ENERO DE 1729. ARACENA (HUELVA)
Apenas hemos hecho alguna breve parada desde que comenzó este fatigoso viaje. El día siguiente al de la boda de los príncipes, el rey Felipe decidió que la comitiva real se pusiera en marcha en dirección a Sevilla. La doble boda se celebró en la frontera de España y Portugal, en medio del río Caya, en un lujoso palacete levantado para la ceremonia y para albergar la numerosa comitiva portuguesa y la española.
Ahora, después de cinco días de continuo viaje, nos sentimos exhaustos. Mis manos están agarrotadas por el intenso frío, mis pies mojados, pues la lluvia ha calado la piel de mis botas. Hemos cruzado los montes que los españoles llaman de Sierra Morena, por caminos enfangados, mal empedrados, recibiendo en nuestro cuerpo durante días la fría lluvia y el viento.
Mi entrada en España, a la que siempre imaginé llena de luz y sol, ha sido como un golpe recibido a través de estos oscuros montes, estos continuos aguaceros, estas heladas ventiscas.
Por el camino se han quedado mulas lisiadas, carrozas reventadas, incluso algunos soldados enfermos, no acostumbrados a estas borrascas más propias del norte que de tierras sureñas.
Ayer, finalmente, llegamos al pueblo de Aracena, subido en la Sierra, y los reyes dieron la orden de descansar un día entero antes de proseguir el viaje hasta Sevilla.
La lluvia ha amainado y hemos podido levantar las tiendas a la entrada de la aldea, cambiarnos las sucias y caladas ropas y bajarnos de las monturas, cuando ya los huesos no podían sostenernos por más tiempo.
Mi joven esposa Caterina está pálida por la fatiga, todavía tiembla por el frío acumulado durante días de lluvia y sus grandes ojos verdes se han empequeñecido, por el poco y mal dormir y los continuos sobresaltos. En la mañana de ayer, mientras cruzábamos una parda llanura que bordea la Sierra Morena, pudimos hablar, al tiempo que conducíamos nuestra carroza. Se quejaba de todo, con esa voz dulce que, incluso cuando se queja, parece estar cantando; de frío, de agotamiento, de soledad, pues no entiende el español y no tiene a nadie con quien poder conversar y sentirse acompañada durante este largo y duro viaje. Nunca ha oído la lengua española y las pocas palabras que yo he aprendido y que le enseño, son insuficientes para comunicarse con los españoles y con los pocos portugueses de la comitiva.
Así, pues, se me ha ocurrido la idea, que le he ofrecido, de iniciar un diario escrito en nuestra lengua para que lo lea y esté mejor orientada sobre los territorios que cruzamos y mejor informada de lo que sucede a nuestro alrededor. Al tiempo este diario me servirá para recoger impresiones, quizás algún tema musical, sonidos de estas tierras andaluzas que todo el mundo describe alegres y luminosas.
Escribir en nuestra lengua materna también nos servirá a los dos para poder tener una comunicación más íntima y más libre; podré expresar mis pensamientos y opiniones sobre las gentes que nos rodean sin tanto cuidado de no ofender o decir algo inconveniente.
Desde que salimos de Lisboa camino de la frontera española para la boda de los príncipes, muchas veces creo estar soñando. Tan irreal me parece lo que mis ojos ven y mis oídos oyen. Todas las situaciones son tan fantásticas, la numerosa comitiva real compuesta de decenas de carrozas y coches engalanados, ahora empapados de agua y salpicados de barro, la pequeña Bárbara convertida en esposa, su marido Fernando con su inocente semblante, mi joven Caterina a mi lado, el rey Felipe con su misteriosa enfermedad, la reina Isabel que parece ser la que decide en cada momento qué hacer... hay tantas cosas nuevas que me envuelven, que a veces tengo la impresión de que de un momento a otro despertaré y me encontraré en mi cama de Lisboa, teniendo, como un día cualquiera, que ir a la corte a impartir las clases de música a los príncipes Antonio y Bárbara.
