Primera edición en REINO DE CORDELIA, mayo de 2012
Título original, The Song Dog (1991)
[Basada en la publicada en 1993 por Faber and Faber, London]
Edita: Reino de Cordelia
www.reinodecordelia.es
Derechos exclusivos de esta
edición en lengua española
© Reino de Cordelia, S.L.
Avd. Alberto Alcocer, 46 - 3° B
28016 Madrid
© James McClure, 1992
Traducción: © Susana Carral,
2012
Ilustración de cubierta: © Gala
Fernández, 2012
ISBN: 978-84-939974-3-4
Depósito legal: M-12911-2012
Diseño: Jesús Egido
Maquetación: Jesús Egido
Corrección de pruebas: Pepa Rebollo
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LIBRO SIN LIBRO, 2012
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Prólogo
PERIODISTA Y ESCRITOR
SUDAFRICANO fallecido prematuramente a los 66 años de edad,
la obra de James McClure (Johannesburgo, 1939 - Oxford, Inglaterra,
2006) ha ido ganando con el tiempo, acreditando hoy una calidad
reconocida universalmente.
Y, sin embargo, apenas ha sido
publicada en España. De las ocho novelas que componen el ciclo
protagonizado por el teniente Tromp Kramer y el sargento Mickey
Zondi, de la Brigada de Homicidios y Robos de Trekkersburgo,
únicamente tres han sido traducidas al español —The Steam Pig
[El cerdo de vapor] (1971), The Caterpillar Cop [El
leopardo de la medianoche] (1972) y The Artful Egg [El
huevo con truco] (1984)— y la primera y la última ya han sido
descatalogadas.
Muy alejado de los fríos nórdicos
que animan la moda de la novela policíaca actual, el traductor
Ramón García lo ha definido como "el último gran
hard-boiler", el último gran autor de novela negra. Pero
si algo caracteriza a McClure, aparte de eso, de su compromiso con
la novela criminal más crítica, es la riqueza de matices de su
literatura, que lo convierte en un escritor inclasificable.
Paco Ignacio Taibo II, que lo conoció y editó, escribió que
"pocas novelas de tema criminal pueden compararse con las del
sudafricano James McClure. Cuando parece que está estableciendo un
marco para una tradicional novela enigma, rompe el esquema y nos
encontramos ante un autor que bordea el surrealismo, cuando creemos
que estamos ante un narrador de literatura de «procedimiento
criminal», rompe el esquema y nos coloca ante una novela
sociológica de riquísimas raíces; cuando creemos que estamos
leyendo una literatura criminal hiperrealista, McClure desata el
humor y nos envuelve. ¿Cómo llamarlo? No sé, pero sin duda se trata
de algo nuevo y evidentemente brillante".
Observador profundo y obsesivo de la
realidad social sudafricana durante la época del
apartheid, McClure rompe con muchos de los esquemas del
género y demuestra que todavía hay un gran espacio de investigación
literaria para la narrativa policíaca. Su ironía, potencia
narrativa y capacidad para reflejar sin concesiones la podredumbre
de la sociedad racista y violenta de su país le condujeron al
exilio en Inglaterra, pero ofrecieron a los lectores un puñado de
novelas prodigiosas, de esas que atrapan de tal modo que uno
desearía que nunca acabasen.
De la serie de Kramer y Zondi
permanecen inéditas en español The Gooseberry Fool (1974),
Snake (1975), The Sunday Hangman (1977), The
Blood of an Englishman (1980) y esta, La canción del
perro (1991), que es la última y al mismo tiempo la primera no
por una paradoja bíblica, sino porque publicada más tarde que todas
las demás relata el episodio en el que el duro y afrikáner
policía Kramer conoce al sagaz y humilde Zondi, que enseguida se
convertirá en su sargento cafre, en su compañero indispensable para
indagar en las cocinas de las grandes casas propiedad de los
potentados ingleses y en las orillas y alcantarillas de una
sociedad brutal y racista por la que de vez en cuando cruza de
refilón la sombra de Nelson Mandela.
