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Ramón de Mesonero Romanos

Recuerdos de viaje
por Francia y Bélgica
en 1840-1841

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-464-0.

ISBN ebook: 978-84-9953-422-0.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Advertencia 9

Introducción 11

I. De Madrid a Bayona 19

II. Bayona 27

III. De Bayona a Burdeos 36

IV. Burdeos 46

V. De Burdeos a París 56

VI. París 65

VII. París 76

VIII. París 86

IX. París 97

X. París 110

XI. París 121

XII. Bruselas 132

XIII. Los caminos de hierro 143

XIV. Las ciudades flamencas 152

XV. Malinas. Lieja. Namur 163

XVI y último Amberes 171

Libros a la carta 181

Brevísima presentación

La vida

Ramón de Mesonero Romanos (Madrid, 1803-1882). España.

En su juventud se ocupó de los negocios bancarios de su familia. Solo se dedicó por entero a la literatura y el periodismo tras heredar una sustanciosa fortuna. Fue cronista de Madrid y miembro de la Real Academia Española. En 1836 fundó el Semanario pintoresco español y escribió con el seudónimo de «El Curioso Parlante». Sus cuadros de la vida cotidiana de Madrid destacan los aspectos anecdóticos y pintorescos y retratan las formas de vida tradicionales desde una óptica burguesa con cierta pretensión moral.

Advertencia

Muchos de los lectores del Semanario pintoresco Español, en cuya obra periódica han visto la luz pública estos artículos, me manifestaron el deseo de tenerlos reunidos en un pequeño volumen, donde poder leerlos seguidamente y sin el embarazo y confusión de materias propias de un periódico.

He debido, pues, ceder a tan benévola invitación, y a la de mi amigo el señor don Miguel de Burgos que ha querido ocupar sus prensas con esta obrilla; pero no puedo menos de repetir aquí que estos ligeros bosquejos, trazados rápidamente en los descansos de mi viaje, son únicamente hijos de mis propias impresiones, incompletos y diminutos, como dedicados a amenizar un periódico; y que de ninguna manera pretenden pasar por una descripción razonada y completa del país a que se refieren. Mi principal objeto fue el de excitar con este pequeño ensayo el celo y patriotismo de nuestros viajeros españoles, que por excesiva modestia o desconfianza callan obstinadamente, defraudando de este modo a nuestro país de muchas obras de más valer con que pudieran enriquecerle; extremo opuesto y no menos fatal que el que con razón se achaca a los muchos viajadores extranjeros que diariamente fatigan las prensas con ridículas y absurdas relaciones.

Declarado francamente el objeto de este escrito, y conocida ya del público la imparcialidad del autor, confía hallar en esta ocasión de parte de la crítica aquella indulgencia que le ha merecido en otras.

Introducción

Entre las diversas necesidades o manías que aquejan a los hombres del siglo actual, y que ocupan un lugar preferente en su espíritu, es sin duda alguna la más digna de atención este deseo de agitación y perpetuo movimiento, este mal estar indefinible, que sin cesar nos impele y bambolea material y moralmente, sin permitirnos un instante de reposo; siempre con la vista fija en un punto distante del que ocupamos; siempre el pie en el estribo, el catalejo en la mano, deseando llegar al sitio a donde nos dirigimos; ansiando, una vez llegados, volver al que abandonamos, y con la pena de no poder examinar los que a la derecha e izquierda alcanzamos a ver.

Esta necesidad inextinguible, este vértigo agitador, se expresa en la sociedad por la continua variación de las ideas morales, de las revoluciones políticas: en el individuo se manifiesta materialmente por el perpetuo aguijón que le punza y aqueja hasta echarle fuera de sus lares, y hacerle arrostrar las fatigas y peligros para dar a su imaginación y a sus sentidos nuevo alimento; para correr tras una felicidad que acaso deja a la espalda; para huir un fastidio que acaso sube con él en el coche; para salvar un peligro que acaso corre agitado a buscar. Insomnios y cuidados, sinsabores y fatigas, sustos y desengaños... ¿qué le importan? Romperá el círculo de su monótono existir; abandonará el espectáculo que le enoja; recobrará su alegría y vitalidad, y podrá luego a la vuelta entonarse y pavonear diciendo: «Yo he viajado también».

