LA PÁTERA DEL LOBO
ISBN: 978-84-15930-17-4
© F. Xavier Hernàndez Cardona, 2013
© Punto de Vista Editores, 2013
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Índice
El autor
Niebla y lobos
Probus, un centurión de Escipión
El tesoro de Tibissi
La sombra de Roma
Órdenes del cónsul
El lejano oeste
Un hippoi fenicio
Peligro en el mar
Emporion, la griega
El cuerno de El Unicornio
Asclepio, el esculapio de los romanos
Tarraco al límite
Indika
Friné, la dulce
Qart-afell
Preparando un conflicto
La gracia de Siracusa
El secreto de Melk
El juramento de Icra
Encrucijada
Itinerarios emporitanos
Destinos previsibles
Contra Asclepio
El asalto
Los hijos de Icra
Trabajos de cerco
El ariete
La tregua
El factor ilergete
Salvar a Tildok
Pensando en tesoros
La plata del verraco
La apuesta de Melk
Navegando por el Hiberus
Buscando al lobo
Mapas
El autor
F. Xavier Hernàndez Cardona es doctor, historiador y catedrático de Didáctica de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona. Ha escrito varios volúmenes sobre historia militar y ha participado en numerosos proyectos de museización de temática bélica. Asimismo, ha impulsado y colaborado en la investigación arqueológica de campos de batalla del siglo XVIII y de la Guerra Civil española. En Punto de Vista ha publicado la serie Emporion, a la que pertenecen La guerra de Catón y La pátera del lobo; y Guerras, soldados y máquinas.
Niebla y lobos
Iltirda (Lleida, colina de la Seu Vella), capital ilergete, duodécima hora de la cuarta vigilia de los idus de december del año 543 Ab urbe condita ─de la fundación de Roma (madrugada del 13 de diciembre del 210 a. C.). Hace nueve años que dura la Segunda Guerra Púnica. Aníbal lucha en la península Itálica, mientras, en Hispania, los ejércitos romanos comandados por el joven Publio Cornelio Escipión consolidan una línea defensiva al norte de los ríos Sícoris y Hiberus (Segre y Ebro).
La gran sacerdotisa inspeccionaba la bestia. Colgaba en posición invertida, sobre el ara principal del templo, con las cuatro patas atadas en un palo. Nada había peor para un lobo que dejarlo suspendido en el vacío. Un fuerte bozal de cuero impedía los aullidos, pero no los espasmos desesperados del animal. Todavía era pronto, la madrugada no llegaba. La sacerdotisa se cubrió con una capa de lana y salió al exterior. La noche era fría, no pudo reprimir un temblor al notar cómo la humedad le penetraba en los huesos. No se veía nada, la acrópolis de Iltirda estaba rodeada por una nube fantasmagórica que difuminaba la claridad de la Luna llena. Apenas se intuía el resplandor de los braseros en los callejones. El sacrificio ritual debía ajustarse al amanecer, pero la acuosa niebla era demasiado espesa. El momento justo de las primeras luces lo tendría que decidir de manera aproximada. Ya hacía muchos días que la niebla se había adueñado del llano de Iltirda. En el país de los ilergetes sólo habitaban fantasmas, apenas se podía distinguir la cara de una persona cuando estaba muy cerca. Según las tradiciones los vengativos espíritus lémures vagaban erráticos esperando la llegada del solsticio de invierno y, ese año, el maldito día más corto no llegaba nunca. Mientras tanto, los habitantes de la Ilergecia preferían mantenerse encerrados en casa, y no salían si no era absolutamente necesario.
Finalmente se intuyeron las tenues luces del amanecer, pero tan sutiles que ni siquiera los gallos se atrevían a anunciar el nuevo día. Hacía muchas lunas que Indíbil, régulo de Iltirda y estratega de ilergetes y cosetanos, había partido con Mandonio y cientos de guerreros para luchar bajo los estandartes cartagineses. La magia de la sagrada pátera ilergete sumada a la fuerza guerrera de Indíbil había ganado gloria para Cartago. Las poderosas sacerdotisas de Iltirda propiciaron la victoria lanzado conjuros contra el enemigo. Los generales romanos Publio Escipión y su hermano Cneo habían muerto en el lejano sur hispano a manos de cartagineses e ilergetes. Pero las serpientes, incluso troceadas, siguen moviéndose. Publio Cornelio Escipión había vuelto del Averno encarnado en su joven hijo que respondía también al nombre de Publio. Publio era Publio, y volvía, sediento de sangre, dispuesto a castigar a Iltirda. El nuevo Publio, insaciable, exigía plata y oro del Sícoris para suavizar odios. Indíbil había sido previsor, durante meses miles de monedas de plata y lingotes de oro se habían acumulado para afrontar el futuro. Depositadas en ánforas, y custodiadas en el Templo del Lobo, quizás podrían ser útiles para aplacar a los romanos hasta que Indíbil, caudillo de caudillos, volviera para disponer de ese futuro. Pero toda prevención era poca y la gran sacerdotisa llevaba semanas bebiendo sangre en la pátera sagrada y ofreciendo sacrificios a Molokark y a los licántropos de los abismos. Había dedicado hechizos al joven general romano. Mejor si se olvidaba de Iltirda.
