La noche de mi muerte ocurrieron cosas extrañas en mi apartamento parisino. Todo empezó cuando yo agonizaba tranquilamente. Era centenario o poco me faltaba. No sufría ni me angustiaba nada y, mientras me apagaba, pensaba. Pero también esperaba.
Debían de ser las nueve de la noche. En esos momentos estaba solo en mi cuarto. Del otro lado del tabique, mi sobrino Théophile conversaba con Marzena, mi secretaria, mi enfermera, indispensable y polaca. Lo que decían no era interesante. Oía sin escuchar. Mi sobrino estaba preocupado.
—¡Qué resistencia!
—Parece como si esperara algo o a alguien.
—Quién lo diría. A él que le horroriza esperar. ¿Y qué dice?
—Nada. No dice nada. Pero cada vez que alguien entra en su habitación, se estremece, entreabre los labios. Y luego, de nuevo, el entorpecimiento.
—Y así lleva desde hace once días. Anda, llaman a la puerta. Perdóneme, voy a abrir. A lo mejor es el médico.
La oí abrir. Un silencio sobrevino y comprendí que acababa de entrar quien yo esperaba. Tenían delante de ellos un hombre elegante, vestido con un traje de chaqueta negro, de unos cincuenta años, bigotes cortados en punta. No lo había visto, pero lo había sentido muchas veces. En estos mismos momentos percibía cómo paseaba su mirada sobre mi desorden familiar: penumbra, viejos muebles, telas revueltas, libros apilados, papeles por todas partes. De pronto mi sobrino habló.
—¿No es usted el médico?
—El señor Jean Guitton, por favor —respondió el visitante.
—El señor Guitton no está en situación de recibirle —dijo Marzena—. ¿Quién es usted?
—Aquel a quien espera.
—El señor Guitton no espera a nadie.
—Sin embargo, hace apenas un minuto ha dicho usted lo contrario.
—¿Cómo sabe usted que he dicho eso?
—Porque soy quien él espera. Vaya a decirle que estoy aquí.
—Pero ¿a quién tengo que anunciar?
—Dígale que su visita ha llegado
Marzena, estupefacta, empujó la puerta del dormitorio. Yo había cerrado los ojos para que me diera tiempo a reflexionar. Mientras se acercaba a mí de puntillas, escuchaba a mi sobrino, que se había quedado a solas con el desconocido.
—¿Hace mucho tiempo que conoce a Jean Guitton, caballero?
—Desde el año de su nacimiento.
—¡El año de su nacimiento! ¡Pero si tiene cien años! ¿Qué edad tiene usted, pues?
—De donde vengo los años no cuentan.
—Ah. Eh... Yo soy su sobrino Théophile.
—Lo sé.
—¿Lo sabe usted? Sin duda habremos coincidido en alguna entrega de premios.
—No. Usted no me ha visto nunca. Nunca.
—Ah. Nunca nos hemos encontrado. Es evidente. Le habría reconocido inmediatamente, qué se imagina usted. Y más sabiendo que usted sabe que yo soy el sobrino de mi tío y que lo conoce usted desde mi nacimiento. O más bien desde el vuestro. O entonces el suyo, ya no lo sé. En fin, perdóneme, debo marcharme. Adiós, señor.
—Nos volveremos a ver el viernes en los Inválidos. Allí le entierran.
—¿Que le entierran? ¿A quién? ¿A Guitton?
—¿A quién si no? ¿A Napoleón?
—Perdóneme, hace ya diez días que no duermo. Pero, en fin... no ha muerto.
—Mañana. Mañana ya habrá ocurrido. Hasta entonces, él y yo tenemos que hablar.
Mientras mi sobrino salía, descompuesto, entró mi secretaria, para transmitir mis órdenes.
—El señor Guitton va a recibirle, señor.
—Ya se lo había dicho yo. ¿Por qué me mira usted así?
—¿Quién es usted?
Sonrió, se inclinó hacia ella y le susurró una palabra al oído. Cayó desmayada sobre el sofá, y el desconocido, sin mirarla apenas más tiempo, entró en mi cuarto.
El visitante se sentó con familiaridad en el borde de mi cama. Yo estaba acostado con el cuerpo ligeramente incorporado y la cabeza apoyada sobre la almohada. Ahora tenía los ojos bien abiertos. Hablaba con cierta dificultad, con voz ronca.
—¿Me esperaba usted, maestro? —me preguntó.
—Desde hace once días.
—No me andaré con rodeos. Usted sabe la razón de mi visita.
—Claro que sí —le respondí—. Se trata de hacerme perder la fe. ¿Cree usted que estoy en condiciones de sostener una discusión?
—Maestro, hasta hoy su cerebro ha sobrevivido a la ruina de su organismo. ¿Tiene usted miedo de hablar conmigo?
—Hablar me cansa. Déjeme.
—Limítese a pensar. Leeré en el fondo de su alma.
—Eso no es posible y usted lo sabe. Soy un santuario donde usted no puede entrar.
