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Para Theresia
Hacía mucho que Robert estaba harto de soñar. Se decía: Siempre me toca hacer el papel de tonto.
Por ejemplo, en sueños le ocurría a menudo ser tragado por un pez gigantesco y desagradable, y cuando estaba a punto de ocurrir llegaba a su nariz un olor terrible. O se deslizaba cada vez más hondo por un interminable tobogán. Ya podía gritar cuanto quisiera ¡Alto! o ¡Socorro!, bajaba más y más rápido, hasta despertar bañado en sudor.
A Robert le jugaban otra mala pasada cuando ansiaba mucho algo, por ejemplo una bici de carreras con por lo menos veintiocho marchas. Entonces soñaba que la bici, pintada en color lila metálico, estaba esperándolo en el sótano. Era un sueño de increíble exactitud. Ahí estaba la bici, a la izquierda del botellero, y él sabía incluso la combinación del candado: 12345. ¡Recordarla era un juego de niños! En mitad de la noche Robert se despertaba, cogía medio dormido la llave de su estante, bajaba, en pijama y tambaleándose, los cuatro escalones y... ¿qué encontraba a la izquierda del botellero? Un ratón muerto. ¡Era una estafa! Un truco de lo más miserable.
Con el tiempo, Robert descubrió cómo defenderse de tales maldades. En cuanto le venía un mal sueño pensaba a toda prisa, sin despertar: Ahí está otra vez este viejo y nauseabundo pescado. Sé muy bien qué va a pasar ahora. Quiere engullirme. Pero está clarísimo que se trata de un pez soñado que, naturalmente, sólo puede tragarme en sueños, nada más. O pensaba: Ya vuelvo a escurrirme por el tobogán, no hay nada que hacer, no puedo parar de ningún modo, pero no estoy bajando de verdad.
Y en cuanto aparecía de nuevo la maravillosa bici de carreras, o un juego para ordenador que quería tener a toda costa –ahí estaba, bien visible, a su alcance, al lado del teléfono–, Robert sabía que otra vez era puro engaño. No volvió a prestar atención a la bici. Simplemente la dejaba allí. Pero, por mucha astucia que le echara, todo aquello seguía siendo bastante molesto, y por eso no había quien le hablara de sus sueños.
Hasta que un día apareció el diablo de los números.
Robert se alegró de no soñar esta vez con un pez hambriento, y de no deslizarse por un interminable tobogán desde una torre muy alta y muy vacilante. En su lugar, soñó con una pradera. Lo curioso es que la hierba era altísima, tan alta que a Robert le llegaba al hombro y a veces hasta la cabeza. Miró a su alrededor y vio, justo delante de él, a un señor bastante viejo, bastante bajito, más o menos como un saltamontes, que se mecía sobre una hoja de acedera y le miraba con ojos brillantes.
–¿Quién eres tú? –preguntó Robert.
El hombre le gritó, sorprendentemente alto:
–¡Soy el diablo de los números!
Pero Robert no estaba de humor para aguantarle nada a semejante enano.
–En primer lugar –dijo–, no hay ningún diablo de los números.
–¿Ah, no? ¿Entonces por qué estás hablando conmigo, si ni siquiera existo?
–Y en segundo lugar, odio todo lo que tiene que ver con las Matemáticas.
–¿Por qué?
–«Si dos panaderos hacen 444 trenzas en seis horas, ¿cuánto tiempo necesitarán cinco panaderos para hacer 88 trenzas?» Qué idiotez –siguió despotricando Robert–. Una forma idiota de matar el tiempo. Así que ¡esfúmate! ¡Largo!
El diablo de los números se bajó con un elegante salto de su hoja de acedera y se sentó al lado de Robert, que en protesta se había sentado entre la hierba, alta como un árbol.
–¿De dónde te has sacado esa historia de las trenzas? Seguro que del colegio.
Robert vio a un señor bastante mayor, más o menos del tamaño de un saltamontes, que se columpiaba en una hoja de acedera y le miraba con ojos relucientes.
