Primera edición en Biblioteca Nueva, Madrid,
1917
(Basada en la tercera edición publicada en Madrid por Espasa Calpe
en 1947)
Edita: REY LEAR, S.L.
www.reylear.es
© Rey Lear, S.L.
© Herederos de Julio Camba, 2009
© Del prólogo, Ignacio Carrión, 2009
Derechos exclusivos de esta edición en lengua
española
© REY LEAR, S.L.
© Ilustración de cubierta de Jorge Arranz,
2009
ISBN: 978-84-92403-62-2
Diseño y edición técnica: Jesús Egido
Corrección de pruebas: Pepa Rebollo
Producción: REY
LEAR
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LIBRO SIN LIBRO, 2011
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LA MIRADA
ESCRIBE
POR IGNACIO CARRIÓN
SIN
SOLEMNIDAD ALGUNA, porque no era en absoluto un escritor
solemne sino sencillo y socarrón, nos advierte Julio Camba
(1882-1962) que «el periodismo, aun el más ligero y el más
superficial, tiene cierto derecho a entrar en la Historia, si bien
no pueda nunca desempeñar en ella un papel mucho más brillante que
el que desempeña en un reloj una aguja de marcar los
segundos».
Yo comparto esta opinión. El segundero al que
se refiere Camba nos permite añadir a la división del tiempo que
marca la Historia de cada día una fracción más breve que la hora y
el minuto, pero lo bastante dilatada como para registrar allí un
dato, una observación o un detalle que de otro modo se perdería. Y
esa observación puede ser muchas veces reveladora.
Las crónicas, los artículos o los breves
ensayos reunidos en este volumen son, en su gran mayoría, ligeros y
superficiales. La obra de Julio Camba no es la de un profundo
pensador sino la de un magnífico periodista que se encuentra en el
mismo lugar donde ocurren los hechos, los observa y reflexiona
sobre ellos para exponerlos casi siempre con humor, con una
concisión irreprochable y una sencillez que el lector agradece.
Camba es amigo de frases rotundas pero no dogmáticas. Sabe cómo
simplificar y comprimir un pensamiento o una intuición. Sin
embargo, pocas veces suscita el rechazo que despiertan tantos
periodistas y narradores pedantes de su época, o de cualquier
época: a Camba le espanta la pedantería. Lo que sabe, y es mucho,
lo cuenta sin darle la menor importancia, como si no lo
supiera.
«La alegría americana es una alegría puramente
física», deja caer en la introducción de este libro. Y acto seguido
nos explica por qué la alegría de aquel pueblo es física, incluso
mecánica, como lo son sus risas puesto que a diferencia de los
europeos los norteamericano ríen, incluso se carcajean, pero
ignoran lo que es la sonrisa. Es decir, el verdadero rostro de una
alegría no expuesta por completo al sol sino en la penumbra. Aunque
Julio Camba no diga exactamente estas cosas las insinúa y permite
al lector que piense por su cuenta en ellas. Con pocas palabras,
las justas, todo queda dicho, incluso lo que no dice: ¿Acaso es
preciso remachar el clavo?
Por otra parte, la aguja del segundero se
mueve rápido. No hay que detenerla. Hay que aprovechar ese instante
a sabiendas de que enseguida estás obligado a pasar al siguiente.
Debes, pues, valorar lo efímero. Y disparar una sola vez en la
diana.
El mérito del periodismo de Camba no está en
su retórica, ni en su afición por un costumbrismo narrativo
cáustico al uso, demasiado imitado después de Larra, ni en su
moderada tendencia al sarcasmo sino en todo esto junto y en la
negación misma de todo esto. Quiero dercir que Camba, lo mismo que
un periodista contemporáneo suyo, el norteamericano E.B. White
(1899-1985), es un escritor que no comete excesos. Es, ante todo,
moderado. Y practica este autocontrol temeroso, sin duda, de
incurrir en el peor enemigo de un humorista: creer que tiene
gracia.
Si nos hace gracia Camba, y casi siempre nos
la hace, es porque huye de la fácil tentación de ser gracioso. Y si
nos hace pensar se debe a que él se niega a pensar por el lector y
disimula el hecho de estar pensando en lo que escribe cuando
escribe.
