PRÓLOGO
CIELO ES UN LUGAR
DONDE NUNCA,
NUNCA PASA NADA
«Los Santos, los Niños,
las Flores y las Aves, los locos, esos bienes gratuitos que nos
vienen de no se sabe dónde, esporádicos e inocentes. Sin ellos, la
vida sería imposible».
BLAISE CENDRARS,
La parcelación del cielo
EL PRIMER LIBRO DE CENDRARS que cayó en mis manos
fue una edición francesa de bolsillo de La parcelación del
cielo. Era el año 2003, fue una recomendación con préstamo que
devoré, más por amor al prescriptor que por interés en un autor
hasta entonces desconocido. Durante estos años he leído más libros
de Cendrars, pero ninguno ha causado en mí tanto impacto como éste.
«Será por el enamoramiento», me dije, «lo leí en un rapto amoroso»,
me repetí, «mi juicio sobre este libro nunca será objetivo», añadí
aún a sabiendas que todo juicio es subjetivo y los míos, más aún.
«No aguantará una segunda lectura», concluí, con cierta
tristeza.
Me equivoqué en casi todo. Este libro sigue
siendo un libro extraordinario, aparentemente desordenado,
abocetado e irregular, con un aliento poético poco común que se
desgrana en enumeraciones, letanías, descripciones aterradoras,
humor y amor a raudales, que yo no he encontrado en ninguno de sus
otros libros, menos aún en su poesía. Un libro escrito a impulsos
feroces, como en un rapto de amor.
Un libro loco, un libro niño, un libro flor,
un libro pájaro. Un libro santo y levitador que vuela entre
aviadores, hijos muertos en el aire, aves y pequeños pájaros
libadores, constelaciones antiguas y constelaciones nuevas. Entre
los incesantes bombardeos. Y, como san José de Cupertino, uno de
los personajes que en él aparecen, unas veces vuela hacia adelante
y otras, hacia atrás.
Los libros de Cendrars, y más aún los llamados
autobiográficos —El hombre fulminado, La mano cortada,
Trotamundear y La parcelación del cielo—, están
siempre entreverados con su vida y sus viajes. No está de más,
pues, que nos acerquemos, en grandes trazos, a lo que fue la
existencia imprecisa de este hombre fabuloso e «inflamado», poseído
por la vida, calificado de aventurero y, como tal, siempre en busca
de un país inexistente para la cartografía pero inabarcable en su
corazón: el país de las letras, la escritura.
Hijo de un hombre de negocios y de una mujer
con ciertas veleidades artísticas, Frédéric-Louis Sauser nace el 1
de septiembre de 1887 en La Chaux-de-Fonds, en el cantón suizo de
Neuchátel. Su infancia, tal y como se lee en sus libros, trancurre
de un lugar a otro: Egipto, Nápoles, Basilea, Alemania, hasta que
en 1901 su padre lo matricula en la Escuela de Comercio de
Neuchátel para que siga sus pasos. Imposible. Dice la leyenda que,
en 1904, se escapó por la ventana de la casa familiar para viajar a
Moscú y San Petersburgo como aprendiz de un joyero. Y allí
permanece hasta 1907, en plena efervescencia revolucionaria,
enamorado de las piedras preciosas, de la poesía, de los libros que
leía en la biblioteca Imperial, de su libertad y de una joven rusa,
Héléne Kleinmann, que no tardaría en convertirse en fantasma pues,
según el escritor Cendrars, se la mataron por revolucionaria. A
ciencia cierta, poco se sabe de esa muerte, aunque la realidad
parece estar más cerca del suicidio —un tema recurrente en la obra
de Cendrars— que del asesinato político.
Otra muerte, la de su madre, hace que
desaparezca del mundo hasta 1909, en que intenta estudiar de nuevo:
literatura, medicina, música... Devora sin criterio aparente todo
libro que llega a sus manos de estas disciplinas y de otras, como
la patrología latina. En 1910 actúa de figurante en la Monnaie de
Bruselas, pero también está en Londres y en París, regresa a San
Petersburgo con la familia de su amada, y viaja a Nueva York. Allí,
en abril de 1912, firma su primer poema con el seudónimo Blaise
Cendrart que luego se convertiría en Cendrars, un nombre adecuado
para alguien que se consume al crear —Blaise, de braise,
brasa, y Cendrars, de cendre, ceniza— una y otra vez, y,
como el ave fénix, resurge de sus cenizas cada vez que se reaviva
la llama. Ese mismo año se instala en París, donde fundará una
editorial y empezará a frecuentar a Apollinaire, Chagall, Léger,
Modigliani, Archipenko, Cravan y a los Delaunay. Muchos de ellos,
fascinados por sus ojillos pequeños y vivarachos y su nariz
contundente no dudarán en retratarlo.
Hasta aquí, el arte: simbolismo, escuela de
París, disputas en los cafés, alcohol, el extraordinario
poema-cuadro La prosa del transiberiano y de la pequeña Jehanne
de Francia, una composición que firma junto a Sonia Delaunay,
la admiración hacia Rémy de Gourmont, siempre su maestro, cuyos
libros se aprende casi de memoria.
A partir de aquí, una boda con Féla Poznanska,
la polaca con la que mantenía una relación desde 1909 y que le dio
tres hijos —Odilon, Rémy y Miriam—, y, sobre todo, la guerra: en
1914 se alista en el ejército francés y participa en la ofensiva de
Somme y Champaña donde en 1915, debido a una herida fatal, han de
amputarle el brazo derecho, aquel con el que escribía.
