La muerte de un compañero universitario, con quien se ha convivido durante muchos años, destapa inevitablemente la caja cada vez más atiborrada de los recuerdos; digamos que, en general, la destapa para bien, porque la memoria se va haciendo selectiva con el paso del tiempo y tiende a quedarse con lo mejor que nos deparó la cercanía de las personas, dejando atrás discrepancias anecdóticas, desencuentros accidentales, es decir, todo lo más olvidable e insignificante. Es lo que me ha ocurrido a mí desde que la infatigable Peregrina se llevó un alba de esta destemplada primavera a José Paulino Ayuso (Valencia, 1945-Madrid, 2013).
Aun cuando pertenecíamos a generaciones diferentes, casi entramos a la par en el Departamento de Literatura Española de la Universidad Complutense: él, como profesor ayudante vinculado a la cátedra de don Francisco Ynduráin; yo en calidad de lo mismo pero en la de don Francisco López Estrada, los dos don Pacos, como cariñosamente los llamábamos entonces, tan distintos pero tan iguales en algo tan esencial y a menudo tan insólito hoy en el ámbito universitario: el señorío, la caballerosidad, la elegancia, la palabra siempre justa y comedida…
La primera imagen que tengo de Pepe Paulino va unida al espacio de trabajo que compartíamos a fines de los años 70: el ala izquierda de la planta octava del edificio B de Filosofía, antes Facultad de Económicas y ahora de Geografía e Historia. Lugar un tanto destartalado e incómodo, como el edificio mismo, siempre amenazado de ruina, era compartido por todos los profesores del Departamento, con independencia de su categoría académica y con la sola excepción de los dos catedráticos mencionados, que ocupaban sendos despachos a uno y otro lado de ese espacio común, como si entre los dos formaran una suerte de paréntesis para protegernos con su magisterio y su autoridad.
La incomodidad del recinto, su falta de privacidad tenían, no obstante, su lado ventajoso pues nos obligaban a estar cerca unos de otros y así conocernos mejor, bien que las conversaciones constantes que se sucedían nos distrajesen más de la cuenta de nuestras labores. Diré ya —perdóneseme la malicia— que aquel palabrerío delataba a veces en público la supina ignorancia de alguna colega no muy leída, que un día nos confesaba perpleja su extrañeza porque los estudiantes no habían acudido a su clase al haber preferido asistir a la conferencia de cierto escritor famoso, un tal Sabato o Sábado o Sábato, vaya usted a saber…
Pepe era de natural reservado; tanto, que yo tardé mucho tiempo en enterarme de que era miembro de la Compañía de Jesús. Al cabo de los años tampoco supe que había colgado los hábitos, por utilizar la expresión tradicional en estos casos pero que en el suyo era improcedente pues Pepe siempre iba vestido de seglar. Lo que sí sabía es que estaba terminando su tesis doctoral sobre la obra literaria de León Felipe (la presentó en 1979), y que era un gran apasionado de la poesía contemporánea. Por eso, cuando Carlos Alberto Montaner, director de la editorial Playor, me confió la dirección de una obra colectiva titulada Lectura crítica de la literatura española, le pedí que se hiciera cargo del volumen correspondiente a la poesía a partir de 1939. De aquella colección, que tenía una pretensión fundamentalmente didáctica y en la que colaboraron muchos júniores que hoy en día son catedráticos (Aullón de Haro, Canet, Sirera, Rubio Tovar, Checa Cremades, Pérez Bazo, Rubio Jiménez…), creo sinceramente que el libro de Paulino, en rigor el primero suyo si dejamos a un lado la tesis mencionada, es de los que mejor ha resistido la prueba del tiempo.
La poesía fue, en efecto, fundamental, en su itinerario investigador, con León Felipe como eje en torno al cual giraba su quehacer principal: un poeta del exilio, antifranquista, pero de perfil muy espiritual, como denotaban los títulos de algunos de sus libros, así los Versos y oraciones del caminante que Pepe editó en 1979, oGanarás la luz, de 1982… Más tarde publicó una Antología poética de este mismo autor en Círculo de Lectores (1998) y, por fin, en 2004 culminó su dedicación al poeta de Tábara con la edición de las Obras completas, qué mayor homenaje puede hacer un crítico al poeta de sus desvelos que compilar todos sus escritos para la posteridad.
Pero no fue este el único poeta que le interesó. También en 2004 editó la Obra poética completa, de Rafael Morales; del querido poeta Morales, el poeta del toro, que fue compañero nuestro en el Departamento y que era la bonhomía personificada. (Es este de la bondad un aspecto que no cuenta ni para los quinquenios ni para los sexenios, pero que quienes nos vamos haciendo mayores cada vez valoramos más). Dos años después se ocupó de otro poeta de la posguerra, Leopoldo Panero, con motivo de una edición de bibliófilo de Escrito a cada instante. Con el estudio que la precede, titulado La poesía vinculante de Leopoldo Panero —una variación sobre el concepto de «poesía arraigada» que el gran Dámaso Alonso puso en juego—, Paulino contribuyó a la necesaria reivindicación del poeta astorgano, tan maltratado por el cainismo y la estulticia que tanto nos caracterizan a los celtíberos y de los que no se libra ni la lírica más metafísica. En el cincuentenario de su muerte (2012) le invité a colaborar en el número especial de la revista Astorica, al que Pepe contribuyó con un artículo titulado «Escrito a cada instante en su contexto». Es un lúcido ensayo que se cierra con una frase que resume extraordinariamente y yo diría que casi de un modo heideggeriano el mundo poético de Panero: «Se trata, en este libro, de la constitución del ser viviendo en la palabra». Nada más y nada menos.
