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José Antonio Ramos Sucre

Antología

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-917-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-615-6.

Sumario

Créditos 4

Presentación 11

La vida 11

La torre de timón (1925) 13

Preludio 15

El fugitivo 16

El familiar 17

Elogio de la soledad 19

La alucinada 21

La tribulación del novicio 22

Discurso del contemplativo 24

El episodio del nostálgico 25

El retorno 26

La conversión de Pablo 27

Ocaso 28

La venganza del Dios 29

La hija de Valdemar 30

De la vieja Italia 31

Visión del norte 32

El culpable 33

Hechizo 34

La presencia del náufrago 35

El tesoro de la fuente cegada 37

Sobre la poesía elocuente 38

El rapto 39

El hijo del anciano 40

El rezagado 41

El ensueño del cazador 42

La resipisencia de Fausto 43

La ciudad 44

El mensajero 45

El aventurero 46

La vida del maldito 48

Sueño 50

La penitencia del mago 51

Vislumbre del día aciago 52

La cuna de Mazeppa 53

El avenimiento de Sagitario 54

Santoral 55

A orillas del mar eterno 56

Geórgica 57

El romance del bardo 58

Las formas del fuego (1929) 59

Las ruinas 61

El rito 62

El talismán 63

El mandarín 64

El castigo 65

El emigrado 66

El real de los cartagineses 67

La noche 68

La sala de los muebles de laca 69

La plaga 70

El retórico 71

El nómade 72

Fragmento apócrifo de Pausanias 73

El convite 74

El retrato 75

El desesperado 76

El sopor 77

El riesgo 78

El hidalgo 79

El remordimiento 80

La verdad 81

El presidiario 82

El ciego 83

El adolescente 84

Mar latino 85

La suspirante 86

La alborada 87

Rúnica 88

Dionisiana 89

Ofir 90

El protervo 91

El justiciero 93

El venturoso 94

El cortesano 95

El fenicio 96

El sagitario 97

Montería 98

Bajo el velamen de púrpura 99

El lapidario 100

El alumno de Tersites 101

Tacita, la musa décima 102

Carnaval 103

El cielo de esmalte (1929) 105

Victoria 107

El valle del éxtasis 108

El verso 109

Lucía 110

El Capricornio 111

Los gafos 112

Antífona 113

El cirujano 114

La inspiración 115

La Cábala 116

Marginal 117

Los hijos de la tierra 118

Azucena 119

El vértigo de la decadencia 120

Entre los eslavos 121

El superviviente 122

El nombre 123

Los acusadores 124

La juventud del rapsoda 125

El tótem 126

El lego del convento 127

El cazador de avestruces 128

El clamor 129

Del país lívido 130

El herbolario 131

La mesnada 132

El vejamen 133

El ramo de la Sibila 134

El olvido 135

Los ortodoxos 136

La abominación 137

La merced de la bruma 138

El monigote 139

Analogía 140

Los lazos de la Quimera 141

La zarza de los médanos 142

De Profundis 143

La procesión 144

La virtuosa del clavecín 145

El alumno de violante 146

El cautivo de una sombra 147

Del suburbio 148

Bajo el cielo monótono 149

El selenita 150

La virgen de la palma 151

El peregrino ferviente 152

La ciudad de los espejismos 153

El jardinero de las espinas 154

El tejedor de mimbres 155

El arribo forzoso 156

Fantasía del primitivo 157

Omega 158

Los aires del presagio 159

Granizada 161

I 161

II 165

III 166

IV 166

V 166

VI 166

Residuo 167

Textos no recogidos en libros 169

Del destierro 171

El paria 172

Cartas 173

A Lorenzo Ramos 175

Señor Lorenzo Ramos Sucre, agente del Banco de Venezuela Maracay 177

Hamburgo, 5 de febrero de 1930 179

Srta. Dolores Emilia Madriz. Cumaná 181

Consejos de orden intelectual para Lorenzo Ramos 182

Consejo importante de orden intelectual
para Lorenzo Ramos 183

Libros a la carta 185

Presentación

La vida

José Antonio Ramos Sucre (Cumaná, 9 de junio de 1890-Ginebra, Suiza, 13 de junio de 1930). Venezuela.