La divisa nervaliana, «Je suis l'autre», que
Cendrars había adoptado en 1912 con la veleidad del hombre
inquieto, ávido de experiencias artísticas, se convierte en
necesidad: el escritor diestro se convierte, con esfuerzo, en
escritor zurdo. Dolorido y renegado, ha sepultado su mano perdida
bajo las cenizas de los cadáveres calcinados de sus compañeros de
batalla. A partir de entonces, Frédéric-Louis dejará de existir y
el otro, Blaise, continuará viviendo, viajando siempre hacia la
luz, escapando de la oscuridad, del gran saco de carbón en que la
guerra ha convertido el mundo. Es ahora cuando, del hombre mutilado
nace el escritor extraordinario y «desplegado», según su amigo y
admirador Henry Miller, que le consideraba «el más gregario de los
hombres y sin embargo un solitario (.) hombre de profunda intuición
e invencible lógica. La lógica de la vida. La vida primero y ante
todo». Aquel que —y sigo citando a Miller, capítulo III dedicado a
Blaise Cendrars de Los libros de mi vida— «rindiendo culto
a la vida y a la verdad de la vida, se acerca más que cualquier
autor de nuestros tiempos a revelar la fuente común de las palabras
y los hechos. Restaura a la vida contemporánea los elementos de lo
heroico, lo imaginativo y lo fabuloso».
El año 1916, el de su nacionalización como
ciudadano francés, es calificado por él mismo de terrible.
Estancias en Biarritz, Cannes, Niza, y en la primavera de 1917
regreso a París. Acostumbrado ya a su mano izquierda, comienza un
periodo de escritura sin fin en la que retoma el aliento
interrumpido por la guerra, pero interesado ya en otras aventuras:
el cine —Cocteau, Gance—, el teatro y la edición. En La Siréne se
encarga de reeditar los Cantos de Maldoror y publica su
Antología negra, una colección de relatos africanos de
tradición oral. Poco, como de costumbre, va a durar el
sedentarismo: en 1924 embarca hacia Brasil, que será, desde
entonces, su tierra prometida, el país de la utopía, donde el
escritor se mezcla con «los hombres que realmente ama, los hombres
que lucharon a su lado en las trincheras y a los que vio barrer
como ratas, los gitanos de la Zona con los cuales convivió en los
buenos días de antes, los estancieros y otras figuras del escenario
sudamericano, los porteros, los conserjes, los mercaderes, los
camioneros y "gente sin importancia"» (Henry Miller
dixitt). No sólo es la gente lo que fascina a Cendrars,
también la naturaleza salvaje, ubérrima, palpitante y libre, llena,
llenita de aves y estrellas nuevas en un cielo que parece ser el
reverso del de Europa, infestado de bombas, aviones y santos.
Regresa a París en unos meses y se pone manos a la obra: en 1925,
Grasset publica El oro, una novela que había comenzado
años antes y que le dará cierta fama entre el gran público. En 1926
vuelve a Brasil y a su regreso publica, entre otros libros,
Moravagine. En 1927 hace su último viaje a la tierra de
los pájaros mil-colores.
Hasta que la guerra regresó a buscarlo,
siguieron las publicaciones incesantes, casi un premio Goncourt y
una nueva vía para su escritura, el reportaje literario, al que se
dedicó con creciente interés hasta el fin de sus días. El primero
de todos, Rhum. L'aventure de Jean Galmot, fue publicado
por Vu, pero a este siguieron trabajos similares para
Excelsior, Paris-Soir, y un viaje a Hollywood, con
reportaje incluido, para supervisar la adaptación al cine de El
oro.
Blaise Cendrars, macuto, cámara y cuaderno de
notas en mano, recorrió los grandes escenarios de los primeros años
de la Segunda Guerra Mundial como corresponsal de guerra para el
ejército inglés. La rendición de Francia en 1940 le desespera y le
asusta de tal manera que se exilia en Aix-en-Pro-vence, esperando
que nadie le conozca, destruyendo sus papeles y ocultándose de los
alemanes. Reaparece en 1943 pero, en ese tiempo, no ha dejado de
escribir: se publican sus poesías completas en 1944; en 1945
aparece el primer volumen de sus llamadas autobiografías, El
hombre fulminado, mientras su hijo Rémy muere en Marruecos en
un accidente aéreo; en 1946 el segundo volumen de memorias, La
mano cortada; en 1948, el tercero, Trotamundear y, al
fin, en julio de 1949, La parcelación del cielo.
Sesenta y dos años ya, dos guerras, una mano
olvidada por el camino, los compañeros de lucha y los compañeros de
arte muertos todos en sus respectivos campos de batalla, mas ahí
sigue el viejo ave fénix, ligado infatigablemente a la palabra,
escribiendo para acompañar a grandes fotógrafos como Manzen y
Doisneau, entrevistado, analizado, hemipléjico desde 1956. Entre
1960 y 1965, sus editores en Francia, Denoel, publicaron su obra
completa en ocho volúmenes. Alguno llegó a ver pues murió en París
el 21 de enero de 1961. Según Enrique Molina, en el prólogo a su
traducción de Prosa del transiberiano y de la pequeña Jehanne
de Francia junto a Panamá o las aventuras de mis siete tíos,
escrito el mismo año de la muerte de Cendrars, el niño que se había
escapado por la ventana de su casa en Neuchátel para no volver
jamás, salió hacia el cementerio de Batignolles también por la
ventana. Las ventanas (encontrarán muchas en este libro, pero esa
es otra historia interminable). El vuelo. El viaje. Otra vida. La
otra vida.