Lo que hace Camba extremadamente bien es mirar
a su alrededor con una mirada de asombro, de incredulidad y de
simpatía. Mira no una sola vez sino dos veces seguidas para
asegurarse de que lo mismo que ha visto al principio vuelve a verlo
al final. Y ya corroborada la visión, describe lo que ha
contemplado. En ocasiones, aunque no siempre, va un poco mas allá y
luego de lanzar esas miradas al exterior dirige una hacia el
interior de sí mismo. Pero la introspección conviene practicarla
con cautela, algo que Azorín —por citar un caso evidente— se
permite en ese desdoblamiento patológico que, a pesar suyo, lo
acerca al filósofo sin alejarlo del narrador atrozmente
descriptivo.
Y es que lo importante para un escritor, y
todavía mucho más para un periodista, es reconocer que la mirada
escribe. Y puesto que la mirada escribe, quien no aprenda a mirar y
no ejercite la mirada, la desarrolle, la depure y perfeccione,
jamás dejará en el segundero de su reloj otra cosa que el ruido de
la máquina que lo mueve. Y por mucho que conozca el lenguaje, por
rico que sea su vocabulario, la escritura siempre adolecerá de esa
visión que proporciona la mirada propia, nunca la mirada
prestada.
Como ocurre con los pintores en cuya paleta
están ya todos los colores imaginables, antes de crear algo el
escritor también debe inventar su propia mirada y descubrir la
realidad a través de ella.
En todas sus crónicas, en sus artículos y
ensayos, independientemente del interés del tema que desarrolle,
reconocemos la mirada de Julio Camba. No hay que hablar de estilo,
no hace falta. El estilo es un artificio. Es una falsedad formal
alimentada por materias supuestamente novedosas pero perecederas. Y
el estilo de algunos escritores acaba siendo la máscara que oculta
no sólo el rostro del escritor sino que además camufla
grotescamente la realidad para que ésta se parezca a quien la
observa y no a la misma realidad.
En este libro la visión que ofrece Camba de
los Estados Unidos y, en particular, de Nueva York, puede resultar
efectista e ingenua para un lector de hoy. Pero para los lectores
de Camba en los tiempos de Camba, hace cien años, ese retrato de
Nueva York y de los norteamericanos era desconocido y sorprendente.
Y el modo de contarlo resultaba cercano, comprensible y
ameno.
Julio Camba era un viajero con experiencia.
Conocía Europa a la perfección. Se podía permitir establecer
comparaciones entre el Viejo Continente y el Nuevo Mundo. Y su
curiosidad y dotes de observación eran contagiosas.
Si a Camba le hubieran dicho en 1915 que aquel
país, entonces con cien millones de habitantes, en el que a los
extranjeros apenas les exigían un salvoconducto para visitarlo, iba
hoy a obligar a los turistas de todo el mundo a estampar sus
huellas dactilares en una pantalla, como si fueran delincuentes, y
además se les iba a fotografiar la cara electrónicamente como a
cualquier sospechoso, algo que se hace ahora en las fronteras de
los Estados Unidos, si esto mismo lo hubiera alucinado el cronista
Julio Camba, y lo hubiera escrito sin darle importancia, ¿lo habría
tomado alguien en serio?
Sin embargo, cualquier lector atento y
suspicaz intuye el curso monstruoso de semejante evolución gracias
a ciertos signos premonitorios que el periodista marca entre líneas
en el segundero de su reloj.
La profunda superficialidad del periodismo
hace imperecederos bastantes artículos de Julio Camba y es por lo
que ahora nos atrae su lectura.
«¿Qué harían los americanos de nacimiento
alemán si las cosas llegaran a tal punto que los Estados Unidos
exigieran su concurso para combatir a Alemania?», se pregunta poco
antes de romper las relaciones diplomáticas estos dos países y de
enfrentarse en el campo de batalla. «La tragedia moral sería
espantosa el día en que su patria de adopción los llamara a luchar
contra su patria de origen», añade. Los que él denomina «alemanes
americanizados» sumaban entonces un quince por ciento de la
población estadounidense.