Las relaciones de los viajeros le han trazado Pindáricamente el magnífico cuadro de la salida del Sol tras de la alta montaña o en las plácidas orillas del mar. El pintor ha puesto delante de su vista los más bellos paisajes, la atmósfera brillante, el cielo nacarado, la cascada que se deshace en perlas, la verde pradera cuyos límites se confunden con el horizonte; la elevada montaña que va a perderse entre las nubes; el arroyuelo serpiente de plata, el valle silencioso, las selvas amigas, y demás pompa erótica de los antiguos poetas clásicos. Los críticos y filósofos le han enloquecido con la narración de las extrañas costumbres, de las fiestas pintorescas de los pueblos que ha de visitar. Los hombres de mundo le han confiado en secreto (por medio de la imprenta) sus galantes aventuras de viaje, y llenádole la cabeza de doncellas trashumantes, de casadas víctimas, de viudas antojadizas, de padres soñolientos, de maridos ciegos, y de complacientes mamás. Si el presunto viajero está enfermo, el médico le afirma que a la segunda jornada le está esperando la salud para darle un abrazo y viajar con él; si es tonto, el maestro le dice que la sabiduría existe en tal o tal posada, donde no tiene más sino tomarla al pie de fábrica; si es pobre, no falta alguna vieja que le excite a salir al mundo en busca de la fortuna; si es rico... «¿para qué quiere V. sus millones, señor don fulano?» (le dice un accionista de las diligencias); si habita la ciudad, se le encomian las delicias del campo; y si es campesino, se le hace abrir tanta boca pintándole los encantos de la ciudad.

¿Quién sabe resistir a tantas embestidas, a tan bien dirigido asedio? ¿quién no siente una espuela en el ijar, una comezón en los pies, un vacío en los sentidos que tarde o temprano acaba por hacerle brincar a la calzada, sacudir los miembros entumecidos, y lanzarle a la rápida carrera con más fervor y confianza que el antiguo atleta a las arenas de Olimpia?

Pero hay además de los anteriores motivos otro motivillo más para que en este siglo fugaz y vaporoso todo hombre honrado se determine a ser viajador. Y este motivo no es otro (perdónenme la indiscreción si le descubro) que la intención que simultáneamente forma de hacer luego la relación verbal o escrita de su viaje. He aquí la clave, el verdadero enigma de tantas correrías hechas sin motivo y sin término; he aquí la meta de este círculo; el premio de este torneo; la ignorada deidad a quien el hombre móvil dirige su misteriosa adoración.

Y no vayan VV. a creer por eso que nuestros infatigables viajeros contemporáneos, dominados por un santo deseo de hacerse útiles a sus semejantes, tengan en la mente la idea de regalarles a su vuelta con una pintura exacta y filosófica de los pueblos que visitaron, realzada con sendas observaciones sobre sus leyes, usos y costumbres, aplicaciones útiles de la industria y de las artes, y apreciación exacta de la riqueza natural de su suelo. Nada de eso. Semejante enojoso sistema podría parecer bueno en aquellos tiempos de ignorancia y semi-barbarie en que no se habían inventado los viajeros poetas y las relaciones tipográficas; en que un Ponz o un Cabanilles creían de su deber llenar tomos y más tomos, el uno para describir tan menudamente como pudiera hacerlo un tasador de joyas todos los cuadros, estatuas, columnas, frisos y arquitrabes que hay en las iglesias de España; y el otro para darnos una buena lección de geodesia, mineralogía y botánica, a propósito de la descripción del país valenciano.

Para hacer esto ¡ya se ve! era preciso empezar por largos años de estudio y meditación sobre las ciencias y las artes; era necesario poseer un gran caudal de juicio y buena crítica; poner a prueba la más exquisita constancia; arrostrar la intemperie y las fatigas, como un Rojas Clemente, para descubrir la existencia de una florecilla en el pico de una elevada montaña; revolver mil polvorosos archivos, como Flórez o Villanueva, para aprender a descifrar los místicos tesoros de las iglesias de España; dar la vuelta al mundo, como Sebastián Elcano o don Jorge Juan, para acercarse a conocer su figura esférica; o exponerse a una muerte como Cook y Lapeyrouse, por revelar a sus compatriotas la existencia de pueblos desconocidos.

Ahora, gracias a Dios y a las luces del siglo, el procedimiento es más fácil y hacedero; y éste es uno de los infinitos descubrimientos que debemos a nuestros vecinos traspirenaicos, a quienes en éste como en otros puntos no queremos negar la patente de invención.

Ejemplo. Levántase una mañanita de mal humor Monsieur A o Monsieur B (llámenle ustedes H), porque el público parisién silbó la noche pasada el sainete vaudeville que colaboró el tal en compañía de otros cuatro o cinco autores de igual vena; o porque vio en la ópera con otro quidam a la mujer no comprendida (femme incomprisse) a quien dedicó su última colección de versos, titulada Copos de nieve, u Hojas de perejil. Siente entonces la necesidad de dar otro rumbo a su imaginación, otro círculo a sus ideas; y nada encuentra mejor que quitarse de en medio del público que le silbó, de la mujer ingrata que no le supo comprender. El librero editor para quien trabaja a destajo, entra en este momento en su gabinete para notificarle que de los cuatro volúmenes de aquel año se tiene ya comidos por anticipación los tres y medio, y que aún no ha producido más que la portada del primero. El director de un periódico le reclama siete docenas de folletines en diferentes prosas y versos, contratados de antemano para reemplazar a las sesiones de las cámaras; y el casero, el fondista, y las demás necesidades prosaicas, formulan al mismo tiempo sus notas diplomáticas con una desesperante puntualidad.