—Sea. Si las fuerzas le fallan, no se canse usted en articular. Conténtese con murmurar. Leeré sus pensamientos más sutiles en el más ligero movimiento de sus labios. Ya que eso sí puedo hacerlo. ¿Qué me dice usted a esto?
—Acepto el procedimiento. De pronto me siento mejor, a lo mejor es la euforia antes del final. Aprovechemos para debatir a fondo, por última vez, las cuestiones que nos interesan. Por favor, ¿podría usted llamar a mi enfermera para que me arregle la almohada?
—Lo haré yo mismo —dijo.
Lo hizo y luego me miró fijamente y me preguntó:
—Tenía usted ganas de hablar conmigo, ¿no es así?
—No —le respondí—. Nunca he sentido ninguna simpatía hacia usted.
—Sin embargo, me esperaba.
—Sabía que vendría, eso es todo.
—En su opinión, ¿por qué su ángel de la guarda no me ha impedido entrar?
—No tengo ni idea. Pregúnteselo.
—A lo mejor es que no existe, así de simple.
—Si él no existe, usted tampoco existe.
—Buena respuesta. Pero a lo mejor, en efecto, no existo. Suponga que desapareciera ahora y que le dejase con mis pensamientos. ¡Ya vería usted lo insidiosos que son! Se creería usted que son los suyos y le costaría mucho resistirse a ellos.
Y desapareció. Por primera vez en mi vida, la soledad me dio miedo.
—¿Dónde está usted? ¿Dónde está?
Nadie. El silencio. ¿Era realmente él? ¿Estaba realmente aquí? Quizás había soñado. ¿Y si fuese una alucinación? ¿Y si a lo mejor todo esto no era más que un sueño y una alucinación? No, no, lo reconozco, éstos son sus pensamientos. Pero qué sé yo si... Me siento lleno de pensamientos que no son los míos y, sin embargo, tienen toda la pinta de serlo. ¡Mis pensamientos! Decidme que estaré en paz, que dentro de unas cuantas horas el velo se rasgará, que poseeré a Dios, que se dará a mí, que será el final de este combate, la victoria, la vida. ¡Ah! ¡Pensamientos verdaderos y cristianos! ¿Quién tiene, pues, el poder, esta noche, de haceros sonar a vacío? ¿Quién os aturulla? Pobre Guitton, viejo imbécil, has jugado y has perdido. Te creíste igual de inteligente que ese jugador de Pascal, y te encuentras ahora con los bolsillos vacíos, como él. Dentro de algunas horas ya no existirás. Sólo una bella estatua de filósofo en cera, toda endurecida lo que dura una ceremonia. Fotografiarán, para la portada de Match, el rosario entre los dedos helados, índice de tus ilusiones, residuo de tu miedo a la nada, última mentira de lo que llamabas tu fe. Se oxidará en el jugo de tu descomposición. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
Temblé de horror ante esa risa que parecía venir de mí y que, sin embargo, no venía de mí. Pregunté:
—¿Quién ríe así?
—Tú mismo —parecí responderme—. Te ríes de mentirte toda la vida. Eres demasiado inteligente para no darte cuenta, pero ya no tienes la fuerza de continuar representando la farsa. Te habían estructurado así, mi pobre amigo. Entonces has defendido tu estructura de niño pequeño, de pequeño cristiano, de pequeño esclavo. No tuviste nunca el poder de osar. Habías aprendido demasiado bien a no morder la fruta, a no ver resplandecer la belleza pagana, a no cerrar la boca al Señor y a no escupir hacia el silencio del cielo. Has fracasado en todo, lo has perdido todo, estás desnudo y mañana estarás podrido.
—Se está usted pasando, querido amigo. Ahora estoy seguro que está usted aquí, porque imita mal mis pensamientos. A lo largo de mi vida he soñado mil veces que podía equivocarme, pero nunca he puesto en ello tanto énfasis. Si realmente estuviese convencido de lo que usted dice, no armaría tanto jaleo, porque ya no tendría ninguna importancia y en cualquier caso nunca la habría tenido. Y, además, es empezar la casa por el tejado el discutir antes que nada la cuestión sobre la inmortalidad del alma. Si quiere usted que conversemos, deje de comportarse como un adolescente nietzscheano o el vampiro burlesco y compórtese como un individuo racional, se lo ruego.
Una vez dicho esto, el desconocido reapareció.
—¿Cómo puede ser usted tan inhumanamente cerebral? —me preguntó—. ¿No está usted hecho de carne?
—¿Es usted, el puro espíritu, quien me pregunta eso?
—Nunca he tenido mucha influencia sobre usted en ese aspecto. Sin embargo, lo he intentado algunas veces. No se dio usted ni cuenta. Un perfecto inocente.
—A lo mejor hacía como si no me diera cuenta.
—¿Tenía usted tanta virtud?
—No tengo la impresión de tener virtud, más bien un natural sobrio, y, cuando lo necesité, una ayuda divina.