El 28 de junio de 2006, el
diplomático británico David Mathieson escribía en el obituario
publicado en El País: "Con James McClure siempre hubo una
paradoja entre el escritor y la persona. Era un maestro de la
novela negra, tratando el lado más oscuro del ser humano, porque,
como él comentaba, «el crimen te dice mucho acerca de una
sociedad». Sin embargo como persona era un conversador muy
divertido, muy abierto y risueño. Combinaba el agudo poder de
observación de un periodista con el amor del novelista por lo
absurdo y lo irónico. Esa combinación le convirtió en un gran
fabulador, con una base de valores muy sólidos".
"Un gran narrador, un enorme y sutil
narrador", afirmaba el traductor Ramón García tras conocer la
muerte de McClure. Y como muestra de todo ello, sólo hay que pasar
unas páginas para comenzar a disfrutar de La canción del
perro, magníficamente traducida al español por Susana Carral.
Produce un placer doble poder leerla y editarla.
El Editor
1
FUE RÁPIDA COMO UN
GATO dando el golpe y el mosquito tiñó su muslo de
rojo.
—Te ha dejado seca —murmuró él—.
Mira cuánta sangre.
—Esa sangre no es mía —contestó
ella, apartando al insecto muerto—. ¡Ni siquiera le di la
oportunidad de picarme! Debe de ser tuya.
—Imposible. Lo habría notado.
Estaban tumbados sobre el colchón
sin sábanas. Uno junto al otro, sin tocarse. Para alivio de él:
hacía calor y sudaba a chorros.
—¡Uf! —exclamó ella, y los dos se
rieron antes de quedar de nuevo en silencio.
Afuera croaban las ranas de los
manglares, un cocodrilo se deslizó indolente hacia el estuario y
dos búhos ulularon, uno agudo y otro grave.
Sí, él tenía calor, le hervía la
sangre, pero se sentía como nunca. Mejor aún: era capaz de
concentrarse en sus pensamientos ahora que ella ya no llenaba su
mente de voluptuosos interrogantes; ahora que ya conocía el tacto
de todas y cada una de las partes de su cuerpo, y que ya sabía cómo
gritaba al correrse. Aquel grito ronco lo había hecho correrse a él
también, en el mismo instante que ella, y estaba deseando volver a
escucharlo después de descansar un rato.
La vela, que se estaba quedando sin
mecha, empezó a parpadear, contagiando su temblor a las sombras que
proyectaba. Algunas eran alargadas y acechaban en las paredes sin
pintar de la habitación, otras se alejaban subrepticiamente por el
suelo de madera para ocultarse en los rincones desordenados, donde
se apilaban aparejos de pesca y ropa sucia. Al poco, incluso el
techo de juncos parecía moverse inquieto, parecía ondular bajo
aquella luz oscilante.
El hombre empezó a repasar los
hechos más recientes asombrado, aunque capaz de tomar distancia,
por lo inesperadamente que había sucumbido a una tentación a la que
llevaba cinco años resistiendo con fervor, desde que la había
conocido. Una tentación tan fuerte que al final sólo las palabras
de una negra loca habían tenido la posibilidad de alejarlo del
abismo, de lo que él temía acabaría siendo su condenación eterna.
"Cuidado, Isipikili, con la punta de lanza de tus venas y con dónde
la metes. Cuidado, Isipikili, porque las canciones que oigo son de
muerte, y mi viejo corazón llora". "Pero, madre grande —había
contestado él—, todas mis canciones son de muerte, así que ¿qué
quieres decir con eso?", y sintió miedo cuando ella se negó a
contestar.
Se incorporó apoyado en un
codo.
—¿Y de quién es la sangre?
—preguntó, mirando de nuevo el intenso borrón que había dejado el
mosquito.
Ella se encogió de hombros, los
ojos cerrados.
—Oye —insistió él—, un mosquito que
ha chupado tanta sangre no vuela lejos, está demasiado lleno.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Es pura lógica. ¿De dónde habrá
sacado tanta sangre?
—¿Tanta te parece?
—Míralo tú misma.
Abrió los ojos lánguidamente.
—No deberías fruncir el ceño de esa
forma —le regañó—. Se te juntan las cejas y no estás tan guapo. —Le
rozó la frente con un dedo.