Otros poetas que merecieron su atención son Antonio Machado, Pedro Salinas, Juan Larrea, Tomás Segovia, Blas de Otero, Claudio Rodríguez, Ángel González, José Hierro, Pablo García Baena, Diego Jesús Jiménez, Antonio Colinas, Elena Martín Vivaldi… Quiere ello decir que apenas hubo resquicio de la lírica contemporánea en que no penetrara su ojo crítico. De ahí el gran valor que tiene su Antología de la poesía española del siglo xx, uno de los proyectos en que puso mayor esmero y hasta pasión personal, como lo demuestran las dedicatorias: la del primer volumen va dirigida a la memoria de su padre, y la del segundo, a sus hijos Elena y Carlos.
>El sentimiento religioso impregna buena parte de la producción crítica de José Paulino. Un rápido vistazo al listado de sus publicaciones revela la frecuencia con que en él aparecen las palabras religión, religiosidad, sagrado: «Ángel Ganivet: la secularización de la religión en el modernismo», «Religión y poesía. El contemplado, de Pedro Salinas», «La expresión poética del miedo: de la angustia de la muerte al éxtasis de lo sagrado», «La aparición de la religiosidad en la narrativa española de los años sesenta», «Modos de presencia de lo sagrado en el teatro español actual», etc. Esta presencia de lo religioso en su obra crítica debe entenderse en su justa y honda medida, pues nada tiene que ver con esa devoción empalagosa y militante a que tanto beatón es dado. Antes bien, sin haber hablado nunca con él acerca de este asunto, creo que Pepe entendía la religiosidad de un modo muy unamuniano, pues que no en vano Unamuno copó también muchas horas de lectura y de estudio en su vida. Más que León Felipe, cuya desmesura para lo bueno y para lo malo no encaja del todo bien con la discreción de Paulino, es don Miguel —en mi opinión— quien mejor se compadece con su personalidad. Por haber tocado todos los palos, Unamuno es, además, un autor que le permitió salvar el tránsito de la poesía al teatro; a un teatro desnudo y de la conciencia, un teatro de la palabra y no del espectáculo. Son una veintena de trabajos los que Paulino publicó sobre quien fuera excitator Hispaniae en la feliz expresión de Curtius; entre ellos, los referidos a su teatro son los más importantes.
No es Unamuno autor de moda en tiempos como los que corren de relativismo posmoderno, modernidad líquida o liquidez posmoderna, como queramos llamarlo, pero su obra sigue planteándonos los problemas más acuciantes en un país como el nuestro donde el pensamiento ha sido siempre escaso, y el parloteo y el activismo, por el contrario, demasiado profusos. Su teatro es, en efecto, un teatro de ideas, que quizá hubiera sido más valorado en otros países con una mayor tradición en ese género; Francia, por ejemplo, con creadores de tanto fuste filosófico como Marcel, Sartre, Camus… Por esto nos sorprende ahora gratamente el triunfo entre nosotros de un dramaturgo como Juan Mayorga, que defiende un teatro enraizado en esa noble estirpe.
Frente a los que consideran el teatro de don Miguel poco dramático y en exceso discursivo, Paulino Ayuso ha sido uno de sus defensores más tenaces. Siguiendo el magisterio de Iris M. Zavala, llega a afirmar que «la ontología de Unamuno es, precisamente, su concepción dramática de la existencia, expresada repetidamente con las imágenes conceptuales del mundo-teatro y del hombre-personaje». Estas y otras claves esclarecedoras de la dramaturgia unamuniana son las que nos brinda en su estudio preliminar a La esfinge, La venda y Fedra (Castalia, 1987), donde explora con singular acierto la que llama «teología trágica» de Unamuno. En el que precede a la edición de El otro y El hermano Juan (Austral, 1992) desarrolla la antropología escénica de Unamuno de acuerdo con la metáfora senequista del theatrum mundi, o sea, la vida humana en cuanto espectáculo: «La tensión interior, la angustia de la muerte y los esfuerzos por acomodarse a unas prácticas religiosas largo tiempo abandonadas —entre otras circunstancias— producen en Unamuno ese estado de ánimo que favorece el verse como un ser doble, contradictorio, que ejecuta su papel ante los demás, esperando su aplauso».
El teatro ocupó, pues, un lugar importante en la vida intelectual de Paulino Ayuso. De hecho, sus primeros escritos son las críticas de estrenos que, entre 1970 y 1980, publicó en la revista Reseña. Tras Unamuno, fue Buero Vallejo el dramaturgo que más le interesó: «El compromiso teatral en la obra de ABV» (1996), «El compromiso moral como juicio dramático en el teatro de Buero Vallejo» (1998), «El encerramiento, núcleo dramático en el teatro de ABV» (1998) son algunos de sus trabajos, que culminarían en su importante monografía La obra dramática de Antonio Buero Vallejo. Compromiso y sistema (2009), publicada también por Fundamentos.
Entre Unamuno y Buero fueron muchos los autores cuya vertiente dramática exploró Paulino, empezando por los poetas que eventualmente fueron tocados por el veneno del teatro, así el León Felipe de El juglarón, Miguel Hernández, Pedro Salinas o Gabriel Celaya. Destacó aspectos tan interesantes del teatro vanguardista como el viaje imaginario, y se ocupó especialmente de autores del exilio: Rafael Dieste, Paco I. Taibo, Martín Elizondo y Teresa Gracia, además de otros del interior como Gonzalo Torrente Ballester, Alfonso Sastre, Francisco Nieva, Domingo Miras o Jerónimo López Mozo. Por fin, el año pasado daba a las prensas un libro sobre Ramón Gómez de la Serna, escrito bajo parámetros parecidos a los que le sirvieron para interpretar el teatro de Unamuno: La vida dramatizada.
