GRAMÁTICA
DE LA RESURRECCIÓN
Quien hoy quiere huir de este maldito estercolero, si se lo puede permitir, se paga una visita a la Ruta de la Seda. En veinte días atraviesa, a la velocidad con que avanza el fuego en un reguero de pólvora, el espacio que va de Estambul a Beijing. Apenas dispone de tiempo para los aromas a especias de los mercados asiáticos. Los tiempos de ruta están muy medidos y las agencias de viajes evitan cualquier improvisación. No conviene enfadar a los clientes si se pretende mantener una suculenta cuota de mercado. De esta forma, quien pretende evadirse de ese enemigo que se conoce como realidad, no deja de participar de ella, pues nada hay más propio de la realidad que la intromisión del orden. Resulta complicado deshacerse de esa seriedad de hombre realista que rige parte de nuestras vidas, la región más cotidiana de nuestros días y nuestras noches. Nos resistimos, como buenos realistas, a que las cosas se escapen de nuestro control y, por tanto, luchamos porque permanezca el orden.
Conocer a gente como Francis Younghusband (Murree, actual Pakistán, 1863 – Lytchett Minster, Inglaterra, 1942), al menos al Younghusband que uno puede frecuentar a través de libros como éste, que es de lo que trata el prólogo, nos conduce a ciertas ideas que son más intuiciones que certezas. Una de ellas dicta que no hay menos problemas psíquicos en el realismo que, por ejemplo, en el romanticismo.
En un universo regido por la realidad se le niega el paso a la principal fuerza de la naturaleza, que es el azar. En un universo romántico, al azar le estará permitido actuar a plena potencia. Younghusband, como buen aventurero, elige el universo romántico en el que el mundo ya no es un maldito estercolero. Se desvincula de la realidad, con autoridad moral en el texto, con delirios en su vida emocional. Younghusband sospecha, desde esa juventud a la que regresa en este libro, que el azar es aventura y que es creación, que es naturaleza y que, por último, terminará siendo para él vida espiritual. Entre las grandes cumbres encuentra aquellas facetas que dieron significado a su existencia: fue militar y como tal exploró militantemente para su imperio; fue un viajero solitario, o al menos solitario al no hacerse acompañar por ningún otro occidental en muchas ocasiones, y en ese aspecto conquistó la libertad del hombre autosuficiente; fue escritor para divulgar las dos pasiones que consideraba suficientes como para justificar al cosmos: la belleza y la fe religiosa. Se transformó en un personaje poliédrico y contradictorio, descompensado por sus exaltaciones hasta caer en la barbarie.
Younghusband comenzó su vida viajera como un disciplinado militar, ansiando permisos que le permitieran trasladar su existencia a los peligrosos pasos de montaña, y culminó sus días impulsando la hipótesis de Gaia, esa que identifica el espíritu de la Tierra como el de un ser universal, y manifestando su convencimiento de la capacidad de transformación del alma que poseen los rayos cósmicos, o el núcleo energético del universo que se halla en el planeta Altaïr. Y sus hipótesis espirituales nacen en las cumbres nevadas y en la escasa respiración a cinco o seis mil metros de altura, donde el oxígeno nos reduce a la mitad de lo que somos, donde la naturaleza rebaja hasta nuestro orgullo y nos exige esfuerzo. Y el esfuerzo será otra de las claves de su obra, de su ideología, de su religión.
Hoy en día las agencias de viajes ofrecen completar un recorrido de diez mil kilómetros en veinte jornadas. Younghusband invierte ese tiempo en encontrar un paso de montaña que comunique dos valles contiguos en el Himalaya. Y cualquier paraje o cualquier trozo de roca, el hielo o la tormenta, cualquier peligro, se transforman en prodigios nada más percibirlos. Al igual que resulta un prodigio la compañía de unos hombres admirables, recios, con los que se comunica, a juzgar por lo que uno deduce de sus textos, en el lenguaje universal de la mirada.
Younghusband les cede el privilegio de ser ellos los auténticos descubridores. Se reconoce como el primer occidental en atravesar a pie los pasos de montaña que rodean el glaciar Baltoro o la meseta de Pamir, pero no como el primer hombre en recorrer esas rutas. Ese privilegio les pertenece a ellos, a los asiáticos. Y este ánimo de explorador, tan lleno de respetuosas energías y de un enérgico respeto, fue prerrogativa de muy pocos, de los mejores: de Francis Younghusband, del insuperable Richard Burton. Al igual que Burton, que consideraba que África la descubrieron los africanos, Younghusband sostenía que el Himalaya y el Karakorum los descubrieron los baltíes, los gurkhas, los sherpas. En una época en que imperaba el occidentalismo, la concepción de que el centro del mundo se encontraba no muy lejos de la línea que une París y Londres, la convivencia que el joven Younghusband recuerda haber poseído con los habitantes de las tierras que visitaba resultaba un verdadero atrevimiento, en el que cae tal vez subyugado por la imprecisión del deseo de bonhomía, posterior a su etapa de cierto delirio imperial. La memoria de esa convivencia, tamizado por su ansia de ser bueno, se aleja de la propia del señor con sus vasallos.