Claude Leroy, que ha dedicado muchas páginas a
Cendrars, encuentra en sus primeros años una tendencia al
simbolismo, que se traduce, principalmente, en un gusto por las
palabras raras y los epítetos, y una suerte de «erotismo místico y
perverso» (no hay que olvidar que uno de sus hijos se llamaba
Odilon). Es marcada la influencia inicial y sempiterna de Rémy de
Gourmont, que no tiene tanto que ver con el estilo sino con la
percepción de la vida y de la vida a través de la escritura: «Estar
por encima de todo. Despreciarlo todo y amarlo todo. Saber que no
hay nada y que sin embargo esa nada lo contiene todo» (Rémy de
Gourmont, Pasos en la arena). Y no hay duda de la
fascinación que ejercieron en él la mística y la alquimia, la
traducción de la Gran Obra algo que, como señala David Martens en
su artículo «D'un Gourmont l'autre. Le premier des masques de
Blaise Cendrars», Fabula lht, 1 de marzo de 2008,
es patente en el fragmento de La parcelación del cielo
donde el aprendiz de joyero dibuja las constelaciones con un
mosaico de piedras preciosas: «Este fragmento, que cristaliza la
conjunción sugerida entre el acto de escribir y las operaciones del
Gran Arte, roza el corazón de uno de los puntos fundamentales de la
poética cendrarsiana, que consiste, según una fantasía alquímica,
en dar la vida por medio de la escritura». En el libro de Henry
Miller ya citado encontramos lo siguiente: «Quizá con otra mirada
que comprenderemos mejor más adelante y de todos modos con igual
amplitud, violencia, humor, ternura y religioso —sí, religioso—
fervor, Cendrars nos da el equivalente francés de lo vertido por
Dovstoievski en obras como El idiota, Los poseídos y
Los hermanos Karamazov. Un poco de todo hay, desde mi
profano punto de vista. Yo diría que leer a Cendrars es como leer a
Michaux, pero sin corsé. De hecho, el escritor de origen belga,
mucho más reconocido y valorado en el canon de la literatura
universal, es sólo una generación más joven que Cendrars, de
extracción social similar, con el mismo anhelo por la poesía, el
viaje y el arte, también nacionalizado francés luego con la misma
pasión por Francia y París, pero sin la necesidad de vivir la vida
al límite y la compasión por la humanidad que llevó a Cendrars a
combatir en las dos guerras.
Para terminar, dos trazos solamente, no se
asuste el lector.
PRIMER TRAZO: el título. La parcelación
del cielo. Esa división del cielo aparece entre líneas desde
la primera parte del libro con esas pequeñas aves multicolor que no
remontan el vuelo lejos de casa, que cantan como si lloraran y
rieran al mismo tiempo, que se elevan en su parcela de cielo pero
mueren antes de llegar a otra. Y son, para el escritor y para la
niña moribunda a quien quiere enseñar esos pájaros, la esperanza,
«esa cosa con plumas que se posa en el alma». Son un pedazo, un
lote, un trocito del cielo brasileño, del Brasil inspirador y
salvaje. El cielo también es territorio parcelado de los aviadores
sin patrón y de los santos levitadores, el mayor de todos ellos,
aunque no el más inteligente, san José de Cupertino, un alma simple
que diciendo a todo amén conseguía remontarse, cual pájaro, a las
copas de los altares y los árboles. Ellos dominan la segunda parte
del libro mientras que en la tercera son las constelaciones quienes
reclaman su parcela. De nuevo, o antes, en un vuelo hacia atrás, el
poeta está en Brasil para visitar a un misántropo enamorado, no de
la luna o de la Osa Mayor, sino de una constelación nueva, propia,
a la que ha llamado «La torre Eiffel sideral». Esta constelación
retrotrae al autor hasta su adolescencia en San Petersburgo, a ese
cielo parcelado por constelaciones a su vez parceladas por piedras
preciosas. Aves, santos, constelaciones no son más que una excusa
para escapar de la negrura, de la oscuridad, de la nada, último o
primer protagonista, según se mire, de esta historia, que también
reclama un pedacito de cielo. Esa nada no es sólo silencio o
soledad, es el silencio y la soledad que se advierten tras una
masacre, en mitad o al final de la batalla. Cielo es un lugar donde
sucede todo: la vida, la muerte y el amor. Y esto me lleva al
segundo trazo (y razón de que yo, iletrada, este escribiendo este
prólogo).