—¿Estás segura de que tu maldito
cocinero no sigue aquí? ¿Estás segura de que no hay nadie?
—¿Cuántas veces quieres que te lo
diga? —contestó ella— Ya te he dicho que le di la noche libre y se
fue a beber con su tío. No volverá antes de que rompa el día, y eso
como muy pronto.
Él se giró para mirar a la ventana
con los postigos cerrados.
—Ese mosquito tiene que haber
venido de algún sitio cercano —insistió—. Ya sé, ¿y los
furtivos?
—¡No lo verán tus ojos! —contestó
ella, y se rió— Ningún furtivo se acerca a menos de diez millas de
esta casa, ningún cafre en su sano juicio se atrevería.
Ya-sabes-quién tiene la reputación que tiene.
Eso lo hizo mirar con furia el
cardenal que resaltaba en el hombro derecho de la mujer: una
magulladura grande y morada en la que claramente se veía la marca
de tres nudillos. Antes aquella muestra de violencia brutal le
había parecido excitante, pero ahora le preocupaba.
—Vamos, ¿a qué viene esa cara?
—preguntó, cogiendo la mano de él y acariciando con ella su pezón
derecho— ¿Ves lo rápido que se alegra de verte? —Ahuecó la mano de
él sobre el otro pecho y lo apretó.— Sí, me gusta —gruñó—, pero
aprieta más. ¡Más fuerte!
Él dejó la mano sin fuerza y volvió
a mirar el muslo de la mujer.
—Lo lógico —insistió— es que un
mosquito tan lleno como ese quisiera quedarse tranquilo en algún
lugar para hacer la digestión.
—¿Y qué? Tal vez pensó que eso era
lo que estaba haciendo al aterrizar sobre mí, pero yo fui
demasiado...
—Pero ¿de dónde viene tan
lleno?
—¡Dios mío! —exclamó, apartando la
mano de él— ¿Qué te pasa? Nunca creí que te portarías como si
tuvieras remordimientos.
—Son gajes del oficio.
—¡Eso sí que me lo creo!
—No, yo me refería a lo de estar
siempre en guardia...
—Calla un momento —dijo ella.
Alargó la mano para coger sus
cigarrillos, que estaban sobre una caja naranja junto a la cama,
encendió uno y dio una calada con ganas. El humo salió lentamente
de su nariz, lo que hizo que él dirigiera su atención a las gotitas
de sudor que se formaban sobre el labio de ella, y al lunar que
tenía a la derecha. Desde tan cerca se veía que no era más que una
peca algo grande de la que salían dos pelos diminutos, pero por
algún motivo seguía excitándolo; y también le gustaba lamer la
imperfección de su ombligo algo saliente, como el nudo que cierra
un globo rosa.
Siguiendo un impulso repentino
volvió a rozarlo con la lengua.
—No te detengas —dijo ella,
mientras su mano libre se ocupaba de retener allí la cabeza de él—,
y acaríciame. Acaríciame como lo hiciste al principio...
Empezó de cara a la mancha de
sangre que se oscurecía sobre la sorprendente lividez de su muslo,
más allá de su monte de Venus elevado y rojizo; una mancha tan viva
como una salpicadura en los azulejos blancos de una sala de
autopsias. Cerró los ojos y acarició con más ligereza. Su mano rozó
apenas su pecho y continuó hacia abajo, suavemente, siguiendo sus
curvas y luego a lo largo de su costado, para detenerse sólo cuando
llegó a la áspera piel de sus rodillas. Retrocedió. Volvió a
bajar.
—Más —pidió la joven, apagando el
cigarrillo en la caja naranja—. Más...
No era necesario. El movimiento de
su insistente cadera le había provocado una erección y una fuerte
sensación de mareo volvía a apoderarse de él. Sabía que pronto se
daría la vuelta, la montaría en busca de ese momento exultante de
liberación que sería tan repentino —como cuando cede un gatillo que
se ha quedado agarrotado—, y la vería arquearse, gritar y luego
desplomarse, un peso muerto debajo de él.
Ella se removió y abrió las
piernas.
—¿Ya? —susurró.
—Espera —contestó él con otro
susurro, mientras su mano la acariciaba tan ligera como una pluma,
cada vez más rápido.