Hacia la mitad del libro, en apenas un párrafo, Younghusband despacha el episodio que tal vez mejor discrimine su carácter, su necesidad de volar. En 1888, Younghusband, que apenas cuenta con veinticuatro años, acaba de regresar a Inglaterra tras un periplo de siete meses en los que ha atravesado a pie la cordillera más descomunal del planeta, llegando a pisar glaciares con las suelas de unas botas tan desgastadas que apoyaba la descalza planta de los pies sobre la nieve y el hielo. Como premio a su valor, la Royal Geographical Society le entrega su Medalla de Oro y le convierte en el miembro más joven de su comunidad intelectual. Younghusband pisa el salón principal de la institución, completando la línea continua que va desde Livingstone a Mallory, pasando por hombres como Burton, Speke, Mummery y T. E. Lawrence, y expone un relato completo de su aventura. A continuación se encuentra con una suerte de ataduras que jamás hubiera sospechado que existieran: doctores en toda suerte de ciencias vinculadas a la geografía le ametrallan a preguntas que pesan como condenas: «Los geólogos habían querido saber si había observado las rocas; los botánicos, si había recogido flores; los glaciólogos, si había observado los movimientos de los glaciares; los antropólogos, si había medido los cráneos de las gentes; los etnólogos, si había estudiado sus lenguas; los cartógrafos, si había cartografiado las montañas». Acomplejado, que es un sentimiento fácil de perdonar por tratarse de un sentimiento de juventud, Younghusband retorna a la India dispuesto a no volver a cometer ese tipo de pecados de omisión.
Pero vuelve a cometerlos. O al menos los comete su memoria. Pues este libro, Por el Himalaya, en el que el estudio geográfico carece de peso, pertenece al ciclo autobiográfico, a esos libros en los que los años actúan de filtro para discriminar lo que de verdad importa. Anteriormente, Younghusband había reflejado sus experiencias en libros de viajes, costumbres y política exterior sobre la India, Tíbet o Cachemira. Y posteriormente agotaría los temas místicos y espirituales, sin olvidar las revelaciones que tienen lugar en las montañas o la telepatía, el amor libre o el panteísmo, aunque en este ámbito su mayor obra consistió en la fundación del World Congress of Faiths en 1936.
Pero al poner las cosas en su sitio, sirviéndose de los recuerdos, obvia aquello a lo que dieron importancia los eruditos de Londres: el estudio geológico es un obstáculo para la inmersión contemplativa en el paisaje. La recolección de flores un atrevimiento absurdo cuando a uno le interesa la vida a cinco mil metros, donde no existen otros vegetales que los líquenes. Los glaciares son un avatar en el camino, que hay que sortear con algo que llamaremos respeto, aunque la palabra se nos queda pequeña. En cuanto a los cráneos de las gentes, poco importa su forma, ni siquiera la valía de lo que contienen, en comparación con los sentimientos que se fraguan dentro del pecho. Respecto a las lenguas, dado que su desconocimiento concluye en lamentos por no poder penetrar más y mejor en la condición humana, es fácil desear su estudio, que no es lo mismo que su filología, por la que le preguntaban. Queda, pues, la cartografía, una ciencia tan limitada que, como ya expresara Borges en su famoso cuento, para ser tan precisa que colme las aspiraciones del aventurero, debería levantar mapas a escala real.
De ahí que reniegue de esos grilletes intelectuales en sus siguientes viajes, muchos de ellos regidos por mandatos militares que acata sin juicio ni piedad, mandatos que consigue transformar en una excusa y un motivo para obtener financiación. A Younghusband no le alumbra la luz del día, sino la linterna que porta en la mano. Y esas emociones, la de carecer de grilletes, la de desvincularse de algunas realidades que por instantes podrían haberle hecho más humano, y guiarse por la propia luz, son las que nos facilitan el sentimiento de libertad. Resulta complicado redactar una definición de libertad, pero muy evidente reconocer la sensación contraria. Y en el aventurero la libertad desempeña un papel fundamental, tanto para su espíritu como para su reconocimiento. Para su espíritu porque se siente parte armónica de la sinfonía de una obra, la propia, en la que está actuando. Para su reconocimiento porque provoca envidias en quienes se ven forzados a considerarse hombres realistas. Y tal vez la envidia cochina sea una de las malas derivaciones psicóticas del realismo, pues enfrenta, inevitablemente y en batalla, lo que somos con los ideales; con lo que desearíamos poseer en nuestra cuenta corriente o en nuestro currículum.