Este libro que ahora aparece póstumo es un compendio de los amplios intereses teatrales de José Paulino, pues que abarca de Galdós a Valle-Inclán. Está escrito con un propósito didáctico que, en ningún caso, va en demérito de la originalidad investigadora, tal como lo expone en la Introducción: « […] Los capítulos tratarán de integrar tres aspectos que sean útiles a los lectores. En primer lugar, la presentación o descripción de la obra de cada uno: títulos, datos y secuencia de escritura o representación que puedan aportar un conocimiento concreto. En segundo lugar, la crítica que, en su momento y posteriormente, se haya ejercido sobre estas obras, aunque expuesta de manera sintética, apoyándose y remitiendo a una bibliografía selecta, especializada y presentada al final del volumen. En tercer lugar, algunas reflexiones o valoraciones que intentan servir de clave para interpretar el sentido o interés de esa producción individual. En todo esto hay mucho de resumen y síntesis, como se ve, y bastante de la propia investigación, que, a lo largo del tiempo, ha quedado recogida en algunas publicaciones parciales».
Una síntesis de doscientas y pico páginas como esta que me honro en presentar es fruto de muchas horas de lectura, de mucho tiempo dedicado a la preparación de las clases. Como el propio autor confiesa en sus palabras preliminares, bastantes de las ideas que aquí se vierten proceden de sus cursos de doctorado, es decir, de la discusión y del intercambio de ideas con los estudiantes que a ellos asistían. Y es que, por más que investigación y publicaciones sean importantes en la actividad de un profesor, la tarea de este no queda colmada sino en el estrado de las aulas, ante esas generaciones de alumnos cada vez más jóvenes que pasan ante nosotros, los profesores, en justa correspondencia cada vez más viejos. Paulino concibió su dedicación a la universidad como una auténtica misión intelectual. Empleo una palabra que seguramente no le disgustaría por las connotaciones sagradas y hasta religiosas que lleva implícitas, aunque yo no hago más que aplicarla según lo hace Ortega y Gasset en su Misión de la universidad, un libro que debiera ser de cabecera para tanto pedagogo abstruso y tecnólogo empeñado en la deshumanización de este noble oficio de enseñar como abunda en esta malhadada era de Bolonia.
Pepe Paulino mantuvo a lo largo de su vida una innegable vocación por la enseñanza. Veintitrés tesis doctorales dirigidas, además de incontables tesinas y trabajos fin de máster, acreditan ese compromiso —otra palabra favorita suya— con la universidad. Le quedaban dos años para su jubilación y, sobre todo, unos meses para terminar el curso. No poder hacerlo debió angustiarle más que saber que su fin estaba próximo, porque lo que le gustaba era vivir la Facultad y en la Facultad, donde era una presencia constante desde que asumió cargos de gestión como la secretaría académica y la dirección del Departamento de Literatura, sito ya en un espacio que nada tiene que ver con aquel abigarrado pero entrañable del edificio B en que yo lo conocí.
Pepe sabía comunicarse con su palabra siempre discreta; con el esbozo de sonrisa que llevaba puesta desde que se levantaba por la mañana y con la que se protegía de su natural timidez; con su modo silencioso de pasar por este mundo, como una máscara unamuniana, haciendo bueno el verso de Luis Felipe Vivanco que, estratégicamente, puso como lema al frente de su Antología de la poesía española del siglo xx, justo debajo de la dedicatoria a sus dos hijos:
Y en vez de una existencia brillante, tener alma.
Javier Huerta Calvo
Junio de 2013
REAL ESCUELA SUPERIOR DE ARTE DRAMÁTICO
Director de la RESAD: Rafael Ruiz
Secretario: Emeterio Diez
Consejo Editorial: Rosario Amador
Fernando Doménech
Vicente Fuentes
Juanjo Granda
Pablo Iglesias
Pedro Víllora
© Herederos de José Paulino Ayuso, 2014
© Ediciones Antígona, 2014
© Asociación José Estruch. RESAD, 2014. Avenida de Nazaret, 2. 28009 Madrid
ISBN: 978-84-15906-39-1
Maquetación: Luis Sánchez de Lamadrid
Cubierta: Ediciones Antígona sobre un dibujo de Antonio Merlo Decorado del cuadro tercero de «La guerrilla» y un dbujo de Salvador Bartlozzi del Decorado de El Señor de Pigmalión
Decorado de Salvador Bartolozzi para el prólogo de El Señor de Pigmalión.
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Cualquier libro general sobre la historia del teatro español del siglo XX[1] constata, para las tres primeras décadas del siglo, una intensa actividad, tanto en la producción de textos literarios como en el número de las representaciones, en el auge de las salas de espectáculo, en la variedad de géneros y subgéneros, en la creación de compañías y la aplicación de medios materiales y nuevos recursos técnicos. Una actividad en que advertimos cambios continuos, ensayos, aparición y desaparición de locales, formas de comercialización, intensificación de los recursos, dominio de nombres relevantes y, en fin, intentos, logrados o fallidos, de acceso de nuevos autores al sistema de producción y representación. Y, a la vez, se advierte una cierta inmovilidad de fondo, un estado latente de resistencia al cambio, mediante la aplicación repetida de unas fórmulas que solo en lo accidental, en la proporción de sus ingredientes, admite cambios. El teatro español de la época está lleno de éxitos populares, de espectáculos variados, desde la alta comedia y el drama histórico hasta la zarzuela, el «género chico» e incluso la sicalipsis.[2]
Casi como apéndice de este panorama suele dejarse constancia de dos hechos más bien marginales y muy a menudo relacionados entre sí: la creación dramática de escritores que no llegaron a implantarse en la escena, o lo hicieron solo ocasionalmente; y las formas alternativas de representación, mediante los conocidos como Teatros de Arte o compañías experimentales. Solo a finales de los años veinte y en los treinta, con el cambio cultural ya logrado de un sector liberal de la sociedad urbana y la aparición de artistas capaces de integrar todos los aspectos de los espectáculos, esta diferencia parece diluirse un tanto, porque los grupos experimentales y las obras difíciles adquieren una presencia o «visibilidad» significativa para la evolución del género. Es el caso del grupo de los Baroja, El Mirlo Blanco, y en relación con él, Valle-Inclán y Cipriano Rivas Cherif. Y es el caso de Lorca, con sus grandes dramas de éxito y, a la vez, con los ensayos del Club Anfistora para su teatro de vanguardia, las adaptaciones de clásicos y los espectáculos de La Barraca.
