Primera edición en REINO DE CORDELIA, febrero
de 2012
[Basado en la 3a edición publicada por la editorial Espasa Calpe en
1934]
Edita: Reino de Cordelia
www.reinodecordelia.es
Derechos exclusivos de esta edición en lengua
española
© Reino de Cordelia, S.L.
Avd. Alberto Alcocer, 46 - 3° B
28016 Madrid
© Herederos de Julio Camba
Prólogo de © Francisco Fuster García,
2012
Cubierta de © Jorge Arranz, 2012
ISBN: 978-84-939798-5-0
Diseño: Jesús Egido
Maquetación: Chema Izquierdo
Corrección de pruebas: Pepa Rebollo
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LIBRO SIN LIBRO, 2012
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Un
escritor todoterreno
por Francisco Fuster García
EN
LA "ADVERTENCIA
LEAL contra los libros de viajes" que sirve de prólogo a
Aventuras de una peseta (1923) se compadecía Julio Camba
de su incapacidad para ver más allá del siguiente artículo. Para
cualquier persona con la mente limpia, explicaba el periodista, el
desierto es el desierto y el bosque es el bosque, con todos sus
rasgos y todos sus matices; para él, en cambio, el mundo no era más
que un cúmulo de realidades dispares cuya grandiosidad o
insignificancia no les evitaba terminar igual: reducidas a "una
superficie literaria de 150 centímetros cuadrados". Ya lo había
dicho el cronista gallego en un artículo —"Cómo escribo mis
artículos"— publicado años antes y luego incorporado a
Londres, cuando admitía su tendencia irreprimible a hacer
del artículo la medida de todas las cosas, por una deformación
profesional convertida en obsesión que le hacía pensar la vida en
términos de columnas y crónicas. Esa obligación de la entrega
diaria que pesa sobre el escritor de periódicos como una espada de
Damocles había dejado de ser una disciplina más o menos asumible,
aunque fuese a regañadientes y por la pura necesidad económica de
la supervivencia, para pasar a ser una pesada carga incompatible
con esa existencia ociosa y relajada a la que todo bon
vivant debe aspirar. Esa vida de diletante total que Camba
lamentaba no poder permitirse, pues la necesidad de escribir
pane lucrando le había transformado en una especie de
"fábrica de artículos":
Yo lo mismo hago un
artículo con una noticia de tres líneas que leo en el Daily
Telegraph, que con las obras completas de voltaire. Yo me voy
al mar, por ejemplo. No cabe duda de que el mar es una cosa grande
y hermosa. Pues para mí como si fuese un sombrero de paja. Toda su
hermosura y toda su grandeza yo la reduzco rápidamente a una
columna escasa de periódico; mando las cuartillas a su destino, y
ya se han acabado para mí los encantos del mar, y, como los
encantos del mar, las mujeres bonitas, y como las mujeres bonitas
las obras maestras, y como las obras maestras las catedrales
góticas, y los buques de guerra, y los campos sonrientes, y la
primavera, y las fiestas movibles y todo. El articulista no puede
gozar de nada, porque todo, en su organismo, se vuelve literatura,
así como esos enfermos que no gozan de ninguna comida porque todas
ellas se les convierten en azúcar. Esos enfermos son fábricas de
azúcar, y nosotros somos fábricas de artículos.
Quienes conozcan un poco la biografía de Julio
Camba (Vilanova de Arousa, 1884 - Madrid, 1962) sabrán que más allá
de la ironía y la provocación, en estas reflexiones de tono
personal que el inquieto periodista solía incluir de vez en cuando
en sus crónicas también hay una parte de verdad que tiene mucho que
ver con el oficio de periodista y con esa necesidad que siempre
sintió Camba de rentabilizar cualquier experiencia vital para poder
hacer de ella un material aprovechable para esa literatura de vida
efímera que es la prensa diaria. A diferencia de lo que le sucede
al novelista o al poeta, que se pueden permitir el lujo de alternar
trabajo con descanso, temporadas de mayor creatividad intelectual
con rachas de sequía en las que la pluma no se desliza con soltura,
al columnista no le está permitido depender de la inspiración. Al
contrario, no solamente se le pide puntualidad en las entregas (de
lo contrario se arriesga a fallar a su cita diaria con el lector
amigo y a que éste se busque una compañía más fiel en otro lado),
sino que, además, se le exige un imposible: que la calidad de las
colaboraciones sea siempre la misma, sin altibajos. Quien escribe a
diario, pensaba Camba, no está obligado a ser siempre genial; pese
a tener la mala suerte de haberse dedicado a la crónica y no a la
novela o el teatro (esa prosa de largo recorrido donde es más fácil
dar gato por liebre), o precisamente por eso, por cultivar el único
género en el que uno no tiene escapatoria ni excusa posible: "Yo
soy un escritor de artículos cortos, cosa terrible, porque los
artículos cortos se leen. Estoy aislado en el espacio, y sólo me
puedo ocultar en el tiempo escribiendo con asiduidad" ("No es
posible escribir artículos geniales", El Sol,
12-3-1919).