Se sobresaltó y prosiguió:
—Guitton, ¿por qué acepta usted dialogar conmigo? ¿No soy yo su peor enemigo?
—Mi peor enemigo es mi mejor amigo. Nada me es más útil que un enemigo.
—Sin embargo, me opongo a sus ideas. Quiero desestabilizarle. Y vengo a hacerlo en el peor momento para usted, cuando más necesitaría aferrarse a sus certezas, agarrarse a su fe. Si está convencido de su cristianismo, ve en mí a un adversario de su salvación eterna, no puede usted escucharme sin odiarme.
—Perdóneme, pero no me parece que las cosas sean así. No consigo estar resentido con usted. Para mí, un enemigo es siempre un aliado. No sé si podrá entenderme. Tener opiniones no me interesa. Está al alcance de cualquiera. Pero tener ideas verdaderas, eso es lo difícil y eso es lo que es bello.
—¡Qué arrogancia! —exclamó.
—Llámelo como quiera. Su opinión no es la que me preocupa. Mañana estaré muerto. Pero hace un siglo que pienso en este momento. Desde hace noventa años me vengo diciendo: Guitton, tienes que saber con certeza antes de morir lo que hay después de la muerte. Así que he buscado la verdad sobre esta pregunta. La he buscado durante toda mi vida.
—¿Y la ha encontrado?
—Sólo tengo el sentimiento de encontrar algo si continúo buscando y es por esta única razón por lo que no le he echado de casa.
—Si sigue buscando, es que aún no ha encontrado.
—En el momento en que dejamos de buscar perdemos lo que habíamos encontrado. Y, por el contrario, cuanto más encontramos, más buscamos.
—No comprendo.
—Quizás es que usted ni ha buscado ni ha encontrado.
—Uno a cero a su favor —dijo riendo—. Pero mucha gente no busca —prosiguió mirándome fijamente por el rabillo del ojo—. Es usted un caso único.
—¿Qué sabe usted? Pregúnteles.
—Admitamos que usted busca. ¿Cómo diablos quiere usted encontrar?
—Diablos, si no busco, ¿cómo quiere usted que encuentre?
—En fin, ¿ha encontrado usted, sí o no?
—Me parece que sí, pero aún me lo pregunto. Vea usted, siempre tengo miedo de haber sido demasiado poco exigente, demasiado parcial, demasiado acomodadizo; y por eso me gusta tener un enemigo. ¡Refútame, Calícrates!, solía decir Sócrates.
—En resumidas cuentas, lo que quiere es que le impida morir idiota.
—Es más fuerte que yo —le dije—. Necesito pruebas. La prueba de una idea no se da sin ser verificada. La verificación es más concluyente si es impuesta por el adversario.
—Soy su adversario —dijo, mirándome directamente a los ojos—. Vayamos a lo esencial. Hablemos de buena fe. Cuando emprendió la búsqueda de la verdad sobre el cristianismo, usted era ya cristiano. Estaba usted ligado al cristianismo por su educación, su tradición, sus costumbres. Tenía usted ganas de que fuera verdad. ¿Cómo puede usted pretender haber sido objetivo? Sólo buscó usted las razones que le permitían creer e intentar refutar aquellas que autorizan a dudar. Procedió usted a la racionalización de una decisión tomada a priori y sin razón.
—No soy insensible a su argumento —le respondí con tranquilidad—, pero le concierne tanto como a mí. Si usted quiere que el cristianismo sea falso, buscará usted las razones para no creer en él.
—Eso significa, Guitton, que ni usted ni yo podremos nunca llegar a tener la certeza sobre estos temas. Es justamente lo que yo digo.
—Va usted demasiado rápido. Nuestros objetos de estudio suelen estar relacionados con nuestros intereses. Es una dificultad en nuestra búsqueda, pero es un estímulo para ella. ¿Cómo quiere usted buscar aquello que no le interesa? Temo que esté usted confundiendo la objetividad con la indiferencia. En la base de la investigación no está la indiferencia, está el interés, el amor por la verdad.
—Pero usted no busca la verdad —cortó con voz sibilante—. Usted quiere demostrarme que su cristianismo es la verdad.
—Está usted equivocado. Mi primera intención no es la de demostrarle a usted nada. Busco en mí mismo y para mí mismo saber lo que hay en el fondo. Al único escéptico que quiero convencer es a mí. Usted me interesa, querido enemigo —perdone mi egoísmo—, porque me es útil en mi investigación personal de lo verdadero. Y usted lo es al permitirme ser más objetivo, al poder materializar la resistencia del escéptico que siento en mí. Pero la única forma de vencer a ese escéptico interior es convenciéndole.
Sonrió y dejó caer con suave voz:
—Quiere usted decir: persuadiéndole.
—Persuadiendo realmente, es decir, sin manipular, convenciendo al corazón de que ha encontrado el verdadero bien.