Nació en Cumaná el 9 de junio de 1890. Hijo de Jerónimo Ramos Martínez y de Rita Sucre Mora. Empezó sus estudios en Cumaná en la escuela Don Jacinto Alarcón. En 1900 fue a Carúpano para ser educado por su padrino y tío paterno, José Antonio Ramos Martínez, quien lo inició en el latín y la literatura. Su padre murió en 1902. Y en 1903 tras la muerte de su tío regresó a Cumaná.

Estudió en el Colegio Nacional de Cumaná, dirigido por don José Silverio González Varela. En 1908, fue nombrado su asistente. En 1910 se graduó de bachiller en Filosofía, y se fue a Caracas para estudiar Derecho y Literatura en la Universidad Central de Venezuela. Al cierre de la universidad por el general Juan Vicente Gómez, tuvo que continuar los estudios por su cuenta.

Graduado de Derecho en 1917 y de Doctor en Leyes en 1925, no ejerció esta profesión sino que fue profesor de Historia y Geografía, Latín y Griego, en centros de educación media, como el Liceo Caracas. Asimismo desde 1914 trabajó como intérprete y traductor en la Cancillería.

Desde 1911 se dio a conocer como poeta publicando en revistas y diarios, sobre todo en El Universal, donde aparecieron más de cien poemas en prosa. Publicó Trizas de papel (1921), Sobre las huellas de Humboldt (1923), que formaron el volumen La torre de timón (1925), Las formas del fuego (1929) y El cielo de esmalte (1929).

Ramos Sucre se dedicó al estudio y a la lectura, y a la poesía, pero sufrió insomnio crónico. Sus textos muestran el sufrimiento provocado por su creciente fatiga mental. Se suicidó en la ciudad de Ginebra, el 13 de junio de 1930 con una sobredosis de veronal.

La torre de timón (1925)

Preludio

Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras.

Entonces me habrán abandonado los recuerdos: ahora huyen y vuelven con el ritmo de infatigables olas y son lobos aullantes en la noche que cubre el desierto de nieve.

El movimiento, signo molesto de realidad, respeta mi fantástico asilo; mas yo lo habré escalado de brazo con la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la Luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor.

El fugitivo

Huía ansiosamente, con pies doloridos, por el descampado. La nevisca mojaba el suelo negro.

Esperaba salvarme en el bosque de los abedules, incurvados por la borrasca.

Pude esconderme en el antro causado por el desarraigo de un árbol. Compuse las raíces manifiestas para defenderme del oso pardo, y despedí los murciélagos a gritos y palmadas.

Estaba atolondrado por el golpe recibido en la cabeza. Padecía alucinaciones y pesadillas en el escondite. Entendí escapadas corriendo más lejos.

Atravesé el lodazal cubierto de juncos largos, amplectivos, y salí a un segundo desierto. Me abstenía de encender fogata por miedo de ser alcanzado.

Me acostaba a la intemperie, entumecido por el frío. Entreveía los mandaderos de mis verdugos metódicos. Me seguían a caballo, socorridos de perros negros, de ojos de fuego y ladrido feroz. Los jinetes ostentaban, de penacho, el hopo de un ardita.

Divisé al pisar la frontera, la lumbre del asilo, y corrí a agazaparme a los pies de mi dios.

Su imagen sedente escucha con los ojos bajos y sonríe con dulzura.

El familiar

Los campesinos se retraían de señalar el curso del tiempo. Empezaban, con el día; las faenas de la tierra y se juntaban y citaban prendiendo una hoguera en el campo raso.

Yo distinguía desde mi balcón, retiro para el soliloquio y el devaneo, la humareda veleidosa nacida sobre la raya del horizonte.

Disfrutaba, después de mi juventud intemperante, el sosiego de una ciudad extinta.

El arcoiris, joya de la celeste fragua, era diadema perpetua de su monte. Yo recorría sus avenidas, percibiendo el desconsuelo del ciprés y del mármol. Cavilaba en sus plazas opacas y húmedas, esteradas de hojas. Adivinaba, en el espejo de sus estanques y de sus fuentes, cabelleras profusas velando desnudos cuerpos fluidos.

Yo defendía el reposo del agua. La oí cantar, en cierta ocasión, una escala de lamentos al sentirse herida por la rama desprendida de un árbol.

Miraba una vez las imágenes voluptuosas, cuando sentí sobre el hombro izquierdo el contacto de una mano fría, adunca. El importuno me interpelaba, al mismo tiempo, con una voz honda, bronca.

