Rusia
como estado de ánimo
por Eva
Orúe
DÉJENME
QUE, CORRIENDO ALGÚN RIESGO, les pida que se adentren en
este libro dejando a un lado prejuicios e ideas heredadas. Que no
piensen en Maxím Gorki como el activista que se sumó a la revuelta
contra la autocracia de los Romanov, pero tampoco como el
intelectual que vivió una relación de amor-odio con Lenin. Que no
le evoquen como el dos veces exiliado, al sol de Capri o de
Sorrento, por su oposición a la deriva de la revolución
bolchevique, ni volviendo a su patria para recibir el homenaje de
un régimen criminal al que sirvió de coartada sin dejar por ello de
intentar, una y otra vez, salvar la vida, la hacienda y la honra de
los que caían en desgracia. Que no echen mano de mapas de la urss
en los que el topónimo de su ciudad, Nizhni Novgorod, fue
sustituido por Gorki, ni de las cartas intercambiadas por el
escritor con Stalin o Yagoda, responsable de la policía secreta,
que demuestran que no era servil y que había abandonado toda
esperanza de una evolución favorable del sistema, lo cual explica
que, tras su fallecimiento, el 14 de junio 1936, la duda prendiera:
¿muerte natural o víctima del poder rojo?
Eso les pido, aunque soy consciente de lo
difícil que resulta leer a alguien cuya figura es, probablemente,
más grande que su obra sin tener en cuenta quién y qué fue, lo que
hizo y lo que dejó de hacer...
O, por apurar el grado de precisión, les pido
que piensen en ese hombre cuando aún no tiene Maxím Gorki (amargo)
como nombre de pluma, aunque amarga es su vida, y amargas sus
experiencias. Porque es capital buscar la compañía de Los
vagabundos sabiendo que la mayor y más meritoria parte de la
obra del padre de los escritores soviéticos habla de la Rusia
prerrevolucionaria.
Nació Alekséi Maksímovich Peshkov el 28 (16,
según el calendario entonces vigente) de marzo de 1868 y con apenas
cinco años, huérfano de padre, se vio obligado a instalarse en casa
de sus abuelos maternos, responsables de su educación desde que su
madre contrajera segundas nupcias. El abuelo tintorero trataba peor
que mal al nieto, y a la edad de ocho años lo lanzó al mundo para
que se ganara la vida por su cuenta.
El niño vivió aquí y allá, con familiares y
extraños, trabajando de casi todo: aprendiz de zapatero, recadero
para un pintor de iconos, lavaplatos en un vapor que surcaba el
Volga (y cuyo cocinero le inoculó el virus de la lectura). El
adolescente fue panadero, estibador, vigilante nocturno, y de puro
desesperado, intentó suicidarse. Y el joven que apenas estrenaba la
segunda década de su azarosa vida se convirtió en vagabundo y
recorrió a pie el sur inmenso de la inmensa Rusia.
Gorki junto a Stalin en
una imagen de 1931.
Rebosante de lecturas y experiencias llegó a
Tiblisi, en cuya prensa local publicó Makar Chudra (1892), su
primera llamada de atención. Tres años después, ya en San
Petersburgo, dio a la imprenta Chelkash, una pequeña obra maestra
que hizo de él un escritor reconocido.
Los relatos que Sara Gutiérrez (que ha vivido
en Ucrania y Rusia y conoce no ya los secretos del idioma, sino los
sentimientos que lo animan) ha traducido para Los
vagabundos están fechados entre 1895 y 1899. Son el trabajo de
un Gorki en estado de gracia, empapado de su país y sus paisanos.
En ellos, modela su literatura con el material recogido durante los
años errantes, siembra sus paisajes de figuras que se conocen en
los pequeños detalles, da voz a las personas con las que ha
compartido pan y camino, retrata a quienes le han acogido y
alimentado o le han dado con la puerta en las narices. Por aquí
desfilan gentes bien y gentes honradas (no es lo mismo, claro), los
que se han apartado de la sociedad y los que han sido apartados,
ladrones que actúan al amparo de la ley y ladrones por perseguidos
en nombre de esa misma ley.