El volumen que aquí se presenta está concebido desde esa marginalidad del drama apenas representado, aunque pueda ser ocasionalmente favorecido por el reconocimiento e incluso el éxito, escrito por autores de indudable relevancia en otros géneros o por dramaturgos que no lograron implantar su fórmula dramática, si acaso consiguieron definirla bien. La sola excepción a este límite es la presencia de un capítulo referido a Valle-Inclán, pero he considerado que resulta una exigencia para completar el panorama que, sin él, quedaría truncado dentro de la secuencia temporal que aquí se fija.
En el plan general de la obra se va definiendo una actividad dramática y teatral marcada por distintos y sucesivos intentos de crear un teatro propio, más exigente en lo conceptual o estético que el normalmente representado, un teatro distinto, que parte de cierta insatisfacción por lo que se consideraba común y deseable para el público. (Pueden verse a este respecto las opiniones de casi todos los aquí reunidos: Ganivet, Unamuno, Azorín, los Machado, Valle-Inclán, que habitualmente he recogido). Por tanto, se pretendía abrir vías alternativas que implicaban, de modo explícito o implícito, una labor de formación del mismo público.
Comienza con la reforma del drama realista intentada por Galdós, con sus vaivenes de éxito y rechazo, pero con su indudable importancia, en cuyo remolino comienzan a nadar algunos jóvenes escritores que, más tarde, abordarán por sí mismos su propia aventura teatral. Y termina con Valle-Inclán, que, sin perder la marginalidad, sino desde ella, y a partir de 1912, presenta el logro mayor en definir un teatro total (por encima de los tiempos menguados de la historia y en contra de sus permanentes carencias económicas), absolutamente propio y capaz de recoger el ambiente histórico dentro de la complejidad de la representación, en una unidad estética llena de proyecciones míticas y simbólicas que enriquecen su perspectiva dramática sobre la realidad.
De esta manera, de inicio a fin, se traba el conjunto de este volumen, que, en su desarrollo, presenta unidades diferenciadas y discretas, según los distintos autores que se van presentando. Fuera quedan ya otros autores propiamente de la vanguardia y del grupo del 27, desde Claudio de la Torre a Lorca, Alberti, Casona y los demás que comienzan a ser conocidos en los años treinta.
Se trata, por consiguiente, de una obra de síntesis parciales, en cuyo recorrido y contraste se pueda encontrar una serie de rasgos comunes y generales, que sirvan de encuadre conceptual a la serie de exposiciones. No se parte de esa configuración, que tiene mucho de abstracto y de formal, sino de las distintas obras realizadas por los autores en su individualidad y con su particular idiosincrasia. Se percibirá, sin embargo, que nos vamos deslizando, de uno a otro autor, entre la dimensión conceptual e incluso filosófica, en que el drama es expresión de una tragedia ontológica y existencial, y la dimensión simbólica del drama, rica en sugerencias y a veces en propuestas escénicas. De modo que, con distintas formas dramáticas, se pretende la representación en profundidad del drama humano sobre el escenario del mundo.
Y a partir del estudio de cada autor, los capítulos tratarán de integrar tres aspectos que sean útiles a los lectores. En primer lugar, la presentación o descripción de la obra de cada uno: títulos, datos y secuencia de escritura o representación que puedan aportar un conocimiento concreto. En segundo lugar, la crítica que, en su momento y posteriormente, se haya ejercido sobre estas obras, aunque expuesta de manera sintética, apoyándose y remitiendo a una bibliografía selecta, especializada y presentada al final del volumen. En tercer lugar, algunas reflexiones o valoraciones que intentan servir de clave para interpretar el sentido o interés de esa producción individual. En todo esto hay mucho de resumen y síntesis, como se ve, y bastante de la propia investigación, que, a lo largo del tiempo, ha quedado recogida en algunas publicaciones parciales.
Así que una parte del interés de esta obra está en estos tratados particulares y otra parte en las relaciones (que quedan más a cargo del propio lector) que se puedan trazar entre ellas. Es este un primer elemento de tensión, entre lo individual y lo genérico, si se quiere, y entre lo determinado por el momento de cada autor y el trazo histórico de la época. Otro aspecto que queda entre líneas se refiere, sobre todo en relación con las posibilidades o dificultades de estrenos y representaciones, a las tensiones latentes entre el centro, ocupado por los dramaturgos reconocidos, y los márgenes; entre el orden institucional y la alternativa, entre rendirse a la demanda del público o pretender elevar el nivel de exigencia de ese público. Y estéticamente, como explico inmediatamente, en la «Introducción», entre el realismo mimético (algunas veces cómico también y otras sentimental, con sus muchos cruces) y la experimentación. No todos los autores fueron capaces de abrir su teatro a nuevas fórmulas dramáticas o formales, pero en todos se advierte una intención de crear sus obras al margen de las exigencias dominantes, aunque, a veces, como en los Machado, haya claros intercambios y compromisos o contrastes entre la novedad de nuevos significados y contenidos y la popularidad y convencionalidad de la fórmula y las formas dramáticas elegidas.
