José Antonio Ramos Sucre
Antología
Barcelona 2021
linkgua-digital.com
Créditos
Título original: Antología.
© 2021, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
Fotografía de Guillermo Parra: Mural de Francisco Maduro Inciarte titulado Letras y tiempos.
ISBN rústica: 978-84-9007-917-1.
ISBN ebook: 978-84-9007-615-6.
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Sumario
Créditos 4
Presentación 11
La vida 11
La torre de timón (1925) 13
Preludio 15
El fugitivo 16
El familiar 17
Elogio de la soledad 19
La alucinada 21
La tribulación del novicio 22
Discurso del contemplativo 24
El episodio del nostálgico 25
El retorno 26
La conversión de Pablo 27
Ocaso 28
La venganza del Dios 29
La hija de Valdemar 30
De la vieja Italia 31
Visión del norte 32
El culpable 33
Hechizo 34
La presencia del náufrago 35
El tesoro de la fuente cegada 37
Sobre la poesía elocuente 38
El rapto 39
El hijo del anciano 40
El rezagado 41
El ensueño del cazador 42
La resipisencia de Fausto 43
La ciudad 44
El mensajero 45
El aventurero 46
La vida del maldito 48
Sueño 50
La penitencia del mago 51
Vislumbre del día aciago 52
La cuna de Mazeppa 53
El avenimiento de Sagitario 54
Santoral 55
A orillas del mar eterno 56
Geórgica 57
El romance del bardo 58
Las formas del fuego (1929) 59
Las ruinas 61
El rito 62
El talismán 63
El mandarín 64
El castigo 65
El emigrado 66
El real de los cartagineses 67
La noche 68
La sala de los muebles de laca 69
La plaga 70
El retórico 71
El nómade 72
Fragmento apócrifo de Pausanias 73
El convite 74
El retrato 75
El desesperado 76
El sopor 77
El riesgo 78
El hidalgo 79
El remordimiento 80
La verdad 81
El presidiario 82
El ciego 83
El adolescente 84
Mar latino 85
La suspirante 86
La alborada 87
Rúnica 88
Dionisiana 89
Ofir 90
El protervo 91
El justiciero 93
El venturoso 94
El cortesano 95
El fenicio 96
El sagitario 97
Montería 98
Bajo el velamen de púrpura 99
El lapidario 100
El alumno de Tersites 101
Tacita, la musa décima 102
Carnaval 103
El cielo de esmalte (1929) 105
Victoria 107
El valle del éxtasis 108
El verso 109
Lucía 110
El Capricornio 111
Los gafos 112
Antífona 113
El cirujano 114
La inspiración 115
La Cábala 116
Marginal 117
Los hijos de la tierra 118
Azucena 119
El vértigo de la decadencia 120
Entre los eslavos 121
El superviviente 122
El nombre 123
Los acusadores 124
La juventud del rapsoda 125
El tótem 126
El lego del convento 127
El cazador de avestruces 128
El clamor 129
Del país lívido 130
El herbolario 131
La mesnada 132
El vejamen 133
El ramo de la Sibila 134
El olvido 135
Los ortodoxos 136
La abominación 137
La merced de la bruma 138
El monigote 139
Analogía 140
Los lazos de la Quimera 141
La zarza de los médanos 142
De Profundis 143
La procesión 144
La virtuosa del clavecín 145
El alumno de violante 146
El cautivo de una sombra 147
Del suburbio 148
Bajo el cielo monótono 149
El selenita 150
La virgen de la palma 151
El peregrino ferviente 152
La ciudad de los espejismos 153
El jardinero de las espinas 154
El tejedor de mimbres 155
El arribo forzoso 156
Fantasía del primitivo 157
Omega 158
Los aires del presagio 159
Granizada 161
Residuo 167
Textos no recogidos en libros 169
Del destierro 171
El paria 172
Cartas 173
A Lorenzo Ramos 175
Señor Lorenzo Ramos Sucre, agente del Banco de Venezuela Maracay 177
Hamburgo, 5 de febrero de 1930 179
Srta. Dolores Emilia Madriz. Cumaná 181
Consejos de orden intelectual para Lorenzo Ramos 182
Consejo importante de orden intelectual
para Lorenzo Ramos 183
Libros a la carta 185
Presentación
La vida
José Antonio Ramos Sucre (Cumaná, 9 de junio de 1890-Ginebra, Suiza, 13 de junio de 1930). Venezuela.
