Abu Muhammad Alî Ibn Hazm
El collar de la paloma
Traducción, edición y notas
de Emilio García Gómez
Barcelona 2022
linkgua-digital.com
Créditos
Título original: El collar de la paloma.
© 2022, Red ediciones S.L.
Traducción y notas de Emilio García Gómez.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9816-749-8.
ISBN ebook: 978-84-9953-083-3.
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Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Libro que contiene el tratado que se titula El collar de la paloma sobre el amor y los amantes 11
Prólogo 13
1. Plan de la obra, con un discurso sobre la esencia del amor 17
Discurso sobre la esencia del amor 19
2. Sobre las señales del amor 29
3. Sobre quien se enamora en sueños 40
4. Sobre quien se enamora por oír hablar del ser amado 42
5. Sobre quien se enamora por una sola mirada 45
6. Sobre quien no se enamora sino con el largo trato 48
7. Sobre quien, habiendo amado una cualidad determinada, no puede amar ya luego ninguna otra contraria 53
8. Sobre las alusiones verbales 57
9. Sobre las señas hechas con los ojos 59
10. Sobre la correspondencia 62
11. Sobre el mensajero 64
12. Sobre la guarda del secreto 66
13. Sobre la divulgación del secreto 71
14. Sobre la sumisión 75
15. Sobre la contradicción 82
16. Sobre el que saca faltas 83
17. Sobre el amigo favorable 85
18. Sobre el espía 89
19. Sobre el calumniador 93
20. Sobre la unión amorosa 103
21. Sobre la ruptura 114
22. Sobre la lealtad 130
23. Sobre la traición 138
24. Sobre la separación 140
25. Sobre la conformidad 157
26. Sobre la enfermedad 169
27. Sobre el olvido 173
28. Sobre la muerte 188
29. Sobre la fealdad del pecado 198
30. Sobre la excelencia de la castidad 227
Epílogo 243
Colofón 247
Libros a la carta 249
Brevísima presentación
La vida
Abu Muhammad Alî Ibn Hazm nació en Córdoba en 994, en una familia aristocrática «muladí» (practicante de la religión musulmana sin ser árabe) y vivió hasta los quince años en la corte cordobesa. Su padre era un alto funcionario al servicio del visir Almanzor durante los califatos de al-Hakam II y de su sucesor Hisâm II. Muerto Hisâm II en el año 1002, la familia siguió al servicio de la casa Amirî, con sus sucesores, al-Muzafar, de brillante y breve trayectoria y Abd al-Rahmân «Sanyul» (Sanchuelo), descendiente por línea materna del rey Sancho Garcés II de Navarra.
El califato llegó a su fin y la familia de Ibn Hazm, de filiación Amirî, cayó en descrédito y abandonó la actividad pública.
Tras la muerte de su padre en 1012, cuando Ibn Hazm apenas tenía dieciocho años, fue perseguido y sus bienes fueron confiscados. Por lo que tuvo que refugiarse en Almería, al amparo del emir Jayran, quien le mantuvo en su corte hasta que su defensa de la restauración omeya le ganó nuevos enemigos.
Tras este nuevo conflicto vivió largo tiempo en Játiva donde escribió gran parte de su obra y participó en la expedición que desde allí emprendió el califa omeya Murtada y que fue derrotada en las inmediaciones de Granada, siendo apresado Alî ibn Hazm.
Liberado de su cautiverio volvió a Játiva hacia el año 1019. Allí se cree que escribió su obra más célebre, El collar de la Paloma.
Tras la restauración omeya de Córdoba en el año 1023, Ibn Hazm marchó a Córdoba, donde fue nombrado visir. Este gobierno tuvo una corta existencia y en 1024 fue encarcelado otra vez.
Al salir de prisión, renunció a la política y se centró en su obra literaria y filosófica.
La obra de Ibn Hazm abarca unos 400 volúmenes. Destacan entre estos El Fisal, historia crítica de las ideas religiosas, y La Chambara, genealogía árabe del occidente musulmán.
Ibn Hazm murió en Montíjar en el año 1064, en la provincia de Huelva.
El collar de la paloma (Tawq al-hamâma), fue traducido al castellano por Emilio García Gómez.
Ibn Hazm, «el filósofo de Córdoba», teólogo, jurista, polemista y erudito, fue una de las mentes más brillantes de la España musulmana. Sin embargo, a pesar de ser autor de un buen número de libros sobre materias tan variadas como el derecho, la teología o la historia, la obra que lo inmortalizó fue El collar de la paloma —fechada en 1022 en la ciudad de Játiva—, «el libro más ilustre sobre el tema del amor en la civilización musulmana» según Ortega y Gasset.
A lo largo de los treinta capítulos que componen esta obra única e inclasificable, donde se mezclan las reflexiones, los recuerdos y la lectura de poemas escogidos, a medio camino entre el tratado, las memorias y la antología poética, el autor habla, con la ayuda de los poetas cuando es necesario, de la naturaleza del amor y de sus metamorfosis, de las personas que se enamoran, de sus trucos y sus recursos, de sus aliados, de los signos que permiten identificarlas... Al lector actual tal vez le sorprenda comprobar que El collar de la paloma es a un tiempo una obra tan clásica como El arte de amar de Ovidio y tan contemporánea como los Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes.
