Eugenio María de Hostos
Moral social
Barcelona 2022
linkgua-digital.com
Créditos
Título original: Moral social.
© 2022, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9953-350-6.
ISBN ebook: 978-84-9953-349-0.
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Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
Prólogo de la primera edición 9
Introducción 11
I 11
II 18
Primera parte. Relaciones y deberes 23
Capítulo I. La sociedad y sus órganos 25
Órganos del organismo social 26
Descripción de los órganos sociales 26
Capítulo II. Objeto de la moral social. En qué se funda 29
Capítulo III. Exposición de las relaciones 32
Capítulo IV. Clasificación de las relaciones 34
Capítulo V. Análisis de las relaciones del hombre con la sociedad: relación de necesidad 37
Capítulo VI. Segunda relación. Relación de gratitud 39
Capítulo VII. Tercera relación. Relación de utilidad 41
Capítulo VIII. Cuarta relación. Relación de derecho 43
Capítulo IX. Quinta relación. Relación de deber 45
Capítulo X. Del deber y su función en la economía moral del mundo 47
Capítulo XI. En qué se fundan los deberes sociales 50
Capítulo XII. Deberes derivados de nuestras relaciones con la sociedad 54
Capítulo XIII. El deber del trabajo. Sus modificaciones en los diversos grupos sociales 61
Capítulo XIV. Deber de obediencia y sus modificaciones 65
Capítulo XV. Por qué no se da nombre a los deberes derivados de la relación de utilidad 67
Capítulo XVI. Continuación del anterior 73
Capítulo XVII. Deberes deducidos de la relación de derecho 76
Capítulo XVIII. El derecho armado. Deberes que impone 80
Capítulo XIX. El deber de los deberes 84
Capítulo XX. Los conflictos del deber. La regla de los conflictos 87
Capítulo XXI. Deberes del hombre para con la humanidad 92
Capítulo XXII. Deberes complementarios 98
Capítulo XXIII. Deberes complementarios. Continuación 104
Segunda parte. La moral y las actividades de la vida 113
Capítulo XXIV. Enlace de la moral con el derecho positivo 115
Capítulo XXV. Enlace de la moral con la política 119
Capítulo XXVI. La moral social y las profesiones 122
Capítulo XXVII. La moral y la escuela 128
Capítulo XXVIII. La moral y la iglesia católica 131
Capítulo XXIX. La moral y el protestantismo 137
Capítulo XXX. La moral y las religiones filosóficas 142
Capítulo XXXI. La moral y la ciencia 147
Capítulo XXXII. La moral y el arte 153
Capítulo XXXIII. La moral y la literatura. La novela 158
Capítulo XXXIV. La moral y la literatura. la dramática 165
Capítulo XXXV. La moral y la historia 172
Capítulo XXXVI. La moral y el periodismo 177
I 177
II 181
Capítulo XXXVII. La moral y la industria 184
Capítulo XXXVIII. La moral y el tiempo 191
Libros a la carta 197
Brevísima presentación
La vida
Eugenio María de Hostos (1839-1903). Puerto Rico.
Nació en Mayagüez en 1839 y murió en Santo Domingo en 1903. Hizo sus estudios primarios en San Juan y el bachillerato en España en la Universidad de Bilbao. Estudió además Leyes en la Universidad Central de Madrid. Siendo estudiante luchó en la prensa y en el Ateneo de Madrid por la autonomía y la libertad de los esclavos de Cuba y de Puerto Rico. Por entonces publicó La peregrinación de Bayoán novela crítica con el régimen colonial de España en América.
Entre 1871 a 1874 Hostos viajó por Colombia, Perú, Chile, Argentina y Brasil. En Chile publicó su Juicio crítico de Hamlet, abogó por la instrucción científica de la mujer y formó parte de la Academia de Bellas Letras de Santiago. En Argentina inició el proyecto de la construcción del ferrocarril trasandino.