Aún no logro explicarme por qué acepté la propuesta del rey Joao de acompañar a su hija a España. Aunque sus palabras sonaron más a orden que a propuesta. La petición de que acompañara a España a la princesa Bárbara venía, según él, de su propia hija; Bárbara se lo pedía con tal insistencia y exigencia que sugería que sin mí, sin su maestro de música, no partiría para España. Mi alumna y princesa me ha profesado desde el principio un gran cariño, su capacidad de aprender es extraordinaria, desde el principio la he querido como a una hija y he admirado sus cualidades musicales. Pero nunca imaginé que iba a convertirme en alguien necesario para ella. Jamás se me pasó por la cabeza acompañarla a España, después de su boda.
Nunca pensé en viajar e instalarme en España.
La petición, los preparativos del viaje, de la boda, la partida, todo ha sido tan rápido, que hasta este momento en que decido iniciar este diario, en la primera parada del camino hacia Sevilla, apenas he reflexionado. Sumergido en la rápida corriente de los acontecimientos, he cogido de la mano a Caterina y ella, aún más que yo, avanza de sorpresa en sorpresa, desde que salimos de Roma hasta nuestra despedida de Portugal. Jamás pensó mi esposa que su viaje a Lisboa se convertiría en una corta estancia para continuar camino hacia una desconocida España.
Hasta el presente, según la observo, a sus dieciséis años, hay una parte de ella, la de futura mujer, que disfruta de este reto que la vida le está ofreciendo: participar en las bodas de los príncipes, estar presente en el primer encuentro de dos parejas de futuros reyes, presenciar las bellas ceremonias, acompañarme a mí como compositor de la corte y maestro de los príncipes. Pero hay otra parte de ella, la niña que aún es, que está asustada de los acontecimientos, de mí, de las dificultades físicas de este largo viaje. Su corta vida ha transcurrido dentro de las paredes de una elegante mansión romana y sus actividades se han limitado a las de cualquier hija de la nobleza: bordar, pintar, aprender algo de danza, de lectura y de escritura. Convertida en mi esposa, tiene que abandonar todo su mundo súbitamente, sus padres, su familia, Roma, su patria, acompañarme hasta la lejana Lisboa y, apenas instalada, escuchar que, de nuevo, hemos de hacer el equipaje y ponernos en camino hacia España, siguiendo a la familia real.
Todos ignoramos cuánto tiempo permaneceremos en Sevilla, cuándo partiremos para la corte, en Madrid; no sabemos, ni siquiera, cómo va a ser nuestra estancia en Andalucía ni a qué nos dedicaremos allí. Tampoco lo sabe la princesa Bárbara, ni su joven esposo Fernando. Quizás solamente los reyes Felipe e Isabel lo sepan, pero no dicen nada. Lo único que sabemos es que el rey está enfermo, pero ignoramos qué enfermedad padece.
Esta completa incertidumbre sobre el itinerario de los próximos días, quizás de los próximos meses, me produce una extraña paradoja: me siento poseído de una excitación alegre y libre, como en el inicio de una larga e inesperada aventura y a la vez atado por la responsabilidad de cuidar de mi joven esposa, de cuidar, más allá de mi papel de maestro de música, a la también joven pareja de recién casados. Pues ellos, los príncipes, son aún más niños que adultos. Percibo que piden mi compañía, mi apoyo, como se le pide a un padre. Como si, en este incierto inicio de su vida de príncipes y de esposos, tuvieran más confianza en mí que en los reyes.
Cuando Caterina haya aprendido un poco de español o de portugués, su relación con los príncipes aumentará, pues los tres tienen una edad similar; podrán divertirse como jóvenes, al margen del protocolo y la distancia que en público es obligado mantener. El príncipe Fernando, aún más joven que Bárbara y Caterina, manifiesta en su semblante bondad, timidez, temor ante todo lo desconocido. Bárbara me ha contado que se quedó huérfano a los cinco meses de nacer, pues su madre, la reina María Luisa Gabriela, murió, y desde que su padre el rey, a los siete meses del fallecimiento de su esposa, se volvió a casar con la princesa de Parma, apenas ha habido contacto entre padre e hijo.