Libro que contiene el tratado que se titula El collar de la paloma sobre el amor y los amantes
Obra de Abû Muhammad ‘Alî Ibn Hazm al-Andalusî
(¡Dios le exculpe y le perdone así como a los musulmanes!)
Prólogo
¡En el nombre de Dios Clemente y Misericordioso, cuya ayuda imploro!
Dice Abû Muhammad (¡Dios le perdone!):
El mejor comienzo es tributar a Dios Honrado y Poderoso la alabanza que se le debe e impetrar la bendición divina para Mahoma su siervo y apóstol, en particular, y para todos sus profetas, en general.
Después digo:
¡Que Dios nos resguarde a ti y a mí de la incertidumbre sobre el buen camino; que no nos imponga un peso mayor que nuestras fuerzas; que nos destine con su excelente ayuda una guía segura que nos encamine a obedecerle; que, con su apoyo, nos otorgue un freno que nos aparte de rebelarnos contra Él; que no nos abandone a la flaqueza de nuestros intentos, al desfallecimiento de nuestras fuerzas, a la fragilidad de nuestra naturaleza, a la disputa de nuestros pareceres, a la mala elección de nuestro albedrío, a la exigüidad de nuestro discernimiento y a la depravación de nuestras pasiones!
Tu carta me llegó desde la ciudad de Almería a mi casa en la corte de Játiva y me trajo noticias de tu buena salud, que no poco me alegraron. Alabé a Dios Honrado y Poderoso por ella y le pedí que te la conservase y acreciese.
Pero no pasó mucho tiempo sin que te viera, pues que viniste a mí en persona desafiando la fatiga de tan gran jornada, la separación de nuestros hogares, la no floja distancia, la longitud del viaje, los riesgos del camino y las demás penalidades, que hubieran hecho desistir al más deseoso y tornado olvidadizo al de mejor memoria, menos a ti, ligado por los vínculos de la fidelidad; celoso custodio de las obligaciones estipuladas, de los firmes afectos y de los fueros que exige nuestra común crianza y nuestro amor de los años mozos; menos a ti que me amas por amor de Dios Altísimo. A Dios alabamos y damos gracias por haber apretado este afecto entre nosotros.
El alcance de tu carta era ya mayor del que suelo hallar en las demás tuyas. Pero, por otra parte, cuando viniste, me descubriste tus intentos y me pusiste al tanto de tu parecer, con esa costumbre que nunca ha dejado de haber entre nosotros, de que me hagas compartir todo lo tuyo, tanto lo dulce como lo amargo, lo secreto como lo público, y porque siempre te ha movido un verdadero afecto hacia mí, que te devuelvo con creces, sin desear más premio que la correspondencia.
Sobre una relación parecida, yo dije en un largo poema dedicado a ‘Ubayd Allâh ibn ‘Abd al-Rahmân ibn al-Mugîra, biznieto del Príncipe de los creyentes al-Nâsir1 (¡Dios se apiade de él!), que era amigo mío:
Te amo con un amor inalterable,
mientras tantos amores humanos no son más que espejismos.
Te consagro un amor puro y sin mácula:
en mis entrañas está visiblemente grabado y escrito tu cariño.
Si en mi espíritu hubiese otra cosa que tú,
la arrancaría y desgarraría con mis propias manos.
No quiero de ti otra cosa que amor;
fuera de él no te pido nada.
Si lo consigo, la Tierra entera y la Humanidad
serán para mí como motas de polvo y los habitantes del país, insectos.
Me has pedido, Dios te honre, que componga para ti una risâla en la que pinte el amor, sus aspectos, causas y accidentes y cuanto en él o por él acaece;2 y que esto lo haga con veracidad, sin desmesura ni minucia, sino declarando lo que se me ocurra tocante a cómo es y a cómo se presenta, hasta donde llegue mi memoria y mi capacidad de recordar.
Y me he dado prisa en satisfacer tu deseo, aun cuando, de no ser por complacerte, no lo hubiera tomado a mi cargo, por tratarse de asunto liviano y ser nuestra vida tan corta, que no conviene que la usemos sino en aquello que esperamos ha de hacer más llevadera nuestra existencia futura y más placentera nuestra eterna morada el día de la resurrección. Sin embargo, el cadí Humâm ibn Ahmad3 me contó, tomándolo de Yahyà ibn Mâlik, que lo oyó de ‘A’id, quien, a su vez, lo tenía de una cadena de tradicionistas hasta llegar a Abû-l-Dardâ,4 que éste dijo una vez: «Dejad que las almas se explayen en alguna niñería, que les sirva de ayuda para alcanzar la verdad.» Asimismo se cita, entre las sentencias de los hombres piadosos de otros tiempos, la siguiente: «Quien no sepa echar alguna vez una cana al aire, no será buen santo.» Y, por fin, una tradición del Profeta reza: «Dejad descansar a las almas, porque, si no, toman moho como el hierro.»