Gorki dibuja como el mejor sociólogo la
estampa de un país dolorido y resignado, esboza un programa que aún
no es político pero puede serlo: no a la crueldad, no a la
servidumbre, sí al trabajo honrado y bien remunerado, sí también a
la fortaleza que exhiben quienes parecen más cobardes, aquellos que
han abandonado su puesto en la sociedad y recorren el mundo. La
libertad para quien la trabaja, y para quien la pasea.
Esta primera etapa creativa se cierra con
Dvadtsat shest i odna {Veintiséis hombres y una mujer),
publicada en 1899, año del que también data su primera novela,
Foma Gordayev, e hizo abrigar a muchos de sus compatriotas
la esperanza de que Gorki llegaría a ser un nuevo Chéjov, un nuevo
Tolstói. La historia de la literatura dice que a pesar de obras tan
populares como Mat (La madre, 1906), no lo logró.
Échenle la culpa al talento, enorme pero no
suficiente para alcanzar la talla de esos dos gigantes. O a las
circunstancias vitales: la de Gorki no fue una existencia
tranquila, propicia para la creación. Claro que, sin su vida tal y
como fue, ni se explican estos vagabundos que el lector está a
punto de conocer, ni esa autobiografía en tres volúmenes
(Infancia, En el mundo y Mis universidades) que,
para muchos, es su obra maestra.
Prepárense, pues, para un viaje. Lean con las
botas puestas, y con el abrigo a mano, porque en la Rusia de Gorki
hace mucho frío. Si algún personaje se lo ofrece, acepte un té, un
vodka, un sitio al precario abrigo de una barca volcada o al calor
de una hoguera. Déjense llevar de la mano del escritor amargo,
compasivo, ruso hasta el tuétano, por ese país físico que es casi
un estado de ánimo.
EVA ORÚE
Una vez
en otoño[1]
...UNA
VEZ, EN OTOÑO, me vi en una desagradable e incómoda
situación: en la ciudad a la que acababa de llegar, y donde no
tenía ni un conocido, me encontré sin un céntimo en el bolsillo y
sin alojamiento.
Después de haber vendido durante los primeros
días todas las prendas de vestir de las que se puede prescindir, me
fui de la ciudad, a una localidad denominada Uste[2], donde había embarcaderos
de barcos de vapor y que en temporada de navegación era un animado
hervidero de trabajo. Pero por aquel entonces estaba vacía y
tranquila. El hecho tuvo lugar a finales de octubre.
Chapoteando con los pies por la arena húmeda,
y escudriñándola con el deseo de descubrir en ella restos de
sustancias alimenticias del tipo que fuera, vagaba solo entre las
casas vacías y los puestos, y pensaba en lo bueno que sería estar
saciado...
En la cultura actual, es más fácil satisfacer
el hambre del alma que el hambre del cuerpo. Póngase a vagar por
las calles, le rodearán edificios de apariencia bastante buena y
sin duda bastante bien amueblados en el interior. Esto puede
despertar en usted pensamientos agradables sobre la arquitectura,
sobre la higiene y sobre muchísimas más cosas sabias y sublimes. Se
encontrará usted con gentes vestidas de manera conveniente y
abrigada, afables, que siempre se apartarán de usted delicadamente
sin querer percatarse del triste hecho de su existencia. Ay, Dios,
el alma del hambriento siempre se alimenta mejor y más
saludablemente que el alma del saciado, he ahí la cuestión, ¡de la
cual se puede sacar una inteligente deducción sobre la utilidad de
los saciados!
...Caía la tarde, llovía, y el viento del
norte soplaba impetuosamente. Silbaba entre las artesas y los
puestos vacíos, golpeaba en las ventanas cerradas con tablas de los
hoteles, y las olas del río como consecuencia de sus golpes hacían
espuma, chapoteaban ruidosamente en la arena de la orilla, elevando
altas sus blancas crestas, se deslizaban una tras otra en la
nebulosa lejanía, saltando impetuosamente una a través de otra...
Parecía que el río sintiera la proximidad del invierno y muerto de
miedo corriera a algún lugar lejos de las cadenas de hielo que
podría echar sobre él esta misma noche el viento del norte. Del
cielo pesado y lúgubre caían sin cesar gotas de lluvia apenas
perceptibles para el ojo, la triste elegía de la naturaleza a mi
alrededor era subrayada por dos sauces blancos quebrados y deformes
y, cerca de sus raíces, una barca volcada boca abajo.
