Manuel Zeno Gandía
La charca
Barcelona 2022
linkgua-digital.com
Créditos
Título original: La charca.
© 2022, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9007-973-7.
ISBN ebook: 978-84-9007-671-2.
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Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
La charca 7
Capítulo I 9
Capítulo II 20
Capítulo III 38
Capítulo IV 55
Capítulo V 81
Capítulo VI 100
Capítulo VII 113
Capítulo VIII 141
Capítulo IX 162
Capítulo X 185
Capítulo XI 202
Libros a la carta 213
Brevísima presentación
La vida
Manuel Zeno Gandía (Arecibo, Puerto Rico, 10 de enero de 1855-San Juan de Puerto Rico, 30 de enero de 1930.)
Estudió en su ciudad natal y se fue a Madrid donde terminó el bachillerato y la carrera de Medicina. Poco después ejerció su profesión en Guayanilla y Ponce y se inició en la política. Por entonces publicó Horas de soledad y Horas de tristeza. Fue redactor de la Revista de Puerto Rico, fundó el periódico El Estudio y colaboró en otras publicaciones liberales. Zeno publicó su libro de poemas Abismos (1885) y su obra periodística se ocupó de la situación de su país, el sistema administrativo español y la dominación norteamericana. Escribió también relatos, y la novela La charca (1894).
Como político fundó el primer Partido Autonomista y participó como delegado en su Asamblea Constituyente celebrada en Ponce en 1887. Tras la anexión de Puerto Rico a Estados Unidos, integró una comisión, junto a Eugenio María de Hostos y Henna, que fue a Washington D.C. para defender ante el presidente William McKinley el derecho de la isla de Puerto Rico a la autodeterminación. Tras ese viaje defendió la soberanía del país en la prensa y esa actividad contribuyó a la fundación del partido Unión de Puerto Rico, en el que militó.
Bajo el régimen estadounidense Zeno fue delegado de la Cámara en 1900 y 1907 y fundó, en 1911, el Partido de la Independencia.
La charca
Considerado el fundador de la novela puertorriqueña, Manuel Zeno Gandía es uno de los escritores más destacados de la tendencia naturalista. Su obra más conocida es La charca (1894), que muestra la pobreza, el vicio y el dolor. Otra de sus novelas es Redentores. Zeno también escribió relatos, poesía, crítica literaria y ensayo.
Capítulo I
En el borde del barranco, asida a dos árboles para no caer, Silvina se inclinaba sobre la vertiente y miraba con impaciencia allá abajo, al cauce del río, gritando con todas sus fuerzas:
—¡Leandra!... ¡Leandra!...
Era en la montaña, en el seno de las selvas, entre laberintos de brava naturaleza, que parecen peldaños para oficiar en el altar del cielo.
—¡Leandra!... ¡Leandra!... Sube, Pequeñín está hambriento... Sube, sube...
La voz sacudía el aire y, reflejándose en las laderas, bajaba hasta el lecho del río, en donde se apagaba entre rumores de cascadas y remolinos. En la ribera, en cuclillas sobre una piedra lisa y plana, Leandra lavaba afanosa. Tenía el traje recogido y sujeto por detrás de las rodillas, dejando al descubierto las piernas, que el agua jabonosa salpicaba. Al fin, oyó las voces, miró hacia arriba y descubrió a Silvina.
—¿Qué quieres? —preguntó a un tiempo con el ademán y con los labios.
La otra insistía: Pequeñín, el último hijo de Leandra, de bruces en el suelo de la casucha, lloraba hambriento.
—Mira —bocineó Leandra, ahuecando las manos junto a la boca—, procura callarlo.
—Es que no quiere.
—Entretenlo, mujer; aún me queda faena...
—Tienes que subir... Le he metido un dedo en la boca y, en vez de chupar, muerde... ¡Anda, sube pronto!
Levantándose Leandra de mal talante, dejando que el vestido le cayera sobre las piernas mojadas, hizo apresuradamente un lío de la ropa húmeda y comenzó a repechar una vereda caprina que, muy pendiente, se internaba entre los cafetos de la ladera.
Silvina, desoyendo los gritos de Pequeñín, recorrió con mirada lánguida el paisaje. El ambiente, fresco ya con los aires de la cercana vesperada, se encendía en los últimos ardores del Sol poniente.
Desde aquel sitio se divisaba un mundo de verdura. Por detrás, un campo extenso de selva virgen rematando en una cima abrupta; por delante, al otro lado del río, una montaña de tonos grises, aplanándose poco a poco en dirección al mar, deprimiéndose lentamente de derecha a izquierda y determinando la formación de vallecillos y hondonadas de feraz aspecto. Los colores bullían como chispas de luz, confundiéndose en tintas intermedias, interrumpiéndose con alegres contrastes. Diríase que con aquel reguero de colores eran los campos la inmensa paleta en donde había de humedecer sus pinceles el supremo artista. Un azul inimitable descendía del cielo como regalo nupcial, y un verde suave parpadeaba en las campiñas como ofrenda esclava. De esos dos matices resultaban el apagado gris de las lejanías y la tibia gualda de los contornos. Los árboles, en eterna gemación, ostentaban vestiduras rosadas y galas rojas, y así mostrábanse los paisajes como proyectados al mundo de los sueños por la mano de la primavera.
