José María Vargas Vila
Rubén Darío
Barcelona 2022
linkgua-digital.com
Créditos
Título original: Rubén Darío.
© 2022, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9007-960-7.
ISBN ebook: 978-84-9007-658-3.
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Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
La biografía 9
RUBÉN DARÍO 11
Capítulo I 14
Capítulo II 16
Capítulo III 17
Capítulo IV 20
Capítulo V 28
Capítulo VI 32
Capítulo VII 35
Capítulo VIII 40
Capítulo IX 43
Capítulo X 52
Capítulo XI 53
Capítulo XII 54
Capítulo XIII 57
Capítulo XIV 60
Capítulo XV 61
Capítulo XVI 64
Capítulo XVII 68
Capítulo XVIII 76
Capítulo XIX 77
Capítulo XX 80
Capítulo XXI 84
Capítulo XXII 89
Libros a la carta 93
Brevísima presentación
La vida
José María de la Concepción Apolinar Vargas Vila Bonilla (Bogotá, 23 de julio de 1860-Barcelona, 25 de mayo de 1933), fue conocido como José María Vargas Vila.
Vargas Vila tuvo ideas liberales radicales y criticó al clero, el conservadurismo y la política de Estados Unidos. En su juventud fue maestro, y participó en las guerras civiles colombianas. Tras la derrota liberal en 1899, se refugió en Los Llanos y luego se exilió en Venezuela, cuando el presidente de Colombia puso precio a su cabeza. En 1899, fundó y dirigió en Caracas, la revista Eco Andino y en 1898, Los Refractarios.
En 1891 viajó a Nueva York y trabajó en la redacción del periódico El Progreso. En esta ciudad, trabó amistad con José Martí. Luego fundó la Revista Ilustrada Hispanoamérica, en la que publicó varios cuentos. Hacia 1898 fue nombrado ministro plenipotenciario de Ecuador en Roma y se negó a arrodillarse ante el papa León XIII, afirmando: «no doblo la rodilla ante ningún mortal».
En 1902 fundó en Nueva York la revista Némesis, en la que se criticaba al gobierno colombiano de Rafael Reyes y otras dictaduras latinoamericanas, así como la usurpación del Canal de Panamá y la Enmienda Platt. Hacia 1904, el presidente nicaragüense José Santos Zelaya designó a Vargas Vila representante diplomático en España, junto con Rubén Darío.
Hacia el final de su vida Vargas Vilas se asentó en Barcelona, ciudad en que murió.
La biografía
Algunas de las anécdotas que Darío contó sobre sus expediciones parisinas y romanas (ver La autobiografía de Rubén Darío) pueden ser vistas ahora bajo otra luz, a través de esta biografía de Rubén Darío escrita por José María Vargas Vila. Publicada en 1917, apenas un año después de la muerte de Darío, este volumen contiene un intenso relato acerca de la amistad que los unió y observaciones sobre los méritos poéticos de Darío. Sorprende además su estilo que parece imitar la versificación de la poesía y que, sin embargo, no pierde su tensión narrativa.
RUBÉN DARÍO
Ya cesó el gemido de las Muchedumbres, que como olas aullantes seguían el Féretro;
de aquel que llenó el Mundo, con la música suave de sus versos; ...
de los panegíricos;
y la apologética;
y los ditirambos;
cesaron los ecos;
las unas, se dispersaron por la Vida;
los otros, por los vientos...
se deshojaron las rosas pálidas;
sus pétalos dispersos, fueron los unos, hacia las montañas oscuras;
los otros, hacia las olas de los lagos quietos;
se apagaron los cirios votivos, cerca del sepulcro recién abierto;
se oyó el concierto de las hojas secas, cantando en sus vuelos, como si cantaran los extraños sueños de aquel que fue: el Orfebre Divino del Verso;
los laureles, se hacen mustios, en los mudos senderos;
el Muerto, está solo;
se pudre en su Féretro;
ya llega el Olvido;
ya llega el Silencio;
ya se sientan juntos, sobre la tumba del Poeta Excelso.
•••
Es necesario disputar la presa a esos grandes Espectros;
matar el Olvido;
violar el Silencio;
y, degollados ambos, sobre la tumba del Aeda;
y, soltar sobre ella, el enjambre luminoso de las abejas de Delfos.