El día se filtró, difuso, entre la neblina. La sacerdotisa volvió al templo, dejó cuidadosamente la capa junto a la puerta exhibiendo su portentosa desnudez. Las llamas de los pebeteros magnificaron sus sensuales curvas lubricadas con aceite. El collar de plata y la pulsera helicoidal, únicos complementos que permitía el ritual, chispeaban reflejos mágicos mientras preparaba los vasos sagrados con oraciones y conjuros. Tomó la pequeña pátera del Lobo, talismán supremo de los ilergetes, para iniciar un diálogo con el bajorrelieve que decoraba el fondo de la pieza y que replicaba un cánido morrudo de orejas puntiagudas. Había llegado la hora. El resto de sacerdotisas formó un corro a su alrededor entonando monótonas salmodias. Los eunucos hacían sonar caracolas, golpeaban rítmicamente sus bastones contra las tablas de madera y proferían escalofriantes gritos. El ritmo era ascendente y ensordecedor. En la penumbra, en un extremo del templo, veinte jóvenes candidatos a guerreros rigurosamente depilados esperaban, arrodillados, el momento de la purificación.
La sacerdotisa cogió con decisión el pelo de la nuca del lobo. Miró las pupilas azules y frías para captar el miedo de la bestia. Con rapidez su daga celtíbera se hundió en el cuello del animal. Notó la tensión de la muerte y los agradables borbotones de sangre caliente deslizándose por su cuerpo. Puso la sagrada pátera bajo la yugular, y bebió con avidez. Despanzurró la pieza con habilidad, y esparció tripas, estómago e hígado sobre el ara. Las sacerdotisas, aumentando el volumen de la salmodia, se apresuraron a mojar las manos y, con las palmas ensangrentadas, tintaron, con gran excitación, sus propios cuerpos y los de los jóvenes guerreros.
La daga llegó al corazón del lobo, seccionó venas y arterias y troceó el órgano. Los jóvenes, anhelantes, procedieron a ingerir el trozo que les correspondía para obtener la fuerza del animal. Los ojos de la bruja, sin embargo, se habían centrado en el hígado desgarrado sobre el ara. Su forma era extraña y el color, demasiado verdoso, no anunciaba nada bueno... Presentía que la llegada de un lémur maligno era inmediata. Los perros habían comenzado a ladrar. La muerte llegaba, estaba segura. Quizás no tendría tiempo de lanzar el último conjuro contra el joven Escipión...
Probus, un centurión de Escipión
Río Sícoris frente a Iltirda. Tropas romanas y aliadas se preparan para atacar la ciudad. Duodécima hora de la cuarta vigilia de los idus de december del año 543 (madrugada del 13 de diciembre del 210 a. C.).
Probus, centurión romano al mando de una cohorte aliada de íberos suesetanos, esperaba órdenes. Tenía la serenidad, la paciencia y también el fatalismo de los veteranos. Llevaba ocho años largos en Hispania. Había llegado al comenzar la guerra contra los cartagineses, con las fuerzas que desembarcaron en Emporion, el 535. A las órdenes de Publio y Cneo Escipión luchó en las sangrientas batallas de Kissa y de Atanagrum, y en el duro asedio de Ausa, y aún en la terrible batalla de Bocas del Hiberus. Sin embargo reconocía que había tenido suerte cuando le encargaron la dirección de tropas indígenas y pudo quedarse vigilando la frontera del Hiberus. Muchos de sus amigos, de los que habían marchado hacia el sur estaban muertos. Incluso los invencibles Publio y Cneo habían caído en manos de íberos y cartagineses. Ahora la línea defensiva de Roma en Hispania la marcaban Tibissi, Dertosa y el campamento de Bocas de Hiberus, era el limes definido por los ríos Sícoris y el Hiberus, e Iltirda había de añadirse al dispositivo romano. La noche se hacía fría, interminable. Tenía ganas de volver al campamento, calentarse, beber y descansar. Su optio, Astrak, un recluta indígena novato, estaba nervioso, no paraba de preguntar y de hacer ruido, y su latín era pésimo.
─ Sólo quiero atacar esta maldita ciudad y despedazar ilergetes. ¿Cuándo entraremos en acción?
─ Cállate de una vez ─Probus respondió molesto─. Mejor si no hay lucha. La guerra no es una buena cosa, a ver si lo entiendes...