Silvina miraba sin ver. Aquel exterior poético, que le era familiar, no le abstraía; aquel sosegado atardecer no interesaba a sus catorce años. Pensaba en sus intimidades, en sus secretos, en sus anhelos, y el regio panorama de los montes palpitaba delante de ella como una bandada de golondrinas ante una estatua. Cuando miraba al frente descubría, en lo alto de la montaña, la mancha oscura formada por el opulento cafetal de Galante, y un sentimiento de repulsión, de reprimido rencor, se le revolcaba en el pecho al recordar la dolorosa historia de sus amores contrariados y del camino de sus ideales, bruscamente cortados por la intercepción de aquel hombre odioso, a quien ella, todavía tan joven, debía la imposición de un marido, de aquel Gaspar, cuya presencia le hacía temblar y cuya imagen la amedrentaba. Debajo, y también a la distancia, contemplaba el valle en donde se escondía el caserío de Andújar. Veía la casa tienda con su mostrador mugriento y umbrales negruzcos; el ranchón que cobijaba la máquina trilladora, las tres o cuatro casitas dedicadas a depósito de provisiones y vivienda de obreros; y le veía a él, a Andújar, con los brazos desnudos, con la camiseta manchada de pringue, defender detrás del mostrador el importe de una judía, escatimar el peso de un grano de arroz, poniendo en práctica las fórmulas de la libra incompleta y de la vara encogida. A un nivel más bajo todavía lograba descubrir otra colina salpicada de chozas: eran hacenduelas de míseros propietarios que merodeaban descalzos por los montes, contratándose para trabajar en las grandes fincas, rindiéndose tributarios de la tienda de Andújar, la gran ventosa del barrio, y para los cuales el tiempo pasaba sin que tuvieran ni recursos, ni ánimo, ni voluntad para mejorar los propios terrenos en donde, gracias al esfuerzo fecundado de la Naturaleza, crecían abandonados algunos cafetos y bananos, y se veían ondear, en días de viento, prados de forrajes o de estériles malezas. Después, el nivel descendía más. Las montañas se extendían en aventino hasta el llano, y como gigante que se arrodilla para besar la base que le sustenta, la forma montuosa de la tierra se humillaba hasta aplanarse en la llanura para alcanzar el límite geológico en donde todo remata en la tierra: el mar.
Silvina, siempre sujeta a los árboles, recorrió con la mirada el panorama. En el fondo del barranco, el río escandalizaba con saltos de agua, con atropellado caudal, y a la izquierda, en el mismo lado en donde estaba Silvina, mecíase el bosquecillo de la vieja Marta: una campesina arrugada, añosa, con fama y hechos de miserable avara, residiendo en la umbría de un cerezal, en una choza pordiosera, sin más compañía que un nieto flaco, emaciado, casi esquelético, imagen viva de la miseria y del hambre. Después, a la derecha, vio otro campo de plantaciones, otra finca grande: la propiedad de Juan del Salto. Y al fijarse en aquellos lugares pensó en Ciro, en el hombre que amaba, en el único que en el fondo de su corazón y su pensamiento la poseía. Allá, en aquella finca, trabajaba Ciro, un joven campesino, apenas de veinte años, pero nervioso y forzudo, lo bastante para ser un buen obrero, útil en el transporte de maderas o en el manubrio de la descortezadora, o en el aserradero de los altos árboles. De ese modo, mirando sin fijeza los objetos, Silvina pensaba en los seres y las cosas ausentes. En su cavilación desfilaban viejas memorias; impresiones recientes. Galante, Gaspar, Andújar, Juan del Salto, Leandra, la vieja Marta; la sumisión a un hombre que odiaba y temía; la pasión ardorosa, nunca dormida, por otro que la habían hecho imposible; la monótona esclavitud de su vida al lado de Leandra; las imposiciones de la vida diaria, llena de labores y de esfuerzos ante los cuales desmayaba su alma perezosa; el bienestar de Galante, de Juan del Salto, de Andújar, causáronle envidia; todo, todo, pasaba ante su pensamiento como cinta de luz llena de imágenes palpitantes.
Al fin, del seno arborescente de la ladera surgió Leandra. Llegaba fatigosa después del repechar, descalza, con el cuerpo inclinado a la izquierda a causa del lío de ropas que cargaba en el derecho, en mangas de camisa, y ésta tan descotada, que casi dejaba el pecho desnudo.
Leandra entró en la casucha seguida de Silvina, y arrojó en un rincón el lío, mientras Pequeñín asordaba el ámbito con su lloro sin lágrimas.
—Me tienes harta —dijo, poniendo un pecho en la boca del niño—, me tienes aburrida con tu haraganería... ¡Holgazana!...
—Eso me faltaba: que me comas ahora. ¿Tengo yo la culpa de que no des leche, de que el muchacho esté siempre vacío?
—¡Inútil!
—Antes de bajar al río le diste de mamar, y mira...
—Vagabunda y haragana: eso eres tú. No me ayudas, no te importan mis faenas. Todo el día mano sobre mano, pensando en las...
—Vamos, madre, ¿me vas a insultar?
—Bien se ve que no sabes lo que son trabajos, que no sabes lo que es un hijo...