•••
Hablemos de ese Muerto;
evoquemos al Homérida Sublime, hermano de Virgilio y de Terencio;
al de la lira de oro, ornada de crisantemos;
que se alce la columna, sobre el zócalo;
y, encima el Estilita Inmóvil:
el Recuerdo.
•••
Yo, no escribo la vida del Poeta;
solo escribo fragmentos;
este libro, es un Memento;
lo formo, arrancando las páginas de un libro mío, inédito;
mi libro de Memorias que ha de serme póstumo;
describo los momentos, en que los rudos vientos del Destino, trajeron la barca del Poeta, cerca a la barca mía, y, su Vida, se mezcló a mi Vida;
fortuitos encuentros, de dos argonautas, que recorrían el mismo Peripléo...
Ulises es: el Hombre...
el Viajero perpetuo...
siempre fijos los ojos en la Ítaca lejana...
y, todos regresamos a ella.
Ítaca, es la Ciudad Doliente del Misterio.
Penélope, es: la Muerte;
y, nos espera de pie, sobre la linde de su Imperio.
•••
Ya el Poeta entró en él;
me precedió en el triste derrotero;
murió en el Otoño de la Vida, cuando era aún húmedo del jugo de las vides, el oro del follaje;
yo, entro en el Invierno, donde la orografía de los paisajes se hace blanca, con un blanco de argento;
¡cómo mi Viaje es largo!...
me parece eterno...
mi Vida, es ya una Via Appia, ornada de sepulcros;
me precede una legión de muertos;
cada día, uno de ellos, desgarra los cendales del Misterio...
ayer fue ese cisne archidivino, que hizo blancas las olas del Leteo, al extender sobre él, las alas níveas...
sentado al borde de mi tumba, repaso mi libro de Recuerdos, a la luz de ese Sol oblicuo y pálido que ilumina el sendero de los muertos;
arranco estas páginas;
y, las doy a los vientos;
rosas de mis rosales solitarios;
caídas sobre el lago del Misterio;
donde con un collar de estrellas en el cuello;
boga el Divino Cisne...
seguido por la ronda de sus Versos.
Vargas Vila
París, 1917.
Capítulo I
Era en 1894
Fantástico y, luminoso, con el atractivo de una gema cabalística, el nombre de RUBÉN DARÍO, aparecía en América, con el prestigio de sus rimas raras y exquisitas;
un Tirano Poeta, que había fatigado por igual, el Crimen y, el Poder, y, había violado con igual insolencia a las Musas y, las Leyes,1 había nombrado a Darío, Cónsul de su Dictadura en Buenos Aires;
para expresar su gratitud, el Poeta, de rodillas, deshojó las más bellas flores de sus rosales líricos a los pies del Herodes Taciturno, que entre los arrecifes de la costa, cerca al divino mar azul, deshonraba tanta belleza, con el bochornoso espectáculo de su Despotismo y, de su bigamia;
yo, que desde mis periódicos, en New York, atacaba rudamente al Poeta-Tirano, ataqué con igual vehemencia, al Poeta-Cortesano, y, azoté con mi pluma, las espaldas encorvadas del Apolónida...
el Poeta, tembló, sin defender su manto de auriga de César, desgarrado por mi ultraje...
poco después, pasó por New York, para su sede consular;
se ocultaba de mí;
una mañana, me encontré en el Elevado de la sexta Avenida, con aquel encantador y amable espíritu que era Bolet-Peraza, que por aquel entonces se dedicaba, con igual ahínco, a hacer píldoras tocológicas y, reputaciones literarias, para el reclamo de las cuales, tenía un periódico, en el cual fabricó, no pocas reputaciones; algunas de las cuales, han sobrevivido a su inventor, como las píldoras.
—Darío, está aquí —me dijo— en el Hotel América, ¿no va usted a verlo?
dije a Bolet, las razones de mi encono;
no las podía comprender aquel amable escéptico, que había sido Ministro de la Dictadura de Andueza, y debía serlo luego de la de Cipriano Castro;
al día siguiente, recibí en mi oficina, una tarjeta de José Martí, que decía:
«Comemos hoy, con nuestro Darío, y, contamos, con nuestro Vargas Vila.»
sentí mucha indignación, ante aquella promiscuidad de conceptos y, me excusé en una esquela displicente que Martí, encontró excesiva, según me lo dijo luego Gonzalo de Quesada, que como Secretario de Martí, fue de los de la comida;
pocos días después, Darío partía;
sin habernos estrechado la mano;
sin haber sido amigos.