Ser dueño del don de la libertad, carecer de envidia, disfrutar de una energía sin límites, son características que se atribuyen al mito del aventurero. A las que cabe añadir las pasiones secretas, las rupturas de las reglas, la puesta en solfa de las leyes, la ética como una fortaleza con normas fantaseadas, la patria universal. Y que el vínculo con la realidad se desmenuce en sus manos como un terrón de arena, algo que incluye luchar contra ese lugar común tan arraigado entre los hombres, la idea de que el tiempo es una dimensión. Para ello viaja a países donde se despoja de estos pesados atributos que consideramos requisitos inevitables del ser humano: nuestras limitaciones, nuestras trabas, nuestras prohibiciones, nuestras censuras. Frente a ello, frente a las seguridades que nos dan estos muros que hemos ido construyendo, Younghusband elige lo desconocido. Persigue una meta, pero desconoce casi todo sobre ella.
Con la lección de una vida en la que no existe nada parecido a la línea horizontal, Younghusband acabaría en la Royal Geographical Society. Pero no para exigir que se rellenaran con sudor las zonas formando parte de la dirección de la en blanco de los mapas, o que los exploradores regresaran con las alforjas repletas de muestras geológicas, botánicas, anatómicas. Younghusband impulsó, desde su tribuna, los más importantes retos alpinísticos al convertirse en presidente del Comité del Monte Everest. Suyas fueron, en buena medida, las iniciativas de conquista de la cumbre más alta del planeta protagonizadas por George Mallory.
Como militar de carrera meteórica, que le llevó a ascender hasta ser nombrado representante del gobierno británico en Cachemira, hay en su vida algún episodio de carácter más que oscuro, como su participación en una disimulada colonización del Tíbet. En 1903-1904 el ejército de su nación partió de Sikkim con intenciones de zanjar disputas fronterizas, y llegó a Lhasa dejando a su paso varios centenares de cadáveres —algunas fuentes elevan la cifra por encima de cinco mil, muchos de ellos monjes— en una actuación que derrochó violencia gratuita. Un suceso que Younghusband terminaría lamentando treinta años más tarde, cuando su educación sentimental le llevará a sostener la fe en el amor universal al Hombre. Cuando también vino a visitarle la locura, la inconexa obsesión espiritual, o la obsesión por la fe y por ejercer el proselitismo de su fe, que incluía la existencia de un redentor en el planeta Altaïr que irradiaba sus consejos espirituales por una suerte de telepatía. Aunque tal actitud no carece de justificación poética, pues, como Platón pone en boca de Sócrates, resulta imposible negar la existencia de los dioses cuando uno ha reconocido las consecuencias de sus acciones: el Everest, el K2, el paso de Mustagh, el glaciar Baltoro, la meseta de Pamir, el desierto de Gobi. Y todo ello en una época en la que muy pocos de los grandes pioneros de la montaña comenzaban a cuestionar la inaccesibilidad de las grandes cumbres, en los años de Mummery o del Duque de los Abruzzos.
Escrito cuarenta años después del primero de los viajes, Por el Himalaya es un texto con una única justificación: la de volver a ser libre. Al regresar a lo idealizado, a la aventura, Younghusband convoca así a los fantasmas de los mejores tiempos, para hacerlos bailar en su fantasía. Pero las sensaciones de la fantasía, como nos demuestran cada noche nuestros sueños, no son menos intensas que las que percibimos por los cinco sentidos que, se supone, nos atan a la realidad. Por eso él vuelve a sentirse tan libre como lo fue siendo joven, antes de esos episodios polémicos que versan sobre el dolor y la furia, pero no son el tema de este libro. Por eso, en nombre de la libertad, recurre al poder de la literatura. Porque la literatura no es tanto el estilo, que con frecuencia se confunde con el exceso de estilo, como la sensación de libertad, de azar, de viajar hacia una meta en buena parte desconocida.
Si viajar fue vivir, escribir y leer significa resucitar.
RICARDO MARTÍNEZ LLORCA