—Dilo en buena hora. ¡Dios me libre! ¿Para qué quiero yo hijos? Bastante tengo con soportar a ese bruto...
—Ése que llamas bruto es tu marido. El hombre que te mantiene.
—¡Gran cosa! Una peseta semanal. Lo que él mantiene es la baraja y las botellas de Andújar. A mí me da lo que le sobra del juego... cuando pierde. Y además, leña. Y, además, me da... me da asco.
—No seas bestia, Silvina. Tu marido es hombre de respeto, que nos atiende y nos cuida. Las mujeres solas no sirven más que para dar tropezones, para sufrir abusos...
—¿Qué más abusos de los que yo he sufrido y sufro?
—Porque no eres mujer de tu casa, porque no te gusta otra cosa que andar realenga. Mientras tanto, desde que te casaste con Gaspar, vives panza arriba, sin necesitar nada y con el pico mantenido. En la pasada cosecha no tuviste necesidad de tomar calle en la cogida de café. Gaspar no quiso, porque te cuida mucho. Pero no lo agradeces. ¡Ah, si tú tuvieras la formalidad y la vergüenza de tu madre!
—¿Vergüenza?... —y Silvina soltó una carcajada—. Mira, Leandra, me haces perder la paciencia. Yo seré una tusa, pero me parezco a ti. Entre Gaspar, tú y tu cortejo...
—Mi marido, debes decir.
—Es... que no lo es.
—Bien; no es mi marido, pero como si lo fuera.
—Pues bien; entre los tres acabaréis por volverme loca.
Y, malhumorada, se confinó en el colgadizo en donde estaba la cocina.
Era la escena de siempre, Leandra y su hija vivían en perpetua discordia, arrojándose a la cara defectos y maldiciones. No cabían juntas en la estrecha casucha en donde el hábito y la miseria las retenían. Leandra, aún fresca en sus cuarenta años, había hecho su campaña. Nueve hijos concebidos bajo la ruda labor de los campos. Siete de ellos separados ya del hogar, unos porque habían muerto, otros porque se habían ausentado, ignorándose su paradero, y otras que habían sido robadas..., eso es, arrebatadas a muy temprana edad del calor materno para formar mancebía aparte. Hijos de distintos padres, cada cual seguía su destino. Quedaban Silvina y Pequeñín. El padre de Pequeñín era Galante, el rico propietario que en cada estribación del monte ocultaba una hembra y era por entonces el hombre de Leandra. Silvina no conoció a su padre, un patán acaso, que en la libre poligamia de los bosques aprovechó una hora de ocasión...
Mas el secreto de la familia, lo que apesadumbraba a Silvina, era una historia sombría. Cuando los primeros encantos de la adolescencia embellecieron a Silvina, ya Galante era el hombre de la casa. Galante, con amenazas de abandono, obligó a Leandra a un tráfico inicuo. Por entonces, Silvina y Ciro eran novios, se amaban, acariciando proyectos de feliz unión; y Silvina, reposando en sus ilusiones, esperaba lo porvenir. Y ese porvenir llegó... Una noche en que llovía torrencialmente, la casucha se anegó. La familia tuvo que reunirse toda en uno de los dos únicos cuartuchos de la casa. El sueño en común acortó las distancias, y Silvina, sorprendida, cuando, no bien despierta, quiso luchar, oyó la voz de Leandra que le decía al oído: «Hija, no seas tonta..., no seas tú causa de que nos muramos de hambre». Y Galante, bajo las sombras, al fulgor de los relámpagos, derribó a la virgen.
Después, Silvina se mordía los puños de rabia. ¿Qué pensaría Ciro? Galante, de otro lado, había prometido a Leandra casar a Silvina, y entonces apareció en escena Gaspar. La joven resistió unos días; pero Leandra logró resolverla al cabo y llevarla al templo. Silvina, con la hebetud de la ignorancia, sucumbió al marido, como antes a Galante. La voluntad, el sacudimiento del deseo, el criterio propio, despertaron en ella luego, cuando ya era tarde. Y despertaron para sucumbir de nuevo. Gaspar, de cincuenta años, facciones repulsivas, mala catadura, pelo enmarañado y aliento aguardentoso, no era un marido manso. La niña cayó en manos del hombre avieso, del marido grosero, del compañero bestial, siempre con mano dispuesta a descargar el bofetón, siempre con labios abiertos para arrojar la blasfemia. Cuando Silvina consideró su desgracia pensó en manejar el timón de la nueva vida. Vano empeño, porque la voluntad de Gaspar la hizo más esclava, y el despotismo de su temperamento la dominó por completo. Muy pronto, Gaspar dominó la situación y Silvina quedó sugestionada por aquella voluntad imperiosa, por la fuerza de una superioridad irresistible. Le odiaba, le maldecía, lo hubiera desgarrado como a un harapo inmundo; mas cuando le veía frente a frente, cuando escuchaba la concisión acre de sus palabras, bajaba tímida los ojos, obedecía encogida y, a veces, temblaba como la ovejuela ante el ave de rapiña. Gaspar entró en el matrimonio como hubiera entrado en la taberna. Trabajando en la finca de Galante cuando quería, cuando podía, cuando la laxitud alcohólica le permitía alguna reacción de actividad, un día llamole Galante y le dijo:
—¿Qué opinas de Silvina, la chica de Leandra?