En 1874 dirigió con el escritor cubano Enrique Piñeyro la revista América Ilustrada y en 1875, en Puerto Plata de Santo Domingo, dirigió Las Tres Antillas, con la pretensión de fundar una Confederación Antillana.
Hacia 1879 se estableció en Santo Domingo y allí redactó la Ley de Normales y en 1880 inició la Escuela Normal bajo su dirección. A su vez, dictaba las cátedras de Derecho Constitucional, Internacional y Penal y de Economía Política en el Instituto Profesional.
Tras el cambio de soberanía de Puerto Rico en 1898 pretendió que el gobierno de Estados Unidos permitiera al pueblo de Puerto Rico decidir por sí mismo su suerte política en un plebiscito.
Decepcionado volvió a Santo Domingo donde murió en 1903.
Prólogo de la primera edición
Un día se levantaron alarmados mis discípulos. Vinieron a mí, y me dijeron:
—Maestro, urge publicar la Moral.
—Y ¿por qué urge?
—Porque los enemigos de nuestras doctrinas van por todas partes predicando que son doctrinas inmorales.
—Mal predica quien mal vive, y mal vive quien mal piensa y quien mal dice.
—Sí; pero no es tiempo de responder con comparaciones, sino con pruebas.
—Bien predica quien bien vive.
—Pero no se trata de las pruebas de conciencia, que siempre son ineficaces para los malignos.
—¿Entonces se tratará de pruebas de apariencia, que siempre son eficaces para los benignos?
—No. Se trata de pruebas contundentes.
—Pues eso es inmoral: la moral no contunde.
—Pero hunde y debe hundir a los que calumnian las buenas intenciones.
—De ellas está empedrado el infierno, así como de malas intenciones está pavimentado el mundo de los hombres.
—Por eso mismo hay que desempedrarlo y recalzarlo de buenas intenciones.
—Pues entonces no hay que publicar la moral en libros, sino en obras.
—Bien se ve que no basta, cuando nos calumnian.
—Son las calumnias de la propaganda en sentido contrario. Dejémosla pasar, que eso no daña, pues el mérito del bien está en ser hecho aunque no sea comprendido, ni estimado, ni agradecido, y vivamos la moral, que es lo que hace falta.
—Bien está —afirmaron con desidiosa afirmación—. Bien está, pero cuando se pida a las doctrinas calumniadas las pruebas de su moralidad...
—Y ustedes, ¿qué son, si no son pruebas vivas de ella? ¿Acaso no lo son? Porque si no lo son, a pesar de los esfuerzos que se han hecho, una de dos: o ustedes no han acogido sino por su parte externa las doctrinas, y en ese caso es inútil difundirlas, o la sociedad en que viven es por sí misma un obstáculo, y en ese caso...
—En ambos casos es preciso publicarla: en el primero, para que pasemos de fuera adentro de las doctrinas; en el segundo, para que disminuyan los obstáculos.
—¿Disminuir? Quizá aumenten. A la verdad, como las doctrinas más sinceras son las que resultan más radicales, tal vez escandalicen las sencilleces que yo les he dictado. Mejor, ya que tanto empeño tienen los amigos de las buenas intenciones, mejor será que solo se publique aquella parte de la Moral que se refiere a los deberes de la vida social.
—Pues bien: déjenos publicarla.
—Del país y de ustedes es. Tómenla y publíquenla.
Y por eso, después de mucho urgirme y de no poco contrariarme, consiguieron los jóvenes, a quienes se deberá, si vale algo y dice algo, que yo consintiera en la publicación de la MORAL SOCIAL.
El Autor
Santo Domingo, Julio 2 de 1888.
Introducción
I
El hombre es ya adulto de razón, y hasta se le puede considerar adulto de conciencia. Al menos, hasta cierto punto; hasta el punto mismo en que el desarrollo de la razón común ha contribuido al desarrollo de la conciencia colectiva.