Una canoa volteada con el fondo roto y árboles
despojados por el frío viento, tristes y viejos... Todo en derredor
estaba destruido, inutilizado y muerto, y el cielo vertía lágrimas
inagotables. Soledad y oscuridad me rodeaban, parecía que todo se
estaba muriendo, que pronto sería el único superviviente, si bien a
mí también me esperaba la fría muerte.
Yo entonces tenía diecisiete años, ¡buenos
tiempos!
Caminaba y caminaba por la fría y húmeda
arena, arrancando con los dientes gorjeos en honor del frío y el
hambre, y de pronto, en las búsquedas vanas de algo comestible, al
pasar detrás de un puesto, vi acurrucada sobre la tierra una figura
con ropas de mujer, empapada por la lluvia, y fuertemente apoyada
sobre los hombros inclinados. Parado a su lado, observé qué hacía.
Al parecer, estaba cavando un pozo en la arena con las manos,
minando el terreno de uno de los puestos.
—¿Para qué haces eso? —le pregunté,
acuclillándome cerca de ella.
Lanzó una exclamación queda y se incorporó a
toda prisa. Cuando ya estaba de pie y me miraba con sus ojos grises
bien abiertos, muerta de miedo, vi que era una muchacha de mi edad,
con un rostro muy atractivo, por desgracia adornado con tres
grandes cardenales. Eso lo estropeaba, a pesar de que los
cardenales estaban dispuestos con una excelente simetría: dos del
mismo tamaño, uno bajo cada ojo, y otro mayor en la frente,
exactamente en el caballete de la nariz. Esta simetría delataba el
trabajo de un artista, próximo a la perfección en el arte de
estropear las fisonomías humanas.
La muchacha me miraba, y el miedo poco a poco
se iba apagando de sus ojos... Sacudió las manos para quitarse la
arena, arregló el pañuelo de percal de la cabeza, se encogió y
dijo:
—¿Tú también quieres comer? Pues cava, yo
tengo las manos cansadas. Ahí —señaló con la cabeza el puesto—
seguramente hay pan... Este puesto todavía vende...
Me puse a cavar. Ella, tras esperar un poco y
mirarme, se sentó cerca y comenzó a ayudarme...
Trabajamos en silencio. Ahora no puedo decir
si en ese momento me acordé o no del código penal, la moral, la
propiedad y demás cosas sobre las que, en opinión de los expertos,
hay que acordarse en todos los instantes de la vida. Ya que deseo
mantenerme lo más cerca posible de la verdad, debo confesar que al
parecer estaba tan concentrado en el asunto de cavar bajo el puesto
que me olvidé de todo lo demás, excepto de lo que podría aparecer
en este puesto...
Anocheció. La oscuridad, húmeda, penetrante y
fría, era cada vez más espesa a nuestro alrededor. Las olas hacían
un ruido en apariencia más sordo que antes, y la lluvia
repiqueteaba sobre las tablas del puesto cada vez con más
intensidad... En alguna parte sonó la carraca de un vigilante
nocturno.
—¿Tiene suelo o no? —me preguntó en voz baja
mi ayudante.
No entendí a qué se refería y no dije
nada.
—Te digo que si el puesto tiene suelo o no.
Porque si tiene, entonces nos estamos deslomando para nada.
Acabaremos de cavar el pozo y después tal vez nos encontremos con
tablones... ¿Cómo los arrancarás? Es mejor romper el candado, el
candado este es malillo...
Las buenas ideas rara vez visitan las cabezas
de las mujeres; pero como veis, a pesar de todo, las visitan...
Siempre he sabido apreciar las buenas ideas y siempre he procurado
servirme de ellas en la medida de lo posible.
Una vez encontrado el candado, tiré de él y lo
arranqué junto con las argollas... Mi cómplice al instante se
encorvó y como una culebra serpenteó por el agujero cuadrangular
que se había abierto en el puesto. Desde allí se oyó su exclamación
aprobatoria:
—¡Bravo!