—¡Caray!... Buena muchacha..., ¡un merengue!
—¿La quieres para ti?
—¡Cómo! ¿Cree usted que pueda quererme?
—¿La quieres?
—¡Si me la dieran!...
—Oye: ya sabes que la Leandra y yo llevamos amistad; esa chica cualquier día alza el vuelo. Pues bien; cógela, cásate con ella. Yo arreglo eso.
—Bien; pero yo estoy limpio de fichas, y las mujeres comen como llagas...
—No importa: vivirás en la casa, y así cuidarás a la vieja. Además, aquí estoy yo... Arreglaré tu cuestión en el Juzgado; pagaré la multa que te impongan; no irás a la cárcel, y en la cosecha te regalaré cien pesos.
—Listo, listo —contestó Gaspar deslumbrado—. No hay más que hablar.
Y como si idea súbita le ocurriera, preguntó con acento malicioso.
—¿Y Leandra ha cuidado bien a esa chica?
—Tú no tienes que meterte en vidas ajenas. Resuelve.
—Está bien; de todos modos convenido.
El pacto quedó cerrado, y a poco, en la iglesia de la población, cabeza de partido, se anudó el lazo. Gaspar, como si hubiera apurado una copa, apuró a Silvina, empañándola con su aliento brutal.
Vivía ella infeliz, contrariada. Unas veces irascible, presa de ímpetus; otras, lamentosa, suspirando, derramando lágrimas furtivas. En lo acerbo de su existencia no tuvo más consuelo que la soledad de las selvas, el correr por veredas solitarias, el extasiarse contemplando, sin sentirlo ni comprenderlo, el bravío panorama de la comarca; el forjarse quimeras irrealizables, pensando en Ciro y huyendo de él.
Cuando Pequeñín se cansó de chupar en vano el seno de Leandra, quedose dormido. Ésta le acostó en un camastro lleno de trapos sucios y bajó el escalón del colgadizo en donde Silvina, con una cuchara de madera, agitaba taciturna un guiso inodoro, un salcocho de bananas, en el que, de vez en cuando, el hervor hacía aparecer espinosas piltrafas.
Los nublados entre la madre y la hija pasaban pronto. Pocos minutos después de la última contienda, departían pacíficamente. Leandra aludió a lo sucedido allá abajo, cerca de la tienda de Andújar. Habíanse oído gritos e imprecaciones, sin que pudieran enterarse de la causa. Alguna borrachera, sin duda. Como era sábado y se habían cobrado los jornales, los hombres solo pensaban en beber. Iban a casa de Andújar a pagar las deudas de la semana, y, copa va y copa viene, se les pasaba el tiempo y se les iba el dinero.
Leandra fulminó contra aquel tropel de gandules. ¡Qué asco! Las mujeres moviendo al rescoldo un caldo sin sustancia, los hijos exánimes y color de cera, y ellos dilapidando el sudor de la semana y exponiéndose a ir a la cárcel por cualquier tontería. Por eso estaba contenta con su suerte: su amistad era hombre rico, que le pasaba diario, que no andaba en trapisondas. Es verdad que tenía que tolerarle la promiscuidad, la insaciable promiscuidad del macho robusto, consintiéndole, resignada, que tuviera otras campesinas en el mismo predicamento de amigas íntimas; pero, ¡qué remedio!, mejor era ser tolerante que exponerse a las tropelías de algún bárbaro como muchos que ella conocía. Silvina lamentábase de su mala estrella: ¡mujer de un viejo tan feo, tan grosero! ¿Había habido cuestión en la tienda de Andújar? Pues indudablemente estaba allí Gaspar. Con colores expresivos pintaba a su tirano: como hombre, viejo y feo; como marido, renegado y feroz. Luego, un desvergonzado: si hubiera tenido un ápice de dignidad, no se hubiera casado con ella. Y concediendo que se vendiera por dinero para recoger despojos de otro, lo que le parecía infame era la condescendencia con que toleraba las exigencias de Galante. En este punto, Leandra discutía: ella, Silvina, no tenía razón. Si Galante, de vez en cuando, tenía antojos, la cosa carecía de importancia. De ese modo estaba contento, la protegía.
—A los hombres hay que saberles amarrar. Demasiado sé yo que tú le gustas a Galante más que yo; pero me conformo, porque si me opongo a su gusto, me abandona, y perderíamos la soga y la cabra.
Silvina insistía: aquello era una atrocidad. ¡En la misma casa, con el pretexto de querer a la madre, perseguir a la hija; a una muchacha que lo detestaba, que no era libre, que era mujer de otro más canalla aún, que consentía tales bajezas! Y tal contubernio, en contra de la voluntad de la muchacha, contra todas sus tendencias y sus gustos.
La plática terminó como siempre. No había más remedio: mejor era aquello que morir de hambre.
Oyéronse rumores, y en la pequeña explanada, frente a la casa, apareció un hombre. Era Gaspar. Al llegar, blandió un largo machete y asestando una cuchillada a un árbol, lo dejó allí clavado.
—¿No se come? —dijo, sentándose en la piedra que servía de escalón, junto al umbral.
Las mujeres apresuraron el aderezo del potaje, y diéronle un plato colmado.