Esperó. Le temblaba todo el
cuerpo.
—¡Ahora! —dijo él, dándose la
vuelta para arrodillarse entre el abrazo de sus caderas, de
espaldas a la ventana— Rápido, cógela y...
Se había oído una tos justo detrás
de él.
—Un cocodrilo —dijo ella enseguida,
aferrándose a él y haciendo que se sintiera ridículo: una sartén
agarrada por el mango—. No es más que un cocodrilo. A veces hacen
esos ruidos.
Se separó de ella y se sentó.
—¿Un cocodrilo? —preguntó, como si
la palabra le resultase totalmente desconocida.
—Sí, ya sabes, a veces les gusta
subir hasta aquí y descansar en el hueco que hay bajo la
casa.
Intentaba atraerlo de nuevo hacia
ella.
"El espacio que queda bajo el suelo
a duras penas puede llamarse hueco", pensó él, que se había fijado
antes, cuando cruzaba las dunas.
—Oye —dijo con una voz tan baja que
casi no se oía—, en esta casa hay ceniceros por todas partes.
¿También fuma Ya-sabes-quién? ¿Fuma?
Asintió.
—Sí, pero no tiene...
—¿Cuántos? —musitó— ¿Cuántos al
día? ¿Muchos?
—Sí, bastantes. Unos treinta o
cuarenta. Pero...
—¡Calla! —le dijo— Guarda un
silencio absoluto y no te muevas.
—¡Esto es demasiado!
Pero se quedó quieta, aparte del
ligero movimiento de su pie derecho. Él escuchó con atención. Se
preguntó si debería intentar coger su revólver, que estaba en la
pistolera junto a su ropa bien ordenada y con los calzoncillos
arriba de todo por si tenía que salir corriendo. La luz de la vela
se atenuó aún más y luego llameó sus últimos estertores. Estaba
muy, muy excitado.
—Bueno, por lo menos hay
alguien que se interesa aún —murmuró con un suspiro,
mientras se apoderaba de su erección y empezaba a acariciar con el
pulgar su punta resbaladiza.
Se daba cuenta de que ella también
estaba cada vez más excitada. Había una mirada extraña en sus ojos,
una mirada fija e intensa como la de una serpiente. Se contrajo
frente a la suavidad de su palma.
—Ya iba siendo hora de que dejaras
de imaginarte cosas —dijo ella, su pulgar cada vez más atareado—
¿De verdad crees que hace diez minutos alguno de nosotros iba a
darse cuenta de que un mosquito le picaba? ¡Por Dios, si debió de
pensar que había aterrizado en un toro mecánico! ¡Yo al menos lo
pensé!
Soltó una carcajada muy fuerte,
asombrado de que una mujer tan joven tuviese unos pensamientos tan
maravillosamente lascivos.
—No está mal para mi edad ¿eh?
—observó cogiéndola de la mano—, pero no olvides que eso no fue más
que el principio.
—Ah ¿sí? —dijo mientras se alzaba
hacia él.
La segunda tos surgió justo debajo
de ellos; una tos de pecho, brusca.
A ella se le puso la carne de
gallina. Se le puso la carne de gallina alrededor de la sangre
emborronada en la cara interna de su muslo derecho, y él vio cómo
ocurría.
—¡Oh, no! —exclamó la joven— ¡Vaya
gatillazo!
—¡Cállate!
Se le escapó la risa floja.
—¡Se murió de repente! —farfulló—
¡Me miraba fijamente y en un segundo...!
La golpeó, frenético por evitar que
siguiera haciendo ruido, y lo hizo tal vez un poco demasiado fuerte
con el canto de la mano, como le ocurría de vez en cuando.
—¿Estás bien? —le preguntó.
No dijo nada, pero sus ojos azules
se abrieron mucho.
—Podríamos correr peligro —insistió
bajando aún más la voz—. Deja de hacer el tonto.
Los ojos azules ni siquiera
pestañeaban.
—¡Maldita sea! —exclamó— Una broma
es una broma, ¿vale? Coge mi pistola y pásamela, tú estás más
cerca.