También es posible advertir que, dentro de este teatro alternativo, que se extiende a los dos grandes momentos del arte en la época, las rupturas entre el teatro simbolista y el teatro de vanguardia no son tales (otras veces sí), sino intensificaciones o aplicaciones, con nuevos recursos aportados por la investigación científica, de principios del simbolismo. Al no representarse las obras en su momento o hacerlo de modo insuficiente, se percibe una falta de evolución adecuada en la estética teatral de los autores. De nuevo la excepción es Valle-Inclán.
Y en este aspecto hay que hacer notar la ausencia general de sincronía. Primero entre los conceptos y la poética teatral de esos autores y el momento en que escriben o representan sus obras, caso de Azorín, por ejemplo. También se advierte otra falta semejante entre el momento de la escritura de la obra y el de su representación, caso de que esta ocurra (Unamuno nos da pruebas suficientes). Otras veces hay un trabajo de años que luego parece rechazado por su autor (¿es así verdaderamente?), como ocurre con Gómez de la Serna, y queda más bien oculto. Y finalmente se suceden alternativas que conducen a la desaparición, como en el caso de Grau.
De esta manera, configurado un panorama de lo que podríamos considerar el teatro alternativo español desde finales del siglo XIX a comienzos de los años treinta, establecemos una posible base para abordar también el estudio del teatro renovador de los autores que se inician en los años veinte y treinta: los más reconocidos, que acabo de citar, y otros menos habituales, como Pedro Salinas, Ignacio Sánchez Mejías, Valentín Andrés Álvarez, Max Aub, Jardiel Poncela, López Rubio, que se proyectan hacia un futuro cultural y socialmente distinto del previsible por efecto de la ruptura de la guerra, pero que, en lo que nos interesa, definen en buena medida lo que fue el teatro vivo español en los diez años anteriores al conflicto. Sin olvidar que es precisamente en ese lapso cuando algunos de los autores aquí tratados (los Hermanos Machado, Azorín, Unamuno, Valle Inclán y Gómez de la Serna) alcanzan una cierta presencia en los escenarios y ante el público general de los teatros.
Quiero terminar con el agradecimiento a los estudiantes que, durante un tiempo, con su interés y acompañamiento, me permitieron impartir unas clases de doctorado en que, con diversas perspectivas, atendíamos a estos autores. Ha sido este el medio en que las opiniones y juicios críticos aquí contenidos se han ido formulando. Aunque no consten sus nombres individualmente, quienes accedan a estas páginas se reconocerán fácilmente. Algunos de ellos figuran ya en la bibliografía de referencia, por sus investigaciones propias. También quiero expresar mi reconocimiento en general a quienes han trabajado sobre esta época del teatro o sobre los autores en particular y me han ofrecido, en sus libros y artículos, datos, ideas y perspectivas necesarias. En particular, agradezco a mi compañera, la profesora Ángela Ena Bordonada, su atención y crítica hacia el capítulo de Valle-Inclán. Y finalmente reconozco con gratitud el interés y esfuerzo de Emeterio Díez y del equipo editorial de la RESAD para que esta publicación pudiera llegar a tener una presencia en el campo virtual y alcanzar así una paradójica existencia real.
J.P.A.
[1]. Basta recordar los de Javier Huerta Calvo (dir.) Historia del teatro español, II, Madrid, Gredos, 2003. el de César Oliva, Teatro español del siglo XX, Madrid, Editorial Síntesis, 2003, y los que resumen dos lustros sucesivos de entrenos en la cartelera de Madrid, editados por Francisca Vilches y Dru Dougherty, La escena madrileña entre 1918 y 1926. Análisis y documentos. Madrid, Fundamentos, 1990, y La escena madrileña entre 1926 y 1931. Un lustro de transición, Madrid, Fundamentos, 1997, además de los varios que recogen las críticas del momento, como los de Díez Canedo, Manuel Machado, Pérez de Ayala, Navas, Araquistain, etc.
[2]. Panorama y resumen, con testimonios de la época, de Andrés Amorós, Luces de candilejas, Madrid, Espasa-Calpe, 1991. (Selecc. Austral).
Este volumen intenta presentar la creación dramática de algunos escritores de la primera mitad del siglo XX en España, que figuran entre las personas más destacadas de la cultura y de la literatura de su tiempo. En muchos casos su labor para el teatro fue claramente ocasional, realizada en determinados momentos de su vida, y casi siempre resultó marginal y poco apreciada o discutida, como en el caso de Pérez Galdós entre el siglo XIX y el XX, en el de los Hermanos Machado a mediados de los años veinte, o de Valle-Inclán, en algunas de sus obras. El tiempo ha ido decantando la importancia de esa labor de escritura teatral, aunque solamente Valle-Inclán ha adquirido una nueva importancia a la luz de su estética y de las posibilidades escénicas y actorales desarrolladas posteriormente.
Sin embargo, para una atenta y comprensiva mirada de la literatura dramática española, e incluso para el conocimiento de la época y de la labor de estos autores, el teatro es una pieza importante. Su influencia no siempre se advierte en el tiempo de su producción, porque no llega al público de manera frecuente y adecuada, pero establece una tensión con las demás formas, géneros y realizaciones dramáticas coetáenas y abre a veces vías por las que discurrirá posteriormente el teatro de otros dramaturgos más afortunados.