Gaspar comenzó a engullir, hablando mientras comía:
—Si no me lo quitan de las manos, mato esta tarde a ese cochino de Montesa. ¡Entrometío! Estábamos en la cuesta del río algunos amigos, distrayéndonos con una jugadita... Yo estaba ganando, y se había presentado una sota que si llega a jugarse arranca al banquero. Deblás barajaba, y ya iba a virarse cuando acierta a pasar Montesa. Se para, nos mira, y dice:
«—Bandidos, ¿qué hacéis ahí?
»—Lo que nos da la gana.
»—Estáis jugando a los prohibidos; ¿y si el comisario viene?...
»—¡Figúrese usted! El comisario es Andújar, y siempre que jugamos nos cobra un chavo por cada as...
»—Y a usted, ¿quién le mete en lo que no le importa?
»—¡Calla, truhán! —esto se lo decía a Deblás—. Si meneas la lengua te la retuerzo; un desertor como tú no es persona para mí.
»Me dio ira su altanería. Claro; Montesa hablaba así porque sabe que Deblás anda huido, que no puede tener cuestiones porque, si le echan mano, lo hunden otra vez en el presidio. ¡Cobarde! Yo quise ver si Montesa se atrevía conmigo. Me levanté de un brinco y halé por el machete. Anduvo listo: cuando iba a rajarlo me dio una patada feroz en la barriga y me tumbó. ¡Qué alboroto! La partida se deshizo. Cada cual corrió por su lado, y todavía tuvo Montesa la cobardía de llamarme sinvergüenza, estando yo en el suelo, impedido de defenderme. ¡Ah!, yo lo cogeré, ¡yo lo cogeré!... Hay más días que longanizas. Cuando me levanté, me sujetó Andújar y me pidió por favor que no me metiera con ese macaco de Montesa... Luego, como convenía ocultar lo de la jugada, y yo ya estoy hasta el cogote de cuestiones que me han costado caras, me contuve. Hay tiempo; cualquier día lo hiendo...»
Y Gaspar, asiendo de nuevo el machete, asestó otra cuchillada al árbol, que, herido en la corteza, dejó manar por la herida un líquido resinoso y oscuro.
Silvina, en cuclillas en un rincón, había oído el relato. Seguía con mirada tímida los violentos ademanes de Gaspar, como temiendo que las amenazas y las agresiones se volvieran contra ella.
—Toma —continuó Gaspar alargando a Silvina unas monedas—, esta semana no se ha hecho nada, y luego, en la jarana, perdí la ganancia. Quizás me la robó el mismo Montesa. Pero bay, ahí tienes treinta y dos chavos. Si te faltase en la semana, a mamá Leandra que te dé, y si ella no tiene, avísame para fajar a Galante. O fájale tú, que a ti te servirá de mejor gana.
Leandra empezó a dar consejos a Gaspar. Prudencia, mucha prudencia. Lo mejor era salir del trabajo y meterse en casa. Y mientras Gaspar, reacio, discutía, Silvina, entregada de nuevo al éxtasis, veía cómo en el cielo íbase apagando el día y cómo las sombras iban lentamente arropando los contornos.
Gaspar entonces hizo reír a Leandra. Contó que en la jugada estaba la vieja Marta con un paquete de ochavos atados en la punta de un pañuelo. Cuando surgió la contienda y vinieron a las manos, Marta alcanzó un pescozón que le arrancó el pañuelo de la cabeza, dejando las greñas al aire.
—Pero —dijo Gaspar— es tal la suerte de ese diablo de vieja, que, a pesar de todo, con seguridad esconde esta noche en el monte medio peso. ¡Ah, si yo pudiera descubrirla el escondrijo!...
La noche avanzaba. Gaspar desperezó, dando un gran bostezo. Todavía charló algunos minutos. Participó a las mujeres que se preparaba para muy pronto un baile en Vegaplana. Todos irían: era menester echar una cana al aire. Convenía, de vez en cuando, sacudir la morriña y divertirse, bebiendo unas copitas, bailando una contradanza.
En Vegaplana, barrio cercano, siempre hubo divertidos bailes. Nada, animarse: al salir de casa se quitarían los zapatos para no deteriorarlos, y al llegar a la casa de la fiesta se los pondrían para entrar al salón como era debido.
Leandra bajó al cobertizo, y Gaspar, como si hubiera estado esperando la ocasión, llamó a Silvina con la mano. Ella acercose.
—Lo dicho —dijo Gaspar entre dientes—. Deblás está impaciente, y yo no retrocedo: conque prepárate.
—Pero, Gaspar —contestó Silvina palideciendo—, eso es horrible...
—¡Qué horrible ni qué niño muerto! Ése es un negocio como otro cualquiera.
—¡Dios mío!... ¡Dios mío!
—Y tienes que ayudarnos; no hay remedio.
—¿Por qué no se las arreglan ustedes solos, ya que quieren meterse en eso? ¿Por qué me obligas, si yo me muero de miedo?
—Porque de las mujeres nadie sospecha. Nada, quiero que vengas. Vendrás, y tres más, nueve.