Bien se ve a cada momento, en todas partes, contrariada esta afirmación por hechos tales, que denuncian una prepotencia incontrastable de instintos y pasiones sobre principios y deberes. Para que sean más dignos de consideración y de compulsa, esos hechos son tanto de origen individual como de origen colectivo. Individualidades representativas de su tiempo, colectividades representativas de la civilización histórica y actual, incurren a cada paso en irracionalidades tan contrarias a seres en progreso, y en inconsciencias tan contradictorias del grado efectivo de desarrollo a que ha llegado la humanidad, que motivan la honda tristeza de cuantos tienen idea suficiente del destino del hombre en el planeta.
Después de emancipada la razón, y cuando un método seguro la guía en el reconocimiento de la realidad y en el conocimiento de la verdad; después de emancipada la conciencia, y cuando tiene por norma infalible la fe en su propia virtud y potestad; después de emancipado el derecho, y cuando tiene en sus nuevas construcciones sociales la prueba experimental de su eficacia; después de la emancipación del trabajo, y cuando basta su reciente libertad para fabricar un nuevo mundo industrial que todos los días se renueva, surgiendo todos los días de la fecunda, la prolífica aplicación de las ciencias positivas, y cuando a la ciega fe en los poderes sobrenaturales ha sucedido la fe reflexiva y previsora en la potencia indefinida de los esfuerzos industriales, multiplicados por los esfuerzos de la mente; en suma, después de la conquista de todas las fuerzas patentes de la naturaleza, y cuando nos creemos, y efectivamente estamos, en el primer florecimiento de la civilización más completa que ha alcanzado en la tierra el ser que dispone del destino de la tierra, la divergencia entre el llamado progreso material y el progreso moral es tan manifiesta, que tiene motivos la razón para dudar de la realidad de la civilización contemporánea.
Verdad es que el estudio de las civilizaciones comparadas presenta al hombre de la civilización contemporánea en un grado de racionalidad mucho más elevado que el hombre de las civilizaciones precedentes; verdad es que el europeo contemporáneo puede más, porque sabe más, que el romano del Imperio; y que el americano digno de América vale más, porque tiene un derecho más orgánico, que el romano de la república; verdad es que los americanos y los europeos de nuestros días son mejores que los jónicos y los dóricos de Solón y de Licurgo, porque son más humanos; verdad es que la fábrica social de Egipto antiguo, con ser tan admirable, es inferior a la fábrica social del mundo europeo y americano, con ser tan rudimentaria; verdad es que la savia vital de nuestros pueblos es más poderosa, por ser más sana, que la de esa maravillosa sociedad fósil, que después de cincuenta siglos de existencia se conserva a los pies de los Altai, con la misma fuerza de inercia con que en las profundidades de los terrenos cuaternarios, los testimonios mudos de la mil veces secular antigüedad del hombre primitivo; verdad, en fin, que, para ser superior a toda otra, basta a la civilización occidental el ser la suma de todos los esfuerzos de las humanidades extinguidas. Mas, a pesar de todo eso, y precisamente por todos esos méritos, duele en la conciencia la incapacidad de la civilización contemporánea, para hacer omnilateral el progreso de la humanidad de nuestros días, y para hacer paralelos y correspondientes su desarrollo psíquico y su desarrollo físico.
Del uno al otro hay un abismo.
Hay, comparando lo máximo a lo mínimo, el mismo abismo que arredra en muchas personalidades históricas del pasado y del presente: admirablemente dotadas para realizar el bien, pero siniestramente desviadas de él, todo lo que tuvieren de superiores a su tiempo, lo tienen de inferiores a su destino.
Así la civilización occidental, cuanto tiene de superior a todas las civilizaciones antepasadas, tanto tiene de inferior al destino esencial de la civilización.
Civilización es racionalización, y no se racionaliza una humanidad, como la actual, que por una parte lleva el juicio hasta una concepción tan exacta de su destino como la hoy intuitiva en todas las generaciones que se levantan a recibir el legado del pensar contemporáneo, y por otra parte lleva la locura hasta no poderse guiar en la vida real o práctica o concreta por la noción de su destino.