No hay remedio; preciso es decidirse: viajará y correrá en posta a buscar nuevas impresiones que vender a su impresor; nuevas aventuras que contar en detalle al público aventurero; nuevas coronas de laurel y monedas de plata que ofrecer a la ingrata desdeñosa y al tirano caseril.

En esto la imaginación le recuerda confusamente que el ignorante público, al tiempo que silbaba su drama aplaudía a rabiar una especie de cachucha o bolero que se bailaba al final. Mira pasar por delante de su ventana la diligencia Lafitte que se dirige a Burdeos, y lee casualmente en el periódico que tiene en la mano un parrafillo en que, entre el anuncio de una nueva pasta pectoral, y el beneficio de un viejo actor, se dice que la España acaba de realizar la última revolución del mes.

No hay que pensar más. Nuestro autor folletinista conoce (y no puede menos de conocer) que su misión sobre la tierra es cruzar el Pirineo, y nuevo Alcides, revelar a la Francia y al mundo entero ese país incógnito y fantástico designado en las cartas con el nombre de España, y fijar en las márgenes del Vidasoa otro par de columnitas con el consabido «PLUS ULTRA. Monsieur N. invenit».

Dicho y hecho. Apodérase de su alma el entusiasmo. Atraviesa rápidamente la Francia, y entrando luego en las provincias Vascongadas, tiende el paño, y empieza a trazar su larga serie de cuadros originales, traducidos de Walter Scoot, apropiándose, venga o no venga a pelo, todo cuanto aquel dice de los montañeses de Escocia, aplicando a éstos unos cuantos nombres acabados en charri o en chea, y hágote vizcaíno o guipuzcoano, y yo te bautizo con el agua del Nervión.

Adelantando camino nuestro intrépido viajero, cuenta como luego se enamora de él perdidamente la hermosa doña Gutiérrez, hija de Don Fonseca, con las aventuras a que dieron lugar los celos de Peregillo el Toreador, amante y prometido esposo de la dicha moza, hasta que él tuvo a bien dejársela, cautivado por la gracia andaluza de la duquesa de Viento Verde, que se empeñó en hacerle señas y enviarle flores desde su balcón.

Subiéndose después a las torres de la catedral de Burgos, cree llegada la ocasión de desplegar su erudición histórica, y nos cuenta cómo el Cid fue un caballero muy célebre de la corte del rey don Fruela, pocos años después de la rendición de Granada a las armas españolas; y dice cómo el pueblo de Burgos, en acción de gracias de aquel suceso, levantó su magnífica catedral, bajo la dirección de un arquitecto (por supuesto francés) a quien después quemó la inquisición; y nos encaja a este propósito una graciosa historieta de cierta princesa a quien tuvieron presa en una de las torres de la catedral por haberse enamorado del arzobispo, que era hijo de Recaredo. Habla después de la superstición del pueblo español, y dice que en los teatros (¡en los teatros de Burgos!) ha visto a las parejas santiguarse para empezar a bailar el bolero, y en los paseos hincarse de rodillas toda la gente cuando la campana de la catedral sonaba el Angelus.

Sale por fin de Burgos, y durante el camino se desencadena contra la ignorancia del pueblo de los campos y las posadas porque no le entienden en francés; y se queja de que no ha encontrado ladrones por el camino, faltándole a su viaje este colorido local; pero en fin, se consuela con otra historieta, de que tampoco nos hace gracia de cierto Manuellito el zagal que, según nuestro autor, fue un asesino célebre a quien nadie conoce en aquella comarca, donde siguió por muchos años sus travesuras, hasta que un día tropezó con una cabalgata en que iba la hija del príncipe de Aragón, doña Guiomar, (a quien dice que luego ha conocido en Sevilla) y se enamoró de ella, con lo cual el rey le perdonó sus fechorías, y le armó caballero del toisón de oro, nombrándole virrey del Perú, «cuyo empleo (dice muy serio nuestro autor) desempeña actualmente».