─ Pues llevamos semanas sin hacer nada. Necesitamos acción y gloria ─insistió Astrak excitado.
─ ¡Bah! La cuota de lucha ya la tengo cubierta con toda la campaña hispana. ¿Que más me pueden pedir? ─Probus hablaba de manera mecánica, los ojos se le cerraban, pero el optio insistía.
─ Vosotros llegasteis para enfrentaros con Aníbal. ¡Qué aventura! ¿Qué más se puede pedir?
─ No, no fue así ─el centurión estaba harto del chico, pero la conversación le obligaba a mantenerse despierto─. Aníbal no estaba... había atravesado los Alpes y nosotros contraatacábamos cortando las comunicaciones de los cartagineses de la península Itálica con sus bases hispanas. Destrozamos a íberos y cartagineses, aquello no fueron batallas, solo carnicerías.
─ ¡Debió ser magnífico! Pero, por lo que dicen, no sirvió de nada, tus comandantes fueron derrotados... maldecidos por las hechiceras ilergetes... ¡Uuuuuh!
Astrak hizo como si lanzara un hechizo con las manos. Probus iba a darle un tortazo, pero optó por la pedagogía.
─ Sí, pero eso fue más tarde, y Publio y Cneo no murieron por magia sino agujereados a lanzadas. Pagaron su bravura con la muerte ─dijo Probus con aire compungido─. Desde la base de Tarraco los Escipiones atacaron al enemigo, hasta que cayeron derrotados en la Bética. Ya lo ves... a veces la valentía no es una buena cosa... y ahora el mando lo asume el joven Publio Cornelio Escipión, hijo del difunto Publio... Ya veremos.
─ ¡Un comandante joven! ¡Y querrá venganza! Ahora tendremos acción... Guerra, guerra... No puedo creer que ataquemos a los ilergetes. Nada más justo que aniquilar a estos malditos licántropos. ¿No tienes ganas de luchar?
─ Ya te he dicho que no. Llevo mucha guerra en las cáligas, y la guarnición de Tibissi es un lugar tranquilo. Y tú también tienes suerte porque tienes un centurión prudente, y eso quiere decir que conservarás la piel. Muchos de los que vinieron conmigo, desde Emporion, han acabado picoteados por los buitres, y sabes qué te digo... que retengas tu bravura. No sé si nuestras fuerzas podrán mantener la línea del Hiberus. Es posible que tengamos que retroceder, y si hay retirada nos enviarán a casa. A mí en Roma, y a ti al agujero de donde no deberías haber salido.
─ Un momento domine ─Astrak se levantó y confirmó que había movimiento─. ¡Atención centurión! Un farolillo... llega el legado con...
─ Por Cástor y Pólux, éste debe ser Publio... ─Probus observó sorprendido el aspecto infantil del nuevo jefe romano de Hispania─. ¡Por todos los dioses, si es una criatura!
Publio se detuvo ante Probus y Astrak, a unos diez pasos. Conversaba tranquilamente con Druso, legado de las tropas indígenas. La llamita mostraba una cara imberbe llena de granos, y unos ojos que brillaban de manera extraña. Había algo inquietante en aquel muchachito delgado, hablaba con una seguridad inusual y mostraba, básicamente, frialdad. Costaba creer que hubiera luchado en la terrible batalla de Cannas. Si tenía odio acumulado no se le notaba. La palabra Escipión significaba ‘báculo’ y, ciertamente, los de aquella familia habían llegado a creerse que ellos eran la muleta que posibilitaba el caminar de Roma hacia la salvación. Druso, con verborrea inagotable, insistía en sus explicaciones sobre los hispanos.
─ La Ilergecia es el maldito país de las tinieblas. En esta época nunca se ve nada. Pero allí, por donde suena el agua, está el puente de piedra y madera que atraviesa el Sícoris, el río del oro, de aquí salen unas pepitas de oro como garbanzos. Más allá están las primeras casas ─Druso señaló de manera incierta con el dedo─. En la cima tenemos el palacio del régulo, y el venerado Templo del Lobo. Allí tienen su famosa pátera mágica con el bajorrelieve de un lobo que habla, y que otorga energía a sus guerreros...
─ Y la que, según dicen, aniquila nuestros combatientes con sus encantamientos─ puntualizó Escipión.
─ Ciertamente ─Druso continuó imperturbable con su descripción─. Y también tienen los tesoros. Si han guardado oro o plata, allí está. Y ahora tú decides Publio. ¿Qué quieres que hagamos?
─ Ya sabes legado. Estamos en guerra. Los ilergetes de aquí dicen que son neutrales pero Indíbil continúa al lado de Asdrúbal. ¿Debemos respetar la sumisión de Iltirda cuando su caudillo está con nuestros enemigos?