SEGUNDO TRAZO: el rapto de amor. La persona
que me dio este libro en aquel lejano ya 2003 era alguien que me
hacía levitar, volvía yo a volar, a bajar escalones de cinco en
cinco, largos tramos sin poner los pies en el suelo, como cuando
era niña. Esa sensación estaba descrita en La parcelación del
cielo: en los vuelos histéricos de los santos levitadores, esa
misma enajenación amorosa, esa «pequeña muerte»: «esa cadena, ese
collar que Tú me has puesto alrededor del cuello para liberarme y
del que estás suspendido como un carbunclo que me fulmina y me
imanta; tus brazos, tus piernas, tus dedos, tus insoportables
caricias, tu soplo que me acaricia la punta de la lengua, tu
respiración que la hace moverse y vibrar en tu presencia. Y esto no
es una confesión, pues tú lo sabes todo ya, oh inefable, y yo no sé
ya lo que digo, pues tu boca me sella los labios cual carbón
ardiente, y no puedo hablar, y exploto, una eyaculación, la Vida
Nueva: ¡Aleluya!». Encontrar en Cendrars lo que estaba en los
místicos, pero como cubierto de barro, de pena, de vuelos nocturnos
y de tristeza, me sobrecogió, tonta de mí. En esta segunda lectura,
me sigue sobrecogiendo aunque ahora, por circunstancias de nuevo
amorosas —¿qué es el amor sino vuelo?—, pienso continuamente en
pájaros, en vencejos a los que les cuesta posarse y hacer un nido.
También están en Cendrars.
Aquí les abandono. Es la hora de Cendrars. Una
recomendación: lean despacio y lean sin esperar nada. Lean con el
estómago, lean como si hubieran perdido la mano derecha y les
pasará lo que a mí y a Henry Miller: «Leyendo a Cendrars hubo
momentos que dejaba el libro para frotarme las manos de entusiasmo
o desaliento, de angustia o desesperación». Frótense las manos pero
como Miller o como yo, sigan leyendo.
MARÍA
CASAS
EL JUICIO
FINAL
Solamente las aves, los
niños y los santos son interesantes.
DECLARACIÓN DE O.W. DE MILOSZ A ARMAND GODOY
A la Loca de San
Sulpicio
1
MIENTRAS SE LEVABA EL ANCLA.
—Godverdam, como suba a ese sucio animal, me
veré obligado a...
Ese sucio animal, tal como lo
calificaba el contramaestre a gritos con su megáfono, era un
perfecto insectívoro, un oso hormiguero bandeira de más de
dos metros de altura con el que ya había estado varias veces a
punto de caer al agua al abrazarnos amistosamente, yo en inestable
equilibrio sobre el último peldaño de la escala del vapor al que
los remolcadores del puerto hacían ya pivotar para hacerse a la mar
y el gran animal, con su absurda cola en forma de bandera y su
larga nariz más absurda todavía en forma de caperuza invertida, de
pie, en la parte de atrás de la piragua de su amo, un viejo negro
tuerto que se las tenía para mantener el esquife en medio de las
aguas cenagosas que las hélices del vapor comenzaban a remover
esbozando una estela, un trazo de espuma desde Pernambuco hasta
Cherburgo, una travesía de dieciocho días.
Levanté la cara.
Perpendicularmente por encima de mí, el
contramaestre aullaba juramentos y amenazas con su megáfono,
invectivas que no llegaba a distinguir con el ruido del motor
haciendo molinetes y el tercer toque de sirena que lanzaba el
emocionante pitido del adiós. Todo era nerviosismo en el puente,
agitación, griterío a izquierda y derecha del contramaestre, a lo
largo de la barandilla, con las cabezas de los pasajeros a las que
un rayo de sol oblicuo, al insinuarse entre los espacios de las
velas extendidas en el puente, decapitaba subrepticiamente por
detrás y las hacía oscilar todas a la vez, con las caras
congestionadas, mientras la altiva nave blanca se inclinaba, los
cobres de los camarotes se iluminaban y apagaban como candilejas de
teatro, la escala a la que me hallaba agarrado era alzada sin
previo aviso, el oso hormiguero me seguía con la mirada en mi
subida mientras me tendía sus robustas manos de largas uñas, la
piragua se engolfaba bajo la escala evitándola por los pelos y la
voz del viejo negro me prevenía:
—Tómelo, senhor. Se lo vendo por
poco, sin sacar casi beneficio. ¡Bicho tan bonito!¡Un
animal tan bien adiestrado...!
Ya era tarde para eso. Nos estábamos haciendo
a la mar. La piragua se balanceaba ya a distancia de donde
estábamos. El negro había regateado durante mucho tiempo, como no
queriendo separarse del animal. La ya replegada escala llegaba al
nivel de la barandilla y un sonriente marino me daba la mano para
saltar al puente.
—No vuelva a las andadas, señor Cendrars —me
dijo el contramaestre—. Ha podido romperse la cabeza o caer al
agua. El capitán me va echar una bronca. Menos mal que, gracias a
Dios, no ha comprado ese sucio animal.
Tenía razón. Como no hubiera metido a toda la
tripulación en la bodega a la caza de hormigas durante toda la
travesía, ¿cómo podría haber hecho para alimentar a esa
extravagante bestia de selva virgen que se nutre exclusivamente de
hormigas y sus huevos? En la selva, este desdentado que se mueve
pesadamente apoyado en el dorso de sus manos, con las uñas al aire,
hunde su larga cabeza en forma de embudo en un hormiguero, la mete
hasta las orejas, balancea su cola flameándola cual bandera, lo que
es señal de gozo, lanza no sé a cuantos metros una viscosa lengua
delgada como un hilo y segrega una saliva dulzona que tanto gusta a
las hormigas, y cuando su lengua queda cubierta de miles y miles de
ellas que se remueven pero sin lograr despegarse, ese curioso
animal debe apretarse el ombligo con un dedo para poner en marcha
un secreto muelle que hace que su lengua se rebobine como un sedal
de pesca a una velocidad increíble. Se le suele ver apoyado en su
trasero junto a un agrietado termitero deglutiendo y guiñando los
ojos con un gesto de satisfacción. El oso hormiguero es un gran
perezoso y también absolutamente inofensivo, pero hay que guardarse
de caer en sus brazos, pues su abrazo, en un simple movimiento
reflejo, resulta mortal al ser su fuerza, sin que él lo sepa,
prodigiosa y sus largas uñas, vueltas hacia atrás e inútiles,
afiladas como cuchillos. Es plañidero. Se le domestica fácilmente.