Después de las exclamaciones de costumbre sobre los caminos, las posadas y carromateros de España, llega por fin a Madrid, y aquí empieza el segundo tomo de su viaje. A propósito de el Prado nos revela que es un paseo muy hermoso, poblado de naranjos y cocoteros, y una fuente en medio que llaman de las cuatro estaciones, a cuyo derredor se sientan todas las tardes las señoretas madrilegnas, y los lacayos van sirviéndolas sendos vasos de limonada, y azucarellos, que son unas especies de esponjas dulces cuya fabricación es un misterio que guardan los confiteros de Madrid; y entretanto que ellas se refrescan las fauces, alternando con el aroma del cigarito, que todas fuman de vez en cuando, los señoritos amorosos, dandys o leones de Madrid las cantan lindas segedillas a la guitarra, a cuyos gratos acentos, no pudiendo ellas resistir, saltan de repente e improvisan una cachucha o un bolero obligado de castagnetas, con lo que el baile se hace general, y así concluye el paseo todas las tardes, hasta que pasa la retreta, y todos se retiran a dormir.

Sale luego nuestro Colón traspirenaico a recorrer las calles de noche, y nos refiere las estocadas que ha tenido que dar y recibir para abrirse paso por entre la turba de amorosos que cantaban a las ventanas de sus duegnas, y cómo luego tuvo que recoger a una de éstas que se había escapado de su casa, y la condujo a su posada donde le contó toda su historia, que era por extremo interesante, pues la requería de amores el reverendo padre abad de S. Jerónimo (la escena suponemos que pasará en 1840), y ella no le quería ni pintado, porque estaba enamorada de un príncipe ruso que por causa de su amor se había ido a sepultar a la cartuja de Miraflores.

Habla luego de la puerta del Sol, donde dice que presenció una corrida de toros en que murieron catorce hombres y cincuenta caballos: recorre después nuestros establecimientos, en los cuales no halla nada que de contar sea: habla más adelante de las tertulias y de la olla podrida, con sendas variaciones sobre el fandango y la mantilla; describe menudamente las dimensiones de la navaja que las señoras esconden en las ligas para defenderse de los importunos, y pinta por menor la vida regalada del pueblo que no hace más que cantar o dormir a la sombra de las palmas o limoneros.

Por este estilo siguen en fin nuestros gálicos viajeros, daguerreotipando con igual exactitud nuestras costumbres, nuestra historia, nuestras leyes, nuestros monumentos; y después de permanecer en España un mes y veinte días, en los cuales visitaron el país Vascongado, las Castillas y la capital del reino, la Mancha, las Andalucías, Valencia, Aragón y Cataluña, apreciando como es de suponer con igual criterio tan vasto espectáculo, y sin haberse tomado el trabajo de aprender siquiera a decir buenos días en español, regresan a su país llena la cabeza de ideas y el cartapacio de anotaciones, y al presentárseles de nuevo sus editores mandatarios, responden a cada uno con su ración correspondiente de España, ya en razonables tomos, bajo el modesto título de Impresiones de viaje; ya dividido en tomas a guisa de folletín.

Ahora bien; si tan fácil es a nuestros vecinos pillarnos al vuelo la fisonomía; si tan cómodo y expedito es el sistema moderno viajador, ¿será cosa de callarnos nosotros siempre, sin volverles las tornas, y regresar de su país aventurado sin permitirnos siquiera un rasguño de pincel? Cierto, que para describirle como convendría a la instrucción y provecho de las gentes, eran precisas todas aquellas circunstancias de que hablamos al principio; pero ya queda demostrado lo inútil de aquel añejo sistema; y asó como al volver de la capital francesa nos apresuramos a importar en nuestro pueblo el corte más nuevo de la levita o el lazo del corbatín, justo será también, y aun conveniente, probar a entrar en la moda de los viajeros modernos franceses, de estos viajeros, que ni son artistas, ni son poetas, ni son críticos, ni historiadores, ni científicos, ni economistas; pero que sin embargo son viajeros, y escriben muchos viajes, con gran provecho de las empresas de diligencias, y de los fabricantes de papel.

Ánimo, pues, pluma tosca y desaliñada, ven luego a mi socorro, e invocando los gigantescos númenes de aquellos genios que poseen el don de llenar cien volúmenes de palabras sin una sola idea, permíteme hacer el ensayo de este procedimiento velocífero con aplicación a los extranjeros pueblos que conmigo visitaste; pero en gracia del auditorio, sea todo ello reducido homeopáticamente a las mínimas dosis de unos pocos artículos razonables con que entretener a mis lectores honradamente, y hacerles recordar, si no lo han por enojo, mi parlante curiosidad.

