Créditos
Edición en formato digital: mayo de 2014
Colección dirigida por Ignacio Gómez de Liaño
© Andrés Barba, 2014
© Ediciones Siruela, S. A., 2014
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid
www.siruela.com
Diseño de cubierta: Ediciones Siruela
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ISBN: 978-84-16120-72-7
Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com
Índice
CAMINAR EN UN MUNDO DE ESPEJOS
I. La vida del espíritu
Recuerdo en Polaroid
El robo del Ford Orion
El escritor en la ciudad
Lectura en la cárcel para mujeres de Lichtenberg
Un hombre ciego pinta un cuadro
Encariñarnos con las preguntas
Memoria del agua
II. Comprender el descontento
Rey has sido, rey desde siempre
Sobre Muhamad Alí
La moral de la risa
Sobre Sacha Baron Cohen, Peter Capusotto y Aristóteles
Notas para una literatura de la drogadicción
Rilke-Pasternak-Tsvietáieva: las cartas del verano de 1926
Homosexualidad, sinceridad y biografía según Burroughs
Simone Weil o la restauración del desdichado
Diane Arbus o el compromiso con el monstruo
Notas
CAMINAR EN UN MUNDO DE ESPEJOS
A Carmen M. Cáceres,
por haber venido de la mano conmigo
hasta este lugar.
«Es como caminar en un mundo de espejos
pidiendo a cada persona que te encuentras que te
describa. Todo el mundo responde: "Tienes una cara
como la mía, mi sonrisa, cuando te miro, eres tú", pero tú no
lo crees. Luego, un día te das de narices contra un muro de
cemento y todo tu problema se soluciona.»
Diane Arbus, Diarios
I
LA VIDA DEL ESPÍRITU
Notas
1 Aprovecho la ocasión para decir que la famosa frase de Tolstói siempre me ha parecido radicalmente falsa: son las familias felices las que lo son cada una a su manera, y las infelices las que se parecen como huevos de pascua. Esa ha sido, al menos, mi experiencia.
2 Mis primas se dividían en dos grupos para indignación de mis tías y alegría de nuestros convecinos playeros: las que los llevaban y las que no los llevaban. Las que los llevaban habían decidido, en contrapartida, decantarse por su mínima expresión.
3 Hojas de hierba, Visor libros, Madrid, 2008.
4 The Dictator, protagonizada y coescrita por Sacha Baron Cohen, dirigida por Larry Charles, 2012.
5 Peter Capusotto y sus 3 Dimensiones, dirigida por Pedro Saborido, 2012.
6 Las cartas, bajo el título de Cartas del verano de 1926, fueron excelentemente editadas y traducidas por Selma Ancira (Mondadori, Barcelona, 1993). Los textos citados en este artículo provienen de esa edición. En 2012 la editorial Minúscula realizó otra edición con la misma traducción.
7 La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid, 1998, pág. 145.
8 A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 1996, pág. 103.
9 Pensamientos desordenados, Trotta, Madrid, 1995, pág. 55.
10 A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 1996, pág. 76.
11 La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid, 1998, pág. 133-134.
12 Cuadernos, Trotta, Madrid, 2001, pág. 295.
13 La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid, 1998, pág. 134.
14 El conocimiento sobrenatural, Trotta, Madrid, 2003, pág. 44.
15 A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 1996, pág. 39.
16 Sobre la fotografía, Debolsillo, Barcelona, 2014.
17 La pasión según G.H., Ediciones Siruela, Madrid, 2013, pág. 151.
Diane Arbus o el compromiso
con el monstruo
Tal vez las dos grandes cuestiones que se plantean tras la abierta democratización de la fotografía como instrumento capaz de reproducir la realidad sean, al fin y al cabo, las más interesantes de todas; por un lado, cuál es la pertinencia de la imagen fotográfica, qué añade esta a su objeto, o qué le resta, qué pone de manifiesto y cómo puede ser utilizado (es decir, el debate sobre su naturaleza y su poder); y por otro lado, el debate sobre la preferencia de unas imágenes sobre otras, es decir, sobre su territorialidad misma como arte o representación, su materia específica: qué debe ser fotografiado.