En lo que me has encomendado he de hablar por fuerza de lo que he visto con mis propios ojos o de lo que he sabido por otras personas y me han contado las gentes de fiar de mi tiempo. Pero habrás de excusarme si desfiguro o no cito ciertos nombres, bien por tratarse de tachas que no es lícito declarar, bien por miramiento a amigos queridos o a personas principales. Solo me propongo nombrar a aquellos que con hablar de ellos no han de sufrir detrimento y en cuya mención no haya desdoro ni para ellos ni para mí, bien porque el negocio sea tan conocido que excuse cualquier disimulo o silencio, bien porque aquel de quien se trate consienta en que se publique su aventura y no tenga inconveniente en que se refiera.
En esta risâla mía he de incluir versos que he compuesto sobre lo que yo mismo he presenciado. Que ni tú ni los demás que los lean me echen en cara haber seguido el camino de los que hablan de sí mismos, pues tal es el uso corriente entre los que tienen a gala el hacer versos. La mayoría de las veces, además, son mis propios amigos los que me fuerzan a hablar sobre lo que les ocurre, según sus tendencias y sus opiniones. En todo caso, me limitaré a contarte las cosas que me han sucedido, en tanto cuanto casen con el asunto de que se trate y guarden relación conmigo.
Me he visto forzado a mantenerme en este libro dentro de las fronteras que me has trazado, y a resumirte lo que por mí mismo he visto o me merece crédito por ser relato de personas de fiar. Perdóname, pues, que no traiga a cuento las historias de los beduinos o de los antiguos, pues sus caminos son muy diferentes de los nuestros. Podría haber usado de las noticias sin número que sobre ellos corren; pero no acostumbro a fatigar más cabalgadura que la mía, ni a lucir joyas de prestado. A Dios pedimos perdón y ayuda. ¡No hay otro Señor más que Él!
1 Al-Nâsir es ‘Abd al-Rahmân III, que reinó de 912 a 961. Su hijo al-Mugîra murió en 976. Cfr. el cuadro genealógico (sacado de Ibn Hazm y de Ibn ‘Idârî) de los descendientes de ‘Abd al-Rahmân III, que publica Lévi-Provençal en su Histoire de l’Espagne musulmane, I, Cairo, 1944, frente a la pág. 504.
2 Recuérdese el comienzo del De amore de Andreas Capellanus: «Est igitur primo videre quid sit amor, et unde dicatur amor, et quis sit effectus amoris, et inter quos possit esse amor, qualiter acquiratur amor, retineatur, augeatur, minuatur, finiatur, et de notitia amoris mutui, et quid unus amantium agere debeat altero fidem fallente.» Nykl, en su versión, pág. 223, ha resumido útilmente las semejanzas más llamativas entre Ibn Hazm y Andreas Capellanus.
3 Murió en 421 (= 1030). Véase Ibn Baskuwâl, Sila (Bibl. Arab.-Hisp. I-II), número 347, y Asín, Abenházam, I, 99 y nota 121.
4 Uno de los más famosos Compañeros del Profeta.
1. Plan de la obra, con un discurso sobre la esencia del amor
He repartido esta risâla mía en treinta capítulos.
Versan diez de ellos sobre los fundamentos del amor, y son los siguientes: este primero sobre la esencia del amor; sobre las señales del amor; sobre el que se enamora en sueños; sobre el que se enamora por la pintura del objeto amado; sobre el que se enamora por una sola mirada; sobre aquel cuyo amor no nace sino tras un largo trato; sobre las alusiones verbales; sobre las señas hechas con los ojos; sobre la correspondencia amorosa; sobre el mensajero.
Doce capítulos versan sobre los accidentes del amor y sobre sus cualidades loables y vituperables.
Verdad es que el amor es, en sí mismo, un accidente, y no puede, por tanto, ser soporte de otros accidentes, y que es una cualidad y, por consiguiente, no puede, a su vez, ser calificada. Se trata, pues, de un modo traslaticio de hablar, que pone a la calidad en el lugar de lo calificado. Es frecuente, con efecto, que digamos o hallemos que tal accidente es más o menos verdadero que tal otro, o más bello o más feo, a nuestro juicio, y claro es que estos más o menos han de entenderse en cuanto a la esencia visible o cognoscible a que estos accidentes afectan, pues en sí mismos no pueden tener cantidad ni ser divisibles, ya que no ocupan lugar.
Estos doce capítulos son: sobre el amigo favorable; sobre la unión amorosa; sobre la guarda del secreto; sobre su revelación y divulgación; sobre la sumisión; sobre la contradicción; sobre el que, habiendo amado una cualidad determinada, no puede amar ya después ninguna otra contraria; sobre la conformidad; sobre la lealtad; sobre la traición; sobre la enfermedad, y sobre la muerte.
Seis capítulos versan sobre las malaventuras que sobrevienen en el amor, y son las siguientes: sobre el que saca faltas; sobre el espía; sobre el calumniador; sobre la ruptura; sobre la separación; sobre el olvido.