─ Podemos aplastarlos cuando ordenes ─precisó Druso.
─ Mi padre y mi tío murieron en manos de los ilergetes de Asdrúbal. Una bruja de Indíbil los conjuró. Quiero venganza, ahora.
Publio dio órdenes a Druso de manera rápida y precisa.
─ Con tus cohortes atraviesas el puente y entras en la ciudad y, directos, hacia arriba. Atacáis el palacio, recuperáis la plata y matáis cualquier cosa que se parezca a un sacerdote o una bruja, son gente peligrosa. Luego vais al Templo del Lobo y tomáis todas las riquezas que tengan acumuladas. Respetad a la gente, necesitamos que sigan trabajando. Si encontráis jóvenes en edad de combatir les cortáis la mano derecha, sin contemplaciones, que las familias tengan trabajo en mantenerlos.
─ Entendido. ¿Nada más señor? ─añadió Druso llevando el puño al pecho con gran ceremonia.
─ Sí. Cuando la ciudad esté sometida quiero una guarnición permanente en las fortificaciones de la cima. Veremos si ese canalla de Indíbil se atreve a volver.
El centurión Probus, con una cohorte de suesetanos, avanzó por el puente. Los perros de la ciudad ladraban. Sus muchachos llevaban escaleras de mano y cuerdas con garfios. Los centinelas ilergetes que custodiaban la puerta de la muralla identificaron las tropas auxiliares romanas y permanecieron atentos. Iltirda se había sometido a Roma, en teoría, pero eso no necesariamente significaba que tuvieran que abrir las puertas a nadie. Probus, hablando en latín, exigió que los dejaran entrar. Pero el jefe de guardia no estaba dispuesto a permitir el paso de los odiados suesetanos, aunque estuvieran al servicio de Roma. El centurión ordenó avanzar con las escaleras. Sus chicos, dirigidos por un Astrak muy motivado, treparon rápidamente por las murallas y terminaron la discusión a cuchilladas. Los gritos ahogados y algunos golpes metálicos perturbaron levemente el amanecer.
─ Vaya, Astrak, ya tienes tu espada manchada de sangre. Enhorabuena ─dijo Probus con laconismo mientras sujetaba al guerrero del brazo─. Pero ahora, tranquilo, poco a poco, ve y abre el camino, a la vanguardia.
Avanzaron por una ciudad fantasma, nadie se atrevía a salir de casa para comprobar si en las calles rondaban los vivos o muertos. Algunos perros, ladrando furiosos, trataron de oponerse a los desconocidos. El más agresivo, atravesado por un pilum, gruñó sorprendido antes de desplomarse. El resto, con atemorizados ladridos, se dio a la fuga.
La niebla se encendía con las primeras luces cuando los invasores, prudentes y silenciosos, llegaron a la parte alta de la ciudad. El tam-tam de una rítmica percusión de maderas y zumbidos de caracolas orientó el último tramo del ascenso. El ruido, más que música, hacía estremecer de miedo y no sabían a que respondía. Probus intuyó que estaban en la zona de los templos. Identificó el pórtico que emanaba sonoridades y cánticos. Temblaba de frío, pero también de miedo. Las hechiceras ilergetes eran famosas. Se decía que podían transformar sus guerreros en licántropos capaces de descuartizar, de un zarpazo, al legionario más fornido. Desenvainó la espada. Sus guerreros se prepararon. Astrak, el optio, con el cuerpo en tensión, esperaba órdenes.
A Probus le fallaban las piernas, siempre le pasaba al entrar en acción, aún así avanzó con determinación. Atravesó el pórtico del templo y penetró, espada en alto, en la celda. Tardó unos segundos en adaptarse a la semipenumbra. La visión era terrorífica. Una bruja desnuda, aceitosa y tintada de sangre removía vísceras repugnantes. Un lobo colgaba de una viga y sus intestinos se proyectaban desde el vientre hasta un ara. La cabeza de la mujer era como la de una gorgona feroz. Había otras hechiceras a su alrededor, también desnudas y ensangrentadas. Más allá, un montón de chicos, con la cabeza afeitada. Numerosos vasos y páteras de plata reposaban en hornacinas y reflejaban las llamitas de las lámparas de aceite y las velas.
La música y los cánticos enmudecieron marcando un momento de incertidumbre. Probus detectó la sorpresa en la cara de los oficiantes, pero la sacerdotisa, tranquila, no se inmutó, era como si esperara la llegada de intrusos. Sus ojos centelleaban. Miró fijamente a Probus y, suavemente, pronunció lo que parecía un maleficio:
─ Kunzatekarrak amusti mugalariko etzokain, ekun, ekun langadillen etxokaleak, Molokark ostop kancrenaikodarea.
