligero escalofrío. Había acertado… Ya había llegado el momento. Tambaleándose, Eddie se detuvo en seco, inseguro, y, poco a poco, se dio la vuelta.
En medio de una onda oscura, el cuerpo humano de Goodman desapareció y en su lugar apareció una luz brillante, gloriosa, que se convirtió en un faro que alumbró toda la calle iluminando todo: el bar, los edificios aledaños, el rostro asustado de Eddie. Y, en el centro de la luz, un ser brillante, de más de dos metros, con unas alas gigantescas que, extendidas, eran de un blanco tan puro que parecían azules.
–Esto… Esto no puede estar pas… –tartamudeó Eddie al ver acercarse al ángel.
A media calle de distancia, Alex oyó a los seguratas riendo animadamente con una mujer que se había detenido a pedirles fuego. Si alguno de ellos hubiera mirado en aquella dirección, tan sólo habría distinguido a Eddie solo, de pie, tambaleante como un borracho en una calle oscura.
Estirándose por encima del capó del coche, Alex echó un vistazo a través del visor del fusil y mantuvo las manos firmes y tranquilas mientras apuntaba. Apareció el rostro del ángel, aumentado varias veces. Como humano, Goodman resultaba físicamente atractivo, como lo son todos los ángeles que adquieren esa forma, si bien analizando detenidamente sus caras siempre se descubría algo extraño, algo demasiado intenso, unos ojos tal vez demasiado oscuros para resultar tranquilizadores, pero ahora, con su forma angélica, los rasgos de Goodman mostraban una belleza de otro mundo, una belleza orgullosa y feroz. El halo que lo rodeaba brotaba como un fuego sagrado.
–No temas –lo tranquilizó el ángel con una voz que sonaba como cien campanas repicando–. He venido por un motivo. Tengo que entregarte una cosa.
Eddie cayó de rodillas, con ojos desorbitados.
El halo. Alex se centró en él y apuntó a la zona más pura, más blanca, a su corazón.
–No te dolerá –continuó el ángel, acercándose. Entonces sonrió y su brillo pareció multiplicarse por diez hasta hacer arder la noche. Tembloroso, Eddie gimió y bajó la cabeza, incapaz de soportar aquella belleza.
–Además, recordarás esto como la experiencia más importante de toda tu vida…
Alex apretó el gatillo. Cuando el impacto de la bala afectó la palpitante energía del halo del ángel, la criatura estalló en un millón de fragmentos de luz. Alex se agazapó tras el coche mientras la onda expansiva golpeaba por encima de él y el grito agónico del ángel resonaba en sus tímpanos. Todavía en aquel estado de sensibilidad tan intensa, podía apreciar los campos de energía de todos los seres vivos que habían sido afectados por la explosión: el perfil fantasmagórico de un árbol y unas cuantas briznas de hierbas que danzaban y se enroscaban como atrapadas por un huracán.
Lentamente todo volvió a la normalidad. Silencio. Alex devolvió la energía al chakra del corazón y los bordes fantasmales desaparecieron. Deslizó el fusil bajo el coche y se dirigió hacia Eddie, que seguía de rodillas, temblando, en la acera. T. Goodman había desaparecido completamente: no quedaba ni rastro.
–Eh, tío, ¿te encuentras bien? –preguntó Alex, poniéndose en cuclillas a su lado. Los guardias de seguridad habían dejado de hablar y miraban hacia ellos. Alex levantó una mano hacia ellos, tranquilizador. «Todo bien, está un poco borracho.»
Eddie volvió el rostro hacia él, cubierto de lágrimas.
–Aquí… había… No me vas a creer, pero…
–Lo sé, lo sé –lo interrumpió Alex–. Vamos, levántate. –Rodeó a Eddie con un brazo y lo ayudó a ponerse en pie. Al tipo más le valdría empezar a hacer dieta.
–Ah, la cabeza… –se quejó Eddie, apoyándose sin fuerzas en el hombro de Alex. «Cosa de los ángeles», se dijo Alex. Eddie había estado a sólo metro y medio de distancia y, aunque la mayor parte había estallado en dirección a Alex, Eddie sentiría los efectos unos cuantos días. Mejor eso que terminar quemado por un ángel.
Cualquier cosa era mejor que eso.
–Era tan bonito –murmuraba Eddie–. Tan hermoso…
–Sí, muy hermoso –farfulló Alex poniendo los ojos en blanco. Empezó a caminar de vuelta al bar, arrastrando a Eddie consigo. Como siempre, sentía la mezcla de compasión y desdén que siempre sentía hacia ellos. Aunque había dedicado su vida a rescatarlos, jamás habían sospechado siquiera lo ocurrido, por lo que nunca resultaba realmente placentero.
–Eh, creo que este colega necesita un taxi –pidió cuando llegó junto a los seguratas–. Me lo he encontrado tumbado en el suelo, en aquella acera…
–Nosotros nos encargamos –rió uno de los vigilantes, liberando a Alex del peso del hombre de negocios–. El viejo Eddie es un cliente habitual, ¿verdad, colega?
Eddie volvió la cabeza, intentando concentrarse.
–Tom… He visto un ángel –consiguió pronunciar. Los guardias se echaron a reír.
–Claro que sí. Te refieres a Amber, ¿verdad? –respondió el otro guardia–. Va siempre con unos pantaloncitos muy muy cortos y no para de bailar en la barra. –Le guiñó un ojo a Alex–. Hey, ¿quieres entrar? No tienes que pagar entrada… Te invitamos.
En su época, cuando era más joven, Alex había estado en un montón de locales como aquél, la mayoría de veces arrastrado por otros cazadores. Para ser sincero, siempre le habían parecido muy aburridos y, aunque le apetecía tomarse una copa, la idea de sentarse en Espuelas con la adrenalina del asesinato todavía bombeando en sus venas le pareció demasiado irreal, incluso para alguien como él.
Meneó la cabeza y dio un paso atrás.
–No, en otra ocasión mejor… Será mejor que me vaya. Gracias, de todos modos.
–Cuando quieras –volvió a ofrecer el primer vigilante. Eddie ya había perdido completamente el conocimiento y se apoyaba sobre él como un saco de patatas. El vigilante acomodó el peso muerto del hombre, impaciente–. Mike, ¿vas a llamar al taxi o qué? La Bella Durmiente pesa cada vez más.
–Bueno, decidle que vaya con un poco más de cuidado con la bebida dura –recomendó Alex con una sonrisa–. La próxima vez dirá que ve elefantes rosas.