Civilización es más que racionalización: es conscifacción,1 porque todo proceder de la razón de menos a más, es proceder de menos conciencia a más conciencia, y en vez de hacerse más consciente a medida que se hace más racional, el hombre de nuestra civilización se hace más malo cuanto más conoce el mal, o se hace menos bueno cuanto más conoce el bien, o se hace más indiferente al bien cuanto mejor sabe que el destino final de los seres de razón consciente es practicar el bien para armonizar los medios con los fines de su vida.
Ni el hombre individual, ni el hombre colectivo de nuestro tiempo, acaricia ese ideal. Hay quienes lo tienen, claro está, y esos, para estar a la altura de su ideal, o viven mártires de él o son sus víctimas.
Pero esos mártires o víctimas del ideal humano, del destino ideal del ser humano, del verdadero, del sumo ideal, del que consiste en realizar o sustentar todos los fines del ser, armonizándolos, han podido vivir y han existido en civilizaciones inferiores, y los que existen en el seno de la civilización coetánea, aunque más que sus precursores, son muy pocos.
Los demás, lejos de mortificarse en el afán del ideal, se atemperan a la civilización anormal que contribuyen con la propia anormalidad a hacer más irregulares y más incompleta cuanto más inmoralmente legan a las generaciones venideras la tarea de mejorar, completar, armonizar y moralizar la civilización a que concurren.
Hombres a medidas, pueblos a medidas, civilizados por un lado, salvajes por el otro, los hombres y los pueblos de este florecimiento constituimos sociedades tan brillantes por fuera, como las sociedades prepotentes de la historia antigua, y tan tenebrosas por dentro como ellas. Debajo de cada epidermis social late una barbarie. Así, por ese contraste entre el progreso material y el desarrollo moral, es como han podido renovarse en Europa y en América la vergüenza de las guerras de conquista, la desvergüenza de la primacía de la fuerza sobre el derecho, el bochorno de la idolatría del crimen coronado y omnipotente durante veinte años mortales en el corazón de Europa, y la impudicia del endiosamiento de la fuerza bruta en el cerebro del continente pensador. Así, por esa inmoralidad de nuestra civilización, es como ha podido ella consentir en la renovación de las persecuciones infames y cobardes de la Edad Media europea, dando Rusia, Alemania, los Estados Unidos, los mismos Estados Unidos (¡qué dolor para la razón, qué mortificación para la conciencia!) el escándalo aterrador de perseguir las unas a los judíos, de perseguir los otros a los chinos. Así, y por esa inmoralidad constitucional del progreso contemporáneo, es como se ha perdido aquel varonil entusiasmo por el derecho que a fines del siglo XVIII y en los primeros días del XIX, hizo de las colonias inglesas que se emancipaban en América, el centro de atracción del mundo entero; de Francia redimida de su feudalismo, el redentor de los pueblos europeos; de España reconquistada por sí misma, la admiración y el ejemplo de los mismo pisoteados por el conquistador; de las colonias libertadas por el derecho contra España, inesperados factores de civilización; de Grecia muerta, un pueblo vivo. Ese entusiasmo por el derecho ha cesado por completo, y Polonia, Irlanda, Puerto Rico, viven gimiendo bajo un régimen de fuerza o de privilegio, sin que sus protestas inermes o armadas exciten a los pueblos que gimieron como ellos.
El culto a la civilización, que de ningún modo más efectivo y más digno de ella debería manifestarse que civilizando los pueblos cultos a los que están en el primer grado de sociabilidad, y ayudando en su tarea de civilizarse a los que la han comenzado con obstáculos que, abandonados a sí mismos, no pueden o no deben superar, ni siquiera es un deber a los ojos de los Estados. Se buscan acá y allá, principalmente en América y en Oceanía, islas estratégicas que gobiernen mares, estrechos y canales, y que aseguren la primacía comercial, y en caso de querella, la prepotencia militar del ocupante; se rebuscan los escondrijos de nuestro Continente, que se cree o se aparenta creer que no tienen dueño; se registra de Norte a Sur, de Este a Oeste, de Guinea a Egipto, del Delta al Níger, el Continente negro; en África, en América y en Oceanía, hoy como en los siglos XV y XVI, se ocupan territorios y jurisdicciones con la misma llaneza con que Colón ocupa las Antillas, con que Vasco Núñez de Balboa toma posesión del mar del Sur, con que Vasco de Gama declara portuguesa una población de más de doscientos millones de hindúes, con que Cortés y Pizarro arruinan, en honor de España, dos civilizaciones que hubieran podido y debido utilizarse.