—¡El verdadero bien! Otra cosa más. ¿Qué significa eso?
—Es lo que he querido saber toda mi vida.
—¿Y qué es ese verdadero bien?
—Eso no le interesa, déjeme morir.
—Aún no está usted muerto. ¿En dos palabras?
—El amor universal.
—¡Bahh!
—Verdad sublime.
—¡La verdad! Mi pobre Guitton, ¿qué es la verdad?
—Hubo un tiempo en que esa palabra no significaba nada para mí tampoco. Sin embargo, sabía que debía significar algo. Cuando pienso en esa época de mi vida, parece como si hubiese vivido en una especie de niebla. Pero el cielo se aclaró.
Se puso a andar de un lado a otro al pie de mi cama. Estaba rabioso.
—Habla usted siempre de verdad. Pero es usted un impostor. La única mentira es esa verdad que le llena la boca... Me vuelve usted loco. Ya no sé dónde estoy...¡Ah, sí! Guitton, ha tergiversado usted el debate. El fondo de la cuestión es que usted no duda. ¿Cómo quiere usted ser honesto si no duda?
—Pero usted, que pretende dudar, ¿cómo quiere ser honesto si no duda usted de su duda?
—Porque dudar forma parte del método racional para llegar a la verdad y la duda hace tabla rasa. Así nace la libertad de espíritu. Y esta libertad, Guitton, excluye su fe.
—Hay que dudar, pero dudar bien. ¿Está usted seguro de dudar bien? Cree usted dudar de todo, pero no duda usted de esa duda misma. La duda realmente universal incluiría una duda misma sobre la duda. El espíritu realmente crítico incluiría una crítica de la crítica. Vea usted, querido amigo-enemigo, así es como soy crítico o intento serlo. Ésta me parece racionalmente superior. Y esa duda no hace tabla rasa y presenta una libertad más sustancial, que no está reñida con mi fe.
—Renuncia usted a la razón.
—No mucho más de lo que se renuncia a la República cuando se guarda la guillotina.
—Tiene usted respuesta para todo.
—Desgraciadamente no. Pero estoy contento de buscar la verdad realmente crítica. Si nunca he perdido la fe es porque me parecía que traicionaba la razón crítica al abandonar la fe. En resumidas cuentas, he mantenido la fe por espíritu crítico. Como si fuera un creyente racionalista y librepensador. ¿Me comprende usted mejor ahora?
—Guitton, es usted diabólico.
—Es usted un ángel, Lucifer.
Y el visitante desapareció.
Suavemente, de puntillas, entró un hombre, vestido de burgués de los tiempos de Luis XIII, con un pequeño sombrero con pluma en la mano.
—Anda —me dije—, aquí está de nuevo. A fe mía que no es él; realmente hay alguien, pero no es él. ¿Quién es usted? —le pregunté al desconocido.
—¿No me reconoce usted? —se extrañó—. Hizo usted mi retrato. Lo tuvo usted veinte años colgado en su despacho.
—¿Cómo? ¡Acérquese! Más cerca, distingo mal sus rasgos. ¡Cielos! ¡Blaise Pascal! Estoy soñando. Tengo alucinaciones. Es el final.
—No, no sueña usted. Soy realmente yo.
—¡Pero no le esperaba!
—Soy el Inesperado. Dicho de otra manera, vengo de parte de Dios.
—¡Si supiera usted, Pascal, cuánto me he alimentado con sus pensamientos durante mi vida!
—He venido a estimular su última reflexión.
—Soy indigno de tal honor.
—Felicitaciones, Guitton. Acaba usted de derrotar a nuestro querido enemigo.
—Sin embargo, no quise hacerle daño.
—De todas maneras no le habéis debido hacer gracia. Huele a azufre hasta Sevres-Babilonia. Irrespirable. Un policía que dirigía el tráfico en la calle Rennes cayó enfermo. Han tenido que hospitalizarle.
—Todo el mundo dice que estoy a las puertas de la muerte, pero el hecho es que me siento cada vez mejor. ¡Marzena! ¡Marzena!
Marzena entró. Había recobrado el sentido. Pascal estaba en un ángulo muerto, no lo vio.
—Por favor, Marzena, ayúdeme a levantarme un poco.
—Señor, no debería usted.
—Le digo que me siento mejor. Marzena, no me obligue a luchar, va a provocar usted mi muerte.
Me ayudó entonces a sentarme sobre la cama y me puso unas almohadas suplementarias, detrás de la cabeza y de las orejas. Pero no se aplicaba, nunca se aplica y, además, pretende que no estoy nunca contento. La cantidad de tortícolis que me han dado a causa de su negligencia. Aun cuando no estoy a punto de morir, estoy las dos terceras partes del día en la cama. Es mi higiene de vida. Así es cómo me he hecho centenario. De ahí la importancia de las almohadas.
—Pero no, veamos, detrás de la cabeza. No, aún no está. Tampoco. Pero bueno. No, así no, no estoy cómodo.