Esta indefensión, esta orfandad, esta tristeza está marcada en los rasgos del príncipe Fernando; de baja estatura, es un niño que aún no sabe ni puede saber qué es el matrimonio, qué significa ser un príncipe, qué hace un rey, por mucho que sus instructores se hayan empeñado en enseñarle. Ayer se acercó Bárbara en un momento de breve parada de carruajes, para decirme que su esposo quería también ser mi alumno de música. Le respondí que era para mí una grata noticia. Sentí que me necesitaba más como padre que como maestro de música.
La reina Isabel ha enviado un paje con un mensaje notificándome que sus majestades quieren escuchar un concierto esta noche, para aliviar el cansancio del viaje y para conocer mi virtuosismo y arte en el clavicémbalo. Debo, pues, pensar en qué piezas le pueden agradar a los reyes y preparar todo para el concierto. Tengo que revisar el clavicémbalo y comprobar si hay desajustes, desafinación, después de tanto traqueteo, tantos golpes y humedad.
Quizás la princesa Bárbara querrá también tocar alguna obra para teclado o bien ejecutar alguna danza, si el cansancio del viaje se lo permite.
Por mi parte me siento satisfecho de esta orden de los reyes; echo en falta ejercitar mis manos, después de varios días durante los cuales solo han conducido con esfuerzo la carroza. Y sobre todo echo en falta hacer música, escuchar otros sonidos que no sean el crujido de las carrozas, el relinchar de los caballos y las mulas, el viento y la lluvia. Desde que escuché en las bodas a dos guitarristas españoles que interpretaron para las familias reales varias canciones extremeñas y andaluzas, el sonido de estas guitarras se me ha metido dentro y deseo hacer algo con él; esta noche, después de tocar algunas obras, improvisaré sobre el teclado, dejándome llevar de esos sonidos de la guitarra, tan ajenos y a la vez tan misteriosamente próximos a mí. Dedicaré este primer concierto en España, tan poco preparado, tan insólito en medio de estos oscuros montes, a mi amada Caterina y a los príncipes de Asturias. Aunque el protocolo me exija dedicarlos a estos desconocidos y lejanos reyes, Felipe V e Isabel de Farnesio.
Tengo la impresión de ver al rey por primera vez, pues aunque ya estuvo presente en mi vida hace muchos años, en Nápoles, para mí sigue siendo un desconocido. Cuando yo tenía dieciséis años y acababa de ser nombrado organista y compositor de la capilla real de Nápoles, mi padre, descontento con la corte napolitana, que pagaba tarde y mal a sus músicos y que no ofrecía ningún futuro mejor, pidió permiso al virrey para ausentarnos varios meses. Tenía la intención de ir a Florencia a visitar a Ferdinando de Medici y buscar nuevos horizontes tanto para él como para mí. Pero la respuesta de la corte a la petición de mi padre fue negativa; el motivo, la visita que el nuevo rey de España, Felipe V, iba a hacer a Nápoles en los próximos meses. Teníamos que componer previamente a su visita una ópera y dos serenatas que serían estrenadas en su honor.
Han pasado veintiséis años desde aquel viaje real, y no logro encontrar en este rey el menor trazo que le identifique con aquel joven rey que llegó a Nápoles. Ha cambiado tanto que se ha hecho irreconocible. ¿Habré cambiado yo también tan drásticamente en estos veinte años? Yo, al menos, gozo de una estupenda salud y confío en que esta desconcertante y misteriosa España a la que acabo de llegar, me ofrezca las oportunidades suficientes para demostrar mis valores, como músico y como maestro de los príncipes de Asturias.