–¡Y de dónde si no! –dijo Robert–. El señor Bockel, ese principiante que nos da Matemáticas, siempre tiene hambre, a pesar de estar tan gordo. Cuando cree que no le vemos porque estamos haciendo los deberes, saca una trenza de su maletín y se la devora mientras nosotros hacemos cuentas.
–¡Vaya! –exclamó el diablo de los números, sonriendo con sorna–. No quiero decir nada en contra de tu profesor, pero la verdad es que eso no tiene nada que ver con las Matemáticas. ¿Sabes una cosa? La mayoría de los verdaderos matemáticos no sabe hacer cuentas. Además, les da pena perder el tiempo haciéndolas, para eso están las calculadoras. ¿No tienes una?
–Sí, pero en el colegio no nos dejan usarla.
–Ajá –dijo el diablo de los números–. No importa. No hay nada que objetar a un poco de práctica con las tablas. Puede ser muy útil si uno se queda sin pilas. ¡Pero las Matemáticas, ratoncito, eso es muy diferente!
–Sólo quieres que cambie de idea –dijo Robert–. No te creo. Si me agobias en sueños con deberes, gritaré. ¡Eso se llama malos tratos a menores!
–Si hubiera sabido que eres tan cobardica –dijo el diablo de los números–, no habría venido. Al fin y al cabo, no quiero más que charlar contigo un poco. La mayoría de las veces estoy libre por las noches, así que pensé: Pásate a ver a Robert, seguro que está harto de bajar siempre el mismo tobogán.
–Cierto.
–¿Lo ves?
–Pero no voy a dejar que me tomes el pelo –gritó Robert–. Que no se te olvide.
Pero entonces el diablo de los números se puso en pie de un salto, y de repente ya no era tan bajito.
–¡Así no se le habla a un diablo! –gritó.
Pateó la hierba hasta que quedó aplastada en el suelo, y sus ojos echaban chispas.
–Perdón –murmuró Robert.
Todo aquello estaba empezando a resultarle un poco inquietante.
–Si es tan sencillo hablar de Matemáticas como de películas o de bicicletas, ¿para qué se necesita un diablo?
–Por eso mismo, querido –respondió el anciano–: Lo diabólico de los números es lo sencillos que son. En el fondo ni siquiera necesitas una calculadora. Para empezar, sólo necesitas una cosa: el uno. Con él puedes hacerlo casi todo. Por ejemplo, si te dan miedo las cifras grandes, digamos... cinco millones setecientos veintitrés mil ochocientos doce, empieza simplemente así:
y sigue hasta que hayas llegado a los cinco millones etcétera. ¡No dirás que es demasiado complicado para ti! Eso puede entenderlo hasta el más idiota, ¿no?
–Sí –dijo Robert.
–Y eso aún no es todo –prosiguió el diablo de los números. Ahora tenía en la mano un bastón
de paseo con empuñadura de plata, y lo agitaba delante de las narices de Robert–. Cuando hayas llegado a cinco millones etcétera, simplemente sigues contando. Verás que sigues hasta el infinito. Porque hay infinitos números.
Robert no sabía si creérselo.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó–. ¿Has probado a hacerlo?
–No, no lo he hecho. En primer lugar llevaría demasiado tiempo, y en segundo lugar es superfluo.
Robert se quedó igual que estaba.
–O puedo contar hasta llegar allí, y entonces no es infinito –objetó–, o si es infinito no puedo contar hasta allí.
–¡Mal! –gritó el diablo de los números. Su bigote temblaba, se puso rojo, su cabeza se hinchó de rabia y se hizo más y más grande.
–¿Mal? ¿Por qué mal? –preguntó Robert.
–¡Necio! ¿Cuántos chicles crees que se han comido hoy en todo el mundo?
–No lo sé.
–Más o menos.
–Muchísimos –respondió Robert–. Sólo con Albert, Bettina y Charlie, con los de mi clase, con los que se han comido en la ciudad, en toda Alemania, en América... miles de millones.