Nuestra mirada actual se fija preferentemente en el teatro como espectáculo, después de la reivindicación práctica de la dirección de escena y de la teoría del espectáculo durante el siglo XX. Incluso algunos libros de especialización que plantean la cuestión parten de una polémica entre texto y espectáculo. Esta disyuntiva queda aquí fuera de consideración, y parece que tanto en la teoría como en la práctica es un debate superado en la actualidad. De lo que se trata en este volumen es de presentar un teatro posible, casi escondido en su tiempo, hoy aún más desconocido, aunque muchas obras llegaran al escenario, unas de forma limitada y marginal, otras convertidas en éxitos comerciales, lo que indica que no se escribieron solo para la lectura, aunque sus autores casi nunca estuvieran en la nómina de los dramaturgos reconocidos y consagrados. Este hecho nos induce a volver a fijarnos en el carácter literario del teatro, incluso desde la perspectiva histórica, dentro de una sociedad que, en su afición por el teatro, no acertaba a considerarlo más que como teatro de texto.
De modo que el texto teatral debe ser tenido por principio como un texto literario, ya que no abdica de antemano de esa condición, lo mismo que ocurre con el texto narrativo, aunque su peculiaridad reside en que es un texto destinado a la representación y por ello entonces traspuesto a un sistema sumamente complejo de actualización y de comunicación, en el cual encuentra su verdadera dimensión, que es colectiva. Y es claro, frente a lo que fue práctica común conservadora, que el proceso de representación no debe entenderse como mera ilustración o declamación del texto ante un público, sino como una propuesta de integración creadora de varios sistemas de signos (o de sistemas significantes) y de códigos de comunicación, que afectan también a la misma significación actualizada del texto. No cabe, en definitiva, entender el texto teatral, como tal, sin tener en cuenta esa inscripción, algo a lo que fue muy sensible Martínez Sierra y, en cambio, no terminó de reconocer Unamuno.
Hoy es imposible entender ni aun leer la obra dramática sin esa inscripción que lo destina a ser actuado, mediante figuras humanas (aspecto esencial marcado por Aristóteles en su Poética) en un espacio acotado, en un tiempo fijado y, en general, previsto, ante una colectividad. Pero también la percepción de su carácter de texto intencionalmente literario, de finalidad estética irrenunciable, aparece como una constante o un presupuesto de orden socio-cultural hasta tiempos recientes (la segunda década del siglo XX). De ahí su inclusión en todos los libros de literatura y en los tratados teóricos de los géneros y las discusiones acerca del género mismo. Es también así como habitualmente se percibe (aún) el texto desde la práctica de la recepción, tanto por parte del espectador como de la crítica; y su carácter fundamental de «obra de ficción» es el que avala tal consideración —previa y general— de obra literaria.
Pero no toda obra teatral alcanza ese grado de excelencia o de cualidad literaria perdurable. Más que otros géneros, y antes que ellos, el teatro ha tenido otras muchas vertientes y han predominado en él otras funciones, bien comercial, bien propagandística, bien de estricto entretenimiento, etc. Mucho teatro de consumo nunca tuvo excesivas aspiraciones y otros que sí las tuvieron han caído en el olvido. Pero no es la ambición subjetiva del autor la que decide del resultado artístico, aunque es significativa marca marcar la dirección de la recepción. Por otra parte, no todo texto dramático, por muy noble que sea su intención y su dicción, puede resultar fácilmente representable o adecuado en la época de su composición. A veces por la limitación de las circunstancias sociales, pero otras por las propias del texto mismo.
Después de los procesos de profesionalización de los dramaturgos y de la producción industrial del teatro, los conflictos se manifiestan históricamente a través del debate entre un teatro «comercial» y un «teatro artístico», por emplear la expresión con que se inaugura el siglo XX en este aspecto. La cuestión será siempre la conciliación o integración de los extremos. Y de ningún modo cabe excluir el logro artístico del teatro comercial. De hecho, algunos de los mayores dramaturgos del siglo XX se encuentran en esta categoría. La cuestión estriba —reduciéndola a su más pura esencia— en la exclusividad o, al menos, primacía de la intención estética, que deriva de la libertad creadora; o, por el contrario, en la subordinación de ella a otros intereses y necesidades, que, desde la estructura social productiva, suelen ser el logro económico y el éxito de los actores, con su adjunto de fama popular. Esta disposición, al privar de libertad al autor, es decir, de posibilidades de experimentación, arrastra consigo el riesgo de incurrir en fórmulas consabidas, en estereotipos, en repeticiones, que, sin sacar la obra teatral del ámbito general de la cultura, ponen en entredicho su carácter de creación o innovación y, en consecuencia, su perdurabilidad hacia el futuro.
Esta cuestión alcanza en los años veinte y treinta de este siglo, en España, una dimensión teórica con el debate acerca de la mímesis realista, de su aceptación básica o de su ruptura y negación a favor de una apertura a otros ámbitos mentales, subjetivos, y una experimentación con las formas y los recursos del teatro. Pero tiene también otra vertiente práctica, que deriva inmediatamente del planteamiento general, que es la que ahora voy a precisar, dejando aparte, por el momento, la cuestión de la legitimidad de este planteamiento del texto teatral como texto literario y remitiendo su justificación a la poética del tiempo histórico que consideramos.
Aunque todo texto teatral es, tal como he dicho, por derecho y necesidad, representable y tiene como presupuesto esa «representabilidad», hechos como la aceptación del público y las disposiciones de las empresas (y de los actores), junto con otros factores externos —la censura, por ejemplo— determinan que haya un teatro realmente representado, mientras cierto tipo o grupo de obras y de autores quedan preteridos o ignorados. Así, de la dificultad concreta y circunstancial para ser representados se pasa a la categoría de irrepresentables o (de forma menos tajante) difíciles.
Y esto tiene, a su vez, una consecuencia: la facilidad con que la crítica ha motejado algunos textos de «teatro para leer», a causa no de su carácter verdaderamente irrepresentable, sino de las convenciones escénicas, sociales o morales de la época. El caso de Valle vuelve a resultar paradigmático. Pero resulta que, en buena parte, así lo concebían algunos de los autores que, a comienzos de siglo, publicaban sus tomos de teatro fantástico, de teatro de la ilusión o de ensueño. Y, en contra de esto, los grupos de teatro de arte buscaban textos de tal tipo (entre otros) para proponer una renovación escénica.