Nació en Cumaná el 9 de junio de 1890. Hijo de Jerónimo Ramos Martínez y de Rita Sucre Mora. Empezó sus estudios en Cumaná en la escuela Don Jacinto Alarcón. En 1900 fue a Carúpano para ser educado por su padrino y tío paterno, José Antonio Ramos Martínez, quien lo inició en el latín y la literatura. Su padre murió en 1902. Y en 1903 tras la muerte de su tío regresó a Cumaná.
Estudió en el Colegio Nacional de Cumaná, dirigido por don José Silverio González Varela. En 1908, fue nombrado su asistente. En 1910 se graduó de bachiller en Filosofía, y se fue a Caracas para estudiar Derecho y Literatura en la Universidad Central de Venezuela. Al cierre de la universidad por el general Juan Vicente Gómez, tuvo que continuar los estudios por su cuenta.
Graduado de Derecho en 1917 y de Doctor en Leyes en 1925, no ejerció esta profesión sino que fue profesor de Historia y Geografía, Latín y Griego, en centros de educación media, como el Liceo Caracas. Asimismo desde 1914 trabajó como intérprete y traductor en la Cancillería.
Desde 1911 se dio a conocer como poeta publicando en revistas y diarios, sobre todo en El Universal, donde aparecieron más de cien poemas en prosa. Publicó Trizas de papel (1921), Sobre las huellas de Humboldt (1923), que formaron el volumen La torre de timón (1925), Las formas del fuego (1929) y El cielo de esmalte (1929).
Ramos Sucre se dedicó al estudio y a la lectura, y a la poesía, pero sufrió insomnio crónico. Sus textos muestran el sufrimiento provocado por su creciente fatiga mental. Se suicidó en la ciudad de Ginebra, el 13 de junio de 1930 con una sobredosis de veronal.
La torre de timón (1925)
Preludio
Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras.
Entonces me habrán abandonado los recuerdos: ahora huyen y vuelven con el ritmo de infatigables olas y son lobos aullantes en la noche que cubre el desierto de nieve.
El movimiento, signo molesto de realidad, respeta mi fantástico asilo; mas yo lo habré escalado de brazo con la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la Luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor.
El fugitivo
Huía ansiosamente, con pies doloridos, por el descampado. La nevisca mojaba el suelo negro.
Esperaba salvarme en el bosque de los abedules, incurvados por la borrasca.
Pude esconderme en el antro causado por el desarraigo de un árbol. Compuse las raíces manifiestas para defenderme del oso pardo, y despedí los murciélagos a gritos y palmadas.
Estaba atolondrado por el golpe recibido en la cabeza. Padecía alucinaciones y pesadillas en el escondite. Entendí escapadas corriendo más lejos.
Atravesé el lodazal cubierto de juncos largos, amplectivos, y salí a un segundo desierto. Me abstenía de encender fogata por miedo de ser alcanzado.
Me acostaba a la intemperie, entumecido por el frío. Entreveía los mandaderos de mis verdugos metódicos. Me seguían a caballo, socorridos de perros negros, de ojos de fuego y ladrido feroz. Los jinetes ostentaban, de penacho, el hopo de un ardita.
Divisé al pisar la frontera, la lumbre del asilo, y corrí a agazaparme a los pies de mi dios.
Su imagen sedente escucha con los ojos bajos y sonríe con dulzura.
El familiar
Los campesinos se retraían de señalar el curso del tiempo. Empezaban, con el día; las faenas de la tierra y se juntaban y citaban prendiendo una hoguera en el campo raso.
Yo distinguía desde mi balcón, retiro para el soliloquio y el devaneo, la humareda veleidosa nacida sobre la raya del horizonte.
Disfrutaba, después de mi juventud intemperante, el sosiego de una ciudad extinta.
El arcoiris, joya de la celeste fragua, era diadema perpetua de su monte. Yo recorría sus avenidas, percibiendo el desconsuelo del ciprés y del mármol. Cavilaba en sus plazas opacas y húmedas, esteradas de hojas. Adivinaba, en el espejo de sus estanques y de sus fuentes, cabelleras profusas velando desnudos cuerpos fluidos.
Yo defendía el reposo del agua. La oí cantar, en cierta ocasión, una escala de lamentos al sentirse herida por la rama desprendida de un árbol.