—Ya está, señor.
—No, no está bien.
Levantó la mirada al cielo. No pude ver su rostro, pero sabía bien que levantó la mirada al cielo.
—¿Así, señor?
—No, pero da igual. Déjenos.
—¿Cómo que déjenos? —soltó—. ¿Ha vuelto?
Lanzó una mirada alrededor suyo, vio a Pascal, se sobresaltó y soltó un pequeño grito.
—¿Y qué? ¡Es Pascal! ¿No lo ha visto usted nunca? Lleva veinte años en mi despacho. ¡Acérquele una silla!
Le acercó una silla, mecánicamente, y se marchó sin decir palabra, petrificada. Cuando ya hubo salido, Pascal tiró su sombrero sobre un sillón, empujó la silla hacia mi cama y se sentó.
Y después de un momento:
—Me siento realmente mejor. Me pregunto si no voy a interpretar de nuevo la comedia testamentaria.
—¿Qué comedia es ésa?
—Desde el momento en que cumplí los noventa años, me he sentido siempre como el pájaro sobre la rama. Así que, cada vez que escribía un libro, hacía como una especie de prólogo en que explicaba que este libro era el último, mi último mensaje, mi testamento. He hecho más de una docena. Al final, todo el mundo se reía. Pensaban que me estaba volviendo chocho. Pero yo me sentía cada vez más cansado por el esfuerzo y creía que iba a pasar a mejor vida.
—Guitton, ha tenido usted la suerte de vivir cien años. Ha dispuesto usted de tiempo para terminar su obra.
—Usted tuvo más suerte que yo, Pascal. Usted sólo tuvo tiempo de esbozarla. Los esbozos son siempre más bellos. Pero mejor dígame por qué ha venido esta noche.
—Quería interrogarle.
—¿Cómo? Pero si tendría que interrogarle yo.
—Por el contrario, la que me ha enviado quiere que sea usted el que responda.
—¿La que le ha enviado? ¿Qué quiere usted decir?
—No puedo decir nada más.
—Entonces, le escucho.
—Ésta es mi primera pregunta. Guitton, ¿cómo explica usted la indiferencia religiosa?
—Hace noventa años que me hago la misma pregunta.
—Entonces, ¿la respuesta es?
—No me gusta dar respuestas, Pascal, Y voy a decirle por qué. Hoy día, cuando a la gente se le da respuestas, tiene la impresión de que se la toma por imbécil y que se usurpa su libertad.
—Guitton: mañana estará usted muerto. No se preocupe usted de la gente y respóndame. Habla para usted solo. Estoy aquí nada más que para devolverle la pelota.
—Ha olvidado usted cómo es el mundo. Créame, Pascal, siempre habrá alguien para contar nuestra conversación a los periódicos. Tengo que conseguir hacer una buena salida. Si caigo en lo edificante, dirán que morí chocho.
—Esas mentalidades cambiarán. Ya están cambiando. Hable para su salvación, escriba para la eternidad, así será usted actual. ¿Cómo explica usted la indiferencia religiosa?
—El hombre es al mismo tiempo un animal religioso y un animal materialista. Es naturalmente religioso y naturalmente materialista. Por lo que tiene tendencia a fabricar materialismos religiosos y religiones materialistas.
—¿Este animal religioso se ve conducido, pues, a materializar su religión?
—Exactamente. Y a sacralizar sus materialismos. Curación de una enfermedad, éxito de una empresa, éxito en los exámenes, etc. Sólo le pide a Dios y espera de Dios beneficios materiales.
—A veces se da el caso.
—Mejor diga usted, Pascal, que el caso se da a menudo y hasta muy frecuentemente. Poco a poco, el hombre limita su religión a esta práctica materialista e interesada. Vea, en tiempo de guerra, las iglesias llenas de fieles que olvidan el camino una vez la paz está de vuelta.
—Hay verdad en lo que usted dice, Guitton. ¿Pero no cree usted que habría que matizar?
—Con cien años, Pascal, ya no tengo edad para matizar. Hay que aceptarme con mis exageraciones y equilibrar las unas con las otras.
—Años atrás recé por la curación de mi hermana. Era algo más que una necesidad médica o psicológica. Dios es un Padre y le gusta dar. ¿Por qué quiere usted impedirnos pedirle cosas?
—No impido nada. No es la práctica lo que critico, sino el abuso.
—Hasta para los abusos le encuentro severo. Aun material en su contenido e interesada en sus motivos, la oración de petición puede todavía tener algo de más espiritual de lo que piensa usted. Y además, Guitton, la caridad excusa todo.
—La caridad. Hoy, para la gente, significa limosna.
—Para mí, siempre ha querido decir amor divino.
—Las palabras se devalúan aún más rápido que la moneda. A fuerza de querer ser caritativos, perdemos el sentido crítico.
—Es menos grave que perder la caridad.
—Se nota que ha pasado usted por el purgatorio. No pensaba usted así en el momento en que escribió las Provinciales.