Una extraña sensación de calor
envolvió sus rodillas. Bajó la vista: la vejiga de la joven se
vaciaba. Retrocediendo con violencia, aterrizó de pie junto a la
cama con un golpe sordo.
Tos.
Los dos búhos ulularon, uno agudo y
otro grave.
—¡Cabrón! —explotó, a la vez
cogiendo el revólver— ¡Cabrón! ¡Me las pagarás! ¡Iré a por
ti!
Y sin pensar ni preocuparse, como
un loco, lanzó a un lado la pistolera vacía y salió corriendo de la
habitación, completamente desnudo. Se golpeó con varias sillas,
derribó una mesa y, con el hombro por delante, atravesó la
mosquitera de la puerta principal para luego saltar desenfrenado
del porche al suelo.
Aterrizó mal y cayó despatarrado
boca abajo, con la mano izquierda sobre la puntera de una bota de
pescar.
Gimió.
Sólo una vez —nunca antes se había
sentido tan vulnerable— y se quedó quieto.
Aquella espera por algo que no era
capaz de imaginar se le hizo interminable. Aquella forma tan
cobarde de arrastrarse en el barro mugriento y apestoso del
estuario. Hasta que de repente algo viscoso se deslizó sobre su
pantorrilla derecha, haciendo que diera un respingo y moviera la
mano: la bota de pescar se cayó de lado.
Estaba vacía.
—Dios mío —sollozó, poniéndose en
pie torpemente y luego encorvándose para recuperar su arma—, tanto
esfuerzo para nada.
Porque sabía, lo supo incluso antes
de mirar a su alrededor, que no vería a nadie en las inmediaciones
ni encontraría nada fuera de lo común bajo la casa.
En ese momento reapareció la luna,
liberándose del abrazo de una nube, y su luz fría y constante le
confirmó con una sola mirada cuánta razón tenía: aquel lugar estaba
totalmente desierto. Y cuando oyó una especie de tos se volvió a
tiempo de ver a un enorme cocodrilo deslizándose al estuario desde
un cenagal cercano.
—Cabrón —dijo con un hilo de voz, e
intentó reírse.
Pero no lo consiguió, porque en su
cabeza aún la veía claramente: el pelo aparentemente torcido como
una peluca, los senos caídos en vez de erguidos. Quizás la
pesadilla no había terminado, tal vez no había hecho más que
comenzar.
"¡Tonterías! —se dijo a sí mismo,
empezando a subir los peldaños de madera que llevaban al porche— Va
siendo hora de que dejes de imaginarte cosas. Será una conmoción
cerebral. Nada más. ¿Me oyes?".
Abrió la mosquitera mucho más
animado. Primero iría a buscar un cubo de agua fría y se lo
arrojaría por encima, luego le encendería uno de sus cigarrillos.
Ah, no, estaba bien, estaba perfecta: acababa de encender una
cerilla para prender una nueva vela.
O eso imaginó él durante una
milésima de segundo, al ver una repentina llamarada en la
habitación donde la había dejado. Una llamarada repentina que al
instante se convirtió en una claridad cegadora, llena de partículas
volantes de cristal, madera, aparejos de pesca, ropa sucia,
colchón, hueso, tejido humano y una enorme cantidad de sangre que
no era la suya.
La explosión se oyó a más de veinte
millas de distancia.
2
EL TENIENTE
TROMP KRAMER de la Brigada de Homicidios y Robos de
Trekkersburgo no estaba de humor para enfrentarse a quince cabezas
de ganado cafre amodorradas. Así que en lugar de frenar y esperar a
que se apartasen tranquilamente del camino de tierra que tenía
delante, se desvió adentrándose en el veldt para
rodearlas, perdiendo de paso un tapacubos.
—¡Hombre, teniente! —protestó el
sargento Bokkie Maritz, dándose contra el salpicadero— Por favor,
recuerde que este coche ha sido reservado a mi nombre.
—No lo olvidaré, Bok —contestó
Kramer, acelerando sobre la tierra ondulada y machacando los
amortiguadores sin piedad.
—Es que es casi un coche nuevo
—añadió Maritz.
—Cierto —dijo Kramer— ¿Te queda
algún caramelo de esos?