–Por lo menos –dijo el diablo de los números–. Bien, supongamos que hemos llegado al último de los chicles. ¿Qué hago entonces? Saco otro del bolsillo, y ya tenemos el número de todos los consumidos más uno... el siguiente. ¿Comprendes? No hace falta contar los chicles. Simplemente saber cómo seguir. No necesitas más.
Robert reflexionó un momento. Luego, tuvo que admitir que el diablo de los números tenía razón.
–También se puede hacer al revés –añadió el anciano.
–¿Al revés? ¿Qué quieres decir con al revés?
–Bueno, Robert –el anciano volvía a sonreír–, no sólo hay números infinitamente grandes, sino también infinitamente pequeños. Y además, infinitos de ellos.
Al decir estas palabras, el tipo agitó su bastón ante el rostro de Robert como si de una hélice se tratara.
Se marea uno, pensó Robert. Era la misma sensación que en el tobogán por el que con tanta frecuencia se había deslizado.
–¡Basta! –gritó.
–¿Por qué te pones tan nervioso, Robert? Es algo enteramente inofensivo. Mira, sacaré otro chicle. Aquí está...
De hecho, sacó del bolsillo un auténtico chicle.
Sólo que era tan grande como la balda de una estantería, que tenía un aspecto sospechosamente lila y que estaba duro como una piedra.
–¿Eso es un chicle?
–Un chicle soñado –dijo el diablo de los números–. Lo compartiré contigo. Presta atención.
Hasta ahora está entero. Es mi chicle. Una persona, un chicle.
Puso un trozo de tiza, de aspecto sospechosamente lila, en la punta de su bastón y prosiguió:
–Esto se escribe así:
Dibujó los dos unos directamente en el aire, como hacen los aviones-anuncio que escriben mensajes en el cielo. La escritura lila flotó sobre el fondo de las nubes blancas, y sólo poco a poco se fue fundiendo como un helado de mora.
Robert miró hacia lo alto.
–¡Alucinante! –dijo–. Un bastón así me haría falta.
–No es nada especial. Con esto escribo en todas partes: nubes, paredes, pantallas. No necesito cuadernos ni maletín. ¡Pero no estamos hablando de eso! Mira el chicle. Ahora lo parto, cada uno de nosotros tiene una mitad. Un chicle, dos personas. El chicle va arriba y las personas abajo:
»Y ahora, naturalmente, los otros de tu clase también querrán su parte.
–Albert y Bettina –dijo Robert.
–Me da lo mismo. Albert se dirige a ti y Bettina a mí, y ambos tenemos que repartir. Cada uno recibe un cuarto:
»Naturalmente, con esto falta mucho para que hayamos terminado. Cada vez viene más gente que quiere algo. Primero los de tu clase, luego todo el colegio, toda la ciudad. Cada uno de nosotros cuatro tiene que dar la mitad de su cuarta parte, y luego la mitad de la mitad y la mitad de la mitad de la mitad, etcétera.
–Y así hasta el aburrimiento –dijo Robert.
–Hasta que los trozos de chicle se vuelven tan pequeños que ya no se pueden ver a simple vista. Pero eso no importa. Seguimos dividiéndolos hasta que cada una de las seis mil millones de personas que hay en la Tierra tenga su parte. Y luego vienen los seiscientos mil millones de ratones, que también quieren lo suyo. Te darás cuenta de que de ese modo nunca llegaríamos al final.
El anciano había escrito en el cielo, con su bastón, cada vez más unos de color lila bajo una raya lila infinitamente larga.
–¡Vas a pintarrajear el mundo entero! –exclamó Robert.
–¡Ah! –gritó el diablo de los números hinchándose cada vez más–. ¡Sólo lo hago por ti! Eres tú el que tiene miedo a las Matemáticas y quiere que todo sea lo más fácil posible para no confundirse.
–Pero, a la larga, estar todo el tiempo utilizando unos es una verdadera lata. Además es bastante trabajoso –se atrevió a objetar Robert.