La crítica social, sus incursiones en el
análisis político, las crónicas enviadas a su periódico durante las
elecciones presidenciales que llevarían a Woodrow Wilson
(1913-1921) a la Casa Blanca, se leen hoy como si hubieran sido
escritas hoy mismo, tal es su actualidad. «¿De qué sirve la
democracia en los negocios?», manifiesta a Julio Camba un
entusiasta del candidato republicano Hughes, el hombre «que
representa a los capitalistas de Wall Street». Y enseguida Camba
apostilla esto: «Hughes, en fin, representa el materialismo de una
civilización de cantidad, en la que la calidad no cuenta para nada.
Dólares, muchos dólares, business, puentes, teléfonos, grúas,
rascacielos, estrépito, velocidad (…). A medida que el pueblo se
llena de dinero se despoja de contenido espiritual.»
Su irónico pronóstico sobre el futuro de la
prensa norteamericana, desgraciadamente válido para casi toda la
prensa del mundo, esta prensa entregada al sensacionalismo y a la
manipulación, parece confirmarse: «¿Adónde va el periodismo
americano? Las noticias del día nunca se podrán adelantar en más de
veinticuatro horas. El tamaño de los titulares nunca podrá exceder
de una cuarta. Y cuando un periódico haya alcanzado estos límites
tendrá forzosamente que paralizarse».
Para quienes hemos vivido un tiempo en los
Estados Unidos, y hemos recorrido aquel gran país, las páginas que
Julio Camba dedica a la «psicología de las catástrofes» son
aleccionadoras y entretenidas. Nos recuerdan los sobresaltos que
padecimos tantas veces cuando se anunciaban los peores huracanes,
diluvios y terremotos que —por suerte y mal cálculo— no llegaban a
producirse nunca en la escala anunciada por los sádicos hombres del
tiempo.
Julio Camba profesaba un saludable y alentador
escepticismo que lo protegía, creo yo, de lo bueno y de lo malo. A
fin de cuentas, el bien y el mal se confunden con excesiva
facilidad y pueden confundirnos con demasiada frecuencia. Aquí y
allá, a lo largo de sus escritos, sospechamos que la convicción mas
profunda de Julio Camba era no abrazar ninguna en particular, pero
considerarlas todas.
Ignacio Carrión
Azorín (de izquierda a
derecha), Julio Camba, Sebastián Miranda y los hermanos Manuel y
José Gutiérrez Solana en una fotografía de 1945.
NOTA DEL
EDITOR
JULIO CAMBA REALIZÓ a lo largo de su vida cinco viajes a
América. En el primero, en 1900, llegó como polizón a Argentina,
experiencia que acabaría novelando en El destierro[1] (1907). Otros tres le
llevaron a Estados Unidos: en 1916 como corresponsal del diario
español ABC, estancia que dio lugar a Un año en el otro mundo
(1917). Invitado por la Fundación Carnegie regresa en 1929 y un año
después vuelve otra vez como enviado de ABC, lo que aprovechará
para publicar otro libro, La ciudad automática [2] (1932). El quinto viaje
americano lo sitúa en Perú en 1924, invitado por el gobierno de ese
país al centenario de la batalla de Ayacucho.
El Camba de Un año en el otro mundo es todavía
un joven periodista de poco más de 30 años muy bien aprovechados.
Ha permanecido siete como corresponsal de distintos medios
madrileños en París, Londres y Berlín. Habla con soltura inglés,
francés, alemán e italiano y tiene conocimientos de turco, griego y
ruso. Y, además, es uno de los escritores de periódico mejor
pagados de España.
La Primera Guerra Mundial le ha posicionado en
el bando de los aliados y la posibilidad de cruzar el Atlántico le
aleja del ruido de los cañones que le ha originado varios
incidentes diplomáticos durante sus etapas de corresponsal en París
y Berlín. Paradójicamente, el conflicto bélico del que se distancia
favorecerá la publicación de Un año en el otro mundo, que aparece
poco después de la primavera de 1917, cuando Camba ya ha regresado
a España y los Estados Unidos acaban de entrar en la guerra europea
junto a Francia e Inglaterra en contra de Alemania.