Una insignificante alabanza de una mujer tenía
para mí más valor que todo un ditirambo por parte de un hombre,
aunque ese hombre fuera tan elocuente como si cogiéramos a todos
los antiguos oradores juntos. Pero entonces yo tenía una
predisposición menos amable que ahora, y sin prestar atención al
piropo de la mujer, le pregunté brevemente y con miedo:
—¿Hay algo?
Se puso a enumerarme monótonamente sus
descubrimientos:
—Una cesta con botellas... Sacos vacíos... Un
paraguas... Un cubo de hierro.
Todo eso era incomestible. Tenía la impresión
de que mi esperanza se apagaba. Pero de pronto gritó
animadamente.
—¡Ajá! ¡Aquí está!
—¿El qué?
—Pan... Una hogaza... Solo que mojada...
¡Toma!
A mis pies cayó rodando la hogaza, y detrás
ella, mi valiente cómplice. Yo ya había cortado un trozo, lo había
metido en la boca y masticaba.
—Ea, dame... Hay que irse de aquí. ¿Adónde
podemos ir? —Miraba con curiosidad a la niebla por los cuatro
costados... Estaba oscuro, mojado, ruidoso...—. Allí hay una barca
volcada, hala, ¿vamos?
—¡Vamos!
Y nos fuimos, troceando por el camino nuestro
botín y llenando con él las bocas. La lluvia arreciaba, el río
bramaba, desde alguna parte se hacía oír un silbo arrastrado y
burlón, exactamente como si alguien grande que no teme a nadie
abucheara al orden terrenal, y a esta detestable tarde de invierno,
y a nosotros, sus dos héroes. Este silbo daba dolor de corazón, y
así y todo, comí con avidez, pero en eso la muchacha, que iba a mi
izquierda, no se quedaba atrás.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté por preguntar
algo.
—¡Natasha! —respondió, comiendo
ruidosamente.
La miré, se me encogió el corazón, miré a la
niebla delante de mí, y me pareció que la jeta irónica de mi
destino se reía de mí misteriosa y fríamente.
SOBRE LA MADERA DE LA BARCA
golpeaba inquieta la lluvia, su ruido suave provocaba tristes
pensamientos, y silbaba el viento, que entraba volando por el
fondo, por la grieta, donde golpeaba una cadenita, golpeaba y
chirriaba con un sonido inquieto y lastimero. Las olas del río
chapoteaban sobre la orilla, sonaban de manera tan monótona y
desesperada como si hablaran acerca de algo tan insoportablemente
aburrido y pesado que les importunaba hasta la repugnancia, algo de
lo que querían huir y de lo que de cualquier modo tenían que
hablar. El ruido de la lluvia se fundía con su chapoteo, y sobre la
barca volcada flotaba el suspiro lento y pesado de la tierra,
ofendida y fatigada por estos eternos cambios del claro y templado
estío al frío, nebuloso y húmedo otoño. El viento volaba sobre la
orilla desierta y el río cubierto de espuma, volaba y cantaba
melancólicas canciones...
El sitio debajo de la barca carecía de
confort: era estrecho y húmedo; por el fondo perforado caían finas
y frías gotas de lluvia, irrumpían bocanadas de viento. Estábamos
sentados en silencio y tiritábamos de frío. Tenía sueño, recuerdo
que Natasha arrimó la espalda al borde de la barca, encogiéndose en
una pequeña bola. Abrazando las rodillas con las manos y apoyando
sobre ellas la barbilla, miraba fijamente al río, abriendo
ampliamente sus ojos, que en el espacio blanco de su cara parecían
enormes por los cardenales que tenía bajo ellos. No se movía, y yo
sentía que esa inmovilidad y ese silencio poco a poco hacían nacer
en mí miedo a mi vecina. Quería trabar conversación con ella, pero
no sabía cómo empezar.
Fue ella quien comenzó a hablar.
—¡Qué asco de vida! —pronunció con claridad,
recalcando las sílabas, con un tono de profunda convicción.
Pero no era una queja. En esas palabras había
demasiada indiferencia como para que fueran una queja. Simplemente,
había reflexionado, a su modo había reflexionado y había llegado a
la citada conclusión que expresó en voz alta y contra la que yo no
podía objetar nada sin contradecirme. Por eso guardé silencio. Y
ella, como si no se percatara de mi presencia, continuó sentada
inmóvil.