Antes no conocía aquellos caramelos
de azúcar cande —tampoco había tenido antes un compañero propenso a
marearse en el coche—, pero empezaban a gustarle, sobre todo ahora
que se había quedado sin cigarrillos. Esa era una de las
penalidades a las que debía enfrentarse cualquiera que viajara por
Zululandia: podían pasar hasta treinta millas sin que apareciera
una simple tiendecilla.
—Ya sólo queda un caramelo —reveló
Maritz de mala gana—, y la verdad es que empiezo a sentirme un poco
mareado otra vez, así que...
—No te molestes en quitarle el
papel, puedo hacerlo yo solo, gracias —interrumpió Kramer, alejando
una mano del volante.
—¡No, ya lo hago yo! —exclamó
Maritz, arrancando el envoltorio a toda prisa antes de pasarle el
caramelo.
Kramer se echó el dulce a la boca,
lo mordió con fuerza una sola vez y se lo tragó.
—Peor que un perro —musitó
Maritz.
—¿Qué has dicho?
—Nada, teniente, nada. Pensaba en
lo feo que es este caso. Según el coronel Du Plessis, Maaties
Kritzinger sólo tenía...
—Bok ¿no te dije que no quería
hablar del caso? Maritz asintió.
—Sí, pero no puedo evitar...
Kramer lo distrajo tirando del
freno de mano según entraban en la siguiente curva, por encima de
un río enorme y marrón, lo que hizo que el Chevrolet patinara hasta
quedar atravesado en medio del camino.
—¡Jefe! —gritó Maritz.
—Ya lo veo, ya —contestó
Kramer.
NO LE QUEDÓ MÁS
REMEDIO que volver a empezar el comunicado oficial que
intentaba redactar de memoria:
Estimado coronel
Du Plessis:
Aun a pesar de que sólo hace veintitrés días que fui trasladado
desde Bloemfontein a su División de Natal, ruego me conceda un
nuevo e inmediato traslado. Nunca, durante mi experiencia como
miembro del Cuerpo de Policía de Sudáfrica, he encontrado inútiles
más grandes que usted y su pandilla de lameculos descerebrados. En
cuanto a Trekkersburgo, ¡sabe Dios qué imaginaron nuestros
antepasados que conseguirían al luchar contra los ingleses para
hacerse con ella! Creo que vivir tres semanas en Trekkersburgo
debería convertirse en la nueva condena por abusos a menores.
De momento le gustaba, aunque
quedaran algunos detalles por pulir, y más le iba a gustar ver la
cara de Du Plessis al leerlo.
¡Cabrón!
Sin ser consciente de ello, Kramer
había recordado la imagen del coronel tal y como lo viera aquella
mañana a las cinco y media: rascándose el trasero junto a la gran
ventana de su despacho en la comisaría central de la
División.
—¿Sí, coronel? —había preguntado
Kramer, entrando sin llamar —¿Cuál es el problema, aparte de que
algún estúpido inútil haya despertado a mi patrona para decirle que
usted quería verme aquí manos a la obra?
Du Plessis se había dado la vuelta
y su pescuezo arrugado emergía como el de una tortuga por el enorme
cuello de la guerrera de su uniforme.
—¡Hombre, teniente! —dijo zalamero—
¡Qué detalle haberse dado tanta prisa! Al pobre capitán Bronkhorst
le preocupaba que no se adaptase usted a nuestras costumbres, pero
su rapidez excluye cualquier queja. Prontitud es lo que yo pido a
mis policías. Eso y lealtad, por supuesto. Lealtad y
prontitud.
—Sí, ya, pero ¿por qué me ha hecho
llamar? —preguntó Kramer, que empezaba a ponerse tenso en presencia
de aquel payaso. Daba la impresión de que Du Plessis, más que un
detective de homicidios, lo que necesitaba era un fiel spaniel con
un maldito despertador.
—¡Malas noticias! —contestó Du
Plessis, poniéndose serio de repente y abandonado la ventana para
sentarse detrás de su enorme escritorio— Muy malas noticias
—repitió, hundiéndose lentamente en su asiento de una forma que a
Kramer le parecía dictada por las hemorroides— ... de lejos —añadió
Du Plessis, haciendo una mueca de dolor mientras su peso se
aposentaba.