Tal vez por ello incluye dos apartados finales
de «rabiosa actualidad» dedicados a las elecciones norteamericanas
de 1916, en las que salió reelegido Thomas Woodrow Wilson, y a la
guerra, en la que el propio Wilson metió a su país en apoyo del
bando aliado.
Este libro supone, además, la consagración de
Camba como escritor gracias a una crítica muy elogiosa publicada
por Azorín en ABC el 10 de octubre de 1917. «En el libro a que nos
referimos —escribe Azorín—, el ilustre escritor [Julio Camba]
relata sus impresiones de una temporada en los Estados Unidos; los
capítulos son brevísimos; no tienen más de cuatro o seis páginas
cada uno; recuerdan, por la manera, por el espíritu, los del Viaje
sentimental de Sterne. ¡Y qué hondura, qué originalidad, qué
delicadeza en las páginas escritas por este hombre indiferente e
irónico! La literatura española moderna cuenta con un grande, con
un admirable humorista. Con un humorista que tiene una filosofía y
un concepto original de las cosas».
A Camba no le gustan demasiado los Estados
Unidos, pero al mismo tiempo le atraen poderosamente. Se da cuenta
de la importancia que jugarán en el orden internacional, jamás los
menosprecia, y con pocas pinceladas sienta las bases de lo que
todavía hoy podría definirse como el «espíritu norteamericano». Es
una visión deformada por el humor, pero tal vez el humor sea el
método más preciso y sincero de contar las cosas. Como él mismo
decía: «No me tomen nunca completamente en serio. Ni completamente
en serio ni completamente en broma».
EL EDITOR
INTRODUCCIÓN
UN AÑO
EXACTAMENTE ha durado mi estancia en los Estados Unidos.
Releyendo ahora, para reunirlos en este volumen, los artículos que
escribí desde allí, me entra una sospecha terrible: la de que
todos, o casi todos, sean fundamentalmente falsos. Yo estoy
acostumbrado a comparar unos países con otros. Con respecto a
España, por ejemplo, Francia me parece un país donde se come. El
soldado inglés es para mí un hombre de spor t e n relación con el
civil alemán, que, para demostrarme su afecto, me saluda lo mismo
que si yo fuera su coronel. Y así sucesivamente. Yo supongo que en
los países civilizados, cualquiera que sea su latitud, debe haber
ciertas cosas, una literatura, una cocina, una moral, etc., y los
juzgo a todos según estas cosas estén más o menos desarrolladas en
ellos. Así, la civilización francesa, desde el punto de vista
culinario, me resulta muy superior a la teutónica, y creo, en
cambio, que Inglaterra, considerada musicalmente, no existe al lado
de Alemania.
¿Cómo no habían de producirme una mala
impresión los Estados Unidos? Fuera de la mecánica, apenas si
existe allí nada verdaderamente importante. La cocina es pésima y
la literatura abominable. Las muchachas, muy hermosas por lo
general, tienen para el europeo el inconveniente de carecer de
psicología. Imposible sentimentalizar con ellas. El amor ha sido
sustituido con el fox-trot y con el one-step. No
existen tradiciones americanas, ni existe siquiera un paladar
americano. Las ciudades son horribles en Norteamérica. La vida es
áspera y espantosa.
Pero, a la larga, uno comienza a sospechar
que, si en América faltan muchas cosas, acaso sea porque los
americanos quieren prescindir de ellas. Es decir, que tal vez no se
trate de una civilización defectuosa, sino de una civilización
distinta a las civilizaciones del viejo mundo. Y, si ello es así,
nosotros cometeríamos un error al juzgar la civilización americana
por comparación a la nuestra.