—Vale más reventar, o que... —dijo de nuevo
Natasha, esta vez en voz baja y pensativa. Y de nuevo en sus
palabras no sonaba ni una nota de queja. Era evidente que al pensar
en la vida, miraba hacia su interior, y con sosiego había llegado
al convencimiento de que para protegerse de las burlas de la vida
no estaba en condiciones de hacer otra cosa que no fuera
exactamente "reventar".
Semejante claridad de pensamiento me revolvió
el estómago de manera inexplicable, sentía que si seguía callado
seguramente me echaría a llorar... Y esto sería vergonzoso delante
de una mujer, máxime si ella no lloraba. Decidí entablar
conversación.
—¿Quién te pegó? —pregunté, sin que se me
ocurriera nada inteligente.
—Todo ha sido Pashka... —respondió con
claridad en voz alta.
—¿Y quién es?
—Mi amante... un panadero...
—¿Te pega a menudo?
—En cuanto se emborracha, pega...
Y de pronto, acercándose a mí, comenzó a
hablar de sí misma, de Pashka y de la relación que había entre
ellos. Ella, "una chica alegre de las que..."; y él, un panadero de
rojos bigotes que toca muy bien la armónica. Iba a visitarla, al
"establecimiento", y a ella le gustaba mucho porque era alegre y
llevaba la ropa limpia. Abrigo plisado en el talle de quince rublos
y botas a juego... Por eso se enamoró de él, y él se convirtió en
su "fiduciario". Pero en cuanto se convirtió en su "fiduciario", se
dedicó a quitarle el dinero que otras visitas le daban para
bombones, y al emborracharse con ese dinero comenzó a pegarle, lo
cual no tendría importancia si no fuera porque comenzó a "liarse"
con otras chicas delante de sus narices...
—¿O no es esto ofensivo para mí? Yo no soy
peor que las demás. Lo cual significa que se burla de mí, el
canalla. Anteayer pedí permiso al ama para descansar, fui adonde
él, y allí estaba Dunka, borracha. Y él también estaba alegre. Le
dije: "¡Sírvete, canalla! ¡So granuja!". Me dio una paliza. Me dio
puntapiés, me tiró del pelo, me hizo de todo... ¡Y eso habría sido
lo de menos si no me lo hubiera roto todo! ¿Ahora qué? ¿Cómo me
presento yo ante el ama? Me lo ha roto todo: el vestido y la blusa,
que aún estaba completamente nueva; el pañuelo me lo ha quitado de
la cabeza de un tirón. ¡Dios! ¿Qué debo hacer ahora? —Y de pronto
se puso a dar alaridos con voz triste y destrozada.
Y el viento golpeaba, volviéndose cada vez más
fuerte y frío. Mis dientes de nuevo se pusieron a bailar. Y ella
también se acurrucó por el frío, acercándose tanto a mí que yo ya
veía a través de la niebla el brillo de sus ojos.
—¡Qué miserables sois los hombres! Os
pisotearía a todos, os mutilaría. Y si muriera uno de vosotros...
¡le escupiría en la cara, y no me daría pena! ¡Jetas infames!
Gimoteáis, gimoteáis, meneáis la cola como perros detestables, se
somete a vosotras una tonta, ¡y se acabó! Entonces la pisoteáis...
Sucios charlatanes...
Injuriaba de formas muy variadas, pero en sus
injurias no había fuerza: ni cólera, ni odio al "sucio charlatán"
escuché en ellas. En general, el tono de su discurso era
inadecuadamente sosegado para el contenido, y la voz tristemente
pobre en matices.
Pero todo esto me afectó con más fuerza que
los libros y los discursos más elocuentes y convincentemente
pesimistas, de los cuales escuché no pocos antes y después, y hasta
la fecha escucho y leo. Y es que la agonía del moribundo siempre es
más natural y más fuerte que las descripciones más exactas y
artísticas de la muerte.
Me encontraba mal, posiblemente más por el
frío que por el discurso de mi vecina de alojamiento. Me quejé
suavemente y comenzaron a castañetearme los dientes.
Y, prácticamente en ese momento, sentí sobre
mí dos manitas frías, una de las cuales tocaba mi cuello, la otra
reposaba sobre mi cara, y al mismo tiempo sonó una pregunta
inquieta, silenciosa, cariñosa:
—¿Qué te pasa?