Hoy como entonces, y como en los viajes de exploración, aunque sean Cook y D’Urville los jefes de las expediciones, y aunque sea científico el objeto de ellas, el instrumento de civilización es el alcohol, y el procedimiento es el engaño o el pavor.
Sí: Liberia atestigua la altísima concepción del deber de filantropía, y será honra perpetua de los abolicionistas norteamericanos; el Congo es testimonio del noble modo de concebir el deber de civilización, y siempre será gloria de Bélgica, de Leopoldo II y de Stanley; Australia es el hecho de colonización más portentoso, y lo admirará la historia, loando la sabiduría de Inglaterra; las Hawai son prueba en favor del espíritu civilizador del protestantismo; y la entrada del Japón en la vía seguida por los pueblos civilizados de Occidente, obra será que para siempre ilustre el nombre del pueblo americano. Pero aunque la moral acepte como ofrendas a ella los actos interesados y el egoísmo nacional o individual que ella tiene la virtud de concluir por hacer méritos suyos, ninguno de esos servicios a la civilización han sido tributos a la moral. A excepción del Congo, Liberia, el Japón y las Hawai, en donde la población indígena ha sido respetada, en donde efectivamente es un experimento de civilización el que en definitiva hará la humanidad, ¿qué ha sido de los indígenas de Australia? ¿Qué ha sido de los indígenas de las Antillas? ¿Qué ha sido de los indígenas del Perú, de México, del Brasil, de la Argentina? ¿Qué de los pecuodes, de los narragansets, de los natches? ¿Qué de aquellos dulces, pacíficos, benévolos, inofensivos habitantes de la Acadia canadiense, que ni siquiera eran salvajes, que ni siquiera eran de raza distinta, puesto que eran franceses, defensores de Francia y del derecho de Francia en la despiadada guerra de desalojo que contra ella hizo Inglaterra en el Canadá? Los indiferentes al fin moral de la historia, semejantes a los católicos en la ecuanimidad con que se aplican las verdades de la ciencia que han contradicho y que los contradice, usufructúan la teoría de la selección y atribuyen a la lucha biológica la aterradora ruina de las mil sociedades que, en todos los grados de razón y de cultura, ha destruido con perseverante brutalidad el egoísmo nacional.
Pero el sofisma no prevalecerá contra la moral. Si la ley de evolución es una ley de la naturaleza física, tiene que ser una ley de la naturaleza moral, y no ha sido ni ha podido ser instituida para el mal: ha sido instituida, necesariamente ha tenido que ser instituida para el bien. El mal que de ella se haya deducido, culpa de los hombres será, obra de la torpeza de los hombres habrá sido.
Culpa ha sido, torpeza ha sido de los hombres que se tienen por civilizados, el estrago de sociedades y civilizaciones incipientes. El continente americano y el australiano, en donde más implacablemente ha consumado su obra de exterminio la civilización occidental, no tenían población proporcional a su extensión; no opusieron resistencia sino después de instigados por la ferocidad y la sensualidad de los usurpadores; no entablaron competencia de territorio porque lo cedían, ni de productos porque les sobraban, ni de trabajo porque lo prestaban de buen grado, ni de creencias porque fácilmente conciliaban con las suyas las imbuidas por los pocos invasores que se ocupaban de creencias. El único punto de la tierra reclamado por la civilización en donde se ha entablado la competencia por la vida, y no al principio de la ocupación, sino en los días de poderosas corrientes migratorias y de tremendo empuje de la industria, ha sido aquel punto geográfico de los Estados Unidos de América, conocido con el sobrenombre nacional de Far-West (Lejano Oeste), especie de tierra de promisión de los milenarios del progreso material, que la buscan como el cumplimiento de las profecías que el deseo de bienestar les ha hecho.