Como Leandra volviera, Gaspar disimuló. Un negocio secreto no debe divulgarse; miró fijamente a Silvina y se llevó un dedo a los labios. Estaba bien seguro del silencio de Silvina. Luego entrose en uno de los cuartos de la casa y se acostó sobre un lecho formado, en el suelo, con ropas extendidas sobre una estera especial y sacos doblados a guisa de almohadas.
Algunos instantes después roncaba. Leandra acostose en el camastro, el lujo de la casa, en el otro cuarto, y quedaron frente a frente la noche estrellada y Silvina, contemplándola absorta desde la rústica vivienda. Adentro, sueño labriego narcotizando las gentes; afuera, el clamor estridente de los insectos nocturnos: el coro de grillos, el treno de los sapos, el roce de los violines alados, cantando a coro el salmo de la noche en la selvática anchura de los bosques.
Capítulo II
Juan del Salto, caballero en una mula, llegó al plantío, en donde la brigada de campesinos se aplicaba al deshierbo y limpieza de terrenos. Con afán de amo entendido iba a vigilar los trabajos para que no le engañasen limpiando las orillas del plantío dejando malezas en el centro. Dejó la cabalgadura en la vereda y penetró en el monte. Un grupo de obreros, escalonado en la vertiente, manejaba el machete talando hierbajos y enredaderas. Juan, con mirada práctica, abarcó el conjunto. De los trabajadores, algunos cantaban coplas monótonas; otros esgrimían la hoz silenciosos, y otros, los más próximos, sostenían animados diálogos.
—Aquí hace falta gente, don Juan —dijo uno de ellos arrancando de un tirón una campánula—. La cosecha está al caer, y si no se activa la limpieza va a perderse mucho grano.
—¡Ya estás tú bueno! —repuso Juan con acento benévolo—. ¿Crees que los propietarios disponemos del personal a nuestro gusto? Eso dilo a tus compañeros; a los que no trabajan los lunes, cansados con las huelgas del domingo; a los que escandalizan el barrio con tropelías, como la del sábado último en la tienda de Andújar; a los que pasan la semana mascando tabaco y tendidos en la hamaca.
—¡Ah, yo no soy de ésos!
—Tú no eres de ésos, convenido; no te aludo. Esta vez incurres en el vicio lógico que suele seros peculiar: prescindir del sentido de lo que se habla, y ateniéndose solo al valor de las palabras duras, darse por aludidos.
—Es que yo...
—Sí, sé lo que vas a decir. Que eres laborioso y honrado, ¿no es eso? Me consta. Pero no es menos cierto que hay entre vosotros disipados con los cuales no puede contarse. Sin ese contingente de inútiles estaríamos siempre sobrados de personal. Eso es lo que te quise decir.
Y Juan, después de la corrección, hecha en nombre del sentido común al campesino, le volvió la espalda. Se daba cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos para mejorar las clases de la montaña; pero como su sistema nervioso no resistía transgresiones de lo bueno y de lo justo, incurría con frecuencia en las mismas tentativas. Era para él un ideal: rehacer aquel conjunto de seres; prepararlos para risueño porvenir; hacer hombres para que se defendieran del látigo; dar ciudadanía a la plebe; hacer hombres fuertes, capaces de resistir en lo físico y en lo moral, en el individuo y en la especie, la acción deprimente de las causas mórbidas. Todo un sistema que llevaba como un fardo en la cabeza y que estaba constantemente en pugna con la realidad. Donde veía el mal, movíase a la protesta; donde descubría el error, necesitaba desvanecerlo, como quien, anegándose, necesita sacar la cabeza del agua y respirar aire ambiente.
Subiendo por la escarpa, fue inspeccionando la labor del día. Unas veces recomendaba que el tajo fuese dado a flor de tierra, porque si no los renuevos, los feroces brotes de la hierba, harían pronto inútil la limpieza. Como los terrenos eran exuberantes, la vida forestal era enérgica, y allí en donde un deshierbo se había dado, en breve volvía a levantarse el prado. Otras veces detenía el brazo de algún obrero: en el atolondramiento de una actividad sin método había herido el tallo de un cafeto. ¿Adónde se iría a parar por tal camino? Cada uno de aquellos arbustos significaba un esfuerzo, un sacrificio impuesto al bolsillo, tal vez a la salud. Herir una planta mutilándola era también mutilar las esperanzas. Debíanse poner los ojos en el filo del machete, porque, si no, en breve se daría buena cuenta de los arbustos que sonreían en la montaña. Deteníase el obrero, rectificaba la posición del cuerpo y continuaba el talado con más precauciones.
Juan recorría la vertiente, subiendo con el auxilio de los troncos o descendiendo con cuidado en previsión de caídas. No era raro que en determinado lugar se arrodillara, cuando veía surgiendo a flor de tierra la raíz de un cafeto. Entonces se echaba de bruces y emprendía él mismo la faena de aterrarla, mientras explicaba a los campesinos la importancia de aquel detalle. Sí; las raíces debían profundizar para beber en lo hondo los jugos de la tierra. En la superficie reptan como serpientes, y, disminuido el caudal nutricio, la planta, cuando no muere, se aniquila. Él no tenía paciencia para tolerar torpezas de los sembradores. Y así, viéndolo todo por sí mismo, interviniendo en todo con una viva mirada para cada detalle, con una reflexión o un consejo para cada obrero, atento a sus intereses, entusiasta con sus esperanzas, sabio en sus procedimientos, visitaba las plantaciones que constituían su riqueza en el acendrado cariño del padre que acaricia las cabecitas rubias de la prole. Los trabajadores le amaban y le respetaban. Sabían que podía ser el bienhechor que llevara dinero y bálsamos hasta la choza que les albergara enfermos, y sabían también que en momentos de indignación levantaba arrogante su autoridad de amo inexorable. Los buenos buscaban amparo a su lado, habitación en el caserío de su finca; disputaban el honor de servirle de manera inmediata en los quehaceres de la casa o en las labores de las máquinas. Los malos, los sospechosos, le temían como se teme a un ser más fuerte ante el cual no queda otro recurso que sucumbir.