1 Rafael Núñez, déspota colombiano. (N. del A.)
Capítulo II
Era en 1896
Yo, viajaba por Europa;
y, fui a Grecia;
un percance marítimo, ocurrido en las costas de Sicilia, dio lugar a la noticia de mi muerte;
por primera vez, el macabro canard, atravesó el Océano, y, fue volando del uno al otro extremo del Continente Americano;
se habló de mi suicidio, en unión de una bella artista;
y, se fantaseó de lo lindo, en torno de ese tema;
amigos, y enemigos, hicieron derroche de odio y de bondad;
y, esa vez, como otras luego, me fue dado acariciar los laureles, y, las ortigas, nacidas sobre mi tumba;
entre todos los artículos necrológicos, escritos entonces, dos llamaron mi atención, por lo bellos y, lo sinceros: el de la Señora Cabello de Carbonera, publicado en un diario de Lima, y, el de Rubén Darío, aparecido en La Nación de Buenos Aires;
el Poeta, me rememoraba tristemente diciéndome:
¡Amable enemigo mío! como en la tumba de la «Aphrodita» de Pierre Louys, pondría en la tuya un conmemorativo y sonoro epigrama, en un griego de Nacianzo; y dejaría para ti y para tu bella desconocida, —¡así tendría a Venus propicia!— ¡rosas, rosas, muchas rosas!
un dolor anacreóntico, volaba sobre esas páginas, tan bellas, como el alma de aquel que supo siempre la palabra reveladora, de las más altas formas de la Belleza, y, la Armonía;
le escribí una carta pública —que según alguien me contó años después— hizo llorar al Poeta;
esa carta, fue el sello de nuestra amistad, que había de ser tan larga como sincera...
ella unió nuestras almas, y, nuestras manos, en una comunión espiritual, a través del océano, lleno del perpetuo:
buffi di vento, da rumori arcani.
y, fuimos amigos;
a distancia.
Capítulo III
Era en 1900
París estaba en plena Exposición;
yo, vine de Roma, donde residía entonces.
Darío, vino de la Argentina;
me lo hizo saber así, por una esquela;
fui a verlo, en unión de Ramón Palacio Viso, que ya sentía por él, una juvenil y entusiasta admiración;
el Poeta vivía, en la rue du Faubourg Montmartre, en el mismo apartamento con Gómez-Carrillo, a quien yo conocía ya, por habérmelo presentado Miguel Eduardo Pardo, en 1894, en el Quartier Latin.
Darío, apareció ante nosotros, ya fantasmal y enigmático;
era aún joven, bien plantado, la mirada genial, el aire triste;
todas las razas del mundo, parecían haber puesto su sello en aquella faz, que era como una playa que hubiese recibido, el beso de todas las olas del océano;
se diría que tenía el rostro de su Poesía, oriental y occidental, africano y, nipón, con una perpetua visión de playas helenas, en las pupilas soñadoras;
y, apareció como siempre, escoltado del Silencio; era su sombra;
el don de la palabra le había sido concedido con parsimonia, por el Destino;
el de la Elocuencia, le había sido negado;
la belleza de aquel espíritu, era toda interior y profunda, hecha de abismos y de serenidades, pero áfona, rebelde a revelarse, por algo que no fuera, el ritmo musical, y, el golpe de ala sonoro;
la vida toda estaba, en aquellos ojos taciturnos, de internos horizontes desmesurados, donde parecía flamear una cordillera de volcanes, con las llamas atemperadas por el humo de sus propias exhalaciones;
bajo la calma búdica y somnolienta, de aquel que parecía un bonzo de marfil, se veía como en un cráter momentáneamente extinto:
il foco eterno
ch’entro l’affoca...
y, nos separamos del Poeta, de frontem duriorem, que era ya un hermano de nuestro corazón
...
...
Me hospedaba yo, por aquel entonces, con César Zumeta y Palacio Viso, en casa de una bella y espiritual dama, espejo de todas las elegancias, y, de todas las exquisiteces mentales, la Señora Smith de Hamilton;
esta dama, como todas las mujeres inteligentes y, cultas, de nuestra raza, amaba los versos de Darío, y, deseaba conocer al Poeta;