Entre estos seis capítulos hay dos que tienen sus respectivos contrarios en otros ya declarados más arriba; es, a saber, el relativo al que saca faltas, cuyo contrario es el del amigo favorable, y el de la ruptura, cuyo contrario es el de la unión amorosa. Los otros cuatro carecen de contrarios entre los referentes a los aspectos del amor. El espía y el calumniador no tienen, con efecto, más contrario que su supresión, siendo así que el verdadero contrario es el que nace cuando su correlato desaparece, aunque sobre esto disputen los escolásticos. Si no temiera alargarme en discutir lo que no atañe al tema de este libro, lo aclararía por lo menudo. El contrario del capítulo de la separación sería el referente a la vecindad de casas; pero esta vecindad no puede contarse entre los aspectos del amor de que hablamos. Y el contrario del capítulo sobre el olvido sería el amor mismo, pues la palabra olvido no significa nada más que la supresión y falta del amor.
Dos capítulos más cierran la risâla, y son: uno en que se trata de la fealdad del pecado, y otro sobre las excelencias de la castidad. Así, el fin de nuestra explanación y la conclusión de nuestro discurso van enderezados a predicar la sumisión a Dios Honrado y Poderoso, y a prescribir el bien y vedar el mal, como es deber de todo creyente.
Al desarrollar algunos de los temas, nos hemos separado, sin embargo, de esta disposición asentada en el comienzo del presente capítulo, que es el primero de la risâla, y los hemos repartido conforme a su orden de aparición, desde el primero al último, y con arreglo a su mayor o menor derecho a ir por delante, y a sus grados y existencia, desde la primera de sus variedades hasta la postrera, colocando uno al lado del otro los contrarios. La disposición ha quedado, por ende, un tanto variada en algunos capítulos. ¡A Dios pedimos ayuda!
Según esta traza, he aquí su sucesión: primero va este capítulo en que estamos, que es el comienzo de la risâla, y contiene la división de la obra, junto con el discurso sobre la esencia del amor; y luego siguen: el de las señales del amor; [el de quien se enamora en sueños]; el de quien se enamora por la pintura del objeto amado; el de quien se enamora por una sola mirada; el de quien no se enamora sino tras un largo trato; el de quien, habiendo amado una cualidad determinada, no puede amar ya después ninguna otra contraria; el de las alusiones verbales; el de las señas hechas con los ojos; el de la correspondencia amorosa; el del mensajero; el de la guarda del secreto; el de su divulgación; el de la sumisión; el de la contradicción; el del que saca faltas; el del amigo favorable; el del espía; el del calumniador; el de la unión amorosa; el de la ruptura; el de la lealtad; el de la traición; el de la separación; el de la conformidad; el de la enfermedad; el del olvido; el de la muerte; el de la fealdad del pecado, y el de la excelencia de la castidad.
Discurso sobre la esencia del amor
El amor, Dios te honre, empieza de burlas y acaba en veras, y son sus sentidos tan sutiles, en razón de su sublimidad, que no pueden ser declarados, ni puede entenderse su esencia sino tras largo empeño.
No está reprobado por la fe ni vedado en la santa Ley, por cuanto los corazones se hallan en manos de Dios Honrado y Poderoso, y buena prueba de ello es que, entre los amantes, se cuentan no pocos bien guiados califas y rectos imanes.
En nuestra tierra de al-Andalus tenemos, entre ellos, a ‘Abd al-Rahmân ibn Mu‘âwiya, enamorado de Da‘châ’; a al-Hakam ibn Hisâm; a ‘Abd al-Rahmân ibn al-Hakam, cuya pasión por Tarûb, madre de su hijo ‘Abd Allâh, es más clara que el Sol; a Muhammad ibn ‘Abd al-Rahmân, cuyas relaciones con Gizlân —madre de sus hijos ‘Utmân, al-Qâsim y al-Mutarrif— son harto conocidas; y a al-Hakam al-Mustansir, cegado por el amor de Subh —madre de Hisâm al-Mu’ayyad bî-llâh (¡Dios esté satisfecho de él y de todos ellos!)— hasta el punto de que no paraba atención en los hijos que tenía de otras mujeres, sin contar tantos otros casos parecidos.5 De no ser porque los musulmanes venimos obligados a respetar los derechos de los príncipes y no debemos dar otras noticias suyas que aquellas en que se habla de su firmeza y de sus trabajos en pro de la religión, y aquí se trata solo de cosas que acaecen en el recato de sus alcázares y en el seno de sus familias, de las que no conviene referir nada, citaría no pocas historias, en que ellos figuran, atinentes a nuestro tema.
Los personajes principales y pilares de sus reinos, que andan entre los amantes, tantos son, que no podrían contarse.