Podía esperar esta pregunta de cualquier otro
menos de Natasha, quien acababa de sentenciar que todos los hombres
son unos canallas, deseosa de que todos murieran. Pero ella ya
había empezado a hablar rápida y atropelladamente.
—¿Qué te pasa? ¿Tienes frío? ¿Te estás
quedando helado? ¡Cómo eres! Estás sentado y callado... ¡como un
mochuelo! Tendrías que haberme dicho hace rato que tenías frío...
Bueno... Túmbate en la tierra... extiéndete... y yo también me
tumbaré... ¡así! Ahora abrázame... más fuerte... Bien, ahora
deberías entrar en calor... Y después nos acostaremos espalda
contra espalda... De una manera u otra pasaremos la noche... ¿Qué
te ha pasado? ¿Bebiste o qué? ¿Te echaron de tu casa? ¡No
importa!
Me consolaba ella a mí... Me daba
aliento...
¡Tres veces sea yo maldito! ¡Cuánta ironía
había para mí en este hecho! ¡Imagínese! Dado que en aquellos
tiempos estaba seriamente preocupado por el destino de la
humanidad, soñaba con la reorganización del orden social, con
revueltas políticas, leía diferentes libros endiabladamente sabios,
cuya profundidad de pensamiento seguramente era inaccesible incluso
para sus autores; yo por aquel tiempo procuraba por todos los
medios hacer de mí "una gran fuerza activa". Y ahora me calentaba
el cuerpo una prostituta, infeliz, golpeada, una criatura
acorralada sin lugar en la vida ni valor, y a la que yo no barrunté
tener que ayudar antes de que ella me ayudara, porque si lo hubiera
barruntado habría sabido ayudarla de alguna manera.
Vaya, hubiera dicho que todo esto me ocurría
en sueños, en un sueño absurdo, en un sueño pesado...
Pero, ¡ay!, no podía pensar eso pues sobre mí
caían frías gotas de lluvia, contra mi pecho apretaba el pecho una
mujer, me soplaba en la cara su templado aliento, con un ligero
aroma a vodka... pero tan vivificante... Aullaba y gemía el viento,
golpeaba la lluvia sobre la barca, chapoteaban las olas, y nosotros
dos, incluso apretándonos fuerte uno contra otro, temblábamos de
frío. Todo aquello era completamente real, y estoy seguro de que
nadie ha tenido un sueño tan pesado y lúgubre como esta realidad. Y
Natasha seguía hablando, hablaba de una manera tan cariñosa y
compasiva como sólo las mujeres pueden hacerlo. Por influencia de
sus palabras, ingenuas y cariñosas, en mi interior silenciosamente
se encendió cierto fueguecillo y en consecuencia algo se derritió
en mi corazón.
Entonces, de mis ojos comenzaron a brotar
gruesas lágrimas, que limpiaron mi corazón de tanta cólera,
tristeza, tontería y suciedad como se habían acumulado en él antes
de aquella noche... Natasha trataba de persuadirme:
—¡Pero, basta, encanto, no llores! ¡Basta! Con
la ayuda de Dios te repondrás y volverás a tu sitio... y todo será
como antes...
Y para todo esto me besaba mucho, sin echar
cuentas, fogosamente...
Aquellos fueron los primeros besos femeninos
que me dio la vida y fueron los mejores besos, pues todos los
posteriores me han costado muy caros y no me han aportado casi
nada.
—¡Venga, no llores buen hombre! Mañana te
encontraré algún acomodo si no tienes adónde ir —como a través de
un sueño, escuchaba el sordo susurro persuasivo.
...Hasta el amanecer yacimos abrazados uno al
otro...
Y cuando amaneció salimos de debajo de la
barca y nos fuimos a la ciudad... Después nos despedimos
amigablemente y nunca más volvimos a encontrarnos a pesar de que yo
durante medio año busqué por todos los tugurios a la encantadora
Natasha, con la que pasé la noche descrita, una vez en
otoño...
Si ya murió, ¡qué bueno sería eso para ella!
¡Descanse en paz! Y si vive, ¡que la paz ocupe su alma! Que no
tenga conciencia de la caída... pues eso sería un sufrimiento
excesivo e inútil para la vida...