En su merodeo llegó en la parte baja a un lugar en donde departían varios campesinos, y encarándose con uno de ellos preguntó:
—¿Dónde está tu hijo?
—Mi hijo —contestó el aludido con acento vacilante—, pues... medio enclenque...
—Enclenque, ¿eh?
—Sí, señor...; como se dio... una caída...
—¡Todavía la caída! Pues oye: que tu hijo, que es un perezoso, se embriague y caiga en las zanjas, estropeándose: que luego no venga a los trabajos, siendo o no cierto que aún le duela el golpe; que se regodee en la holganza de tu rancho, comiéndote los plátanos sin serte útil..., pase: es un mal, es una desgracia de que sufrís las consecuencias; pero lo que no pasa es que tú, su padre, seas su cómplice; que le permitas los excesos del rebelde carácter; que le consientas la mala vida y, finalmente, que mientas, tratando de paliar los extravíos de un hijo que no es más que un correcalles.
—¡Ay, Dios mío!... Yo...
—Sí, ésa es la verdad. ¿Cuándo acabaréis de comprender que el consentimiento y los exagerados mimos son estímulos que malean los hijos? Si desde muy pichón le hubieras manejado bien, tu hijo no sería hoy un perdido. No supiste, no quisiste cumplir con esa obligación; calculaste que con el producto de tu trabajo bastaba para mantener a toda la familia, y hoy te encuentras con un hombretón indócil, que te mata a disgustos, que se pasa la vida entre la guitarra y los licores, entre la baraja y las mujeres que se lleva...
—Don Juan... ¡Qué quiere usted! ¡Si he hecho lo indecible por sacar de ese condenado un hombre de trabajo!
—No has hecho nada, aunque así lo creas. Al contrario, has favorecido sus malos instintos dejando pasar sus borracheras sin castigo, acaso riéndole los chistes; has favorecido el mal consintiéndole los desórdenes...; pero ¿qué más?, ha llevado a tu casa, a tu propia casa, junto a su madre y sus hermanas, una querida, y se lo has tolerado.
—Para ver si lo aquietaba.
—No; por condescendencia, por esa condescendencia que, si tiene mucho de ignorante, tiene más de perezosa. Se os cae el mundo encima, y nada... Sois estoicos. Tú no comprendes lo que significa eso de estoicos; te lo diré de otro modo: sois indiferentes lo mismo para el bien que para el mal; sois apáticos, sois desver...
Juan se contuvo. Los testigos de la escena sonreían, y el campesino sufría encogido el chubasco, tratando de envolver excusas en monosílabos incoherentes.
—Y lo imperdonable —continuó Juan— es que no titubeas en decir mentiras para ocultar las faltas de ese hijo. Dilo claro: mi hijo se emborrachó ayer domingo en el ventorrillo de Andújar; mi hijo estaba esta mañana imposible para el trabajo. De ese modo no te haces cómplice de su perversión. ¡Bah!, ya sé yo que pierdo mi tiempo; no entendéis la salud de mis palabras... ¡Cómplices! Sí, la eterna, la eterna complicidad del silencio envolviendo al conjunto social en que os agitáis. Allá vais todos, en un haz apretado, los buenos y los malos, los dignos y los infames. ¿Han robado una mula?... Pues sabiendo quién fue el ladrón, calláis. ¿Han producido un daño intencional en los cultivos?... Sabéis quién fue el autor, y... silencio. No hay forma de que contribuyáis al esclarecimiento de la verdad. Si se comete un crimen, un asesinato, por ejemplo, sois capaces de presenciarlo y callar después, negándoos a favorecer la acción reparadora de la justicia...
Cuando estas palabras fueron dichas, un labrador como de veinticinco años, enjuto y de semblante enfermizo, palideció intensamente, dejó caer el machete y se irguió con aire azorado. Fue un movimiento rápido, indomable, como la sacudida de un sistema nervioso sorprendido. Juan observó el ademán, y aunque el joven trató de sonreír disimulando la turbación al punto de ocultarla a los otros trabajadores, el propietario pudo notar el efecto causado por sus palabras. Todavía comentó algunos minutos el tema de la complicidad, y a poco, próximo ya el crepúsculo, cuando la brigada se disponía a suspender los trabajos, acercose al joven y le dijo entre dientes:
—¿Qué tienes, Marcelo?
—Yo...
—Hace un momento, cuando me referí al crimen, palideciste. Estás frío, tus manos tiemblan, ¿qué te sucede?
—No tengo nada... nada.