—Guitton, no imite usted las maldades de los hombres. Imite usted la bondad de Dios.
—Reconozco en sus palabras, mi querido Pascal, toda la indulgencia de la Iglesia. Pero, en fin, reconozca usted que la religión no sabría, sin llegar a degenerar, reducirse a un conjunto de peticiones materiales.
—Estoy de acuerdo.
—Según creo, esto se produce aún con frecuencia, y se daba todavía mucho más en la edad pretécnica. Se formaba en la mente del hombre una idea de Dios como un gran distribuidor sobrenatural de ventajas materiales.
—Está visto —dijo— que está empeñado con la idea.
—Richelieu tenía migrañas. Rezaba a Dios para que le liberara del dolor. ¿Cree usted que rezaría por otra cosa?
—Lo espero por su bien.
—Yo también, Pascal. Pero supongamos, como hipótesis, que sólo hubiera rezado por eso. ¿Qué idea podría tener sobre Dios?
—Supongo que la de una aspirina celestial. ¿Qué tiene que ver esto con la indiferencia religiosa?
—Invente la aspirina y Richelieu dejará de rezar.
—Ya veo. ¿Dejaría, por lo tanto, de ser un animal religioso?
—No, pero su Dios estaría ocioso, un Dios ocioso, Pascal, como los hay tantos en tantas religiones, un Dios que se sabe que está allí, pero al que no se le deja sitio o papel alguno en nuestra vida. Un Dios al que ya no se reza nada o casi nada.
—Si le comprendo bien, Guitton, el progreso técnico es la causa de la indiferencia religiosa.
—Desde que ha aumentado sus medios técnicos, el hombre pide a los técnicos muchas cosas que hasta entonces le pedía a Dios. De resultas, ya no se ocupa de Dios. Cree que ya no lo necesita para su vida de todos los días.
—La medicina aleja la muerte y a su vez la propia idea.
—La angustia de la muerte está siempre presente, pero el pensamiento de la muerte es menos consciente. Cuanto menos miedo de morir mañana tiene el hombre, más se instala en la vida como si nunca tuviera que morir. Piensa en sus pequeños quehaceres y se olvida de la gran cuestión del destino. Se acuerda del más allá cuando ya tiene un pie en la tumba.
—Me ha respondido usted. Segunda pregunta. Guitton, ¿qué piensa usted de la agresividad antirreligiosa?
—Menor que en mi juventud. Se explica de la misma manera que la indiferencia. El hombre está resentido con Dios por no estar a la altura de los técnicos. Se siente humillado por haberse visto obligado a pedirle antaño lo que hoy podemos conseguir nosotros mismos. Ya no soporta la idea de un ser superior, en el que ya no ve la utilidad material.
—Pero bueno, Guitton, si Dios nos ha dado la inteligencia y las manos. Nuestras técnicas son también un don de Dios.
—No lo niego. Le digo cómo piensa la gente. Es usted quien me lo ha pedido.
—¿No se dice que la filosofía interesa de nuevo a la gente?
—Es sin duda el signo de una vuelta al interés por la religión también. Todo va junto. La filosofía también se interesa en Dios.
—En su opinión, Guitton, en un pueblo religiosamente indiferente, ¿sería la filosofía considerada igual de inútil que la religión?
—Sin duda alguna. La muchedumbre estaría satisfecha con el paraíso material, la salvación médica y la providencia estatal. A tales sentimientos, convertidos en fenómenos de masas, les corresponde una filosofía: materialismo, escepticismo. cientifismo, positivismo, pragmatismo, etc. Y, sin embargo, el hombre sigue siendo religioso.
—Pero, según usted, Guitton, ¿la indiferencia religiosa es realmente una novedad?
—En mi opinión, ésta sólo ha cambiado de forma. Antaño, la religiosidad materialista y supersticiosa (perdóneme) rezaba a Dios en todo momento, para obtener favores materiales, pero en el fondo siempre era indiferente a la relación mística con Dios. Sin duda se podría haber llamado a semejante vida religiosa «indiferencia religiosa», en sentido amplio.
—Pero a la inversa, Guitton, ¿no conllevan los materialismos modernos una dimensión religiosa?
—Sí. El hombre es siempre un animal religioso. Hasta sus ateísmos tienen algo de religioso. Los dos últimos siglos se han visto sacudidos por las grandes místicas de la Historia, de la Libertad, del Progreso, etc.
—He oído decir que hoy en día ya no tenían tanto éxito.
—Es verdad. La técnica tiene resultados perversos. Las ciencias plantean a su vez problemas metafísicos. Las políticas místicas están en quiebra. Hay sitio de nuevo para la religión.
—Sí, ¿pero cuál? ¿La auténtica o la materialista?
—Las dos, Pascal, y también las mezclas de las dos.
—Dígame, Guitton, lo que puede ser hoy una religiosidad materialista.