Comenzaré el concierto con unas improvisaciones sobre un tema de una canción popular extremeña que escuché la noche pasada a un grupo de soldados del séquito. Se la dedicaré a los reyes como símbolo de mi entrada en tierras españolas. Seguiré con una composición sobre un aire portugués, una de las más queridas de mi alumna, y se la dedicaré a ella; así percibirá que no ha dejado del todo su mundo en Lisboa: que algo de Portugal, su música evocadora, nuestra capacidad de crear e interpretar más música, viene con nosotros. Y finalmente dedicaré otra improvisación sobre tres acordes de guitarra al príncipe Fernando, como mensaje de saludo a su reino, a su juventud y como primera lección de su nuevo maestro Scarlatti.
Ruego a Dios que la armonía esté presente en nuestra nueva vida en España.
Francisco Delgado Montero, Doctor en Psicología por la Universidad de Salamanca, Profesor honorario de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid, es autor de numerosas publicaciones sobre la personalidad de los grandes creadores, tanto en la modalidad de ensayos como también dentro del género de novela histórica. Su última publicación Sonatas para el exilio de una reina fue finalista del IV Premio ALGABA de biografías. Verdadero especialista en el estudio de grandes artistas, Francisco Delgado ha publicado durante la última década más de una decena de libros sobre Beethoven, Chopin, Mozart, Arriaga, J.S. Bach o Doménico Scarlatti. También sobre otras artes ha ampliado su labor investigadora: una biografía novelada sobre Miguel de Cervantes, un relato breve sobre el gran bailarín Nijinsky, así como un estudio psicocrítico sobre el texto de El Lazarillo de Tormes, tema al que dedicó su tesis doctoral. Apasionado por la música, estudioso del piano desde su juventud, investigador sobre las relaciones entre la personalidad y la creatividad artística, el Doctor Delgado transmite al lector su pasión por el proceso creativo, por el psiquismo humano y los condicionantes sociopolíticos que nos envuelven y modulan nuestras vidas.
La música, esa música, ya es bastante.
¿Por qué buscar la felicidad?, ¿por qué esperar no sufrir?
Ya es bastante, ya es bastante bendición vivir un día tras otro
Y oír esa música...
(Vikram Seth, «Una música constante»)
© Francisco Delgado Montero, 2013
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Primera edición, 2013
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Doménico Scarlatti es uno de los compositores más sobresalientes del S. XVIII europeo. De origen italiano, pero «españolizado» durante sus cuarenta años vividos en España, su música es una bella síntesis de música italiana y española, que influyó decisivamente en otros compositores coetáneos, como en su alumno el Padre Antonio Soler. Su vida en la corte española, está misteriosamente ensombrecida y ausente en la documentación de la época, a pesar de haber jugado un papel fundamental con los Príncipes de Asturias. Sometidos en su etapa de príncipes a una implacable vigilancia y soledad por Isabel de Farnesio, por sus intereses sobre la sucesión, su profesor de música, Scarlatti, jugó un papel emocional decisivo, como apoyo y guía de los jóvenes príncipes. Profesor de música de la reina, hasta su muerte, inseparable también del rey Fernando VI, fue un prolífico y genial compositor: su fruto musical lo componen más de seiscientas sonatas, que la reina interpreta, encuaderna lujosamente y protege. Pero a su vez, el jugador Scarlatti fue también protegido por su alumna y reina de las deudas contraídas en el juego. ¿Un pacto secreto? ¿Una atracción mutua que hubo que ocultar?
Esta novela histórica sobre la larga vida de Doménico Scarlatti en España nos hace conocer no solo la vida de este excepcional compositor en la corte española, sino también todo el contexto histórico de dos reinados (el de Felipe V y el de Fernando VI) desde un punto de vista muy diferente al de la historia oficial: las peculiares existencias de Felipe V, enfermo maníaco depresivo e incapacitado para gobernar, Farinelli que intenta mejorar a través de su canto la enfermedad del rey, Isabel de Farnesio, obsesionada con dejar el trono para sus hijos, Fernando VI, pacífico rey y heredero también de la enfermedad paterna, y Bárbara de Braganza, que tuvo en Scarlatti su único maestro y mayor confidente.