Susan Sontag, en su conocido ensayo Sobre la fotografía16 hacía referencia a una verdad tan simple como esclarecedora; una fotografía no es solo una imagen (en el sentido en que lo es una pintura), ni tampoco una interpretación de lo real o un vestigio. La fotografía es el registro de una emanación, ondas de luz reflejadas por objetos. «Una fotografía no solo se asemeja al modelo y le rinde homenaje, sino que forma parte y es una extensión de ese tema; y un medio poderoso para adquirirlo y ejercer sobre él un dominio. Así lo explica, también, Heráclito; la armonía invisible es superior a la visible. El señor, cuyo oráculo está en Delfos, no dice ni oculta, sino que indica por medio de signos.» Parece casi una definición posmoderna de la fotografía; cuando muere la naíf interpretación de la fotografía como representación neutra y objetiva de lo real, no queda otra opción que considerar que, en efecto, la fotografía no dice ni oculta, sino que indica por medio del signo. Obviamente, no un signo cualquiera sino uno que «forma parte y es una extensión» del objeto que representa.
Los pobres, los monstruos, los desclasados y las celebridades no son prerrogativa de Diane Arbus. Muchos los fotografiaron antes que ella y muchos lo harían después. Pobres, celebridades, desclasados y tragedias son quizá la prerrogativa del acontecimiento mismo de lo fotográfico. Desde Strand, y pasando por Edward Steichen, Bill Brandt, Cartier-Bresson, Richard Avedon, Weegee o la misma Lisette Model, todos mostraron un interés común tanto por la indigencia como por la celebridad. En opinión de Sontag, que basa esta recurrencia en lo anómalo, en la naturaleza básicamente «surreal» de lo fotográfico (una celebridad y un indigente son «surreales» en el mismo plano de sentido para un observador de clase media, es decir, para aquel para quien lo fotográfico fue inventado), habría que añadir quizá el valor documental que emana de cualquier acontecimiento extraordinario. Lo extraordinario debe ser documentado para corroborar su existencia en el tiempo. Pero si el primer movimiento de lo fotográfico es la constatación, el segundo movimiento es bruscamente pendular; al corroborar fotográficamente lo extraordinario para confirmar su existencia en el tiempo, lo que se produce es, precisamente, su exclusión del tiempo. Lo «surreal» es esa distancia que la fotografía impone y franquea. El objeto, el ser extraordinario, al ser fotografiado ha sido sometido a una doble abstracción: la de su propia cualidad extraordinaria y la de la exclusión del tiempo en la que ha sido filtrado a través de la fotografía misma. Pero aún hay algo más. La fotografía se dirige a la clase media precisamente por su virtud de «no marcada». Clase no marcada con respecto a las clases marcadas (indigentes, celebridades). Esta demarcación física de la imagen (que por otra parte da la pauta de la cualidad social de la fotografía como sistema representativo) crea, al mismo tiempo, una falacia en el espectador: la de que esos seres tienen una supremacía del ser.
La misma Diane Arbus, en uno de sus primeros cuadernos de notas, lo explica precisamente así: «Estos seres excepcionales que se manifiestan mucho más que nosotros lo hacen respondiendo a una llamada de la que cada uno de ellos es autor y héroe; hacen que nos preguntemos una y otra vez qué es cierto, inevitable y posible, y qué significa convertirse en quien hayamos de ser». Arbus no habla solo aquí de la supremacía del ser («se manifiestan mucho más que nosotros»), sino de un estado de la revelación. A través de la contemplación de estos seres, el espectador adquiere, en realidad, un conocimiento intervenido sobre sí mismo. La fotografía no solo corrobora la existencia de lo anómalo, sino que lo convierte en vía de conocimiento de lo regular, de lo reglado. «Es como caminar en un mundo de espejos pidiendo a cada persona que te encuentras que te describa. Todo el mundo responde: "Tienes una cara como la mía, mi sonrisa, cuando te miro, eres tú", pero tú no lo crees. Luego, un día te das de narices contra un muro de cemento y todo tu problema se soluciona».