Me he topado con ellos en muchos sitios. Algunos de estos ermitaños
vagabundos llegan a medir tres metros desde la punta del hocico
hasta el extremo de la cola. Su pelo es largo y lacio, y, como el
de la cabra de Cachemira, de un gris apagado mezclado de oscuros
rizos. Pero jamás había visto un tan bello ejemplar como el
tamanduá que no conseguí en Pernambuco. Lo echaré de menos
durante toda la vida, pues tener un animal tan extravagante como
compañero te hace abrir los ojos a los misterios de la creación y
reflexionar sobre el absurdo de toda esa larga historia de la
evolución de los seres. Tener un compañero que te emociona, un
compañero de ruta pegado a ti como él, te hace reír desde que te
levantas hasta que te acuestas. Quizás es Dios. Es misterioso de
costumbres y forma de pensar y sus formas son incomprensibles.
Nadie me ha podido decir cómo era su cagarruta, si es como la de
las cabras. En cualquier caso, las hormigas se la comen.
2
EL GELRIA ERA UNO DE ESOS PERFECTOS vapores
hecho para navegar, de esos que se veían surcando los siete mares
del globo antes de la era de los transatlánticos de lujo fruto de
la competencia de compañías, la competición de nacionalismos,
cruceros mundanos de propaganda, esnobismo, turismo e intrusión del
arte decorativo en la construcción naval, que asombra con sus
instalaciones y mobiliarios destinados al incendio. Era una de esas
«jaulas de gallinas» que se alzan sobre el agua, uno de esos
entrañables, antiguos y buenos barcos que fueron destruidos durante
la Gran Guerra y la Guerra Mundial. Era holandés, pero yo me movía
por él con total libertad: la tripulación me conocía por haber
hecho cinco o seis veces la travesía con ellos. Esperaba su paso
por la costa de Brasil para poder embarcar mis animales, pues
solamente en un barco holandés se sabe cuidar de ellos. Durante la
travesía, Gasperl, su carpintero, para quien según la tradición de
la vieja marina todos los animales de a bordo estaban en una casa
de huéspedes, cuidaba de mis pequeños protegidos confeccionándoles
cajas y jaulas muy prácticas, manejables y confortables, haciendo
una obra de ebanista del mucho cariño y gusto que ponía en ello,
así como por su sentido adivinatorio de las necesidades, costumbres
y caracteres de los animales, sin olvidar su ingeniosidad para
acondicionar en las jaulas y en las cajas dobles fondos,
compartimentos, cajones secretos para burlar las aduanas y pasar
así botellas de ron blanco y paquetes de puros que traía para mis
amigos. También les traía animales sin ánimo de negocio (como se
creía ese idiota de Serrhuis, el contramaestre, que me había
impedido la compra del espléndido oso hormiguero de Pernambuco):
titis para los bailarines de los Ballets suecos de Rolf de Maré y
pajaritos para una niña que era a quien más quería en el mundo, a
la que no dejaba de traerle en cada viaje a Brasil una de esas
espléndidas criaturas.
Pero esta vez yo había verdaderamente
exagerado y el contramaestre tenía mucha razón en su malhumor y en
sus amenazas con retirarme los privilegios de que gozaba a bordo.
Había embarcado en Río sesenta y siete titis-león de melena
oxigenada, una raza en vías de extinción que sólo se encuentran en
una isla, detrás de Paqueta, al fondo del golfo de Guanabara. Son
unos frágiles principitos a los que alimentaba con bananas del
lugar, arroz, pechuga de pollo. Los había instalado en mi camarote
para evitarles la promiscuidad con los otros animales y, en Bahía,
había reclamado un gran camarote de lujo que había libre justo en
frente del mío para tenerlos al abrigo de los 250 «siete colores»,
que son unas aves tropicales de las cuales ningún ejemplar ha
logrado franquear el Atlántico, razón por la cual arramblé con
todos los que pude encontrar en las pajarerías de Bahía, estando
seguro que de esos 250 no llegaría a mostrar vivo más que uno a la
chiquilla que tanto quería. Todo eso me costaba una pequeña
fortuna, y es debido a su amor al dinero por lo que, según él, me
lo gastaba «como un animal por animales», por eso y no por los
otros argumentos que yo argüía para convencerle de que el capitán
había acabado concediéndome el gran camarote libre, facturándomelo
desde luego, para la buena administración general, con one
parrot, es decir una libra esterlina, precio que se paga por
la pensión de cada uno de esos loros que tanto abundaban en el
taller del carpintero, unos grisazulados de trencillas rojas, el
pillo más sutil de los loros de Brasil.
—Contramaestre, ¿de qué me amenazaba cuando
estaba regateando por ese gran oso hormiguero con el viejo negro de
Pernambuco, que yo no lograba entenderle a pesar de su gangoso
altavoz? —le pregunté una tarde que nos paseábamos por el
puente.
—De contar cada uno de sus monitos y de cada
pajarito por los que debía pagar one parrot. Mi
contabilidad quedaría así en regla con la Compañía; y también para
curarle de una manía, de su ridículo cariño por los animales, de su
curiosidad...