En esa tierra de promisión, única que hasta ahora ha realizado en la historia sus promesas, se planteó el problema darviniano; los pocos autóctonos de la América del Norte que aun quedaban han ido siendo, terruño tras terruño, despojados de los que, según pactos previos, ocupaban; pero ahí se puede decir que fueron despojados, porque era necesario que los más fuertes despojaran a los más débiles, pues efectivamente era y es formidable el impulso del trabajo en esas comarcas positiva y realmente reclamadas por el desarrollo de las fuerzas civilizadoras. Pues ni aun ahí ha sido la lucha biológica, sin la torpeza sociológica quien ha hecho el mal. Para evitarlo, habría bastado que los constituyentes hubieran incluido entre los casos de intervención los de notoria violación del derecho de los indígenas, según lo fijaban los tratados que, antes que violables a necesidad y conveniencia de los Estados federados por el hecho de ser pactos con salvajes, debieron por eso mismo ser sagrados e inviolables. Mas como las naciones sedicentes civilizadas no han seguido, en sus relaciones con las que consideran razas inferiores, otra que la conducta ignominiosa de los bandoleros de mar, para quienes el dolo, el engaño y la violencia son medios necesarios en cada arribo a territorio de salvajes, el Gobierno federal de los Estados Unidos ha obtemperado fríamente con los brutales despojos de derecho consumados por cada Estado de la Unión cada vez que han necesitado de territorios ocupados por los indios. No es la moral romántica, moral empapada en las exageraciones de los varios dogmas religiosos que piden al hombre lo que el hombre no debe dar, la que vitupera y condena ese innoble uso de la civilización; es la moral racional, la fundada en principios necesarios de la naturaleza humana, quien, poniéndose en el mismo punto de vista de los que cohonestan esas atrocidades del progreso con la necesidad de que se hagan y con la fatalidad de la ley biológica a que vidas individuales y colectivas están sujetas en su evolución del ser al más ser, en nombre de esa ley declara que la ley de competencia biológica no fue respetada en ninguno de esos casos.
Pero concedamos que las fuerzas ciegas debieran prevalecer sobre las fuerzas inteligentes de la civilización. ¿Es civilización la que así se deja vencer por las brutalidades naturales? ¿La civilización no es, al contrario, vencimiento de la fatalidad por la libertad, dominio de la fuerza por la inteligencia, apropiación de agentes naturales por agentes científicos y económicos, aprovechamiento de todo para mayor bien de todos, desarrollo tal de razón que cada vez haga más dueño de sí mismo al hombre, lo cual es hacerlo más consciente? Y hacerlo más consciente, ¿no es hacerlo más moral? Y ser más moral, ¿qué es sino ser más bueno, sino es evolucionar de mal a bien, sino es entablar la lucha por el bien, sino es realizar, cumplir, vivir la ley de competencia de la vida que, así como transforma los organismos por natural desarrollo y adaptación de lo superior a lo inferior, así transforma las civilizaciones, en virtud del desarrollo natural de la razón por el esfuerzo continuo para ser más racional, y por la adaptación del mayor bien al menor bien? Desolan, y ya han civilizado. Pero seres de razón, civilizar no es desolar; civilizar no es sustituir la población de un territorio con los advenedizos que ponemos en lugar de ella. Civilizar es proceder con alta razón, con entera y benévola conciencia, con dominio completo de los recursos y el objeto del progreso, y transmitir, para bien de ellos y para nuestro bien, atrayéndolos a la vida civilizada, que es vida de razón y de conciencia, a los seres que llamamos inferiores por solo ser más novicios en el uso de los recursos de la asociación.