Golpearse. Revelar. La imagen es simple mediación para otra cosa. «Quiero fotografiar lo que es maligno», confiesa una todavía joven Diane Arbus de treinta y cinco años a su amiga y maestra Lisette Model, respondiendo abiertamente al segundo de los debates que se planteaban al inicio. He ahí la petición de principio, el origen del compromiso. En realidad –y la misma Arbus lo intuye desde que abandona la fotografía de moda en la que colaboraba inicialmente con su marido Allan–, el descubrimiento es doble; no se trata solo de «fotografiar lo maligno», sino también, o quizá por encima de todo, de fotografiar «malignamente». Lo que produce temor requiere una mirada oblicua para ser aceptado, es lo siniestro, lo monstruoso, lo que invoca la frontalidad. La inmensa mayoría de las fotografías de Diane Arbus son una provocación más por razón de su manera de aproximarse al objeto que representa que por el objeto mismo. Las gemelas idénticas son siniestras no solo por lo que de siniestro hay en todo lo duplicado, sino en virtud de la frontalidad con la que han sido representadas; el gigante judío en su casa del Bronx solo es gigante junto a sus padres; el bebé que llora es monstruoso porque no parece un bebé, sino un anciano orondo, una superconcentración frontal y fascinante del monstruo que no se percibe a sí mismo, que no se sabe monstruo, o que elude, por un instante, su monstruosidad para dejar claro que no se le puede circunscribir a su «accidente», que su accidente no es su intimidad. Las dos niñas idénticas, no son dos gemelas inofensivas, sino un dos que es, en realidad, un uno, una realidad geminada, oscura, intrigante. Stanley Kubrick da la última vuelta de tuerca a esta imagen y la utiliza para hacerla completamente siniestra en la escena de las gemelas que aparecen en El resplandor. Pero la fotografía de Diane Arbus se mantiene todavía en el ambiguo territorio de lo que no quiere ser juzgado, como si lo peor de estas niñas fuera en realidad que saben que no son niñas, que son otra cosa, pero solo tuviéramos acceso a esa verdad como se tiene acceso a una intuición que no termina tampoco de formalizarse por completo.
La imagen debe consternar para justificarse a sí misma. Parafraseando una cita de Aragon, «la fotografía será despiadada o no será». La asunción de esa premisa es el corazón mismo del proyecto de Diane Arbus como fotógrafa. Consternar para revelar, consternar para forzar la manifestación. Pero la manifestación se cierra en sí misma, es afirmación pura, no es útil, no puede «ser utilizada». La propia Arbus lo explica brillantemente en una anotación de su diario, en una entrada de diciembre de 1963:
Una parábola: ayer en la quinta avenida. Amy encontró en el autobús un pequeño candado con su llave. Durante un rato jugó encantada con él, abriéndolo y cerrándolo. Luego, como si hubiese descubierto o solucionado algo, introdujo en el candado la llave misma, deslizándola por el agujero y lo cerró. La llave había quedado ahora dentro del candado. La llave ya no podía perderse, el candado ya no podía abrirse. Al negar ya para siempre su utilidad se puso de manifiesto la función del candado de la manera más elocuente posible. Eso debe ser una imagen.
Arbus, como la inmensa mayoría de los artistas plásticos, miente y se miente cada vez que trata de dar cuenta teórica de su trabajo. Existe en sus escritos una justificación falaz de la reiteración en el monstruo –«somos como ellos»– tanto como una justificación falaz de la fotografía –«la imagen niega cualquier sentido de la utilidad»–. En realidad todo el trabajo de Arbus es una última vuelta de tuerca al interés por el monstruo, pero de lo que trata de apropiarse aquí el espectador, más que de la naturaleza anómala, es de la intimidad anómala. Queremos ver el corazón del monstruo, no para exponernos (como dice Arbus) a la revelación de que el corazón del monstruo sea semejante al nuestro, sino para sentir nuestro deseo de que lo sea, porque en el fondo de nuestro corazón nos sabemos ya monstruos y solo precisamos de una imagen que corrobore esa intuición.