—¿De verdad? Ese oso hormiguero me tocó
directamente el corazón y lo echaré de menos toda mi vida. Pero
vamos a tomarnos algo y fumarnos una pipa.
Nos instalamos en el bar.
Al cabo de una hora, Serrhuis, que apenas
hablaba, me dijo: —No sé cómo tomarle, señor Cendrars, pero lo
cierto es que es imposible negarle nada.
—¿Por qué me dice eso, contramaestre? —Por sus
monos, por sus pájaros. —¿No tiene la conciencia tranquila?
—No es normal. No se instalan animales en un
camarote de lujo. —Pero usted sabe bien que no hay inspectores a
bordo y que yo desembarco en Cherburgo. —¡Menos mal!.
Serrhuis se angustiaba temiendo una denuncia
de alguien y, por mi parte, no estaba tranquilo. Mis monitos los
veía tristes y, además, cada mañana tenía que arrojar un pájaro
muerto al agua. ¿Podría ser que la chiquilla de Batignolles llegara
a ver alguno vivo?
—¡Barman, ponga otro!...
Serrhuis volvió a encender su pipa, quedando
envuelto en humo y de silencio. Meditaba.
Un gramófono lanzaba un blues.
Algunos pasajeros bailaban entre las mesas.
No se puede llevar un pajarito muerto o
disecado a una chiquilla querida. —¡Barman, ponga otro!...
Seguía reteniendo al contramaestre gracias a
las copas, ahogando sus escrúpulos de contable. —¡Skal!
—¡Skol!
Me hacía reír, pero no tanto como lo hubiera
hecho el oso hormiguero.
Ni la noche ni el vapor avanzaban
deprisa.
Yo quería llegar cuanto antes para darle una
alegría a la chiquilla.
¡Oh, las maravillas del mundo!...
—Barman.
3
EL «SIETECOLORES» ES UN AVE DEL TRÓPICO de la
talla de ese mirlo nuestro de mirada descarada; pero,
contrariamente al mirlo, ese espadachín fogoso, negro, liso y
encorsetado, el «sietecolores» está siempre asustado, es una bola
de plumas desgreñada, fuera de sí, que se mueve como esa borlas de
plumas que jugando se arrojan al aire. Es un pájaro pasivo,
atolondrado.
Se dice que, si se exceptúan dos especies, la
pitón sagrada de la India y la víbora cornuda de Formosa, en Brasil
se dan todas las especies de serpientes del mundo además de las
suyas propias, razón por la cual a esta ardiente tierra, infierno
de la selva virgen, se la llama el Paraíso de las
Serpientes. Pues bien, imaginen que, exceptuadas dos clases de
plumas, las del pavo real y las del pájaro-lira, el «sietecolores»
muestra, punteado en su negro jubón, un par de todas las clases de
plumas distintivas con las que se enorgullecen y se pavonean todas
las aves del mundo, razón por la cual, cuando los indígenas llaman
a este arlequín «sietecolores», quieren dar a entender que es un
auténtico arco iris, un ser que vive de la luz, un rocío, un
espíritu, un soplo, un pálpito de felicidad, razón también por la
que tienen tantos enjaulados. No hay choza que no tenga el
suyo.
Cuando se divisa un despegue de «sietecolores»
en un claro de la selva virgen, por donde se lanzan por millares,
es un asombro, y la impresión admirativa y patética que uno siente
viendo esa nube de alas, de plumas multicolores, de centelleos y de
reflejos de sol cual si fueran millones de piedras preciosas que se
disolvieran en una ardiente atmósfera palpitando sobre el sombrío
fondo de la selva, eso queda grabado en el recuerdo. Es
maravilloso. Y veinticinco más tarde, cuando vi la primera película
en color sobre la explosión del volcán de Bikini y el prodigio de
la fantástica formación de su champiñón de nubes, ese terrorífico
fenómeno me hizo pensar en el despegue de esas aves en pleno sol
del trópico, en el círculo mágico del claro de la profunda selva
virgen, como una imagen y el símbolo de la desintegración de la
materia.
A cierta escala, todo es mágico para el hombre
que se siente excluido de la naturaleza al que ni los
perfumes, ni los colores ni los sonidos le
responden.
Pero no era solamente para que mi muchachita
admirara esa extraordinaria exhibición de plumas que es su aparejo
por lo que yo me empeñaba en traer viva una de esas espectaculares
aves, sino también para que la niña de Batignoles, que vivía cerca
del túnel y que no cesaba de oír durante el día el silbido de los
trenes que se sumergían en él, oyera en vivo su voz, su grito. Y
digo su voz, digo su grito al no atreverme a decir su canto, pues
cómo definir el gorjeo del «sietecolores» que, una vez oído, se
transforma instantáneamente en el más asombroso juguete mecánico
que se pueda oír. No es necesario darle cuerda para que se ponga en
marcha. Cuando le entran ganas de emitir sonidos, se revuelca en el
suelo, le entra el baile de San Vito, lo que le hace pivotar dos o
tres veces sobre sí mismo batiendo unas semirrígidas alas, después
gira la cabeza hacia la cola, abre un ancho pico y como en éxtasis
deja brotar de su garganta que se infla y que palpita debido al
esfuerzo un resoplido, un gargarismo, un pitido de válvula atascada
expulsando vapor, sonando finalmente como un estridente pitido de
locomotora desbocada, pitido que se estrecha acompañado de jadeos,
acabándose tal éxtasis según el grado de resistencia de sus cuerdas
vocales y las capacidades del ejemplar, o bien en una larga cascada
de risas, o en un desgarrado estertor, o en una secuencia de
sollozos. Produce un efecto de lo más cómico. Entonces, extasiado,
vuelve en sí, se sacude y se pone a volar, pero mientras está en
esa situación, se le puede echar mano y capturarlo. No hay ni un
chaval indígena que no tenga alguno de esos juguetes. No hay cabaña
en cuya puerta no haya jaula sin ellos. Los chavales ríen cuando
canta, lo que se produce varias veces al día, más por artimaña que
por ceremonial. Un cri-cri, un juego, un saludo. Muy necesario en
la selva, en donde una simple hoja que se mueve provoca
miedo.