II
La inmoralidad total que resalta en la vida de relación de las naciones y en la de cada pueblo culto, causa por una parte, por otra parte es efecto de la inmoralidad de los grupos inferiores y de la moralidad pasiva, negativa o pervertida del individuo social. Es causa, porque el ejemplo del todo trasciende, en forma de hechos persuasivos, a las partes. Es efecto, porque la acción de las ideas individuales asciende, de componente en componente, al compuesto general.
De ese modo, y por una continua y simultánea acción y reacción de los hechos sobre las ideas y de las ideas sobre los hechos, toda la vida social está contaminada de la misma indiferencia moral, que es mucho más peligrosa que la indiferencia religiosa, porque ésta se refiere tan solo a interpretaciones de lo absoluto por los relativos, en tanto que aquélla se refiere a la torpe concepción de sus relaciones por el ser llamado a conocerlas, acatarlas y aplicarlas a su vida esencialmente relativa.
En síntesis extrema, el problema de la vida social es este: desarrollar toda la fuerza de razón que corresponda al período biológico, lógico y sociológico en que se vive, para desarrollar toda la fuerza de conciencia equivalente al desarrollo de razón, con el fin de conocer la cantidad de bien ya realizado y los medios del bien por realizar.
Solo a ese precio se es humanidad, solo para eso se es humano. Si ese no fuera el fin real de toda vida, particular y total, no valdría la pena de vivirse, porque no sería una vida digna. Tanto valdría ser individuos de tipos inferiores; valdría más, porque la indiferencia moral de los tipos inferiores es una característica y no una responsabilidad, un ser lo que se puede ser, y no un dejar de ser lo que se debe.
Ya la razón humana es adulta, puesto que puede plantear el problema de la vida; ya la conciencia tiene edad suficiente para reprobar los desvíos del problema y para inducir a reformar el plan de conducta irracional e inmoral que sigue el hombre civilizado en el desarrollo de su vida.
Tan adulta es la razón, tan adulta la conciencia humana, que se puede probar exactamente la superioridad moral del hombre contemporáneo con respecto al hombre antepasado. Pero si es superior al pasado, no es igual a sí mismo; es decir, no es igual a lo que debe ser, a lo que su actual desarrollo de razón y de conciencia exige de él que sea.
El problema de la moral consiste en eso: en hacer que el hombre de esta civilización sea tan digno y tan bueno, tan racional y tan consciente como de la íntima correlación de la razón con la conciencia y de la conciencia con el bien, resulta que debe ser y puede hoy ser.
Por no serlo es por lo que se puede decir y decimos que es más malo cuanto más conoce el mal, pues claro es que si el conocimiento del bien es proporcional al desarrollo de conciencia, y el de conciencia al de razón, y ésta ha llegado ya al dominio de las fuerzas naturales conocidas, de donde se ha derivado la civilización superior en que vivimos, ya debiera practicar el bien, no por acaso, no por incidente, no como acción consecuencial de la fuerza que ha adquirido la verdad, sino como efecto buscado, como consecuencia premeditada, como palpitante expresión del aumento de dignidad y del conocimiento de ese aumento de dignidad humana en cada hombre.
Mas, para resolver su problema y conseguir que el hombre sea tan bueno cuanto ya es consciente, tan moral cuanto ya es racional, ¿qué ha de hacer la ciencia de las costumbres y de los deberes? Respondiendo de una vez: convertir los deberes en costumbres.
Acostumbrar a la idea del deber; demostrar que el deber no es tan austero ni tan repulsivo ni tan incompatible como se cree, con la abundancia y fecundidad de recursos que están a disposición del hombre, según su capacidad para conocerlos y emplearlos; presentar en la idea del deber la fuente más pura de moralidad; hacer de la práctica del deber el modo normal de desarrollo individual y colectivo, la norma, pauta, regla, y si es lícito ennoblecer este vocablo, el comodín de nuestra vida práctica; hacer ver con los ojos de la cara, palpar con los dedos de las manos, sentir con los nervios de la sensibilidad orgánica, que es más fácil, más útil, más conveniente, más grato, más bello, más bueno, más verdadero, más justo el ser hombre de su deber en todo caso que el no serlo en caso alguno; patentizar que el hombre es más hombre cuanto más hace lo que debe, porque así prueba que ha llegado a mayor conciencia de su racionalidad, y porque, probándolo, es más digno; probar, en fin, que ser civilizado y ser moral es ser lo mismo; que civilización y moralización de la humanidad debe ser el mismo propósito, y que, para cumplirlo, el modo más sencillo es atenerse al cumplimiento del deber en cada una de las relaciones sociales; tal ha de ser la idea de la moral.