Francisco Delgado Montero
Sonatas para el exilio de una reina
Diario de Doménico Scarlatti
FEBRERO DE 1729. SEVILLA
Hace varias semanas que llegamos a Sevilla después de una última penosa etapa de viaje, en la que hemos cruzado sierras y riachuelos, que parecían interminables. Finalmente, en el valle, divisamos el gran río Guadalquivir que abraza a Sevilla como un novio coge por el talle a su amada. Los reyes y príncipes se han instalado en el hermoso palacio árabe de los Alcázares, rodeado de unos jardines exuberantes de colores y suaves olores que, incluso ahora, en invierno, cuando aún la primavera está lejana, producen la impresión de haber entrado en el jardín del paraíso.
El resto de la comitiva, sirvientes, acemileros, soldados, Caterina y yo, nos hemos instalado en unas casitas situadas en las proximidades del Alcázar, en estrechas calles recoletas, blancas, con un olor, en el aire, a hierbabuena y a azahar. La casa que nos han señalado para Caterina y para mí es pequeña, limpia, luminosa en su blancura y pobremente amueblada. Tiene tres dependencias, una cocina, la alcoba con el excusado y una habitación vacía en la que cabe un clavicémbalo y la guitarra que me ha regalado el buen príncipe Fernando. Las ventanas están enrejadas, como en todas las casas sevillanas, para protección contra los rateros que parecen abundar en Sevilla tanto como en mi tierra napolitana.
El regalo de la guitarra española que me ha hecho el príncipe, me ha conmovido; me lo ofreció ayer, inesperadamente, al comienzo de la primera clase de música con el joven matrimonio:
—Para que también vuestra merced aprenda música española y pueda tocar canciones dedicadas a su esposa, que espera ya el primer hijo.
Sus inocentes palabras me han recordado mi deber de cuidar a Caterina, durante el embarazo. Al tiempo que le escuchaba y recibía la hermosa guitarra, he pensado que detrás de esta sorpresa estaba la princesa Bárbara; ella es la que seguramente ha concebido la idea del regalo y el príncipe la ha puesto en práctica. Me he puesto delante de ellos a afinarla y a intentar sacar de sus cuerdas los primeros sonidos, los primeros acordes, las primeras melodías que, sin decidirlo, evocaban Portugal y mi Nápoles natal. Mis manos aún no quieren o pueden tocar los aires andaluces.
Desde la llegada a Sevilla, por las noches, después de volver del palacio y de tomar algún alimento con Caterina, salimos a pasear por las callejas próximas a los Alcázares, siguiendo la costumbre de estas tierras de disfrutar cada día del encanto de la noche. A veces salimos los dos solos, otras con vecinos, cocineros, sirvientes, cocheros de la comitiva. Nos hablan de las tradiciones del pueblo andaluz, de sus modos de vida, sus gustos, sus ritos, sus miedos y sus alegrías.
Antes de ayer, en uno de estos paseos nocturnos, tuve la suerte de presenciar una escena de arte andaluz: un hombre viejo, sentado en una piedra, en medio de una plaza, toca la guitarra, otro más joven canta una desgarradora melodía cuyo significado no entiendo y una joven gitana danza al ritmo de la guitarra. Tengo la sensación de que la voz del que canta se me mete muy dentro, en las entrañas. Sin pensar en nada, sin poderlo evitar, mis ojos se llenan de lágrimas. No puedo decir si son lágrimas de alegría o de tristeza o una rara mezcla de sentimientos; los movimientos de la joven bailarina incrementan mi confusión, me turban y unidos a la desgarradora voz y a las notas de la guitarra me producen escalofríos. Sobre el conjunto escucho una gran queja, un grito de pena que se va deshaciendo y da paso a un extraño ritmo más alegre, que crece y crece hasta estallar en un último movimiento, que coincide con el último acorde de la guitarra. Y con el último movimiento del cuerpo de la bailarina. Al terminar uno no puede saber si el drama que expresa la voz ha sido resuelto o estalla en mil direcciones unificadas difícilmente por los últimos acordes, fuertes, firmes, como cuerdas que sujetan un haz de impúdicas emociones.