Sin parar de hablar avanzó, resuelta, levantando una daga. Probus vio, aterrado, la decisión en los ojos brillantes y feroces de la chica y, sin dudarlo, acometió a la gorgona. La espada describió una amplia parábola y adquirió inercia antes de dar un corte en el cuello de la muchacha. La sangre, a presión, salpicó todo el entorno. Los gritos de terror estallaron entre los oficiantes atrapados en la ratonera. Con tres fuertes golpes complementarios la cabeza de la medusa rodó por tierra, y su cuerpo se desplomó sobre las vísceras desparramadas en el ara.
Astrak y los guerreros aliados que, estupefactos, habían contemplado la escena, atacaron fieramente a las hechiceras. Aquellas mujeres daban miedo, ni siquiera pensaron en violarlas, fueron a matarlas, directamente, a cuchilladas y los eunucos siguieron el mismo camino. Los aspirantes a guerreros quedaron rodeados. Uno a uno, a golpes de hacha, les cortaron la mano derecha. Luego entre risas y patadas los expulsaron del templo. Los chicos que no caían inconscientes salían aullando, con el terror marcado en sus caras, intentando detener la hemorragia con la mano izquierda. Su gloria como guerreros del lobo había sido efímera. La orgía de sangre, contundente pero breve, terminó. Probus respiró, sus guerreros habían salido indemnes.
─ Eh… suesetanos. ¿Qué ha dicho la bruja? ¿Alguien lo ha entendido? ─preguntó Probus─. No comprendo el íbero de poniente, y menos cuando lo hablan deprisa.
─ Creo que era una maldición, centurión ─puntualizó Astrak─. Decía que quien ofenda al dios Lobo recibirá el pedicare, la penetración del falo de la muerte. Alerta comandante vaya arrimado a la pared por si acaso. ¡Ja, ja!
─ ¿Pedicare? Tonterías. Ya ves cómo ha acabado esta lena. Venga, recoged la chatarra de esta gente y todo lo que encontréis de valor, y lo dejáis fuera.
Terminado el primer saqueo los guerreros aliados descansaron en la plaza de la acrópolis. El botín era importante. Encontraron una docena de ventrudas ánforas púnicas que, en vez de salazones, contenían monedas de plata. También recogieron todo tipo de vasos y exvotos de plata. Astrak se encargó de la custodia del botín, mientras Probus decidió dar un último vistazo al templo. Desde el suelo la bruja lo miraba, tenía los ojos abiertos, vidriosos y brillantes. De una patada alejó la cabeza. Pero la cara volvió a quedar posicionada mirando al romano, y ahora, incluso se le adivinaba una sonrisa. A Probus el cuerpo descabezado sobre el altar le pareció sugerente, y aún estaba caliente. Las piernas abiertas justo al borde del ara mostraban el reluciente y generoso sexo de la sacerdotisa. El centurión quedó hipnotizado. Unos pasos más allá la cara de la gorgona, estúpida y desafiante, mantenía su risa. Violar un cuerpo sin cabeza le pareció excitante. No se lo pensó dos veces y acometió apasionadamente aquella diosa de bronce que lo contemplaba de lejos.
─ Pedicare, pedicare... Este pedicare sí que te acompañará hasta la barca de Caronte ─vociferó Probus dirigiéndose a la cabeza de la hechicera.
Culminó con intensidad y rapidez inusual, y pensó que la experiencia debía de instituirse como costumbre, a la postre nada mejor que una mujer sin cabeza. Por un momento se imaginó en la taberna explicando la hazaña, entre risas, a sus compañeros de mando. Fue entonces cuando percibió que la mano crispada de la bruja aferraba lo que parecía una pátera de plata. Le abrió los dedos con dificultad y tomó el pequeño cuenco. Desde el fondo de la pieza un lobo ensangrentado lo miraba fijamente. Por un momento creyó que el animal gruñía. Sacudió la cabeza para asegurarse de que no estaba soñando. Al volver a mirar se tranquilizó, el bajorrelieve estaba inmóvil. Tomó también el collar de la sacerdotisa y le quitó el brazalete helicoidal. Sonrió con satisfacción mientras rodeaba las delicadas piezas en un sagum que metió en el zurrón. No notó ningún pinchazo posterior ni síntomas que le anunciaran la muerte. Aquel botín no lo compartiría con Roma.
Tras comprobar que no dejaba restos de vida, ni riquezas, abandonó el templo dando patadas a las manos de los jóvenes que cubrían el suelo. Salió justo a tiempo para incorporarse a sus tropas ya formadas. Probus dio las oportunas novedades a Druso que, justo, acababa de llegar.
─ Mucha vajilla de plata legado, aquí la tienes, y estas ánforas que están llenas de monedas y lingotillos de oro.