«Una de las cosas que padecí de niña fue que nunca sentí la adversidad. Estaba confinada en una sensación de irrealidad. Y la sensación de ser inmune, por ridículo que parezca, era dolorosa.» Si hay una patología enfermiza en la aproximación de Arbus al mundo es esta sin duda: el nuevo movimiento pendular que lleva a la conciencia adolescente de la burguesa judía hija de peleteros hasta la gratuita equivalencia entre dolor y verdad, tristeza y conciencia, máscara y rostro. Veinte años después, otro judío, Alain Finkielkraut, especifica esta psicosis en un deslumbrante ensayo: El judío imaginario. «El judío errante soy yo; el famélico prisionero en pijama rayado soy yo, el torturado por la inquisición; yo, Dreyfus en la isla del diablo. Esta es la novela donde transcurrió mi adolescencia. El Diferente, el Desollado vivo, el Superviviente: no me cansaba de enarbolar y saborear esta imagen». La frustración que le provoca sentirse segura desarrolla en Arbus un deseo de violar su propia inocencia, de acabar de una vez por todas con su sensación de privilegio. No hay privilegiados en el mundo intencional de Arbus; los monstruos no perciben su monstruosidad y se muestran frontales, seguros, desnudos, han olvidado que son monstruos. Los «normales», por su parte, son monstruos sin saberlo. He ahí ese adolescente rubio fotografiado en la manifestación pro-Vietnam. Todo en él es amable, franco, casi delicado, enarbola elegantemente una banderita de Estados Unidos, hasta que descubrimos lo que dice la pequeña chapa que lleva en la solapa: «Bomb Hanoi» ("bombardead Hanói"); el adolescente delicado es, en realidad, un monstruo. He ahí el fotógrafo haciendo posar al niño de primera comunión; el niño es todo menos inocente, se deja colocar, con una indiferencia pasmosa, siniestro como un títere, su mirada es casi anciana. Prestigiar al monstruo, darle densidad humana, tiene en Arbus la contrapartida inmediata de convertir en monstruo al normal. Donde la euforia se convierte en asalto en el padre del novio que besa a la mujer de su hijo en la boda convencional, la ternura es de una extraña delicadeza en la «dominatrix» que abraza a su cliente.
Incluso el triunfo; si interesa es tan solo bajo la condición de su precariedad, de su inestabilidad. Pero los concursos que atraen la atención de Arbus son, misteriosamente, profundamente físicos. Los culturistas con sus trofeos en los desvencijados camerinos de Brooklyn son tan risibles y tan conmovedores como las fotografías de Miss Venice Beach, en las que treinta chicas adolescentes muestran sus traseros a una abigarrada multitud para que los juzguen. La conciencia del cuerpo prevalece sobre la del concurso, porque el hecho de que sea el cuerpo lo que se juzga pone de manifiesto de manera mucho más clara la futilidad de un triunfo que está llamado a no perdurar. «Sería bonito [escribe en su diario en 1962] un libro de fotografías sobre ganadores, desde el premio Nobel hasta el premio Booby, alzando sus trofeos, o su dinero, o sus diplomas, solemnes o sonrientes, o llorando, o ruborizados, en el precario pináculo del paisaje humano.»