Playas, ciudades y montañas (1916) no
es el mejor libro de los que escribió Camba, pero sí es uno de los
más auténticos y, en mi opinión, el que por su naturaleza
heterogénea mejor representa a su autor. Junto con Alemania:
impresiones de un español (1916) y Londres: impresiones de
un español (1916), conforma una trilogía de obras aparecidas
el mismo año en circunstancias un tanto peculiares que tal vez no
sean conocidas para el lector actual. Hasta esa fecha, Camba había
publicado ya centenares de artículos en varios periódicos españoles
de principios del siglo xx pero, por dejadez o por desconocimiento,
jamás se había preocupado por reunirlos en forma de antología para
que fuesen publicados como libros. Como contó el propio escritor
muchos años después, en el prólogo a sus Obras Completas
(Plus Ultra, 1948), la idea de agrupar algunos de los mejores
artículos para formar con ellos sus primeros libros fue del
oportuno —u oportunista, según se mire— Gregorio Martínez Sierra,
que de otras cosas no lo sé, pero del mundo editorial de la época
sabía bastante. Mientras Camba ejercía de corresponsal en Nueva
York para el ABC (experiencia que luego nos contaría en
las crónicas que integran Un año en el otro mundo,
publicado en 1917), el editor de Renacimiento envió a un ayudante a
la Biblioteca Nacional para que copiara in situ los
artículos (no había otra forma de hacerlo porque el periodista no
guardaba los originales) que meses después salían de la imprenta
convertidos en libros, sin que nuestro autor hubiese intervenido en
todo el proceso editorial.
A diferencia de sus dos compañeros de
"generación", cuyo hilo conductor son las respectivas estancias de
Camba como corresponsal en Londres y Alemania (Berlín y Múnich),
Playas, ciudades y montañas es una suerte de recorrido por
la diversidad geográfica y cultural del continente europeo: una
feliz mezcla de paisajes y paisanajes que acreditan la condición de
escritor todoterreno de Julio Camba. Las crónicas de un veraneo en
su Galicia natal publicadas en el diario El Mundo y las
aparecidas en La Tribuna durante su corresponsalía en
París y su paso por Suiza como turista de temporada. Ese es el
material reunido en un volumen que guarda la quintaesencia de
Camba, con todo lo bueno y con todo lo menos bueno, con artículos
más bien discretos y otros sencillamente antológicos. Aquí están,
de hecho, algunas de las mejores páginas escritas por el cronista
pontevedrés a lo largo de toda su carrera; aquí podemos leer a
Julio Camba cuando todavía no era Julio Camba, pero ya empezaba a
ser Julio Camba: cuando ya era uno de los periodistas mejor pagados
de España, pero aun no había alcanzado la cumbre que para él
significó la llegada al ABC.
Aquí está —en la primera parte del libro— el
Camba más gallego y autobiográfico, el escrutador implacable que no
se muerde la lengua cuando recorre los pueblos gallegos y, como
buen urbanita acostumbrado a las distracciones de Madrid, se queja
del aburrimiento del campo y de la infamia de esa escuela rural de
la España atrasada que tan malos recuerdos le trae. O cuando
escribe sobre esa Galicia pobre que tuvo que emigrar —como hizo él
mismo en su adolescencia rebelde— a Buenos Aires, o cuando critica
el nacionalismo gallego —el de quien se empeña en ejercer de
"gallego profesional" allí donde va— más militante que se niega a
aceptar que la cultura de Galicia también se ha hecho en castellano
(exceptuando algunos poemas de juventud, Camba no escribió nunca en
gallego, razón por la cual algunas historias de la literatura
gallega no le han dedicado el espacio que quizá merecía). Pero aquí
está también el Camba europeo e internacional que ejerce de
fláneur en ese París cosmopolita y moderno de la Belle
Époque en el que —paradójicamente— dice sentirse más español
que en cualquier otra parte: "Aquí se aficiona uno a los toros.