I. De Madrid a Bayona

Por los meses de junio y julio del año pasado todos los habitantes de esta heroica villa parece que se sintieron asaltados de un mismo deseo; el deseo de perderla de vista, y de hacer por algunos días un ligero paréntesis a su vida circular. Cuál alegaba para ello graves negocios e intereses que llamaban su persona hacia los fértiles campos de Andalucía; cuál la intención de ir a buscar su compañera en las floridas márgenes del Ebro; el uno improvisaba una herencia en las orillas del Segura; el otro soñaba una curación de sus antecedentes en las graciosas playas del Cabañal Valenciano. A aquél le llamaba hacia la capital de Cataluña la accidental permanencia de la corte en ella; a éste la curiosidad de recorrer los sitios célebres de nuestra historia contemporánea brindábale el rumbo hacia el país vascongado. Todo se volvía ir y venir, y correr y agitarse con fervor para terminar los preparativos que un viaje exige; las modistas y sastres afamados no se daban manos para cortar trajes de amazona y levitas de fantasía; las tiendas de calle de la Montera quedaron desprovistas de necesaires de viaje, cajas de pintura, guantes y petacas. Ponmard y Ginesta no bastaban a confeccionar Álbums y Souvenirs: los libreros agotaron su surtido de libros... en blanco; y los perfumistas Fortis y Salamanca tuvieron que pedir a Carabanchel dobles remesas de jabones de Windsord, y de aceite de Macasar.

Todas estas idas y venidas, todos estos dares y tomares, venían a convergir en el patio de la casa de diligencias, que a todas horas del día y de la noche veíase lleno de interesantes grupos de levitín y casquete, de sombrerillo y schal, que aguardaban palpitantes a que el reló del Buen Suceso diese la una, las dos, las tres, todas las horas, medias y cuartos, para montar en la diligencia, y dar la vela, cuál al oriente, cuál al occidente, el uno al sur, y el otro al septentrión. Y los restantes grupos que rodeaban a los primeros, y que por su traje de ciudad representaban a la fracción quietista que quedaba condenada a vegetar en el Prado esperando que el libro de la diligencia les señalase su turno de marchar, parecían como reprimir un movimiento de envidia, y al estrechar en sus brazos a sus amigos y amigas no podían contener la sentida frase de «¡Dichosos vosotros!»...

Y a la verdad, no era de extrañar esta unánime resolución de viajar que impulsaba a los habitantes de Madrid (de ordinario quietos e inamovibles) si se atiende a que era el primer verano en que, después de seis años de guerra y de casi completa incomunicación, podían con libertad saborear el derecho de menearse (que es uno de los imprescriptibles que nos concedió la naturaleza), y querían con este motivo extender alguna cosa más su acostumbrada órbita que se extiende de un lado hasta Pozuelo y Villaviciosa, y el por el otro abraza hasta el último Carabanchel.

Ello en fin fue tal por aquel entonces la necesidad de lanzarse más allá de las sierras, que apenas en los primeros días de julio un elegante que se respetase podía dar la cara en la luneta o pasearse en el salón de el Prado; y en los mismos salones del Liceo se hacía sentir la escasez de poetas, en términos que las sesiones tenían que celebrarse sotto voce y en la prosa más común.

Afortunadamente para nuestra capital los habitantes de las provincias se habían encargado de vengarla de aquel desdén de sus naturales cortesanos, y animados por igual deseo de locomoción, parecían haberse dado de ojo para venir a ella, y aprovechar la excelente ocasión que se les presentaba de disfrutar un verano de treinta y cuatro grados sobre cero, a la sombra del teatro de Oriente, o de las cortinas de la Puerta del Sol.

La carrera de las provincias Vascongadas era principalmente la que por entonces llamaba la atención; ya por más análoga a la estación ardorosa, ya por el deseo de visitar los célebres sitios de Luchana y Mendigorría, Arlaban, Vergara, etc. La vida confortable de S. Sebastián, los celebrados hados de Sta. Águeda, las gratas romerías de Bilbao, y sobre todo el próximo aniversario del abrazo de Vergara, eran razones más que suficientes para determinar a la mayor parte de los viajeros madrileños hacia aquellas célebres comarcas; y con efecto fue tal el deseo de visitarlas, que los asientos de las diligencias tenían que tomarse con un mes de anticipación, y las más elegantes tertulias se daban cita para Cestona y Mondragón.

La silla-correo en que yo salí de Madrid en los primeros días de agosto (después de haber esperado un mes mi turno para viajar en posta) pertenecía a la nueva compañía que se ha encargado de conducir la correspondencia en esta carrera, y por la especial construcción del carruaje soportaba, además del peso de dicha correspondencia y conductor, mayoral y zagales, el no despreciable que formábamos nueve viajeros, tres en la berlina y seis en el interior. Item más; un décimo, que, ardiendo en deseos de refrescar sus exterioridades en los baños de Sta. Águeda, había transigido con viajar al aire libre entre el mayoral y el zagal, en el asiento delantero, preparándose convenientemente al baño con un Sol perpendicular de cuarenta grados. A tal punto llegaba el deseo de lanzarse a los caminos, y a tal grado de provecho le utilizaban las empresas de carruajes públicos.