Miraba una vez las imágenes voluptuosas, cuando sentí sobre el hombro izquierdo el contacto de una mano fría, adunca. El importuno me interpelaba, al mismo tiempo, con una voz honda, bronca.
El estanque de mi contemplación se había mudado en un abismo. Desde entonces me siguió aquel hombre imperioso. No osaba verle de frente, su cuerpo alto y desarticulado prometía un rostro demasiado irregular. Bajo sus pasos resonaba hondo el suelo de la calle. Pisaba arrastrando zapatos desmesurados. Provocaba, al pasar, el ladrido de los perros supersticiosos.
No puedo recordar el tema de su conversación. Sus ideas eran vagas, referentes a edad olvidada. Una vez solo, me esforzaba inútilmente dando sentido y contorno a sus palabras molestas.
Los habitantes de mi ciudad, capital de un reino abolido, empezaron a hablar de espantajos y maravillas. Notaban la fuga de formas equívocas al despertar del sueño matinal.
Insistían en el resentimiento de los antiguos reyes, olvidados en su catacumba.
Reposaban en un valle, al pie de cerros tapizados de vegetación menuda, donde la luz y el aire divertían con variaciones de terciopelo verde.
Yo me junté a la caterva de jóvenes animosos, esperanzados de reducir los difuntos, por medio de increpaciones, dentro de los límites de su reino indeciso. Nos acercamos a la puerta de la cripta y dudamos entrar.
Sobrevino un azaroso compañero y se nos adelantó resueltamente. Volvió en compañía de los reyes y de los héroes incorporados de su urna de piedra.
Estábamos mudos de terror.
Observé entonces, por primera vez, su faz enjuta, blanquiza, de cal. Acerté con su origen espantoso.
Había desertado de entre los muertos.
Elogio de la soledad
Prebendas del cobarde y del indiferente reputan algunos la soledad, oponiéndose al criterio de los santos que renegaron del mundo y que en ella tuvieron escala de perfección y puerto de ventura. En la disputa acreditan superior sabiduría los autores de la opinión ascética. Siempre será necesario que los cultores de la belleza y del bien, los consagrados por la desdicha se acojan al mudo asilo de la soledad, único refugio acaso de los que parecen de otra época, desconcertados con el progreso. Demasiado altos para el egoísmo, no le obedecen muchos que se apartan de sus semejantes. Opuesta causa favorece a menudo tal resolución, porque así la invocaba un hombre en su descargo: La indiferencia no mancilla mi vida solitaria; los dolores pasados y presentes me conmueven; me he sentido prisionero en las ergástulas; he vacilado con los ilotas ebrios para inspirar amor a la templanza; me sonrojo de afrentosas esclavitudes; me lastima la melancolía invencible de las razas vencidas. Los hombres cautivos de la barbarie musulmana, los judíos perseguidos en Rusia, los miserables hacinados en la noche como muertos en la ciudad del Támesis, son mis hermanos y los amo. Tomo el periódico, no como el rentista para tener noticias de su fortuna, sino para tener noticias de mi familia, que es toda la humanidad. No rehúyo mi deber de centinela de cuanto es débil y es bello, retirándome a la celda del estudio; yo soy el amigo de los paladines que buscaron vanamente la muerte en el riesgo de la última batalla larga y desgraciada, y es mi recuerdo desamparado ciprés sobre la fosa de los héroes anónimos. No me avergüenzo de homenajes caballerescos ni de galanterías anticuadas, ni me abstengo de recoger en el lodo del vicio la desprendida perla de rocío. Evito los abismos paralelos de la carne y de la muerte, recreándome con el afecto puro de la gloria; de noche en sueños oigo sus promesas y estoy, por milagro de ese amor, tan libre de lazos terrenales como aquel místico al saberse amado por la madre de Jesús. La historia me ha dicho que en la Edad Media las almas nobles se extinguieron todas en los claustros, y que a los malvados quedó el dominio y población del mundo; y la experiencia, que confirma esta enseñanza, al darme prueba de la veracidad de Cervantes que hizo estéril a su héroe, me fuerza a la imitación del Sol, único, generoso y soberbio.
Así defendía la soledad uno, cuyo afligido espíritu era tan sensible, que podía servirle de imagen un lago acorde hasta con la más tenue aura, y en cuyo seno se prolongaran todos los ruidos, hasta sonar recónditos.