Tal es la que aquí desenvolvemos.
Se presenta incompletamente desenvuelta, porque la moral social supone conocidos los fundamentos científicos de la moral, y el porqué funciona en ella el deber como elemento que naturalmente la organiza, y como el único verdadero elemento capaz de organizarla. Pero cuando se sigue el curso de la idea, aún incompletamente desarrollada, como se presenta en la moral social aislada, basta para vivificarla como vivifica la moral universal.
¿Qué otra idea puede tanto? Sin examinarla, para rehuir ociosas discusiones, basta hacer pensar que el deber reúne, abarca y contiene cuantas ideas parciales se han supuesto o puedan suponerse fuente de moral y origen de moralidad.
El mismo deber, concebido como ha sido, y presentado como ha sido presentado, concepto artificial deducido de ideas a priori y de principios también artificiales, no tiene tampoco la virtud orgánica que aquí le suponemos. Su fuerza de organización moral resulta de hechos positivos, y su fuerza científica dimana de ser el resultado de una inducción exacta.
Los hechos en que se basa la inducción son estos dos: 1.º Que la conciencia, una realidad orgánica en nuestro organismo moral, y no una palabra, una idea o un concepto, es susceptible de un crecimiento proporcional al de la razón. 2.º Que las relaciones del individuo con la sociedad y de los grupos con los grupos sociales y con la humanidad de todos los tiempos, son naturales, efectivas y patentes en todos y cuantos motivos o estímulos tiene la existencia colectiva.
Partiendo de estos dos hechos se llega a este principio: El conocimiento y acatamiento de nuestras relaciones con la naturaleza en general, y con la sociedad en particular, es condición de desarrollo para la conciencia, puesto que, reflejándose en ella toda la actividad psíquica, y especialmente la intelectiva, cuanto más activos sean los órganos, más activo es el organismo.
Ahora, como el conocimiento reflejo de una ley lleva a quien lo adquiere, que es la conciencia, a someterse a los preceptos de la ley, y el deber no es más que sumisión de conciencia a las leyes y principios, preceptos y reglas, mandatos y ordenanzas de la naturaleza en cualquiera de sus manifestaciones y en cualesquiera fines y propósitos de vida, el deber es una deducción espontánea de todas y cuantas relaciones nos ligan con el mundo externo, con el mundo interno y con el mundo social.
Este, que es el mundo en que directamente se aplica la moral social, relaciona y liga al individuo y a las entidades sociales con relaciones tan claras y positivas, y de ellas se derivan tan sesgamente los deberes del hombre social, que es imposible confundir esta noción del deber con la que suele entrar como una con causa de moralidad en la moral dependiente de otras ideas.
Pero aunque importe precisar los límites propios de la idea fundamental de un libro para así darle la fuerza lógica que ha de manifestar, lo que más importa aquí es obtener que se reconozca el poder constructivo del deber, para hacer de la moral el complemento de la ciencia del derecho, la última ciencia, la ciencia final, la que podría llamarse la ciencia de todas las finalidades, puesto que no hay fin de vida, derecho, ciencia, arte, industria, que no sea necesario realizar por medio del deber, en los cuales no entre el deber como un medio esencial de todos ellos.
1 Sirva de excusa a estos dos neologismos la necesidad de expresar la idea que contienen. Tal vez para expresar el esfuerzo de hacerse cada vez más racional (racionalización), y el conjunto de actos voluntarios para hacerse más consciente (conscifacción); habrá vocablos más eufónicos, pero no los he encontrado.