Eran las cuatro en punto de la mañana, hora no la más cómoda para dejar el blando lecho y marchar en dirección a la casa de correos para entregarse a la merced de las mulas y de la Dirección de caminos. Por fortuna, a estas horas nuestros amigos y apasionados no habían tenido por conveniente venir a decirnos a Dios, y a estrujarnos a abrazos y consejos: los únicos espectadores que teníamos en aquel instante fiero, eran el comisionista de la diligencia, que estropeaba nuestros nombres a la luz de un menguado farolillo, y el centinela que paseaba delante de la puerta del principal. Ni perro que aullase, ni vieja que gimiese, ni dama que se desmayase, ni mano que tuviera otra que estrechar.

Los viajeros, disfrazados como de costumbre lo mejor posible, nos contemplábamos unos a otros como calculando nuestro respectivo desenrollo, y temiendo cada cual encontrarse de pareja con el más bien favorecido por la naturaleza. Por fortuna los tres de la berlina pertenecíamos a la más fea mitad del género humano, y lo que va es sabido todos a este siglo (siglo que ya es sabido que no es el más propio para engordar), y podíamos en conciencia quedar libres de todos nuestros movimientos, y hasta de nuestras palabras, vista la genial conformidad que inspiran una edad semejante, un mismo sexo, y un coche común.

Pero veo que insensiblemente voy cayendo en la moda de los viajeros contemporáneos, que no hacen gracia a sus lectores de la más mínima de las circunstancias personales de su viaje, y le persiguen hasta saturar sus oídos con aquel Yo impertinente y vanidoso que aun en boca del mismo Cristóbal Colón llegaría a fastidiar.

Mas, a decir la verdad, ¿qué podría contar aquí que de contar fuese, tratándose de la travesía de Madrid a Buitrago, por Alcobendas y Fuencarral, por aquellos campos silenciosos y amarillos, ante los cuales enmudecería la misma rica y delicada lira de Zorrilla, o el pincel fecundo y grato de Villaamil?

¿Pintaré la majestuosa salida del Sol en una atmósfera pura por detrás de mi manso ribazo? Pero esto es clásico puro hasta hacer dormir a todo el hospital de Zaragoza.

¿Contaré las Dorilas y Galateas que todas las mañanitas abandonan las vegas de Fuencarral para venir a vender nabos a Madrid?

¿Diré los tiernos Melibeos que, arropados en una estera o un resto de manta vieja, se disputan un cuartillo de lo tinto en la taberna del portazgo, no al son del dulce caramo, sino al impulso de una redonda piedra o del grueso garrote que les sirve de cayado paternal?

¿Pintaré los románticos atavíos del carretero burgalés que asoma dormido a la boca de su galera al lado de su fiel Melampo, que duerme también, y al ruido que hace nuestra silla al acercarse, entreabren ambos los ojos, sin que podamos percibir en la rápida carrera si fue el perro o el otro el que ladró?

¿Contaré, en fin, las pintorescas vistas de S. Agustín o Cabanillas, las construcciones fósiles, los techos, paredes, cercas, sierras y semblantes, todo de un propio color ceniciento y pedregoso, y aquel suave aroma de la aldea que se despide de la paja y otras materias menos nobles quemadas en el fogón, el todo armonizado con las suaves punzadas del ajo frito en aceite, o de las migas empapadas en pimentón?

Por otro lado, no sería posible que pudiera contar nada de esto, porque en honor de la verdad debo decir que, anudando el roto hilo de nuestro sueño, cada cual habíamos tenido por conveniente inclinar la cabeza en distinta dirección, y acabar de cobrar de Morfeo (otro Dios clásico del antiguo régimen) nuestra acostumbrada nocturna ración; sin dársenos un ardite ni de la venta de Pesadilla, ni del abandonado convento de la Cabrera, ni de las costumbres de los habitantes, ni de la historia del país; y solo caímos en la cuenta de que al subir en el coche habíamos renunciado a nuestro libre albedrío, cuando bien entrada la mañana y el Sol armado con todo el aparato volcánico que suele, observamos que el mayoral (a quien Dios no llamaba por este camino) quiero decir, que toda su vida no había andado otro que el del arroyo de Abroñigal y por primera vez seguía este rumbo, juzgó conveniente el no seguirle derecho, sino ladearse algún tanto a uno de los bordes que dominaba casualmente a un precipicio; y lo hizo de suerte que a no habernos apresurado los viajeros a saltar rápidamente del coche, cuál por la puerta, cuál por la ventanilla, seguramente hubiéramos acabado de describir la curva para la que ya teníamos mucho adelantado. Por fin aquel susto pasó, y los nueve o diez viajeros pudimos reconocer nuestros bustos en pie, y de cuerpo entero, a la clara luz del mediodía; con lo cual, luego que ayudamos al mayoral a salir del ahogo, y luego que nos convencimos de que íbamos guiados por la sana razón de las mulas, aprovechamos con gusto la ocasión que se nos ofrecía de andar una legüita a pie, al Sol de agosto y sobre arena, hasta llegar a Buitrago, a donde contábamos despachar la inevitable tortilla o el pollo mayor de edad.