La alucinada
La selva había crecido sobre las ruinas de una ciudad innominada. Por entre la maleza asomaba, a cada paso, el vestigio de una civilización asombrosa.
Labradores y pescadores vivían de la tierra aguanosa, aprovechando los aparejos primitivos de su oficio.
Más de una sociedad adelantada había sucumbido, de modo imprevisto, en el paraje malsano.
Conocí, por una virgen demente, el suceso más extraño. Lloraba a ratos, cuando los intervalos de razón suprimían su locura serena.
Se decía hija de los antiguos señores del lugar. Habían despedido de su mansión fastuosa una vieja barbuda, repugnante.
Aquella repulsa motivó sucesivas calamidades, venganza de la arpía.
Circunvino a la hija unigénita, casi infantil, y la: persuadió a lanzar, con sus manos puras, yerbas cenicientas en el mar canoro.
Desde entonces juegan en silencio sus olas descolmadas. La prosperidad de la comarca desapareció en medio de un fragor. Arbustos y herbajos nacen de los pantanos y cubren los escombros.
Pero la virgen mira, durante su delirio, una floresta mágica, envuelta en una luz azul y temblorosa, originada de una apertura del cielo. Oye el gorjeo insistente de un pájaro invisible, y celebra las piruetas de los duendes alados.
La infeliz sonríe en medio de su desgracia, y se aleja de mí, diciendo entre dientes una canción desvariada.
La tribulación del novicio
Bebedizos malignos, filtros mágicos, ardientes mixturas de cantárida no hubieran enardecido mi sangre ni espoleado mi natural lujuria de igual modo que esta mi castidad incompatible con mi juventud. Vivo sintiendo el contacto de carnes redondas y desnudas; manos ligeras y sedosas se posan sobre mis cabellos, y brazos lánguidos y voluptuosos descansan sobre mis hombros. A cada paso siento sobre mi frente los pequeños estallidos de los besos. Una mujer con palabras acariciantes se inclina hasta tocar con la suya mi mejilla. Su voz insinúa dentro de mí el deseo como una sierpe de fuego. Todo mi ser está embargado de fiebre y lo inquieta un loco deseo de transmitirse encendiendo nuevas vidas. Barbas selváticas, cuernos torcidos, cascos, todos los arreos del sátiro podrían ser míos. Demasiado tarde he venido al mundo; mi puesto se halla en el escondrijo sombrío de un bosque, desde el cual satisficiera mi arrebato espiando la belleza femenina, antes de hacerla gemir de dolor y de gozo.
Por desgracia, otra es mi situación y muy duro mi destino; me viste un grueso sayal más triste que un sudario; vivo en una celda, y no en medio de árboles frondosos en un campo libre. Suspiro por un raudal modesto bajo la sombra de ramajes enlazados y cuya superficie temblorosa señalara el vuelo de las auras. Diera la vida por ver en la atmósfera matinal y serena un instantáneo vuelo de palomas, como una guirnalda deshecha. Y en una diáfana mañana, cuando recobran juventud hasta las ruinas, deshechar la última sombra del sueño, turbando con mi cuerpo el éxtasis del agua, enamorada de los cielos. Huida la noche, volviera yo a la vida, cuando el concierto de los pájaros comienza a llenar el vasto silencio, despertara con más lujo que un déspota oriental, segador de hombres. Bajo la luz paternal del Sol sintiera el júbilo de la tierra y contemplara el mar, después de haber jadeado escalando un monte. Sufro por mi estado religioso mayor esclavitud que un presidiario; con mortificaciones y encierros pago el delito de esta rebosante juventud; aislado, herido por desolación profunda, resguardo mis sentidos, y niego satisfacción a mis deseos y hospitalidad a la alegría. El mar palpitante, el viento incansable, el pensamiento volador exasperan el enojo de mi cautiverio, recrudecen la tiranía de mi condición, agravan los grillos que me aherrojan. Debo recatarme de participar en la alegría de la tierra amorosa y robusta; vestir perpetuo traje de oscuridad, cuando a todas partes la luz, rauda viajera, lleva su aleluya; reemplazar con rigurosa seriedad la grave sonrisa que conviene el espectador de la tragicomedia del mundo. Sabiendo que el organismo cede con la satisfacción, he de resistirle aunque reproduzca sus deseos con más furia que la hidra sus cabezas, y merezca por insistente y por traidor su personificación en Satán torvo y enrojecido.