El estanque de mi contemplación se había mudado en un abismo. Desde entonces me siguió aquel hombre imperioso. No osaba verle de frente, su cuerpo alto y desarticulado prometía un rostro demasiado irregular. Bajo sus pasos resonaba hondo el suelo de la calle. Pisaba arrastrando zapatos desmesurados. Provocaba, al pasar, el ladrido de los perros supersticiosos.

No puedo recordar el tema de su conversación. Sus ideas eran vagas, referentes a edad olvidada. Una vez solo, me esforzaba inútilmente dando sentido y contorno a sus palabras molestas.

Los habitantes de mi ciudad, capital de un reino abolido, empezaron a hablar de espantajos y maravillas. Notaban la fuga de formas equívocas al despertar del sueño matinal.

Insistían en el resentimiento de los antiguos reyes, olvidados en su catacumba.

Reposaban en un valle, al pie de cerros tapizados de vegetación menuda, donde la luz y el aire divertían con variaciones de terciopelo verde.

Yo me junté a la caterva de jóvenes animosos, esperanzados de reducir los difuntos, por medio de increpaciones, dentro de los límites de su reino indeciso. Nos acercamos a la puerta de la cripta y dudamos entrar.

Sobrevino un azaroso compañero y se nos adelantó resueltamente. Volvió en compañía de los reyes y de los héroes incorporados de su urna de piedra.

Estábamos mudos de terror.

Observé entonces, por primera vez, su faz enjuta, blanquiza, de cal. Acerté con su origen espantoso.

Había desertado de entre los muertos.

Elogio de la soledad

Prebendas del cobarde y del indiferente reputan algunos la soledad, oponiéndose al criterio de los santos que renegaron del mundo y que en ella tuvieron escala de perfección y puerto de ventura. En la disputa acreditan superior sabiduría los autores de la opinión ascética. Siempre será necesario que los cultores de la belleza y del bien, los consagrados por la desdicha se acojan al mudo asilo de la soledad, único refugio acaso de los que parecen de otra época, desconcertados con el progreso. Demasiado altos para el egoísmo, no le obedecen muchos que se apartan de sus semejantes. Opuesta causa favorece a menudo tal resolución, porque así la invocaba un hombre en su descargo: La indiferencia no mancilla mi vida solitaria; los dolores pasados y presentes me conmueven; me he sentido prisionero en las ergástulas; he vacilado con los ilotas ebrios para inspirar amor a la templanza; me sonrojo de afrentosas esclavitudes; me lastima la melancolía invencible de las razas vencidas. Los hombres cautivos de la barbarie musulmana, los judíos perseguidos en Rusia, los miserables hacinados en la noche como muertos en la ciudad del Támesis, son mis hermanos y los amo. Tomo el periódico, no como el rentista para tener noticias de su fortuna, sino para tener noticias de mi familia, que es toda la humanidad. No rehúyo mi deber de centinela de cuanto es débil y es bello, retirándome a la celda del estudio; yo soy el amigo de los paladines que buscaron vanamente la muerte en el riesgo de la última batalla larga y desgraciada, y es mi recuerdo desamparado ciprés sobre la fosa de los héroes anónimos. No me avergüenzo de homenajes caballerescos ni de galanterías anticuadas, ni me abstengo de recoger en el lodo del vicio la desprendida perla de rocío. Evito los abismos paralelos de la carne y de la muerte, recreándome con el afecto puro de la gloria; de noche en sueños oigo sus promesas y estoy, por milagro de ese amor, tan libre de lazos terrenales como aquel místico al saberse amado por la madre de Jesús. La historia me ha dicho que en la Edad Media las almas nobles se extinguieron todas en los claustros, y que a los malvados quedó el dominio y población del mundo; y la experiencia, que confirma esta enseñanza, al darme prueba de la veracidad de Cervantes que hizo estéril a su héroe, me fuerza a la imitación del Sol, único, generoso y soberbio.

Así defendía la soledad uno, cuyo afligido espíritu era tan sensible, que podía servirle de imagen un lago acorde hasta con la más tenue aura, y en cuyo seno se prolongaran todos los ruidos, hasta sonar recónditos.

La alucinada

La selva había crecido sobre las ruinas de una ciudad innominada. Por entre la maleza asomaba, a cada paso, el vestigio de una civilización asombrosa.