Aquí, muchachos catalanes y gallegos adquieren el acento andaluz.
Aquí, en el Tabarin, en el Bullier, en el Elisée Montmatre y en el
Moulin de la Galette, aprende uno a bailar flamenco. Aquí se han
puesto muchos españoles la primera capa y el primer sombrero
cordobés". Aquí están esas crónicas del Camba "sociólogo" que con
un estilo personal e intransferible sabe encontrar ese detalle
inadvertido, ese perfil exacto con el que retratar el carácter y
las costumbres de franceses y francesas (¡ojo a esas estudiantes de
la Sorbona!): su vida cotidiana en el boulevard, su
sucedáneo de bohemia en ese Barrio Latino que es todo literatura y,
por supuesto, y como no podía ser de otra forma tratándose de
Camba, su proverbial y exquisita gastronomía.
Por último, aquí está igualmente y en la misma
medida, el Camba irónico y mordaz que nos describe Suiza —que no a
los suizos, pues no los hay en Suiza— como "lo más yanqui del
mundo". Un país sin personalidad propia, que vive por y para el
turismo de agencia masificado que busca en el Mont Blanc y en el
lago Leman un paisaje idílico de postal, símbolo de esa belleza
prefabricada que sólo engaña a quien se deja engañar: esa clase
media europea y americana descrita en la impagable serie de
artículos dedicada a los turistas de distintas nacionalidades que
circulan por el Viejo Continente ("El inglés es turista por
naturaleza. Yo he conocido en París ingleses que llevaban allí doce
años y que seguían de turistas, hablando inglés, llamando la
atención y haciendo el primo como si acabaran de llegar").
Decía Pío Baroja en el prólogo que escribió
para su propia biografía (escrita por su amigo Miguel Pérez
Ferrero) que no acostumbraba a fiarse mucho de lo que se dice en
esas primeras páginas de los libros —prólogos, introducciones y
advertencias varias— dedicadas a captar el interés del lector con
hábiles maniobras de persuasión. Sin embargo, reconocía el
novelista vasco, esos reclamos son "como el anuncio del voceador de
la barraca de feria. Mucha gente se desilusiona cuando entra en
ella, pero si no oyera los gritos y las llamadas no pasaría
adentro". Como coincido plenamente con esta apreciación barojiana,
he intentado "gritar" lo más fuerte que he sabido para que llegados
a este punto, estén totalmente convencidos —si bien estoy seguro de
que muchos de ustedes ya lo estaban antes y han pasado directamente
a esa "barraca de feria" de la que hablaba Baroja, sin haber
necesitado la llamada de este modesto voceador— de que van a
disfrutar mucho leyendo estos artículos de Julio Camba porque en
ellos van a encontrar a un hombre que se hizo querer por sus
amigos, a un periodista que se hizo leer por sus lectores.
En este sentido, debo acordarme aquí del gran
Oscar Wilde, a quien le preguntaron una vez cuál era según él la
principal diferencia entre la literatura y el periodismo que se
hacía en su época. La diferencia entre la literatura y el
periodismo actual —respondió el autor de Dorian Gray— es
que mientras la primera apenas se lee, el segundo es sencillamente
imposible de leer. En el caso de Julio Camba, me permito
contradecir a Wilde y afirmar que su periodismo no solamente se
puede, sino que se debe leer, aunque sólo sea para descubrir que
hubo un tiempo en España —que no era el de la Inglaterra
victoriana, pero era el de los Pla, Azorín, Chaves Nogales, o el
propio Camba, por citar solamente algunos— en el que el periodismo
sí que se podía leer. Hoy la prensa escrita española es muy
distinta de aquella, pero nos queda la hemeroteca y sobre todo, nos
queda el trabajo de editoriales como Reino de Cordelia que en este
2012, cuando se cumple el cincuenta aniversario de la muerte de
Julio Camba, se ha acordado de un periodista gallego del que ya
casi nadie se acuerda. De un escritor todoterreno que supo dominar
como nadie el difícil arte de la brevedad, conciliando mar y
montaña de la única forma que podía hacerse: en el espacio justo de
una cuartilla.
FRANCISCO FUSTER GARCÍA