No se calma este ardor con claustro inaccesible ni con desierto desolado. Con esa abstinencia, la locura me haría compañero de santos desequilibrados y extáticos. Ni la penumbra de los templos abrigados me auxilia, porque es tibia como un regazo y favorable al amor como un escondite. La oración tampoco es defensa porque su lenguaje es el mismo que para cautivarse emplean los hijos y las hijas de los hombres. Ni es para alejar del siglo la belleza que resplandece en las efigies: algunas me recuerdan las mujeres que hubiera podido amar, tienen los mismos ojos hermosos y tranquilos, la misma cabellera destrenzada sobre las espaldas y los hombros, y sobre los mismos pies menudos y curiosos debajo del vestido descansa la estatua soberbia del cuerpo. No es bastante el único refugio que alcanzo a los pies del hijo de Dios extenuado y sangriento. Más me apacigua comunicándome su dolor la madre Virgen a los pies del grueso madero. Llora, mientras vencida bajo su calcañal, según la lección bíblica, se tuerce la serpiente perezosa y elástica. Pierden su brutalidad los groseros anhelos, si atiendo a esos ojos lacrimantes, azules de un azul doliente, como el cielo de un país de exilio... Sería distinto, si fueran sus ojos negros, como aquellos otros de brasa infernal, que me han envenenado con su lumbre.
Discurso del contemplativo
Amo la paz y la soledad; aspiro a vivir en una casa espaciosa y antigua donde no haya otro ruido que el de una fuente, cuando yo quiera oír su chorro abundante. Ocupará el centro del patio, en medio de árboles que, para salvar del Sol y del viento el sueño de sus aguas, enlazarán las copas gemebundas. Recibiré la única visita de los pájaros que encontrarán descanso en mi refugio silencioso. Ellos divertirán mi sosiego con el vuelo arbitrario y el canto natural; su simpleza de inocentes criaturas disipará en mi espíritu la desazón exasperante del rencor, aliviando mi frente el refrigerio del olvido.
La devoción y el estudio me ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, de modo que ni interés humano ni anhelo terrenal estorbarán las alas de mi meditación, que en la cima solemne del éxtasis descansarán del sostenido vuelo; y desde allí divisará mi espíritu el ambiguo deslumbramiento de la verdad inalcanzable.
Las novedades y variaciones del mundo llegarán mitigadas al sitio de mi recogimiento, como si las hubiera amortecido una atmósfera pesada. No aceptaré sentimiento enfadoso ni impresión violenta: la luz llegará hasta mí después de perder su fuego en la espesa trama de los árboles; en la distancia acabará el ruido antes que invada mi apaciguado recinto; la oscuridad servirá de resguardo a mi quietud; las cortinas de la sombra circundarán el lago diáfano e imperturbable del silencio.
Yo opondré al vario curso del tiempo la serenidad de la esfinge ante el mar de las arenas africanas. No sacudirán mi equilibrio los días espléndidos de Sol, que comunican su ventura de donceles rubios y festivos, ni los opacos días de lluvia que ostentan la ceniza de la penitencia. En esa disposición ecuánime esperaré el momento y afrontaré el misterio de la muerte.
Ella vendrá, en lo más callado de una noche, a sorprenderme junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará por el aire un beato rumor, como de alados serafines, y un transparente efluvio de consolación bajará del altar del encendido cielo. A mi cadáver sobrará por tardía la atención de los hombres; antes que ellos, habrán cumplido el mejor rito de mis sencillos funerales el beso virginal del aura despertada por la aurora y el revuelo de los pájaros amigos.
El episodio del nostálgico
Siento, asomado a la ventana, la imagen asidua de la patria.
La nieve esmalta la ciudad extranjera.
La Luna prende un fanal en el tope de cada torre.
Las aves procelarias descansan del océano, vestidas de edredón. Protejo, desde ayer, a la huérfana del caballero taciturno, de origen ignorado.
Refiere sobresaltos y peligros, fugas improvisas sobre caballos asustados y en barcos náufragos. Añade observaciones singulares, indicio de una inteligencia acelerada por la calamidad.
Duda si era su padre el caballero difunto.
Nunca lo vio sonreír.
Sacaba, a veces, un medallón vacío.
Miraba ansiosamente el reloj de hechura antigua, de campanada puntual.
Nadie consigue entender el mecanismo.
He espantado, de su seno, las mariposas negras del presagio.
El retorno