Esta guitarra, esta voz, este baile me han hablado de un pueblo que sufre y que necesita esta música para no ahogarse en un mar de penas, de deseo, quizás de guerrera rebeldía frente a algo que aún no entiendo. Algo que quizás algún día podré identificar.
Caterina me dice que, escuchando esa música, ha sentido algo muy similar a lo que trato de poner en palabras; la bailarina le llegó al corazón y pudo sentir en su cuerpo lo que aquella mujer expresaba: un intenso amor, una desmesurada rabia hacia una misma persona, objeto del amor y de la rabia. Pero sin saber de ninguna razón, ningún por qué, ningún argumento que pudiera ordenar tanta intensidad.
No he respondido nada a esta comunicación de Caterina, pero he temido que esos mismos sentimientos estuvieran dirigidos hacia mí; yo me siento así estando con ella, a veces amado, a veces soportando una rabia sin forma que, intermitentemente, me dirige. Como si yo fuera el objeto de su dicha... y de sus temidas o sentidas desdichas.
Ahora sé que para calmarla, para introducir la alegría en nuestra vida, debo ser, además del esposo amante, el músico, el poeta que ponga en sonidos su belleza de joven italiana, desterrada a unas tierras extrañas, y con el fruto de nuestro amor ya dentro de ella. Me entristece, como a ella, tener que separarnos cada mañana para ir a palacio y no volver hasta el atardecer a nuestro hogar sevillano. Su soledad durante el día necesita ser curada por la noche compartida, en el lecho, en los paseos, bajo el cielo estrellado de Sevilla.
Mientras tanto, cada día se enrarece más el ambiente en palacio. Me paso toda la jornada con los príncipes, que apenas ven a los reyes. Dedicamos las horas al estudio del clavicémbalo; Bárbara progresa día a día y disfruta de las lecciones con pasión. Fernando está iniciándose en el aprendizaje del arte musical y me anima a que comencemos a desvelar juntos los misterios de la guitarra española. He aceptado a cambio de que no deje el clavicémbalo.
Todo el contacto de los reyes con los príncipes es a través de escuetas notas que los sirvientes traen a la cámara de los príncipes. Las notas están siempre escritas por la reina. Parece como si alguien quisiera evitar el contacto entre padre e hijo. Federico, uno de los sirvientes que goza de más confianza con nosotros, nos cuenta que una de las damas de la reina oyó la otra noche una discusión entre los reyes: el rey hablaba de su deseo de renunciar a la Corona cuanto antes a favor de su heredero Fernando. La reina Isabel le gritaba:
—¡Eso es imposible! ¡Ya abdicaste en tu hijo Luis hace pocos años y salió mal, murió tu hijo! La corte no daría su aprobación una segunda vez y menos a favor de un príncipe que no tiene la preparación suficiente para gobernar nada. Esta idea es producto de tu enfermedad.
Le siguió riñendo como se riñe a un niño y cuando el rey se puso a gemir y a hablar de sus deseos de morir, ella le consolaba y le repetía que se pondría bien, que se curaría con los aires de Andalucía, que no tenían prisa por volver a la corte y que estarían lejos de Madrid el tiempo que hiciera falta hasta que el rey se repusiera.