Personalmente, lo que más me sorprende de
ellos es esa mirada de ultratumba, de otro mundo, ¿pues dónde está
el cementerio de las aves? ¿No se ha extrañado nadie alguna vez de
esa mirada impersonal, casi de eternidad, que el Ave no hace pesar
sobre ti pero con la que te traspasa como si uno no fuera opaco y
que apuntara detrás de tu alma, de tu sombra, y que se divirtiera,
preparada para el desposorio, pensando en volar hacia la
inmortalidad con el otro o en morir para comerse los ojos de tu
ángel de la guarda? No hay en este mundo nadie más extranjero que
el ave, pues ¿dónde está su cementerio, su osario? Y aunque son
criaturas frágiles y mueren a millares cada día, jamás se
encuentran sus blanquecinas carcasas y muy de vez en cuando sus
cadáveres ensangrentados. Se ha creído durante mucho tiempo que
mueren en el mar y que desaparecen en bandadas en los océanos; pero
esta creencia es falsa, pues ningún marino que se haya cruzado con
bandadas de aves migratorias, por mucho que su número haya
oscurecido el cielo, ha afirmado nunca haber visto un suicidio
colectivo de ellas en alta mar. Al contrario, hoy se sabe con
certeza que hasta los colibrís cruzan los mares y que auténticas
nubes de pájaros-mosca emigran periódicamente desde los confines de
Canadá y las Montañas Rocosas hasta los límites septentrionales del
hemisferio austral, bordeando Colombia y Venezuela, sin dejarse
abatir por los terribles tornados del Caribe y los furiosos
vendavales del golfo de Méjico.
El ojo del Ave. Su lucidez es infernal. ¿Qué
es lo que mira? Tiene una marca de metempsicosis, ¡y qué alucinante
sería si las mujeres tuviesen esa mirada!.
Eso es lo que me estaba esforzando hacer
comprender a dos alegres inconscientes, compañeros de a bordo,
Fontaine de l'Albley y Babot du Lac, dos buscafortunas que volvían
con las manos vacías a Bélgica tras sus sueños de hacerse ricos en
Brasil gracias a una hábil estafa, a los cuales había arrastrado
durante una escala a dar un paseíto entre los vendedores de pájaros
para así distraerlos de sus preocupaciones bancarias. La heladora
pinga y el calor de Bahía nos hundieron y volvíamos a
bordo un tanto piripis escoltando a los porteadores negros que
depositaban a pie de escala del Gelria las jaulas de
mimbre con los 250 «sietecolores» que acababa de comprar.
—Es Hudson, el naturalista inglés de Río de la
Plata, el autor de aquella frase —les expliqué mientras me daban y
ordenaba las jaulas—. Y después de haber piropeado a las bahianas
como las mujeres más bellas del mundo, no dejó de advertir, con
cierto humor: «Pero esa negritas con ojos de almendra, ¿no serían
absolutamente irresistibles si se les aplicase una mirada de águila
o de gavilán? Sería como la coronación de su aspecto de
diosas».
E inmediatamente añadí, exagerando según mi
costumbre:
—La fijeza. ¿Os imagináis a Greta Garbo con
unos ojos de autillo o de búho y a la niña Rothschild de Londres
con ojos de buitre? ¿Y qué diríais de las parisinas con los ojos
inmóviles del chorlito, de las currucas? ¡Sería como divinizar,
como ocurriría con el ojo de una oca doméstica completando
miríficamente la augusta fisionomía de la hermana de Nietzche, a la
eterna Germania! También las estatuas adoptarían un curioso relieve
si se fijasen en sus vacías órbitas ojos de pájaros ahítos.
Imaginad a Minerva con el ojo digestivo del búho; o a Venus con el
ojo enrojecido y sin párpado del cormorán; a Eva, despidiendo
destellos, con esa mirada de carbunclo de la dragontea encolerizada
enfrentándose a la serpiente; a Leda y su cisne, ambos con ojos
blancos, postizos, hechizados, fríos, estriados de maldad; y, en
las esquinas, a las putas con los ojos asombrados del
arrendajo...
Ya con las jaulas indígenas colocadas en el
gran camarote de lujo a pesar de las vehementes protestas de un
contramaestre que acababa de presentarse de improviso y no dejaba
de hacer gestos de desaprobación ante tal intrusión, viendo a mis
«sietecolores» bien al abrigo de las corrientes de aire, los tres
piripis de Bahía nos dirigimos al bar del vapor a tomarnos una
tónica, un tropical-blue con jengibre.