–¿Ves? –dijo el anciano, borrando descuidadamente el cielo con la mano hasta que desaparecieron todos los unos–. Naturalmente, sería mucho más práctico que se nos ocurriera algo mejor que sólo 1 + 1 + 1 + 1... Por ese motivo inventé todos los demás números.
–¿Tú? ¿Dices que tú has inventado los números? Perdona, pero eso sí que no me lo creo.
–Bueno –dijo el anciano–, yo o algunos otros.
Da igual quién fue. ¿Por qué eres tan desconfiado? Si quieres, no me importa enseñarte cómo se hacen todos los demás números a partir del uno.
–¿Y cómo es eso?
–Muy fácil. Lo hago así:
–El siguiente es:
–Probablemente para esto necesitarás tu calculadora.
–Tonterías –dijo Robert:
–¿Ves? –dijo el diablo de los números–, ya has hecho un dos, sólo con unos. Y ahora por favor dime cuánto es:
–Eso es demasiado –protestó Robert–. No puedo calcularlo de memoria.
–Entonces, coge tu calculadora.
–¿Y de dónde la saco? Uno no se trae la calculadora a los sueños.
–Entonces coge ésta –dijo el diablo de los números, y le puso una en la mano. Tenía un tacto extrañamente blando, como si estuviera hecha de masa de pan. Era de color verde cardenillo y pegajosa, pero funcionaba. Robert pulsó:
¿Y qué salió?
–¡Estupendo! –dijo Robert–. Ahora ya tenemos un tres.
–Bueno, pues ahora no tienes más que seguir haciendo lo mismo.
Robert tecleó y tecleó:
–¡Muy bien! –el diablo de los números le dio unas palmadas en la espalda a Robert–. Esto tiene un truco especial. Seguro que ya te has dado cuenta. Si sigues adelante no sólo te salen todos los números del dos al nueve, sino que además puedes leer el resultado de delante atrás y de detrás adelante, igual que en palabras como ANA, ORO o ALA.
Robert siguió intentándolo, pero al llegar a
la calculadora entregó su espíritu. Hizo ¡Puf! y se convirtió en una pasta verde cardenillo que se escurría lentamente.
–¡Maldición! –gritó Robert, quitándose la masa verde de los dedos con el pañuelo.
–Para eso necesitas una calculadora más grande. Para un ordenador decente una cosa así es un juego de niños.
–¿Seguro?
–¡Claro! –dijo el diablo de los números.
–¿Y siempre sigue así? –preguntó Robert–. ¿Hasta que te aburras?
–Naturalmente.
–¿Has probado con...
–No, no lo he hecho.
–No creo que resulte –dijo Robert.
El diablo de los números empezó a hacer la cuenta de memoria. Pero al hacerlo volvió a hincharse amenazadoramente, primero la cabeza, hasta parecer un globo rojo; de furia, pensó Robert, o por el esfuerzo.
–Espera –gruñó el anciano–. Sale una verdadera ensalada. ¡Maldición! Tienes razón, no resulta. ¿Cómo lo has sabido?
–No lo sabía –dijo Robert–. Simplemente lo adiviné. No soy tan tonto como para hacer un cálculo así.
–¡Desvergonzado! En las Matemáticas no se adivina nada, ¿entendido? ¡En las Matemáticas se procede con exactitud!
–Pero tú has dicho que eso era siempre así, hasta el aburrimiento. ¿Acaso no es eso adivinar?
–¿Qué estás diciendo? ¡Quién te has creído que eres! ¡Un principiante, y nada más! ¿Pretendes enseñarme cuántos son dos y dos?
A cada palabra que decía, el diablo de los números se volvía más grande y más gordo. Jadeó para coger aire. Robert empezaba a tenerle miedo.
–¡Enano de los números! ¡Cabeza hueca! ¡Montón de mocos! –gritó el anciano, y apenas había dicho la última frase cuando explotó de rabia, con un fuerte estallido.
Robert se despertó. Se había caído de la cama. Estaba un poquito mareado, pero aun así no pudo por menos que reírse al pensar cómo había arrinconado al diablo de los números.