Labradores y pescadores vivían de la tierra aguanosa, aprovechando los aparejos primitivos de su oficio.

Más de una sociedad adelantada había sucumbido, de modo imprevisto, en el paraje malsano.

Conocí, por una virgen demente, el suceso más extraño. Lloraba a ratos, cuando los intervalos de razón suprimían su locura serena.

Se decía hija de los antiguos señores del lugar. Habían despedido de su mansión fastuosa una vieja barbuda, repugnante.

Aquella repulsa motivó sucesivas calamidades, venganza de la arpía.

Circunvino a la hija unigénita, casi infantil, y la: persuadió a lanzar, con sus manos puras, yerbas cenicientas en el mar canoro.

Desde entonces juegan en silencio sus olas descolmadas. La prosperidad de la comarca desapareció en medio de un fragor. Arbustos y herbajos nacen de los pantanos y cubren los escombros.

Pero la virgen mira, durante su delirio, una floresta mágica, envuelta en una luz azul y temblorosa, originada de una apertura del cielo. Oye el gorjeo insistente de un pájaro invisible, y celebra las piruetas de los duendes alados.

La infeliz sonríe en medio de su desgracia, y se aleja de mí, diciendo entre dientes una canción desvariada.

La tribulación del novicio

Bebedizos malignos, filtros mágicos, ardientes mixturas de cantárida no hubieran enardecido mi sangre ni espoleado mi natural lujuria de igual modo que esta mi castidad incompatible con mi juventud. Vivo sintiendo el contacto de carnes redondas y desnudas; manos ligeras y sedosas se posan sobre mis cabellos, y brazos lánguidos y voluptuosos descansan sobre mis hombros. A cada paso siento sobre mi frente los pequeños estallidos de los besos. Una mujer con palabras acariciantes se inclina hasta tocar con la suya mi mejilla. Su voz insinúa dentro de mí el deseo como una sierpe de fuego. Todo mi ser está embargado de fiebre y lo inquieta un loco deseo de transmitirse encendiendo nuevas vidas. Barbas selváticas, cuernos torcidos, cascos, todos los arreos del sátiro podrían ser míos. Demasiado tarde he venido al mundo; mi puesto se halla en el escondrijo sombrío de un bosque, desde el cual satisficiera mi arrebato espiando la belleza femenina, antes de hacerla gemir de dolor y de gozo.

Por desgracia, otra es mi situación y muy duro mi destino; me viste un grueso sayal más triste que un sudario; vivo en una celda, y no en medio de árboles frondosos en un campo libre. Suspiro por un raudal modesto bajo la sombra de ramajes enlazados y cuya superficie temblorosa señalara el vuelo de las auras. Diera la vida por ver en la atmósfera matinal y serena un instantáneo vuelo de palomas, como una guirnalda deshecha. Y en una diáfana mañana, cuando recobran juventud hasta las ruinas, deshechar la última sombra del sueño, turbando con mi cuerpo el éxtasis del agua, enamorada de los cielos. Huida la noche, volviera yo a la vida, cuando el concierto de los pájaros comienza a llenar el vasto silencio, despertara con más lujo que un déspota oriental, segador de hombres. Bajo la luz paternal del Sol sintiera el júbilo de la tierra y contemplara el mar, después de haber jadeado escalando un monte. Sufro por mi estado religioso mayor esclavitud que un presidiario; con mortificaciones y encierros pago el delito de esta rebosante juventud; aislado, herido por desolación profunda, resguardo mis sentidos, y niego satisfacción a mis deseos y hospitalidad a la alegría. El mar palpitante, el viento incansable, el pensamiento volador exasperan el enojo de mi cautiverio, recrudecen la tiranía de mi condición, agravan los grillos que me aherrojan. Debo recatarme de participar en la alegría de la tierra amorosa y robusta; vestir perpetuo traje de oscuridad, cuando a todas partes la luz, rauda viajera, lleva su aleluya; reemplazar con rigurosa seriedad la grave sonrisa que conviene el espectador de la tragicomedia del mundo. Sabiendo que el organismo cede con la satisfacción, he de resistirle aunque reproduzca sus deseos con más furia que la hidra sus cabezas, y merezca por insistente y por traidor su personificación en Satán torvo y enrojecido.