4
ME ENTRÓ UNA PREOCUPACIÓN. Mis pequeños monos se
estaban poniendo tristes y no había mañana en que no tenía que
tirar al agua algunos pájaros muertos.
Habíamos hecho escala en la isla canaria de La
Palma. Para mis pájaros no había ya solución. El «sietecolores» no
puede atravesar el Atlántico y ya había perdido más de la mitad.
Por su lado, los titis se ponían tristes ya que las bananas frescas
que les había proporcionado en las Canarias no les gustaban y que a
esos rubios hilos de Capricornio les notaban un sabor a remolacha;
peor aún, a nabo. Gasperl, el carpintero, me aconsejó que mezclara
a su arroz unas guindillas de su tierra para que recuperaran el
apetito, también que les atiborrara de cosas dulces sin dudar en
emborracharlos para reanimar su buen humor, como igualmente
distribuirles caninha, aguardiente de caña de azúcar, en
caso de constipado. Estábamos en septiembre, se acercaba la mala
estación y decidí hacerles mordisquear pastillas de peptona para
prevenirlos del mal clima de París.
El lugar más agradable de a bordo era el
habitáculo del carpintero, en la cubierta inferior, detrás del gran
mástil, donde la Hija de su Padre, la favorita del buen
hombre, servía de camarera a los clientes de su amo. Era una grácil
moza de Sumatra, de un negro azulado, a la que el viejo mimaba,
consentía, acariciaba, adornaba con pendientes, anillos y collares
de cristal, en absoluto celosa pero a la que no le gustaban los
loros que llenaban su habitación y a los que hacía continuas
travesuras, y cada vez que le arrancaba una pluma de la cola al más
llamativo de ellos se formaba un griterío y un jaleo como si se
estuviera en el arca de Noé, pues había de todo en esa chirona
además de los loros chillones del techo: monos que se cogían por
sus correas, ardillas blancas, pequeños reptiles, horribles
batracios en tarros y, meneándose en bamboleo por el piso,
infatigables tortugas de todas las dimensiones, sin olvidar otros
trotemenudos, conejillos de India y tatús apelotonados. En un
rincón, una cabra enana de Tenerife con su par de ubres hinchadas
servía de nodriza a las crías de los animales enfermos. Gasperl
tenía una pierna de madera, era un viejo lobo de mar, y, por la
noche, me encantaba fumar unas pipas, beber una ginebra y pasar el
tiempo ante su puerta escuchándole historias de sus animales
mientras la moza, acurrucada contra su pecho, terminaba durmiéndose
pasándole un brazo bajo su jersey y los miembros de la tripulación
y los pasajeros de entrecubierta venían a unírsenos.
En Lisboa sólo me quedaban siete pájaros. En
Cherburgo, tres. Dos de ellos murieron en el tren entre Cherburgo y
París a pesar de la botella de agua caliente que Gasperl había
sabiamente dispuesto en la jaula; pero la mocita de Batignoles
llegó a ver, oír y admirar, un poco antes de que muriera, un
«siete-colores» haciendo volteretas sobre la mesa de la cocina,
muerte que ocurrió al día siguiente al amanecer, bajo la cruda luz
de una bombilla, ante el calentador de gas que caldeaba la
habitación.
¿Te acuerdas, cariño, del pajarito?
Post-scriptum para las almas sensibles - Cuando murió mi
madre, en 1907, fueron hallados en sus cajones y estuches plumajes,
cuchillos, mechones, paraísos, penachos de gallo negro, de la
especie bersagliero, y de gallo blanco, de la
casoar, plumillas de colibrí, bonetes, manguitos, moños,
plumones de cisne, plumas de avestruz, de faisán, de paloma y de
gaviota y hasta de una tierna perdiz. Todo eso costaría muchos
miles de francos. Todo olía a alcanfor, pero se volverá a poner de
moda y se lucirá de nuevo entre las almas sensibles. Dicho esto,
entre todos esos perifollos no había nada que se pudiera comparar
al esplendor del «sietecolores». El día del Juicio Final, la
muchachita volverá a dar palmitas y sonreír al reconocer al
pajarito del trópico y cohortes de negritos —todos esos inocentes
muertos por fiebre amarilla junto a las lagunas y en los
paranás— la acompañarán al ver despertarse el pájaro de su
infancia llevado como adorno en un ridículo sombrero por un anciano
ángel pasado de moda.
Personalmente, dado que no soy creyente, no
asistiré a tal espectáculo. Pero tampoco estaré con las almas
sensibles. Hace ya tiempo que elegí mi rincón, no en el cementerio
de la iglesia, sino en un punto ideal en la travesía de un vapor,
allí donde un suicida puede arrojarse a gusto y flotar entre los
sargazos en una gran cubeta añil. Eso se sitúa en la latitud
cero, una, dos tres décimas Sur, más bien Sur, y por una, dos tres
docenas de grados de longitud Oeste, o directamente Oeste, da igual
trece que treintaitrés.
Espero que se me deje fijar ese punto
tranquilamente.
No necesitaré ninguna trompeta.
Todo lo más, un cachalote para que me
trague.
San José de
Cupertino en éxtasis ante Urbano VIII. Grabado
anónimo extraído de la Novena a San José de Cupertino
para tener éxito en los exámenes, obra del abad D.
Fontaine de los Hermanos de San Vicente de Paula (1897), publicada
por la Obra de la primera comunión y de los huérfanos-aprendices de
Auteil (calle de La Fontaine, 40).