El caso más reciente es el que no hace mucho vimos, cuando al-Muzaffar, ‘Abd al-Malik ibn Abî ‘Âmir, se encaprichó de tal suerte con Wâchid, la hija de un jardinero, que llegó a tomarla en matrimonio, y esta mujer fue la que, luego de la ruina de los ‘Âmiríes, casó con el visir ‘Abd Allâd ibn Maslama y, más tarde, cuando éste fue asesinado, con un caudillo beréber.6
Cosa parecida es la que me contó Abû-l-‘Ays ibn Maymûn al-Qurasî al-Husaynî, y es que Nizâr ibn Ma‘add, señor de Egipto, por complacer a una esclava a la que locamente amaba, no vio a su hijo al-Mansûr ibn Nizâr —el que había de heredar el trono y arrogarse la divinidad— sino bastante después de su nacimiento, y eso que no tenía otro hijo varón, ni quien heredara el reino, ni perpetuara su memoria, más que él.7
Entre los hombres piadosos y alfaquíes de otros tiempos y de pasadas épocas hubo asimismo muchos amantes; pero los propios versos que compusieron nos relevan de citar sus historias. Así, por ejemplo, han llegado a nosotros noticias bastantes sobre la vida y las poesías de ‘Ubayd Allâh ibn ‘Abd Allâh ibn ‘Utba ibn Mas‘ûd, uno de los siete alfaquíes de Medina.8 Tenemos también una respuesta jurídica de Ibn ‘Abbâs (¡Dios esté satisfecho de él!), que nos llena las medidas, y que dice así: «Éste es un muerto de amor, y, por consiguiente, no hay precio de sangre ni talión.»
Difieren entre sí las gentes sobre la naturaleza del amor y hablan y no acaban sobre ella. Mi parecer es que consiste en la unión entre partes de almas que, en este mundo creado, andan divididas, en relación a como primero eran en su elevada esencia; pero no en el sentido en que lo afirma Muhammad ibn Dâwûd (¡Dios se apiade de él!) cuando, respaldándose en la opinión de cierto filósofo, dice que «son las almas esferas partidas», sino en el sentido de la mutua relación que sus potencias tuvieron en la morada de su altísimo mundo y de la vecindad que ahora tienen en la forma de su actual composición.
Sabemos todos que el secreto de la atracción o del desvío entre las cosas creadas está en la afinidad o repulsión que hay entre ellas, porque cada cosa busca siempre a su semejante, lo afín solo en su afín sosiega, y esta comunidad de especie ejerce una acción que los sentidos perciben y una influencia que salta a la vista. La mutua antipatía entre los contrarios, la mutua simpatía entre los iguales, el ímpetu que enlaza a las cosas parejas entre sí, son cosas que hallamos bien patentes en nuestro mundo.
Pues, siendo esto así, ¿qué no ocurrirá con el alma cuyo mundo es purísimo y etéreo, cuya equilibrada esencia tiende a lo alto, y cuya sustancia está presta a percibir la afinidad y la inclinación, el deseo y la aversión, el apetito y la repulsión? Bien sabido es, con efecto, que así pasa todo eso a nuestros ojos en todos aquellos estados en que el hombre se desenvuelve y vive.
Dios Honrado y Poderoso dice [VII, 189, hablando de Adán y Eva]: «Él es Quien os creó [a todos] de una sola alma, de la cual creó también a su compañera para que conviviera con ella.» Por consiguiente, dispuso que la razón de su convivencia fuera el que Eva procedía de la misma alma que Adán.
Si la causa del amor fuese no más que la belleza de la figura corporal, fuerza sería conceder que el que tuviera cualquier tacha en su figura no sería amado, y, por el contrario, a menudo vemos que hay quien prefiere alguien de inferior belleza con respecto a otros cuya superioridad reconoce, y que, sin embargo, no puede apartar de él su corazón. Y si dicha causa consistiese en la conformidad de los caracteres, no amaría el hombre a quien no le es propicio ni con él se concierta. Reconocemos, por tanto, que el amor es algo que radica en la misma esencia del alma.
El amor, no obstante, tiene a menudo una causa determinada y desaparece cuando esta causa se extingue, pues quien te ama por algo te desama si ese algo se acaba. Acerca de esto yo he dicho:
Mi amor por ti, que es eterno por su propia esencia,
ha llegado a su apogeo, y no puede menguar ni crecer.
No tiene más causa ni motivo que la voluntad de amar.
¡Dios me libre de que nadie le conozca otro!
Cuando vemos que una cosa tiene su causa en sí misma,
goza de una existencia que no se extingue jamás;
pero si la tiene en algo distinto,
cesará cuando cese la causa de que depende.
Corrobora esta opinión el hecho de que sabemos que existen diferentes suertes de amor. Es el mejor el de los que se aman en Dios Honrado y Poderoso, bien por el esfuerzo que ambos ponen en una obra común, bien por coincidir en los principios de una secta o escuela, bien por compartir la excelencia de un saber que puede ser otorgado al hombre. Pero hay, además, el amor de los parientes; el de la afectuosa costumbre; el de los que se asocian para lograr fines comunes; el que engendran la amistad y el conocimiento; el que se debe a un acto virtuoso que un hombre hace con su prójimo; el que se basa en la codicia de la gloria del ser amado; el de los que se aman porque coinciden en la necesidad de guardar encubierto un secreto; el que se encamina a la obtención del placer y a la consecución del deseo; y, por fin, el amor irresistible que no depende de otra causa que de la antes dicha de la afinidad de las almas.