Escuchando las palabras de Federico, el príncipe Fernando comienza a llorar con desconsuelo, diciendo que el motivo de la enfermedad del rey es él; que si él no existiera su padre no desearía dejar el trono tan pronto. Y sigue diciendo entre lágrimas que él sabe lo que va a ocurrir: que el rey Felipe abdicará, que él, Fernando, subirá al trono y que a continuación morirá como murió su hermano Luis. Cuando recuerda la muerte de su hermano su llanto se hace más desgarrador; sus palabras parecen sugerir que a su hermano Luis le asesinaron, como le matarán a él después de ser coronado. Pero la princesa Bárbara le ha cortado tajante:
—Tú sabes, querido Fernando que a tu hermano no le mató nadie. Enfermó de viruelas y murió, pese a todos los cuidados médicos. Eso fue lo que supimos en Lisboa; nuestro embajador en Madrid tuvo acceso al informe de defunción. Su esposa, Luisa de Orleans, estuvo junto a él, cuidándole, hasta el último momento. También supimos que la reina y un grupo de nobles cercano a ella te quisieron casar con la viuda, aunque tu padre se opuso, pues todo lo que había visto y oído de ella desde que fue esposa de Luis, era de dudoso valor y hablaba de un carácter extravagante.
Al tiempo que pronuncia estas palabras, Bárbara abraza y acaricia maternalmente a su esposo, hasta que logra tranquilizarle. Fernando continúa:
—Ya sé que no hubo pruebas del envenenamiento de mi hermano, pero personas en la corte, que no puedo revelar, me hablaron de que Cervi, el médico parmesano, muy amigo de la reina Isabel, le envenenó... por orden de ella. No todos los enfermos que padecen de viruelas mueren. Tú misma las has padecido y estás muy sana. Mi hermano era un joven fuerte que podía haber vencido la enfermedad... Pero no quiero acusar a nadie, no soy médico, solo sé que la pérdida de Luis aún me hace sangrar el corazón...
Fue la primera vez que presencié el sufrimiento del joven Fernando y, escuchándole, me prometí que no dejaría a los dos príncipes en esa soledad, entre esas intrigas, verdaderas o imaginadas, de personas que podrían querer manejar sus destinos. No les dejaría, al menos hasta que no les viera en una situación segura y feliz. El Destino me estaba hablando claramente. Yo no estaba ahí por azar, ni simplemente para ser su maestro de música. El Destino, ellos mismos, me estaban pidiendo que ejerciera un papel protector, que les cuidara en su inexperiencia y vulnerabilidad. También supe en ese momento que lo que me había pedido o mandado Joao V era de esa naturaleza: lo que importaba no era que acompañara a su hija Bárbara como maestro de música, sino como hombre, que hiciera las veces de él, del padre ausente.
Esa escena y esa conversación no se han vuelto a repetir. Ahora, en los momentos de descanso entre una lección y otra, hablamos de las próximas celebraciones de la Semana Santa en Sevilla. Escuchamos desde las ventanas de palacio el sonido de los tambores y las trompetas que ensayan las sencillas melodías que acompañarán la marcha de los penitentes. Esos sonidos me entristecen, me recuerdan mi infancia en Nápoles, donde también los españoles introdujeron la costumbre de las procesiones en la Semana Santa. Pero Federico y otros sirvientes nos informan de que aquí, en Sevilla, el espectáculo de las carrozas, de los penitentes, de los enmascarados, sobrecoge el alma. Toda la ciudad se paraliza y se vuelca en estas sagradas representaciones de la agonía y muerte de Jesucristo.
He compuesto una sonata en la que he introducido el ritmo y repiqueteo de estos tambores, que marcan el fondo de una ágil melodía que no se interrumpe, se modula, continúa hasta el final, como vencedora sobre el mal presagio y la oscuridad de los tambores. La sonata describe este ambiente cargado de emociones en estas primeras semanas de estancia en Sevilla y en este bello palacio del Alcázar, que parece una cárcel dorada para los jóvenes príncipes de Asturias.