No se calma este ardor con claustro inaccesible ni con desierto desolado. Con esa abstinencia, la locura me haría compañero de santos desequilibrados y extáticos. Ni la penumbra de los templos abrigados me auxilia, porque es tibia como un regazo y favorable al amor como un escondite. La oración tampoco es defensa porque su lenguaje es el mismo que para cautivarse emplean los hijos y las hijas de los hombres. Ni es para alejar del siglo la belleza que resplandece en las efigies: algunas me recuerdan las mujeres que hubiera podido amar, tienen los mismos ojos hermosos y tranquilos, la misma cabellera destrenzada sobre las espaldas y los hombros, y sobre los mismos pies menudos y curiosos debajo del vestido descansa la estatua soberbia del cuerpo. No es bastante el único refugio que alcanzo a los pies del hijo de Dios extenuado y sangriento. Más me apacigua comunicándome su dolor la madre Virgen a los pies del grueso madero. Llora, mientras vencida bajo su calcañal, según la lección bíblica, se tuerce la serpiente perezosa y elástica. Pierden su brutalidad los groseros anhelos, si atiendo a esos ojos lacrimantes, azules de un azul doliente, como el cielo de un país de exilio... Sería distinto, si fueran sus ojos negros, como aquellos otros de brasa infernal, que me han envenenado con su lumbre.

Discurso del contemplativo

Amo la paz y la soledad; aspiro a vivir en una casa espaciosa y antigua donde no haya otro ruido que el de una fuente, cuando yo quiera oír su chorro abundante. Ocupará el centro del patio, en medio de árboles que, para salvar del Sol y del viento el sueño de sus aguas, enlazarán las copas gemebundas. Recibiré la única visita de los pájaros que encontrarán descanso en mi refugio silencioso. Ellos divertirán mi sosiego con el vuelo arbitrario y el canto natural; su simpleza de inocentes criaturas disipará en mi espíritu la desazón exasperante del rencor, aliviando mi frente el refrigerio del olvido.

La devoción y el estudio me ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, de modo que ni interés humano ni anhelo terrenal estorbarán las alas de mi meditación, que en la cima solemne del éxtasis descansarán del sostenido vuelo; y desde allí divisará mi espíritu el ambiguo deslumbramiento de la verdad inalcanzable.

Las novedades y variaciones del mundo llegarán mitigadas al sitio de mi recogimiento, como si las hubiera amortecido una atmósfera pesada. No aceptaré sentimiento enfadoso ni impresión violenta: la luz llegará hasta mí después de perder su fuego en la espesa trama de los árboles; en la distancia acabará el ruido antes que invada mi apaciguado recinto; la oscuridad servirá de resguardo a mi quietud; las cortinas de la sombra circundarán el lago diáfano e imperturbable del silencio.

Yo opondré al vario curso del tiempo la serenidad de la esfinge ante el mar de las arenas africanas. No sacudirán mi equilibrio los días espléndidos de Sol, que comunican su ventura de donceles rubios y festivos, ni los opacos días de lluvia que ostentan la ceniza de la penitencia. En esa disposición ecuánime esperaré el momento y afrontaré el misterio de la muerte.

Ella vendrá, en lo más callado de una noche, a sorprenderme junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará por el aire un beato rumor, como de alados serafines, y un transparente efluvio de consolación bajará del altar del encendido cielo. A mi cadáver sobrará por tardía la atención de los hombres; antes que ellos, habrán cumplido el mejor rito de mis sencillos funerales el beso virginal del aura despertada por la aurora y el revuelo de los pájaros amigos.

El episodio del nostálgico

Siento, asomado a la ventana, la imagen asidua de la patria.

La nieve esmalta la ciudad extranjera.

La Luna prende un fanal en el tope de cada torre.

Las aves procelarias descansan del océano, vestidas de edredón. Protejo, desde ayer, a la huérfana del caballero taciturno, de origen ignorado.

Refiere sobresaltos y peligros, fugas improvisas sobre caballos asustados y en barcos náufragos. Añade observaciones singulares, indicio de una inteligencia acelerada por la calamidad.

Duda si era su padre el caballero difunto.

Nunca lo vio sonreír.

Sacaba, a veces, un medallón vacío.

Miraba ansiosamente el reloj de hechura antigua, de campanada puntual.

Nadie consigue entender el mecanismo.

He espantado, de su seno, las mariposas negras del presagio.

El retorno