Todos estos géneros de amor cesan, acrecen o menguan, según sus respectivas causas desaparecen, aumentan o decaen; se reaniman si se acerca su causa, y languidecen si su motivo se distancia; pero se exceptúa el verdadero amor, basado en la atracción irresistible, el cual se adueña del alma y no puede desaparecer sino con la muerte.
Tú hallarás personas que ellos mismos creen haber olvidado ya su amor y que han llegado a edad muy avanzada; pero, si se lo recuerdas, verás que lo sienten revivir en su memoria, y se lozanean y remozan, y que notan que les vuelve la emoción y les excita el deseo. También hallarás que en ninguna de las demás clases de amor antes declaradas acaecen la preocupación, la turbación, la obsesión, la mudanza de los instintos innatos y el cambio del espontáneo modo de ser, la extenuación, los suspiros y las demás pruebas de pesar que acompañan al amor irresistible. Todo esto confirma la idea de que este auténtico amor es una elección espiritual y una como fusión de las almas.
Alguien podrá replicar que, siendo esto así, el amor debería ser el mismo en el amante que en el amado, supuesto que entrambos son partes que antes estuvieron unidas y es una su suerte. La respuesta es la siguiente: Esta objeción, por vida mía, es razonable. Ahora bien, el alma de quien no corresponde al amor que otra le tiene, está rodeada por todas partes de algunos accidentes que la encubren y de velos de naturaleza terrenal que la ciñen, y por ello no percibe la otra parte que estuvo unida con ella, antes de venir a parar donde ahora está; pero, si se viera libre, ambas se igualarían en la unión y en el amor. En cambio, el alma del amante está libre, y como sabe el lugar en que se encuentra la otra alma con quien estuvo unida y vecina, la busca, tiende a ella, la persigue, anhela encontrarse con ella y la atrae a sí, cuanto puede, como el hierro a la piedra imán. La fuerza de la esencia del imán, aunque enlazada con la fuerza de la esencia del hierro, no puede, por su propio impulso y por su impureza, encaminarse hacia el hierro, aunque sea afín suyo y de su mismo elemento, sino que es la fuerza del hierro, por su mayor potencia, la que se encamina hacia su afín y se siente atraída hacia él, ya que el movimiento parte siempre del más fuerte. La fuerza del hierro, abandonada a sí misma y no estorbada de ningún impedimento, busca la unión con su semejante, se dedica por entero a él, y corre hacia él a impulsos de su propia naturaleza y como por necesidad, no por un movimiento voluntario y deliberado. Ahora bien: si tú retienes al hierro en tu mano, no siente ya la atracción de la piedra imán, porque su fuerza no puede vencer la del que lo retiene, que es mayor que ella. Del mismo modo, si las partículas del hierro son muchas, obran unas sobre otras y esta acción recíproca anula la fuerza, relativamente más débil, que las obliga a desplazarse hacia el otro cuerpo; pero, cuando aumenta el volumen del imán y sus fuerzas equivalen a la de todas las fuerzas del volumen del hierro, éste retorna a su condición habitual.9
Del mismo modo, el fuego encerrado en el pedernal no sale afuera, a pesar de la fuerza que le impulsa a reunirse y a llamar para ello a todas sus partes dondequiera que estén, sino después del golpe del eslabón, cuando ambos cuerpos se han unido con presión y fricción. Mientras tanto, el fuego está oculto en la piedra sin manifestarse ni aparecer.
Otro argumento de lo mismo es que tú no hallarás dos personas que se amen que no tengan entre sí alguna semejanza o coincidencia de cualidades naturales. Es forzoso que la haya, por poca que sea, y claro es que, conforme mayores sean estas analogías, más grande será la afinidad y más firme el amor. Fíjate en esto y podrás verlo con tus ojos. Lo corrobora el dicho del Profeta de Dios (¡Dios lo bendiga y salve!): «Las almas son como ejércitos puestos en filas, donde los que se reconocen se hacen amigos y los que se desconocen se separan.» Lo confirman asimismo estas palabras de un tradicionista referentes a un hombre piadoso: «Las almas de los creyentes se reconocen unas a otras.» Y por esta misma razón no se entristeció Hipócrates cuando le dijeron que un hombre vulgar lo amaba. «No me amaría —dijo—, si no me asemejara a él en alguna de sus cualidades.»10
Refiere Platón que un cierto rey lo encarceló sin motivo, y que él alegó en su propio favor tantas pruebas, que puso en claro su inocencia y el rey comprendió que había sido injusto. Entonces el visir, que se había encargado dé hacer llegar los descargos de Platón al rey, dijo a éste: «Ya estás convencido, oh rey, de que es inocente. ¿Qué tienes ahora contra él?» «Por vida mía —respondió el rey—, que de nada puedo acusarle; pero, sin saber por qué, lo encuentro cargante.» Estas palabras le fueron llevadas a Platón, que prosigue así: «Por tanto, tuve necesidad de buscar en mí y en mi carácter alguna cualidad que correspondiera a otra que hubiera en el ánimo y en el carácter reales, y en que uno y otro nos pareciéramos. Observando el carácter del rey, vi que amaba la equidad y aborrecía la injusticia. Entonces puse de relieve esta cualidad dentro de mí, y apenas nació esta afinidad y correspondí a su alma con esta prenda que había asimismo dentro de la mía, dio orden de que me dejaran libre y dijo a su visir que ya se habían desvanecido en su interior los sentimientos que en contra mía abrigaba.»