Yo empiezo a creer que los americanos quieren
transformar la civilización en un sentido semejante al que Baroja
le atribuye a la civilización alemana. Baroja se imagina que en
Alemania no hay ternura, que no hay elocuencia, que no hay
retórica, que no hay tradiciones, que no hay, en fin, nada de esto
que ablanda la vida, y que, sustituyéndolo, hay mucha técnica y
mucha mecánica. Lo de la mecánica y lo de la técnica es cierto;
pero acaso estas cosas, lejos de constituir lo característico
alemán, sea en Alemania una cosa novísima y sin arraigo. En todo
caso, no son incompatibles con las otras. Alemania es el país más
tradicional, más retórico, más elocuente, más tierno, más
sentimental y más lírico del mundo. El que un alemán lleve un
aparato en el chaleco para colgar de él su sombrero no quiere decir
que ese alemán haya sustituido el sentimiento con la mecánica. Al
contrario. Ese aparato, al dejarle las manos libres, le permite
abrazar a una alemana mientras le expresa su pasión con imágenes
del más puro romanticismo. En Alemania, la cocina es mala; pero es
una cocina y responde a un paladar nacional. En América se trata de
sustituir el paladar y la cocina y se están haciendo ensayos con
los guardias municipales para ver si es posible alimentar al
ciudadano de la Unión dándole trescientas calorías diarias.
Es en América donde la técnica y la mecánica
van adquiriendo el valor de una nueva base para la vida. Al ver la
mala literatura que se hace hoy allí, uno cree que los americanos
no han tenido todavía tiempo para hacerla mejor; pero, relacionando
este hecho con otros, se llega a entrever la posibilidad de que
América tienda deliberadamente a suprimir toda manifestación
literaria. Además, hay el hecho de que América tuvo admirables
literatos muchos años atrás.
Para mí que los americanos quieren abolir en
absoluto el sentimiento, base de la literatura y de todas las
artes, así como de la familia y otras instituciones, para darle a
la vida un sentido que pudiéramos llamar nietzscheano. La mecánica
tiene en América un valor que no tiene en Europa. Mejor que en un
gran hotel europeo se vive en el seno de una familia pequeña; mejor
que en una tienda de trajes hechos al por mayor se viste la gente
en casa de un sastre que trabaje para una clientela escogida, y
mejor que en un restaurante de doscientas mesas se come en un sitio
donde se hagan los platos expresamente para uno. En América es al
contrario. Cuando uno se pone algo enfermo, si quiere un poco de
caldo y un poco de ternera, tiene que trasladarse al hotel. Cuando
uno quiere comer a gusto, tiene que irse al restaurante más grande
de la ciudad. Cuando uno quiere ponerse un traje bien hecho, tiene
que dirigirse a una sastrería de veinte pisos. La mecánica y la
industria van suplantando en los Estados Unidos no sólo la ternura
doméstica, sino todo lo demás. En realidad van suplantando el
sentimiento. Las últimas generaciones de americanos no encuentran
mejor medio de expresión para sus amoríos que el foxtrot, ni música
más adecuada a ellos que la de una orquesta estrepitosa de negros o
de hawaianos. La alegría americana es una alegría puramente física,
a base de montañas rusas, de toboganes y de waterchuts, como en
Coney Island, o a base de bailes gimnásticos, como en Nueva York. Y
quien habla de la alegría, habla del dolor. Las tragedias morales,
las tragedias psicológicas van desapareciendo de la literatura
americana, que acabará por desaparecer a su vez. En el
cinematógrafo podrán observar ustedes que lo que más emociona a
América es la escena siguiente: un señor, o una muchacha, con la
bocina del teléfono en una mano y el revólver en la otra,
conteniendo a unos bandoleros, los que levantan sus brazos, y
llamando a la policía.
Tal vez el lector crea que el drama americano
se encuentra en un estado primitivo y que, más que drama, es un
melodrama. Lo mismo he creído yo durante mucho tiempo. Yo creía que
era por defecto por lo que la civilización americana había
desarrollado tan poco ciertos sentidos. Mil veces, paseándome por
aquel Nueva York horrible, me he imaginado que los americanos
habían querido hacerlo hermoso y que habían fracasado, hasta que me
convencí de que son precisamente los puentes y los rascacielos, es
decir, las construcciones que están en mayor pugna con toda la
estética convencional, lo que produce en la gran ciudad una emoción
más intensa y más semejante a la emoción artística.
Yo creía, en fin, que la mecánica se
desarrollaba en América más intensamente que el gusto y que el
sentimiento; pero que no pretendía sustituirlos. Ahora comienzo a
persuadirme de lo contrario. Y el día en que esté convencido de
ello por completo, entonces América me parecerá un país de
posibilidades infinitas. El país, sencillamente, de donde puede
surgir nada menos que una nueva humanidad.
JULIO
CAMBA