Hay, por tanto, una razón teórica combinada con la razón histórica, no solo para defender la importancia del texto teatral (que es, por otra parte, tradicionalmente un hecho ineludible) y su adscripción al estudio filológico y crítico como texto literario, sino para considerar la vía de la lectura como modo apto (si no completo) de conocimiento. De esta razón deriva el planteamiento de este proyecto y la selección de los autores incluidos en él. Porque en todos ellos se encuentra una creación literaria que emplea con originalidad las estructuras dramáticas, logra una intensa expresión verbal a partir del lenguaje cotidiano y ofrece un conocimiento más profundo de la realidad humana. Junto a éstas acude la razón pragmática ya expuesta: la lectura es una vía posible y necesaria, en muchos casos única, de conocimiento de los dramas.
Porque a lo largo del siglo XX esta línea de teatro se constituye más bien en un tipo de drama distinto al teatro convencional y de éxito, mediante la intensificación de sus contenidos intelectuales, la novedad escénica y verbal, la tensión con las convenciones genéricas y su transformación en formas novedosas o la mezcla de los «géneros» separados. Son esas dos las dimensiones más destacadas: la inquietud intelectual y la experimentación formal. Aunque se pueden presentar unidas, cabe considerarlas independientemente, en general, ya que Unamuno y Valle se nos ofrecen, a una primera mirada, como puntos distantes y representativos de la preferencia por cada uno de estos aspectos.
Por eso, no me parece inadecuado, sino, al contrario, coherente con el sentido profundo de los hechos, hablar —con matices para España— de un teatro simbolista o de un teatro expresionista o de un teatro vanguardista de ascendencia pirandelliana o de un teatro surrealista (y de una dramaturgia basada en tendencias no artísticas). Porque estos autores están muy directamente ligados a las corrientes de pensamiento o a los movimientos estéticos que marcan (con su novedad y su carácter) la cultura del siglo XX (desde luego también en España) y el desarrollo y evolución de los demás géneros literarios. El teatro comercial se muestra refractario ante ellos y solo se recibe con aceptación y elogio una modernización aparente de las estructuras convencionales (Benavente, Marquina).
A partir de las anteriores reflexiones generales podemos establecer algunas consecuencias que justifican el plan que en este trabajo se propone:
1.- La creación dramática de estos autores es históricamente significativa dentro de una consideración general de la cultura en España y, más en particular, dentro de la literatura de creación, constituyendo una rama tan importante como otras de la producción con fines estéticos.
2.- Este teatro es importante e incluso, según los casos, imprescindible, para reconocer la dimensión creativa total de algunos importantes escritores españoles de la mitad primera del siglo, incluyendo a Unamuno, Gómez de la Serna y Azorín. Y, entre ellos, algunos se considerarían fundamentalmente autores dramáticos: Grau y Valle-Inclán.
3.- Entender el momento histórico-literario requiere tener en cuenta también, junto a las líneas hegemónicas y a los autores de éxito y reconocimiento (siempre dentro de la categoría literaria, que se define históricamente), las tendencias o líneas alternativas, disidentes o marginales, porque solo el conjunto presenta la verdadera dimensión, espesor y profundidad del tiempo. Y más en particular porque los autores aquí considerados se vinculan a las corrientes de pensamiento y a las opciones estéticas propias del siglo XX, a partir de la crisis del positivismo, y por ello resultan más próximos a la evolución de los demás géneros literarios.
4.- La falta de recepción pública de una dramaturgia no anula su capacidad de influencia y su valor como productora y modelo para otras posteriores que tal vez sí logren el reconocimiento. Es el caso de Lorca, de Casona, el más reciente de Nieva (con Valle detrás), de Buero (y Unamuno) y de otros experimentos actuales que ya practicaron Azorín, Gómez de la Serna y otros detrás de ellos.
5.- Las diferencias entre autores «singulares», fuertemente individualizados, dificulta trazar una línea que establezca vínculos positivamente apreciables entre ellos o líneas de coherencia ideológica, estética, estilística. Al contrario, se muestran frecuentemente irreductibles, más allá de algunas adscripciones (que no son inútiles) a las corrientes histórico-literarias («simbolismo», «vanguardismo»), de etiquetas críticas (como «teatro de ideas» o «teatro poético») o de inclusiones en géneros dominantes («tragedia», «farsa», etc.) En todo caso, esto es lo contrario de lo que ocurre con los autores del llamado teatro comercial, quienes parecen moverse en su trabajo más al servicio del género y de los presupuestos (ideológicos, formales, etc.) establecidos por el sistema dominante de comunicación teatral. (Francisco Nieva dijo que los autores del «género chico» no eran los padres del género, sino este el padre de aquellos.)
Aunque los límites se borran a veces, a mi juicio, como ya dije antes, la línea divisoria se puede establecer mediante la categoría estética del «realismo» en el tiempo histórico que ahora trazamos. Así aparece la «batalla teatral» de los años veinte, que expresa una tensión latente desde comienzos de siglo. La discriminación entre teatro de consumo y representado y teatro renovador y alternativo (no representado habitual o frecuente) se marca por la concepción realista o no-realista (que llegará al antirrealismo) de los espectáculos. Esta diferencia arrastra otra consigo, que, en el caso del teatro es determinante: el empleo o el rechazo de fórmulas estereotipadas, es decir, el dominio de la «convención» en cuanto convención histórica de lo que «debe ser» la obra teatral (no en cuanto fundamento del género mismo) que afecta desde la división en actos hasta el lenguaje, desde la fábula a los caracteres, desde la lógica a la psicología. Esta negación del realismo y el rechazo de la convención los podemos encontrar motivados o determinados por varias razones: el idealismo y esteticismo simbolista-modernista; el esquematismo de una visión intelectual o trágica del mundo y de la existencia, la experimentación con formas y lenguajes verbales disidentes, la referencia a universos poéticos de carácter irracional y a imágenes violentamente distorsionadas o aparentemente arbitrarias.