De Buitrago a Aranda de Duero hay otras catorce leguas mortales, que tampoco ofrecen nada nuevo que contar, supuesto que no sea nuevo entre nosotros lo trabajoso de los caminos, máxime en sitios tan escabrosos como las gargantas de Somosierra, que aun en la mejor estación son ásperas y desabridas. En Aranda, a donde llegamos a las nueve de la noche, nos aguardaba la cena en una posada, verdadero tipo de las posadas castellanas, cuya descripción, si tantas veces no estuviera ya hecha, no sería inoportuno hacer aquí. Pero viajando como viajamos en posta, no hay por qué detenernos, sino volver a subir a la silla a las once de la noche y andar toda ella (cosa poco frecuente en los caminos de España), con la esperanza de llegar a Burgos al amanecer, como así exigía el servicio del correo, y teníamos motivos para esperarlo. Pero en esto como en las demás cosas vamos tomando la moda francesa, que consiste en prometer magníficamente; quiero decir, que las veinte y cuatro horas del servicio público se convirtieron por aquel viaje en treinta y dos, llegando a Burgos a las doce del día con toda puntualidad.

Por otro lado, no puede negarse que es cosa cómoda, viajando en el correo, hacer sus paradas de hora y más a almorzar, a comer, a cenar; item más, seis horas para dormir en Vitoria; cosa que no le hubiera ocurrido al mismo Palmer, cuasi inventor de los correos en Inglaterra. Por supuesto que en Burgos tuvimos lugar de visitar minuciosamente la Catedral (que tampoco describo aquí por haberlo hecho recientemente uno de los viajeros traspirenaicos de que hablábamos antes), luego comer sosegadamente, y aun no sé si alguno hizo un ratito de siesta. Pasado todo lo cual acudimos todos a nuestro velocífero, y después de atravesar aquella tarde el magnífico desfiladero de Pancorbo, verdadero prodigio de la naturaleza, a eso de las ocho de la noche dimos fondo en Vitoria, donde pudimos descansar, juntamente con la correspondencia, que sin duda debería hallarse fatigada del viaje, y necesitaría las seis horas de reposo.

La del alba sería (como dice Cervantes) cuando el servicio público y el nuestro particular volvió a exigir de nosotros el sacrificio de abandonar el lecho. La mañana era apacible y nublada, como de ordinario acontece en el estío más allá del Ebro: cada paso que dábamos, cada sitio que descubríamos, nos traía a la memoria un recuerdo aún reciente de la pasada guerra. Arroyabe, Ulibarri-Gamboa, Arlaban, Salinas; las verdes y pintorescas montañas de la provincia de Guipúzcoa; los blancos caseríos que las esmaltan, por decirlo así; las ferrerías, las ermitas, las aldeas en puntos de vista deliciosos; luego la villa de Mondragón sentada en un paisaje suizo, con sus casas de severo aspecto, sus armas nobiliarias sobre las puertas, y sus bellos restos de antiguas construcciones. Al apearnos un momento mientras se mudaba el tiro, hallamos aquí una comisión del Prado de Madrid, bañadores de Sta. Águeda, que está a corta distancia. Luego pasando rápidamente por aquellos deliciosos valles, gratas colinas, lindos caseríos, por Vergara la inmortal, Villareal, Ormaiztegui, Villafranca y otros muchos pueblos interesantes, llegamos a Tolosa a comer. Esta linda ciudad guipuzcoana con sus bellos edificios, sus calles tiradas a cordel, su aseo y elegancia no puede menos de cautivar la atención del viajero, que por otro lado encuentra en ella una posada muy buena, a la manera de los hotels franceses, y una complacencia, un esmero en el servicio, que nada tiene tampoco que envidiar al de aquéllos.