—Un producto de lujo que aporta a materialismos satisfechos satisfacciones suplementarias. Emociones o percepciones extrañas, exquisitas y superfluas, en el ámbito de la sensibilidad o de la curiosidad. Resacralización de un erotismo desencantado. Gusto por lo fantástico y el horror, esoterismo y simbolismo, videncia y magia, necesidad de vida en común en tal ambiente: de ahí las sectas, y así sucesivamente.
—¿No ha existido esto siempre?
—Sin duda, pero prolifera a causa del materialismo a la vez satisfecho e insatisfecho. No se lo diga a nadie, Pascal, pero cuando me dejo llevar, soy cada vez más hostil hacia la religión.
—Bergson pensaba así.
—Es verdad. En Las dos fuentes de la moral y de la religión escribió: «El espectáculo de lo que fueron las religiones, y de lo que todavía son algunas, es muy humillante para la inteligencia humana».
—La imaginación desborda de curiosidad insana, se abandona a las sugerencias de pasiones viciosas y sacralizadas. Así es como prolifera la aberración, que termina por prescribir la inmoralidad.
—En su opinión, Pascal, ¿qué puede curar la imaginación?
—La purificación del intelecto y la del corazón.
—Pascal, ¿qué es la purificación del intelecto?
—Tres cosas: la ciencia estricta, la sabiduría crítica y la fe pura, la que no busca sentir. No oponer nunca estos valores de espíritu, ya que forman un sistema y una se debilita sin la ayuda de las dos otras. Guitton, sois un hombre hábil. Usted tenía que responder y yo preguntar. Vuelva, se lo ruego, a la indiferencia religiosa y dígame si la situación está o no perdida para la religión.
—No lo creo. Por dos razones. La primera: todo ser humano es religioso en el fondo. El materialismo religioso no es más que una desviación. Habrá siempre sitio para la religiosidad más elevada. Y, además, un ser realmente religioso se preocupa menos del tiempo que de la eternidad. Ve el tiempo bajo la luz de la eternidad.
—¿El tiempo no le interesa?
—¡Sí, claro! Le interesa igual, Pascal, pero de otra manera, y hasta se puede decir que de una manera mejor. Una vida religiosa auténtica no busca en la religión el interés material o el bienestar psicológico. No es una forma de egoísmo. Es una vida para Dios. Así, rezar a Dios es decirle: «Hágase tu voluntad».
—Los bienes supremos, Guitton, son de otra categoría.
—Es evidente.
—La religión, Guitton, ¿es la mística?
—La mística es el centro de la religión. En caso contrario, lo que llamamos religión no es más que una mezcla de magia y de espíritu gregario. Un ser místico no se siente amenazado por el progreso de las ciencias y de las técnicas. Los espíritus místicos lo serán siempre. Siempre habrá santos.
—Guitton, ¿no podrá desaparecer la religión en cuanto fenómeno de masas?
—Experimentará una regresión aún durante un cierto tiempo, no en los aspectos materialistas que, al contrario, van a desarrollarse todavía más, pero sí en sus aspectos más elevados.
—Y, según usted, ¿esta regresión tendrá un final?
—En mi opinión, sí. La evolución técnica de la humanidad la pondrá cada vez más en peligro de muerte. Para frenar el peligro, no tendremos más que el crecimiento de la santidad.
—¿Pero no será esto una vuelta a la religión materialista e interesada?
—Sí y no, Pascal, ya que la paradoja será que tendremos cada vez más necesidad de una religión santa y verdadera, no de una religión materialista. La religión, aunque exigida por la utilidad de la vida práctica, no podrá, sin embargo, servir para nada si es auténtica, espiritual y desinteresada. Ya que es así como puede fomentar el compromiso, el amor, la amistad. El porvenir pertenece a la santidad.
—Es lo que dice todo el tiempo Pablo VI. Es un profeta. Le quiere mucho, ¿lo sabe usted?
—Lo sé.
Hubo una pausa. La conversación me había cansado. Cerré los ojos. Sin embargo, el cansancio me había calmado. Mi médico siempre me recomendó el agotamiento. Llamaba a eso la agotaterapia. Agotarme sin parar y estar acostado la mitad del tiempo: es el secreto de mi longevidad. Rousseau quiso hacer una filosofía de la medicina. Spinoza también lo quiso. ¿Qué habrían escrito? Volví a abrir los ojos. Pascal me preguntó:
—Guitton, ¿por qué cree en Dios?
—Usted es el gran Pascal. Me darían vergüenza mis pequeñas respuestas. Usted que ve a Dios, ya no tiene necesidad de creer. Entonces, ¿por qué esa pregunta?
—La hago para usted, no para mí. Aún necesita usted responderla.
—¿Cómo sabe usted que lo necesito?
—Lo vi en Dios.
—¡Habló usted bien del hombre al llamarlo quimera incomprensible! Yo, que hablo con usted, no llego a encontrar esto absolutamente anormal. Y al segundo siguiente pienso en el más allá, en Dios, y tengo dudas, me hacen falta pruebas. ¿No bastaría mi vida, si supiese verla, para convencerme y para persuadirme?