La cultura española, en general, la literatura y, más en particular, el teatro ostentan un desarrollo orgánico y unas señas de identidad durante el periodo 1896-1936, aunque con cambios y procesos de sucesión de grupos, movimientos y claves culturales de las generaciones históricas. La estabilidad política del marco institucional, aun con sus quiebras, y la acumulación de aportaciones culturales, sin rupturas, señalan las condiciones externas de esta identidad. Además, la actividad permanente de autores como Benavente, Arniches, los hermanos Quintero (seguidos de Martínez Sierra, Linares Rivas, etc.), por un lado, y de Unamuno, Azorín, Jacinto Grau, los hermanos Machado, por otro, junto con Valle-Inclán, Baroja y también Juan Ramón Jiménez proporciona un perfil de estabilidad y de continuidad, pues los cambios que se inician —con la obra de estos autores— en la última década del siglo XIX son continuados y proyectados a dimensiones más amplias (y no más hondas), universalizadas incluso, por las siguientes promociones.
En el caso del teatro, parece más visible esa fuerza estabilizadora de los géneros, los estilos, las fórmulas dramáticas y los modos de representación (que aceptan los cambios en menor medida y de forma más ocasional o anecdótica que la narrativa o la poesía, las cuales los acogen e integran con decisión para dar obras plenas de valor estético). Sin embargo, una serie de fenómenos del ámbito sociopolítico, con la Gran Guerra como referente fundamental, del ámbito cultural y, más concretamente, la aparición de nuevos fenómenos en el campo del teatro, nos permiten establecer dos fases diferenciadas. Anotamos en el segundo momento modelos dramáticos nuevos como el «Esperpento» de Valle (que efectúa una síntesis formal y adquiere una dimensión escénica inusitada, así como una aguda penetración y expresión de crítica social), cambios significativos sobre el modelo del teatro cómico popular, con la «tragedia grotesca» de Arniches; la entrada de los Machado en el teatro poético poco después, la «campaña teatral» de Azorín, crítico de teatro y dramaturgo, y, sobre todo, en esta dimensión de la escritura dramática, la aportación, rupturista en distintos grados, de los jóvenes, que podemos llamar del 27 —ampliando justificadamente la noción de generación— con Lorca y Alberti, pero también con Casona, Jardiel, Max Aub, Claudio de la Torre, Sánchez Mejías, Valentín Andrés Álvarez, los humoristas (Ugarte y López Rubio) y los aún no estrenados, como Rafael Dieste. Nuevas influencias en el campo del pensamiento, de la cultura general y un énfasis importante en la acometida contra el teatro repetitivo, formular, antiartístico, marcan algunos gestos de este momento (1920-1936), en el cual adquiere importancia (y fuerza polémica) la crítica, se multiplican los experimentos en teatros de cámara (en los que figuran Baroja y Valle Inclán, con Lorca) y se consolidan las primeras figuras de la dirección de escena en España (después de Martínez Sierra, Rivas Cherif, García Lorca, Bartolozzi), ayudados por pintores, decoradores, etc. (Barradas, Bürman y también Bartolozzi.)
El planteamiento cronológico lleva a establecer dos ciclos que no indican rupturas interiores decisivas, pero sí perfiles diferenciados en cuanto a los textos y sus posibilidades de innovación dramática y teatral, en cuanto a la representación y, finalmente, en la determinación genérica de las obras.
Se inicia con la constatación de un cambio de paradigma cultural (dentro del ámbito político de la Restauración y de la crisis finisecular) para estudiar la producción española afecta al simbolismo y a otras influencias del teatro europeo, que están en el origen de unos autores con preocupaciones propias y evolución diferenciada: Unamuno, Ganivet, Maeztu, Gómez de la Serna, Jacinto Grau. Pero entran aquí también obras breves de Benavente, Valle y Martínez Sierra. Para dar cuenta adecuada de las circunstancias, hay que incluir los intentos dramáticos de Galdós (1892-1918), que representa bien el esfuerzo del giro, desde una perspectiva estética e ideológica insuficiente, y los grupos de teatro de cámara o «teatro de arte» que surgieron en estos años.
El segundo momento se sitúa fundamentalmente en la época de «las vanguardias», como fenómeno artístico-literario más relevante, o «arte nuevo». Aquí se recogen autores que, destacados en otros géneros, arriban en su madurez al teatro para establecer un puente entre el teatro de éxito y el teatro de calidad, entre la tradición y la innovación (a veces solo temática o de lenguaje), con logros solo esporádicos, como Azorín, Machado, Gómez de la Serna, Baroja... Y aquí están los jóvenes que llegan con evidente afán de cambio y un concepto muy complejo de integración del arte literario y el espectáculo, con algunas propuestas nuevas (Lorca, Alberti, Bergamín, Max Aub) y otras más conciliadoras (Casona, Jardiel) o incluso tradicionales (José Mª Pemán). Este teatro aporta otro sentido de la realidad, de las relaciones entre la obra y la realidad (o entre el público y la obra, como dirá insistentemente Lorca en su teatro último) y de las convenciones que marcan la escritura y la representación. Pero este libro no habla ya de los jóvenes, sino de un segundo esfuerzo de renovación de los consagrados y ya maduros escritores del fin de siglo. Enlaza una y otra fase el teatro de Valle-Inclán, ejemplo de permanencia en el cambio, de evolución y de novedad.