Desde nuestra entrada en las provincias, los zagales y postillones que se iban sucediendo en las distintas paradas, vestidos de la blusa azul y la boina, símbolo característico del país, nos llamaban la atención por sus tallas esbeltas, su marcial franqueza, y el lenguaje incomprensible para nosotros, aunque halagüeño, con que entablaban entre sí conversación. Guiados por su destreza, y sin cuidarnos del mayoral andaluz que había abdicado sus funciones desde el pronunciamiento de Buitrago, caminábamos con toda confianza por aquellos empinados derrumbaderos, por aquellos verdes valles, por sobre aquellas deliciosas colinas. Cada paso que avanzábamos, cada giro que daba el coche, se desplegaba a nuestra vista el más delicioso panorama que una imaginación poética pudiera imaginar. Cuando considerábamos que aquellos campos, ora apacibles y tranquilos, que aquellas colinas risueñas, que aquellos pueblecitos felices, acababan de ser teatro de todos los horrores de una guerra fratricida, parecíanos un sueño, y por tal lo toMaríamos, a no hallar de vez en cuando algún caserío quemado, algún puente roto; a no saber por nuestros conductores que aquella que bajábamos era la disputada cuesta de Salinas, que aquellas alturas que dejábamos a derecha eran las alturas de Arlaban, que más adelante teníamos enfrente las famosas líneas de Hernani; y los conductores, por otro lado, no nos dejaban la menor duda, contándonos con la mayor franqueza, sin orgullo, ni disimulo, que allí disputaron el paso a nuestras tropas, que aquí deshicieron la legión inglesa, que allá cortaron el camino para favorecer una retirada, que acullá quemaron ellos mismos su pueblo para que no pudiese servir de asilo al enemigo. Todo esto dicho sin acrimonia, sin arrogancia, como una cosa natural, sencilla, y al mismo tiempo contentos con su actual posición; el uno habiendo vuelto a labrar el campo de sus padres; el otro conduciendo nuestra silla-correo; cuál escoltándonos a lo largo con el fusil al hombro, cuál otro cantando el Zorzico al compás del martillo con que trabajaba en la ferrería.

Siguiendo, en fin, por las empinadas cuestas del Pirineo, y pasando Astigarraga, Oyarzun, y otros pueblos menos importantes, en el momento que íbamos a dar vista a Irún, vimos rodeado nuestro coche por multitud de muchachas que, deseándonos feliz viaje, nos lanzaban rosas y otras flores, nos alargaban al ventanillo canastos de manzanas, y nos pedían sin duda en su idioma las albricias de la ausencia. Al anochecer, en fin, llegamos a Irún, en cuyo término corre el Vidasoa, que separa la España de la Francia. Aquí el mayoral quería dar un descanso a su imaginación, y hacernos pasar la noche bajo el cielo patrio; pero los tres viajeros de la berlina, únicos que seguíamos todavía tomando a nuestro cargo la defensa del procomún, argüimos fuertemente que era precisa llegar con la correspondencia a Bayona aquella misma noche, y no tuvo nuestro locomotor otro recurso que volver a marchar.

Pasamos a pie el puente divisorio de los dos reinos, no sin palpitar nuestros pechos al dejar momentáneamente nuestra amada España: sufrimos en la aduana francesa el escrupuloso registro de nuestros equipajes, y aunque la noche cerró en agua, seguimos nuestro camino por San Juan de Luz y Vidart, y a eso de las doce de la noche entrábamos en la ciudad de Bayona, y buscábamos posada, sin que en más de una hora pudiéramos hallarla, por estar a la sazón todas ocupadas por los numerosos viajeros que, de paso para los baños del Pirineo, habían llegado de España y Francia a la ciudad. Nuestro mayoral andaluz recordó entonces que se había venido sin la hoja de viajeros (única cosa en que consistía su encargo), y que se había ido a Bayona conduciendo al correo con la misma franqueza con que pudiera llevar en su calesa un par de manolas a los novillos de Leganés.

Si yo hubiera de seguir aquí la cartilla de los modernos viajeros franceses, parece que era llegada la ocasión de tejer una historieta galante con alguna princesa transitoria o con alguna diosa de camino real, en que, repartiéndome graciosamente el papel de galán, al paso que diese algún interés a mi narración, rehabilitase en la opinión de las jóvenes mi ya olvidada persona. Ocasión era sin duda de tentar la envidia de mis compatriotas, pasándoles por delante de la vista alguna de aquellas aventuras vagas, sorprendentes y simbólicas que, al decir de los señores traspirenaicos, asaltan al extranjero luego que salva los límites de su país natal; y esto me daría también pie para juzgar a mi modo y de una sola plumada del carácter, costumbres, historia, leyes y físico aspecto del país que veía desde la noche anterior. Pero en Dios y en mi conciencia (y hablo aquí con la honradez propia de un hijo de Castilla) que ninguna princesa ni cosa tal nos salió al camino; que ningún entuerto ni desaguisado se cometió con nosotros; que tampoco fuimos objeto de ningún especial agasajo; y que, en fin, entramos en la región Gálica con la misma franqueza que Pedro por su casa, y lo mismo que ellos (los galos) entran cada y cuando les place por nuestra España, sin que nadie se cuide de ellos, ni princesas les cobijen, ni enanos le suenen la trompeta, ni puentes levadizos se les abajen, ni doncellas acudan a cuidar del su rocín.

II. Bayona