—Esta noche no tengo que responder yo. Le toca a usted explicar. Guitton, ¿por qué cree en Dios?
—Ya le he dicho que no me gusta responder así. No es mi estilo. Prefiero lo borroso, lo difuminado, el sfumato. A mi edad no me voy a poner a fabricar definiciones, demostraciones, silogismos. Lo que me ha dado el éxito, en este bajo mundo, sobre todo en estos últimos años, es...
—Guitton, se trata de vuestra salvación. ¿Por qué cree usted en Dios?
Solté un largo suspiro. Había que responder a ese diablo de hombre.
—¿Por qué?... ¡Porque me cuesta creer en él!
—A ver si le entiendo. ¿Dice usted que cree en Dios porque le cuesta creer en él?
—Sí. Y a esto añadiré, Pascal: si no me costase creer en él, pienso que no creería en él.
—Es curioso.
—Pero, sin embargo, es así.
—Supongo, Guitton, que ésta no es su única razón.
—No, pero sí es una de ellas. Si Dios fuese fácil, estaría al alcance de la mano. No sería trascendente y no sería Dios. Pero si Dios es Dios, hay una desproporción entre él y nosotros. No es de extrañar que, para verlo, tengamos que ponernos de puntillas sobre la punta del espíritu.
—Pero, ¿en qué sentido le cuesta creer?
—Me gustaría poder deducir su existencia a partir de mí. Compruebo que es imposible. En este sentido, me duele. Pero si creyese así, no creería en él, y el Dios al que me adheriría no sería Dios. Así, pues, no poder creer de esa manera me ayuda a creer.
—Pero, ¿si pudiese deducir Dios?
—Estaría a mi nivel y no sería Dios.
—Sí, pero todo esto es negativo. ¿Cómo le ayudan estas dificultades a creer realmente en Dios que es Dios?
—Porque de esta manera, Pascal, creo en el Absoluto. Luego, si no creo en un Absoluto que no es Dios, creo forzosamente en un Absoluto que es Dios.
—Para mí, está claro. Es muy original
—Tampoco lo es tanto. Descartes escribió en las Reglas para la dirección del espíritu: «Dudo, luego Dios existe». Dubito, ergo Deus est. Le he dicho lo mismo, a mi manera.
—Estoy sorprendido de que Descartes pudiese decir algo tan bueno. Si usted lo dice debe ser seguramente cierto. Lo que significa que no es tan inútil e incierto como lo escribí. ¿Podría explicarlo un poco más? ¿Qué quiere decir con esas palabras de «Dios que no sería Dios» y de «Dios que sería Dios»?
—Aquí está todo. Pasemos a responder. Le propongo hacer la distinción entre dos palabras que uno confunde con frecuencia: Absoluto y Dios.
—¿Cómo? ¿Al Absoluto no se le puede llamar Dios?
—Sí, Claro que sí.
—¿Y Dios no puede ser llamado Absoluto?
—Sí, claro que sí.
—Entonces, ¿por qué hacer la distinción?
—Estas dos palabras designan una realidad idéntica; y evocan dos ideas diferentes. El término de Absoluto es para nuestro pensamiento el Origen radical, el Principio fundamental del ser y del espíritu, el absolutamente Primero, Aquel que permanece eternamente, perdurable y sin el Ser cuya vida llevan todas las cosas. Nada más, aunque no sea poco. Sin embargo, la idea de Dios es aún más rica. Incluye todo lo dicho sobre el Absoluto, y algo más.
—¿Qué más?
—Cuando uno pronuncia esa palabra enorme, «Dios», uno piensa en el Absoluto como en Alguien. Este Absoluto es un Ser que piensa, quiere, ama. Dios es alguien a quien se puede rezar.
—La idea de Dios es, pues, la de un Absoluto que es al mismo tiempo Personal.
—Exacto, Pascal. Dios en sentido amplio, es el Absoluto. En sentido estricto, Dios es más que el Absoluto, es Dios.
—Pero ¿puede uno concebir un Absoluto que no sea Dios?
—¡Muchos han pensado en ello! La pregunta es justamente saber si el Absoluto es Dios o no. Déjeme contarle lo que pienso en el fondo. Demostrar la existencia del Absoluto no me interesa nada, ya que, según creo, casi todo el mundo admite la existencia del Absoluto. En este sentido, todo el mundo cree en Dios en sentido amplio.
—¿Por qué?
—Es un hecho. Ya hablaremos de ello, si quiere. Pero le repito, Pascal, que, en mi opinión, la existencia del Absoluto no es el gran problema. Al estar realmente fuera de duda la existencia del Absoluto, la cuestión verdadera es saber si Dios, en sentido estricto, existe o no.
—Guitton, resumiendo: Dios en sentido amplio está admitido por todos. Lo que se nos plantea es Dios en sentido estricto.
—Perfecto.