Felizmente el encierro de los príncipes en el Alcázar se ha interrumpido con nuestra presencia en algunas celebraciones de la Semana Santa. Es una sobrecogedora experiencia ver pasar esas imágenes transportadas a hombros de encapuchados, que avanzan al ritmo de los tambores, precedidas de cientos de penitentes, con los pies descalzos, muchos de ellos cargados con pesadas cadenas o cruces, todos con antorchas encendidas que se reflejan en las aguas del Guadalquivir. Y de vez en cuando, en medio de un silencio sagrado que solo rompe el repiqueteo de los tambores, se alza una voz humana, un gemido, un hondo grito prolongado y finalmente quebrado; es una súplica, una oración a la Virgen Dolorosa, o a Cristo Crucificado. Es una «saeta» que surge de la oscuridad y el silencio, como lanzada por un arco tenso formado por toda la multitud y dirigida hacia los cielos desde una tierra bella y sufriente.
Sevilla es así, alegre y trágica, silenciosa y ruidosa, rica y pobre, a veces, en algunos barrios, miserable. Sus variopintos habitantes, gitanos, andaluces, castellanos, extranjeros, burgueses, banqueros, monjes, pícaros, mendigos... dan la impresión de vivir en las calles, en las plazuelas, a las orillas del río, desde el alba hasta bien entrada la noche. En estas calles sin cesar ocurre algo que llama la atención: un lujoso carruaje que pasa llevando nobles con elegantes atuendos, una gitanilla que se contorsiona al ritmo de una pandereta y luego pide limosna, un grupo de niños que juegan y se bañan entrando y saliendo de las aguas del río, un ciego de blancos ojos saltones y vacíos que choca de frente con alguien distraído, un jinete mostrando sus habilidades y la belleza de su montura... A veces me recuerda a Nápoles y otras veces no puedo comparar a Sevilla con ninguna otra ciudad, bella, luminosa, llena de contrastes, de colorido, de sonidos fuertes y de suaves matices.
La princesa Bárbara y Caterina están encantadas con la ciudad, como si algún mago oculto las hubiera hechizado, todo les gusta, todo les sorprende, todo les divierte. Creo que su alegría tiene que ver con haber podido salir fuera, a las calles, de día, en estas celebraciones primaverales de la Semana Santa y haber podido dejar el encierro de casi dos meses, una en palacio y mi esposa en casa. No hemos visto a los reyes en estas ceremonias religiosas; han permanecido en el Alcázar. Quizás el rey Felipe sigue enfermo o quizás incluso haya empeorado. El príncipe Fernando nos acompaña en esta celebración de la primavera y de la Resurrección de Nuestro Señor. Su ánimo fluctúa entre las risas de Bárbara y la preocupación por el silencio y la ausencia de su padre, del que nadie nos cuenta nada.
De nuevo a través de un escueto mensaje nos llega la noticia de que estemos preparados, pues los reyes han decidido hacer un viaje hasta Cádiz, que posiblemente durará todo el verano. Hasta que los calores del estío sevillano se vayan apagando.
Comento este viaje con los príncipes y les hablo de mis dudas sobre Caterina. No sé si es bueno para ella quedarse sola tanto tiempo en Sevilla o bien es mejor que nos acompañe en el anunciado viaje, a pesar de su estado de embarazo. Bárbara de Braganza no lo duda:
—No podemos dejar sola a la pobre niña aquí, en Sevilla, tanto tiempo. Dispondremos las cosas para que su cuerpo esté lo más cómodo posible: elegiremos los caballos de vuestra carroza, a un competente calesero, pondremos confortables cojines en su asiento, no se fatigará más de lo que lo haría si se quedara en Sevilla.
Sus palabras tan cargadas de seguridad y afecto me han borrado todas las dudas. Caterina vendrá conmigo y todos la cuidaremos. Cada día veo cómo crece la confianza y el afecto entre ambas, entre mi esposa y mi alumna. Son como dos hermanas, hablan sin parar, se ríen, tienen sus confidencias de jóvenes mujeres; el italiano de Bárbara es tan rico y fluido que no necesita nunca mi ayuda de intérprete en sus inacabables conversaciones con Caterina. Cuando le he comentado a mi esposa nuestra decisión de que se venga en la comitiva, en el viaje por la costa, se ha sentido feliz. Se ha puesto a cantar.
OCTUBRE DE 1729. SEVILLA