Todo en Arbus se filtra a través del cuerpo. Cuerpo consciente (como en el Autorretrato embarazada), cuerpo travestido (Hombre desnudo como mujer), cuerpo intervenido (tatuado o perforado, como los retratos de Jack Dracula), cuerpo anómalo (Enanos rusos en el cuarto de estar, o el Gigante judío), cuerpo poseído (Retrato de Walter Gregory, el loco de Massachusetts, o las series llamadas Untitled sobre síndromes de Down), cuerpos amantes (Pareja bajo linterna de papel), cuerpo enmascarado (Hombre enmascarado en una fiesta), cuerpo desnudo (la camarera nudista)... Donde comienza la conciencia del cuerpo comienza, a la vez, la conciencia del proyecto de Diane Arbus. El cuerpo es, por encima de todo, aquello que no puede ser mirado sin extrañeza, aquello que no puede estar expuesto sino a la desdicha. Todo en Arbus comienza en el cuerpo, y después de señalar hacia otra parte, vuelve a referir al cuerpo. El viaje es circular y autorreferente, comienza y termina en ese lugar en el que se es y no se es máscara, ese lugar que dice y engaña. En cierta medida es como si todos los fotografiados trataran de negar lo que su cuerpo elocuentemente afirma: que están expuestos, indefensos, que son frágiles, que no saben amarse, que son monstruos.
En su novela La pasión según G.H.17, Clarice Lispector discierne de una manera brillante este mismo movimiento que impulsa a Diane Arbus a aproximarse a lo que no puede ser nombrado:
Poseo a la medida que designo; y este es el esplendor de tener un lenguaje. Pero poseo mucho más en la medida en que no consigo designar. La realidad es la materia prima, el lenguaje es el modo como voy a buscarla, y como no la encuentro. Pero del buscar y no del hallar nace lo que yo no conocía, y que instantáneamente reconozco. El lenguaje es mi esfuerzo humano. Por destino tengo que ir a buscar y por destino regreso con las manos vacías. Mas regreso con lo indecible.
El interés por el cuerpo es un interés sin final, es la novela con la que soñaba Kafka y a la que siempre se le podía añadir otro capítulo, sin cerrarla.
En una carta escrita a su marido Allan en noviembre de 1969 durante la realización del proyecto sobre síndromes de Down que luego llamaría Untitled, Diane Arbus habla, por primera vez, de la compulsión como método de trabajo: «El proyecto sobre las mujeres retrasadas me entusiasma. Creo que puedo hacerlo en un año. Es la primera vez que encuentro un tema en el que el centro es la multiplicidad misma. Quiero decir, algo ha cambiado: ya no trato de hacer "la fotografía", ahora sencillamente quiero hacer cientos de ellas». A la primera premisa del proyecto («la fotografía será despiadada o no será») se añade ahora una nueva premisa: «La fotografía será compulsiva o no será». «Regresar con lo indecible» solo puede darse como resultado del proceso del buscar y del no hallar; si se hace una fotografía de una pareja tratando de revelar no lo que esa pareja concreta es, sino la constitución abstracta de su ser pareja, o, pongamos por caso (lo que sería más al gusto de Arbus), la «monstruosidad» de su ser pareja, jamás podrá bastar con una sola fotografía. Pero la seguridad de que no existe «la fotografía», es decir, el objeto que concentre la abstracción en lo concreto, transfiere el sentido de la representación desde la búsqueda del objeto imposible hasta la ejecución de un proceso consciente de su propia nulidad, tras el cual, sin embargo, se «revela el misterio».
Otro de los centros fascinantes del proyecto de Arbus, y quizá el más abiertamente utópico de todos, es el de la apropiación de la intimidad ajena como gran centro articulador de sentido. Si bien es cierto que con cierta frecuencia Arbus confunde sencillamente lo privado con lo íntimo –de ahí su recurrencia a cierto tipo de escenas como los retratos de parejas en sus propias camas o junto a ellas (la cama, objeto donde lo privado y lo íntimo confluyen), o los camerinos en los que se transforman los travestis o se cambian las bailarinas de striptease (donde el camerino es precisamente el no-lugar, el no-espacio en el que se produce la transformación)–––Joven y su esposa embarazada en Washington Square Park.––––