─ Excelente Probus, plata y oro es lo que necesita Roma. ¿Habéis recogido alguna pátera?
─ Eh, sí. Toda la quincalla está en ese montón, junto a las ánforas, incluidas las armas rituales. Hay unas cuantas páteras y vasos rituales.
─ Bueno, enhorabuena.
Druso avanzó para reconocer las páteras y los vasos recogidos. No observó nada que se pudiera identificar de manera clara con la pátera del Lobo, aunque había algunas decoradas con cabezas de animales: osos, perros, lobos, jabalíes...
─ Vete a saber. Algunas son de auténtico lujo con estos bajorrelieves y filigranas cinceladas. Quizás la famosa pátera del Lobo es una de ellas. Pero igual la han ocultado ─justo en ese momento llegó Publio con su escolta─. ¡Epa! ¡Atentos que llega el comandante!
Druso anunció la victoria en Escipión.
─ El Templo del Lobo ha sido profanado. Las sacerdotisas están muertas, nadie te maldecirá. Lo que podrían haber sido guerreros ahora son inválidos. La población está aterrada y metida en su casa.
─ Muy bien Druso, cuando se entere Indíbil empezará a sufrir, ahora su ciudad es nuestra. Quiero que se ponga nervioso cuando le digan lo que ocurre en casa.
─ ¡Ah! Lo más importante, los ilergetes, tenían algo de metal, buenas monedas, la mayoría cartaginesas, y lingotes de oro del Sícoris, de muy buena calidad. Si quieres podrás acusarles de ocultación y traición.
─ Bueno, es una buena noticia. ¿Y la pátera? ¿Habéis cogido la pátera?
─ La verdad es que tenemos unas cuantas, este templo era una auténtica mina de plata y oro, tal vez sea alguna de las recogidas pero no podemos estar seguros.
Publio bajó del caballo para acercarse al montón de piezas. Removió, y observó algunas. Estaba contrariado, pero no en exceso, a fin de cuentas él no creía en brujerías.
─ No podemos incurrir en un error, si supiéramos cuál es la pátera convertiríamos a Indíbil en un títere. Pero si le mostramos una pieza equivocada perderemos credibilidad. En cualquier caso debe ser una de ellas y por lo tanto diremos que la tenemos.
Probus contuvo la respiración, ignoraba que la pátera fuera tan importante. Se había metido en un buen lío, y si alguien decidía registrar su zurrón tendría problemas serios. Por suerte el general centró su atención en un bien tangible que no esperaba. El Báculo abrió una de las ánforas. La plata reflejó la luz del día e iluminó una sonrisa en su cara. El poder y su erótica tenían grandes momentos.
─ No está mal. No está nada mal. Gracias Druso, en Roma estarán contentos con esta pequeña aportación al esfuerzo de guerra. ¡Ah! y si tus valientes tienen alguna necesidad que la satisfagan dentro del templo. La observación provocó la risa general de la tropa. Y uno de los soldados aliados contestó de forma explícita.
─ A su servicio, general, ahora mismo iremos a depositar nuestras ofrendas en el mismísimo ara. Y para los suesetanos será un gran placer.
─ Por supuesto ─dijo Escipión distendido─. Esto es lo que toca entre rivales, y luego quemad el templo, no me gustan estas copias ridículas de los cultos lupercales romanos. La loba auténtica es la nuestra, la capitolina.
Escipión, vitoreado por las tropas, volvió la grupa del caballo iniciando el descenso y maquinando el porvenir. Debido a su juventud el Senado se había negado a nombrarlo procónsul. Cuando volviera a Roma no podría celebrar la ceremonia pública del triunfo. Era una canallada. Por lo tanto si no había fiesta de triunfo tampoco abría aportaciones de botín al erario público. Aquellos, como mínimo, cien mil sestercios del Templo del Lobo quedarían en su poder para afrontar los avatares de su carrera. Ordenó a los guardaespaldas que transportaran la plata y las ánforas directamente a Tarraco y que lo escondieran todo en las cavernas subterráneas del campamento.
Iltirda fue la primera victoria de Escipión. Pero la gloria continuó. Consiguió ocupar Cartago Nova el 544 y liberó los rehenes indígenas que mantenían los cartagineses. Esta decisión posibilitó una política de amistad con íberos y celtíberos. Mandonio e Indíbil reconocieron entonces, como patrón, al joven Escipión. Creían, además, que Escipión tenía la pátera sagrada, lo que les obligaba a rendirle obediencia.
El 545 los cartagineses fueron derrotados en Baecula, y el 547 en Ilipa. La guerra hispana tocaba a su fin. Pero un rumor sobre la muerte de Escipión provocó motines en el ejército romano del norte y la revuelta de Indíbil y Mandonio.
