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Jacinto Benavente

Los intereses
creados

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-797-9.

ISBN ebook: 978-84-9897-842-1.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Intereses 7

Personajes 8

Acto primero 9

Cuadro I 11

Escena I 11

Escena II 14

Escena III 17

Escena IV 20

Cuadro II 31

Escena I 31

Escena II 34

Escena III 38

Escena IV 39

Escena V 41

Escena VI 43

Escena VII 45

Escena VIII 48

Escena IX 50

Escena X 53

Acto segundo 57

Cuadro III 57

Escena I 57

Escena II 59

Escena III 60

Escena IV 62

Escena V 66

Escena VI 70

Escena VII 72

Escena VIII 73

Escena IX 85

Libros a la carta 93

Brevísima presentación

La vida

Jacinto Benavente y Martínez nació en Madrid, el 12 de agosto de 1866 y falleció en Madrid, el 14 de julio de 1954. Ejerció de dramaturgo, director, guionista y productor de cine español.

Fundó el Teatro Artístico, donde participó Ramón del Valle Inclán. En 1922 recibió el Premio Nobel de Literatura por perseverar acertadamente en la tradición del teatro español.

Intereses

Los intereses creados tiene el tono de una obra picaresca con aliento clásico. Divertida y rápida, relata la historia de dos personajes (Leandro y Crispín) quienes llegan a una ciudad y timo tras timo consiguen convertirse en próceres locales.

Los intereses creados parodia el mito de cómo se consigue poder y notoriedad, forjando alianzas falsas que sirven para que otros aprecien el talento, la hidalguía o el buen hacer de personas que carecen de semejantes atributos.

Personajes

Doña Sirena

Silvia

La Señora de Polichinela

Colombina

Laura

Risela

Leandro

Crispín

El Doctor

Polichinela

Arlequín

El Capitán

Pantalón

El Hostelero

El Secretario

Mozo 1 de la Hostería

Mozo 2

Alguacilillo 1

Alguacilillo 2

La acción pasa en un país imaginario, a principios del siglo XVIII

Acto primero

He aquí el tinglado de la antigua farsa, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a los más variados concursos, como en París sobre el Puente Nuevo, cuando Tabarín desde su tablado de feria solicitaba la atención de todo transeúnte, desde el espetado doctor que detiene un momento su docta cabalgadura para desarrugar por un instante la frente, siempre cargada de graves pensamientos, al escuchar algún donaire de la alegre farsa, hasta el pícaro hampón, que allí divierte sus ocios horas y horas, engañando al hambre con la risa; y el prelado y la dama de calidad, y el gran señor desde sus carrozas, como la moza alegre y el soldado, y el mercader y el estudiante. Gente de toda condición, que en ningún otro lugar se hubiera reunido, comunicábase allí su regocijo, que muchas veces, más que de la farsa, reía el grave de ver reír al risueño, y el sabio al bobo, y los pobretes de ver reír a los grandes señores, ceñudos de ordinario, y los grandes de ver reír a los pobretes, tranquilizada su conciencia con pensar: ¡también los pobres ríen! Que nada prende tan pronto de unas almas en otras como esta simpatía de la risa. Alguna vez, también subió la farsa a palacios de príncipes, altísimos señores, por humorada de sus dueños, y no fue allí menos libre y despreocupada. Fue de todos y para todos. Del pueblo recogió burlas y malicias y dichos sentenciosos, de esa filosofía del pueblo, que siempre sufre, dulcificada por aquella resignación de los humildes de entonces, que no lo esperaban todo de este mundo, y por eso sabían reírse del mundo sin odio y sin amargura. Ilustró después su plebeyo origen con noble ejecutoria: Lope de Rueda, Shakespeare, Molière, como enamorados príncipes de cuento de hadas, elevaron a Cenicienta al más alto trono de la Poesía y el Arte. No presume de tan gloriosa estirpe esta farsa, que por curiosidad de su espíritu inquieto los presenta un poeta de ahora. Es una farsa quiñolesca, de asunto disparatado, sin realidad alguna. Pronto veréis cómo cuanto en ella sucede no pudo suceder nunca, que sus personajes no son ni semejan hombres y mujeres, sino muñecos o fantoches de cartón y trapo, con groseros hilos, visibles a poca luz y al más corto de vista. Son las mismas grotescas máscaras de aquella comedia de Arte italiano, no tan regocijadas como solían, porque han meditado mucho en tanto tiempo.

Bien conoce el autor que tan primitivo espectáculo no es el más digno de un culto auditorio de estos tiempos; así, de vuestra cultura tanto como de vuestra bondad se ampara.

El autor solo pide que aniñéis cuanto sea posible vuestro espíritu. El mundo está ya viejo y chochea; el Arte no se resigna a envejecer, y por parecer niño finge balbuceos...

Y he aquí cómo estos viejos polichinelas pretenden hoy divertiros con sus niñerías.