—No mientas —insistió Juan con energía—, no mientas. Esta noche, después que todos duerman, sube a mi cuarto. Te necesito y te espero. Te lo mando...
—Iré...
Y el joven confundiose en el grupo de trabajadores que regresaban a las chozas.
A las diez de la noche, cuando todos dormían, Juan del Salto meditaba en su alcoba.
Sentado junto a una mesa en donde ardía un quinqué, con la frente apoyada en las manos y los codos en la mesa, permanecía abstraído, como si las alas del pensamiento, llevándole lejos, hubiéranle dejado allí inerte la estatua del cuerpo. En aquella actitud inmóvil descubríansele la estatura esbelta, el cuerpo delgado sin flaqueza, la frente espaciosa, la cabeza sufriendo ya la depilación de los años, la piel curtida por la acción solar, las manos forzudas y recias, desarrolladas en el ejercicio de las fuerzas, y los ojos, grandes, de penetrante mirada, velados con frecuencia por la melancolía. El semblante simpático, el ademán sereno, el carácter benévolo, el genial condescendiente y cariñoso no borraban aquella tristeza. Su mundo interno le enviaba al semblante reflejos de nostalgia, y como si las ideas dominantes hubieran hecho a su modo los rasgos exteriores, discurríanle por la faz secretos pesares y preocupaciones.
Aquella noche, cuando en todas las habitaciones del caserío se habían apagado las luces, él meditaba.
En el paisaje, la noche repartía sus misterios. Las estrellas curioseaban los secretos de la tierra. Las brisas de suave frescor daban al contorno el ambiente de una terma, cristalizando en menudas gotas las nocturnas humedades, fecundizando con granería brillante las recatadas nupcias de las plantas.
Era la hora del misterio: del descanso para unos seres, de la agitación y del amor para otros. El genio de las soledades recorría las frondas, besando la virgen florescencia y bañándose en perfumes. Los lepidópteros bullían en los campos, felices en las horas sin Sol. Algunos penetraban por la ventana, y revolando sin tacto chocaban rudamente con el cristal de la bombilla, mientras otros, deslumbrados, morían quemándose las alas. Los rumores del exterior flotaban en el ambiente con monotonía inacabable y disonancia casi melodiosa, dominando en el haz de ruidos la crepitación de las aguas despeñándose en el lecho del río.
Juan esperaba a Marcelo entregándose a memorias amargas, a recuerdos gratos. Pensaba en el destino que cubría a sus esperanzas en el discurrir de los años, cuando ya los sufrimientos y el trabajo le encanecían. Recordaba los días juveniles, el opulento hogar de la infancia, deshecho por la adversidad. Entreveía el rico ingenio de cañas dulces en que nació, sus primeros años, los paternos esfuerzos por cultivar su inteligencia, la residencia en Europa por algún tiempo, dedicada al estudio; su carrera, interrumpida más tarde, cuando la desgracia, empobreciéndoles, hizo necesario el regreso. Pensaba en aquel triste regreso, efemérides de tantos males íntimos, en el acerbo conjunto de desventuras que la ruina arrojó sobre la honrada familia; en la pobreza que vino luego y en la muerte, nunca bastante llorada de sus padres. Luego, otra etapa: una serie de incesantes luchas para vencer la desgracia; los esfuerzos realizados en especulaciones comerciales; el día en que el amor llamó a su pecho; la dulce esposa que eligió por compañera; la inolvidable felicidad del primer hijo, las alegrías del hogar ante la primera suma de dinero economizada; y después, en gradación metódica, la compra de una selva para el fomento del cafeto; las fatigosas tareas del cultivo; la muerte inopinada de la amable compañera; la partida del hijo, ya hombre, para emprender estudios profesionales en la capital de España; la devoción del trabajo a que se entregaba con fanatismo para elaborar un patrimonio que asegurara lo porvenir de aquel hijo, y, al presente, su dolorosa soledad en espera paciente de lo porvenir, en espera de la realización de tantos ideales, en espera del ausente, a cuyo calor anhelaba tranquilo y cómodo bienestar. Toda la vida le desfilaba por la memoria en aquellas horas meditabundas. Era una obligación impuesta a su fantasía: todas las noches, al acostarse, levantaba el vuelo ideal y recorría retrospectivos espacios. Ya en él las pasiones estaban frías, heridas por los sufrimientos, muertas por el predominio intelectual. Vivía para el trabajo, para espigar recuerdos, para alentar esperanzas, para amar al hijo ausente.
Aquellas abstracciones formaban para él una segunda vida, y, en ella, con frecuencia, una lucha formidable se entablaba. Los viajes y el estudio le habían enseñado a pensar, y su cultivada inteligencia le había elevado sobre el montón social que veía en torno. Tuvo ojos y corazón, protestando cien veces de las torcidas corrientes que arrastraban hombres y cosas, sentimientos y aspiraciones. ¡Cómo! ¿Era aquello un conjunto social? ¿Estaban aquellas clases reguladas por las leyes generales de la moral, de la justicia y del deber? ¿Las gentes que veía agrupadas en las estribaciones del monte eran seres humanos o jirones de vida lanzados al acaso? ¿Eran gentes, eran muchedumbres, eran piara, eran rebaños? ¿Qué les movía? ¿Adónde iban? ¿Eran cuerpos rodando o almas muriendo?