El tesoro de Tibissi
Tibissi (Castellet de Banyoles, Tivissa, junto al Ebro). Invierno del 547 (206 a. C.). La Guerra Púnica en Hispania está a punto de acabar con la victoria de Roma. Escipión prepara la ocupación de Gadir (Cádiz) y ya piensa en llevar la lucha a África. Un rumor sobre su muerte provoca la revuelta de los ilergetes y de unidades militares romanas y aliadas del norte de Hispania.
La Guerra Púnica en Hispania se alargaba, parecía que no iba a terminar nunca, y Astrak no quería que se acabara.
─ No me puedo quejar ─reflexionaba Astrak─. La guerra me da oportunidades. Puedo matar enemigos y reunir plata... Hace cuatro años que estrené la espada en Iltirda... Quién lo diría. Ahora soy yo quien decide.
Se había convertido en uno de los jefes de las tropas aliadas de Tibissi, en uno de los más sanguinarios, de aquellos que no dudaban en atacar, torturar o matar enemigos o amigos para saquear o robar. Cuando llegó la falsa noticia de que el joven Escipión había muerto, el ejército se sublevó por falta de paga y el caos se extendió por toda la frontera. Astrak, convertido en señor de la guerra, tuvo su gran oportunidad. Sus guerreros, sin freno, sembraron el terror en la Ilergecia, la Ilercavonia y aún en las lejanas tierras de más allá del Hiberus. Muchas riquezas se acumularon en Tibissi. Pero la noticia de la muerte de Escipión era falsa y ahora el general volvía para poner orden. Y Astrak tenía claro lo que podía pasar.
─ Si vuelve seremos nosotros, las tropas indígenas las que tendremos un castigo ejemplar.
Los comandantes de las fuerzas aliadas de Tibissi estaban preocupados. El consejo de guerra debía tomar decisiones. Astrak, expuso la situación.
─ Está claro que Escipión no murió en Ilipa, fue un rumor absurdo, ha vuelto y quiere pasar cuentas. Con nosotros, con sus tropas legionarias y con los íberos, es decir contra todos los que quisimos aprovechar el vacío de poder. Nos sublevamos sin tener certeza de su muerte y ahora tendremos problemas.
─ Bueno ─precisó uno de los comandantes─. Problemas, problemas... depende de cómo se mire, durante semanas hemos saqueado a placer. Las fuerzas romanas continúan amotinadas por falta de paga, y los ilergetes también se mantienen firmes. Escipión tendrá dificultades, tardará en llegar a esta remota base.
De repente, la puerta del barracón del pretorio chirrió. Probus entró visiblemente cansado y con una expresión desencajada. Después de una larga cabalgada volvía con las últimas novedades.
─ Malas noticias amigos. Las tropas romanas han retornado a la obediencia. El motín ha terminado. Y eso no es lo peor. Indíbil se ha sometido de nuevo a Escipión.
─ ¡Imposible! Maldito traidor ─los comandantes quedaron traspuestos.
─ Pues claro que es posible ─exclamó Probus─. Los ilergetes tenían un pacto personal con Publio, no con Roma. Con la supuesta muerte del general dieron por liquidados sus compromisos, se desvincularon de la alianza y dejaron de pagar tributos. Ahora, como está vivo vuelven al redil.
─ ¿Pero? ¿No se han resistido? ─preguntó uno de los mandos.
─ Sí, pero Escipión los ha convencido ─Probus acompañó la explicación con un gesto de contrariedad─. Les ha exigido el cumplimiento del pacto personal y les ha perdonado. Y para garantizar la sumisión ha prometido que considerará la posibilidad de devolverles el tesoro del Templo del Lobo. Indíbil está encantado y más servil que nunca.
─ No puedo creerlo ─Astrak no salía de su asombro─. ¿Esto quiere decir que Escipión vendrá hacia aquí en primavera?
─ Nada de eso Astrak ─sentenció Probus─. Escipión ha salido de Tarraco, a pesar del invierno. Sus vanguardias están cerca, mañana los tendremos encima. Si intentamos escapar nos perseguirá como conejos. Lo siento, son días nefastos, ya se sabe.