Tocante al hecho de que nazca el amor, en la mayoría de los casos, por la forma bella, es evidente que, siendo el alma bella, suspira por todo lo hermoso y siente inclinación por las perfectas imágenes. En cuanto ve una de ellas, allí se queda fija. Si luego distingue tras esa imagen alguna cosa que le sea afín, se une con ella y nace el verdadero amor; pero si no distingue tras esa imagen nada afín a sí, su afección no pasa de la forma y se queda en apetito carnal. En todo caso, las formas son un maravilloso medio de unión entre las partes separadas de las almas. En el libro primero de la Tora [Gen. XXX] he leído que, por los días en que el profeta Jacob (¡sobre él sea la bendición!) apacentaba el ganado de su tío materno Labán, para ganar la dote que había de darle por su hija, convinieron entrambos, para repartirse las crías del rebaño, que todas las ovejas oscuras serían de Jacob y las manchadas de Labán. Entonces Jacob (¡sobre él sea la bendición!) cortó varas de árbol y, descortezando la mitad y dejando la otra mitad en su ser, las arrojó luego todas en el agua donde abrevaba el rebaño; con lo cual, luego que envió a beber a las ovejas preñadas, todas parieron crías cuyo número se dividía en dos mitades iguales, una oscura y la otra manchada.
Se cuenta asimismo de un fisiognomista experto que le trajeron un niño negro nacido de dos padres blancos. Después de haber examinado todos sus rasgos, comprobó que era de ambos, sin duda alguna, y entonces pidió que le llevaran al sitio en que habían cohabitado los padres. Al entrar en la habitación en que estaba el lecho, vio la imagen de un negro en la parte del muro donde recaía la mirada de la mujer. «Por culpa de esta imagen —dijo al padre— has tenido este hijo.»
Ha sido esta idea muy traída y llevada por los poetas afiliados a la escolástica en muchos poemas en que se dirigen a lo exterior visible como si fuese lo interior inteligible. La hallamos repetidísima en las composiciones de Al-Nazzâm Ibrâhîm ibn Sayyâr11 y de otros escolásticos, y yo mismo he dicho en verso sobre el asunto:
No hay otra causa —¿lo sabes?— de la victoria sobre los enemigos,
ni otro motivo de que huyamos, si nos hacen huir,
que la tendencia de las almas de los hombres todos
hacia ti, ¡oh perla escondida entre las gentes!
Aquellos que te siguen no se perderán jamás,
pues avanzan todos, como viajeros nocturnos, hacia tu excelsa luz,
y aquellos que te preceden sienten que sus almas les hacen torcer el rumbo
hacia ti dócilmente, y todos vuelven sobre sus pasos.
También he dicho sobre lo mismo:
¿Perteneces al mundo de los ángeles o al de los hombres?
Dímelo, porque la confusión se burla de mi entendimiento.
Veo una figura humana; pero, si uso de mi razón,
hallo que es tu cuerpo un cuerpo celeste.
¡Bendito sea El que contrapesó el modo de ser de sus criaturas
e hizo que, por naturaleza, fueses maravillosa luz!
No puedo dudar que eres un puro espíritu atraído a nosotros
por una semejanza que enlaza a las almas.
No hay más prueba que atestigüe tu encarnación corporal,
ni otro argumento que el de que eres visible.
Si nuestros ojos no contemplaran tu ser, diríamos
que eras la Sublime Razón Verdadera.
Un amigo mío llamaba «la percepción fantástica» a una qasîda mía, de la que son estos versos:
En él verás subsistentes todos los opuestos.
Y así, ¿cómo podrás definir los conceptos contradictorios?
¡Oh cuerpo desprovisto de dimensiones!
¡Oh accidente perdurable y que no cesa!
Derribaste para nosotros los fundamentos de la teología,
que, desde que apareciste, ha dejado de ser clara.
Y lo mismo cabalmente que con el amor sucede con el odio, pues verás que dos personas se aborrecen sin razón y sin causa, y no se pueden soportar una a otra sin motivo alguno.
En suma, Dios te honre, es el amor una dolencia rebelde, cuya medicina está en sí misma, si sabemos tratarla; pero es una dolencia deliciosa y un mal apetecible, al extremo de que quien se ve libre de él reniega de su salud y el que lo padece no quiere sanar. Torna bello a ojos del hombre aquello que antes aborrecía, y le allana lo que antes le parecía difícil, hasta el punto de trastornar el carácter innato y la naturaleza congénita, como, si Dios quiere, quedará brevemente declarado en sus capítulos respectivos.