Al día siguiente, el ejército romano se desplegó ante las murallas de Tibissi exigiendo la rendición de los rebeldes. Probus intuyó que aquello acabaría mal, y mientras los comandantes aliados discutían si rendirse o luchar, decidió abandonarlos. Pero antes tenía que poner a salvo su preciado botín de guerra. Excavó un agujero en el suelo de su barracón, junto a uno de los pilares, para esconder sus ahorros. Pero la tentación pudo con él y tomó también monedas, vasos y joyas, de sus camaradas, el botín que aún no había sido repartido. Lo puso todo en un saco. Guardó también la pátera y las piezas del Templo del Lobo. De nuevo el lobo sonreía, abría y cerraba la boca. La alucinación duró unos segundos. Probus repasó el bajorrelieve con el dedo, la imaginación le había traicionado, pero todo volvía a ser correcto. Luego, de manera silenciosa, enterró el botín y disimuló cuidadosamente el espacio excavado. La barraca de Probus estaba situada en la zona del centro de la base. El centurión pensó que podría reconocer el lugar aunque hubiera destrucciones, pero, para más seguridad elaboró un plano para localizar el silo. Contó pasos y calculó ángulos aprovechando las calles, y tomó como referencia inicial la roca desde donde los centinelas controlaban el río, frente a la montaña de las Orejas del Lobo. Sobre una fina lámina de plomo anotó, con un punzón, las claves de acceso y el plano esquemático. Luego cortó cuidadosamente la lámina de plomo en dos partes que habría de juntar para hacer una correcta interpretación. Enrolló cuidadosamente cada una de ellas y las introdujo, por separado, en dos grandes cuentas de collar de pasta vítrea.
El centurión se deslizó por los puestos de guardia pronunciando la contraseña de la noche y descendió por los barrancos que daban al Hiberus hasta contactar con los centinelas romanos. Inmediatamente fue trasladado a la tienda de Escipión.
─ Vaya, vaya. Te recuerdo. Tú eres Probus. ¿No? ¿No fuiste tú quien saqueó el Templo de Iltirda?
─ Es cierto nobilísimo Escipión, báculo de todos nosotros, doy gracias a los dioses por estar de nuevo en brazos de Roma ─Probus se arrodilló suplicando─. Las últimas semanas entre los bárbaros han sido durísimas. Mataron al legado Druso, y yo fui encarcelado. He podido escapar gracias a la embriaguez de los guardias y estoy, como siempre, a tu disposición.
─ Estoy impresionado, e incluso te daré una oportunidad para que demuestres tu lealtad. Quiero ir a África y tengo que terminar este asunto rápido y sin negociar. ¿Cuáles son los puntos débiles de las defensas?
Probus meditó unos momentos.
─ Hay un sendero que remonta el acantilado que se abre frente al Hiberus. Tus legionarios podrían infiltrarse. Yo puedo conducir las tropas hasta el inicio del camino.
─ Harás algo más, amigo. Coges tres centurias y remontas el acantilado. Después atraviesas Tibissi y llegas a la entrada de las dos torres, líquidas a la guardia y abres las puertas. Entonces yo entraré con la caballería. ¿Lo has entendido? Si tienes éxito te permitiré seguir viviendo y te reincorporaré, como centurión, en la quinta legión, si fracasas morirás... Simple. ¿Verdad?
Mientras Escipión hablaba Probus iba maldiciendo su suerte.
─ Estaba ya fuera de peligro y ahora este loco me ordena una misión suicida.
Después de un largo rodeo las tropas, conducidas por Probus, ganaron la base del acantilado. La ascensión comenzó en absoluto silencio. Atravesaron el campamento como una exhalación para ocupar violentamente las torres de la entrada norte. Escipión entró con la caballería exterminando a los que salían aturdidos de barracones y tiendas.
Probus respiró, había sobrevivido una vez más. Fue señalando a todos los mandos rebeldes capturados, que fueron ejecutados en el acto. Sin embargo Astrak se había evaporado. Pero Probus no se preocupó, probablemente se encontraba entre los cientos de cadáveres que se amontonaban por todas partes.
Al amanecer la base aliada era una pira que olía a carne quemada. Probus quedó tranquilo. Ahora sólo tenía que esperar la licencia. Cuando abandonara el ejército simplemente tenía que volver, desenterrar el tesoro y dedicarse a vivir la vida, instalar una tintorería, una fullonica, en Roma o, quizás, comprar una gran villa y vivir rodeado de mujeronas y comida. Pero... las cosas no fueron tan sencillas.
Al año siguiente, el 548 (205 a. C.), Indíbil y Mandonio volvieron a sublevarse. De nuevo Probus entró en campaña con la quinta legión, pero ahora bajo el mando de Léntulo y Manlio. Los ilergetes fueron derrotados. Indíbil murió al frente de sus guerreros y Mandonio fue torturado y ejecutado.
En aquellos años, y los que siguieron, Escipión continuó la guerra en África. Derrotó a Aníbal en la batalla de Zama, el 551, y le impuso a Cartago un tratado de paz. La Segunda Guerra Púnica había terminado, pero en Hispania el dominio romano progresaba poco. El 556 (197 a. C.) los íberos comenzaron una rebelión que se extendió con rapidez. El pretor de la provincia Citerior, Sempronio Tuditano, y buena parte de los efectivos de la quinta legión fueron exterminados, pero Probus volvió a tener suerte y sobrevivió...