Yo conocía un mancebo entre mis relaciones que se metió en los malos pasos del amor y cayó en sus redes, a quien martirizaba la pasión y derretía el sufrimiento; pero que, a pesar de ello, no quería suplicar a Dios Honrado y Poderoso que le librase de aquella malaventura, ni despegaba su lengua para orar, porque su único deseo, no obstante el grande tormento y el desmesurado pesar, era unirse con el ser que amaba y poseerlo. ¿Qué te parece de uno que, estando enfermo, no quiere verse libre de su dolencia? Un día, en que le hacía compañía, viéndolo tan cabizbajo, triste y taciturno, me dio pena, y le deseé, entre otras cosas: «¡Dios te consuele!», pero observé al punto en su rostro muestras de aborrecimiento por lo que le dije.
Sobre un caso parecido escribí en un largo poema:
¡Oh esperanza mía! Me deleito en el tormento que por ti sufro.
Mientras viva, no me apartaré de ti.
Si alguien me dice: «Ya te olvidarás de su amor»,
no le contesto más que con la ene y la o.12
Estas cualidades del amante son, sin embargo, opuestas a las que de sí propio me refirió Abû Muhammad Qâsim ibn Muhammad al-Qurasî, conocido por al-Sabânisî, uno de los descendientes del imâm Hisâm ibn ‘Abd al-Rahmân ibn Mu‘âwiya‘,13 el cual, según me dijo, nunca había amado a nadie, ni se había apesadumbrado porque un amigo íntimo se alejara de él, ni, desde que nació, había rebasado los límites del compañerismo y de la amistad para entrar por las fronteras del amor y de la pasión.
5 Se trata de los Omeyas de España: ‘Abd al-Rahmân I (755-788), al-Hakam I (796-821), ‘Abd al-Rahmân II (821-852), Muhammad I (852-886), al-Hakam II (961-976) y Hisâm II (976-1008 y 1009-1013). Las favoritas Tarûb (de ‘Abd al-Rahmân II) y Subh, la vascongada Aurora (de al-Hakam II), son bien conocidas y pueden verse referencias de ellas en las historias de Dozy y Lévi-Provençal.
6 Pasaje restablecido, según correcciones de Lévi-Provençal. Al-Muzaffar es el hijo y primer sucesor de Almanzor, que gobernó de 1002 a 1008. El visir Ibn Maslama, que fue zalmedina de Córdoba, es también muy conocido.
7 Nizâr ibn Ma’add es el califa fâtimí al-’Azîz, que reinó de 976 a 996. Su hijo Abû ‘Alî al-Mansûr, es el enigmático califa al-Hâkim (996-1021), que, en efecto, proclamó su divinidad.
8 Los siete doctores de Medina eran, según Ibn Rasîq, Umda, I, 25: Abû Bakr b. ‘Abd al-Rahmân b. al-Hârit b. Hisâm; Qâsim b. Muhammad b. Abî Bakr al-Siddîq; ‘Urwa b. al-Zubayr; Sa’îd b. al-Musayyab; Sulaymân b. Yâsar; Jâricha b. Zayd b. Tâbit, y este ‘Ubayd Allâh, aquí citado, cuyo padre ‘Abd Allâh fue Compañero del Profeta. Asimismo fue Compañero del Profeta ‘Abd Allâh ibn al-Abbâs (619-687), citado a continuación.
9 Sobre este pasaje hay un estudio especial de E. Wiedemann, «Beiträge zur Geschichte der Naturwissenschaften, XLII, Zwei naturwissenschaftliche Stellen aus dem Werk von Ibn Hazm über die Liebe, über das Sehen und den Magneten», en Sitzungsberichte d. Phys.-medizin. Societät in Erlangen, XLVII (1915), 93-97. Es curioso que, en nuestra mente popular, es el imán el que tiene la fuerza de atraer al hierro, mientras que en Ibn Hazm es el hierro el que tiene la fuerza de encaminarse hacia el imán. La misma metáfora fue después muy usada en Europa; así, por ejemplo, dice B. Nardi en Dante e la cultura medievale, Bari, 1942, pág. 4: «Ma che cosa è allora questa invisible forza che agisce dentro dal cuore e signoreggia gli homini? Pier de la Vigne [de tiempos de Federico II] se la cava con un vecchio paragone che risale per lo meno a Telete: come l’invisibile forza della calamita attira il ferro, cosi anche l’amore, sebbene non visibile agli occhi del corpo, esercita la sua signoria sui cuori.»
10 Ninguno de mis antecesores se ha preocupado de buscar la fuente de este pasaje hipocrático ni del que sigue, referente a Platón, y yo tampoco lo he intentado.
11 Célebre teólogo mu’tazil de la escuela de Basora, a más de poeta sutil y celebrado filósofo y dialéctico, muerto en Bagdad entre 835 y 845. Él es quien inicia la lucha del Islam contra la filosofía del helenismo asiático. Cfr. Enc. de l’lslam, III, 953-4 (Nyberg).
12 Es decir, contestando: no. El árabe tiene, naturalmente, «con el lâm y el alif», que son las dos letras que forman la negación
13 Es decir, Hisâm I, hijo de ‘Abd al-Rahmân I. Sobre al-Sabânisî, véase Dabbî, Bugya (Bibl. Arab.-Hisp., III), n.º 1296.