—¿Muy lejos? —preguntó
Kramer.
Du Plessis sacó un expediente
marrón de su fichero.
—De Jafini, en el norte de
Zululandia —le dijo—. Se ha cometido un doble asesinato a unas
quince millas al Este de allí, en un lugar llamado Fynn's Creek.
Dos adultos blancos, hombre y mujer. Parece que usaron un artefacto
explosivo. El motivo aún no se conoce.
—Ya. ¿Cuándo?
—Pasada la medianoche. O a las doce
horas y dieciocho minutos de esta madrugada, para ser exactos,
porque fue entonces cuando el jefe de la comisaría de Jafini oyó
una fuerte detonación y salió a investigar. Hasta las cuatro y diez
no fue capaz de localizar el lugar de la explosión, y para
entonces...
—Sí, pero aún no me ha dicho por
qué es una noticia tan mala, coronel —interrumpió Kramer,
impaciente a causa de tantos detalles— ¿Conocía personalmente a los
fallecidos o algo así?
—Astuto, muy astuto —murmuró Du
Plessis, con una sonrisa tan fugaz como los malos pensamientos de
una monja—. Sí y no, creo que es la respuesta a su pregunta. El
hombre masacrado de una forma tan despreciable y cobarde era
Maaties Kritzinger.
Kramer se encogió de hombros
—¿Y?— preguntó, consciente de que
se esperaba de él una reacción mucho más enérgica, pero sin saber
por qué.
—El sargento Martinus Kritzinger
—apuntó Du Plessis—, jefe de la Brigada de Investigación Criminal
de Jafini. Incluso jugó de defensa en la provincia de la que usted
viene, el Estado Libre.
—Ah, un poli. Ahora lo entiendo
—dijo Kramer—. No he oído hablar de él. ¿Quién era su amiga?
Du Plessis se enfureció.
—¿Un compañero muere cumpliendo con
su deber y usted no tiene nada más que decir?
—De momento, no —confirmó Kramer—.
Hay muchos policías a los que no les confiaría ni un gato cojo, así
que procuro no prejuzgar.
—¿Prejuzgar? —repitió Du Plessis, y
tragó con fuerza antes de reír entre dientes— Sí, ya me había dicho
el capitán Bronkhorst que tiende usted a ir por libre. Pero créame:
Maaties Kritzinger era uno de los mejores. Es más, no recuerdo ni
una sola vez en la que no me trajese un buen pedazo de venado
cuando visitaba la comisaría central, fuera cual fuese la estación.
Y una vez trajo una caja entera de mejillones que había arrancado
él mismo de las rocas.
—¡Caramba, coronel!
—Exacto. Como he dicho, uno de los
mejores. Es una pena que ya no puedan verse las caras, así
comprobaría lo buena persona que era.
—Nos veremos las caras, pierda
cuidado, señor —dijo Kramer—. ¿En qué depósito está?
—No, no, yo me refería a conocerse
de verdad —Du Plessis estiró su cuello de tortuga y levantó un dedo
acusador—. Y sí que prejuzga usted. Ese comentario acerca de su
"amiga" no venía a cuento. Por Dios, hombre, el tipo estaba casado
y deja cuatro criaturas, y su viuda es la viuda de un policía. Es
un caso tan terrible que voy a organizar una colecta.
—Entonces ¿quién era la mujer
blanca? —preguntó Kramer.
Du Plessis repasó sus notas.
—Annika Gillets, esposa del guarda
de caza de Fynn's Creek —contestó—, que estaba ausente en aquel
momento. Hans Terblanche, el jefe de la comisaría de Jafini, sigue
intentando ponerse en contacto con él para contarle lo
ocurrido.
—Tal vez ya lo sepa, coronel.
—¿Cómo? ¿Se refiere al
marido?
—Sí. ¿Cuántos años tenía
Annika?
—Acababa de cumplir veintidós, como
mi... ¡Ah, no! Vuelve usted a las andadas. Escúcheme bien y métase
lo que le voy a decir en la cabeza: Maaties murió en el
cumplimiento de su deber, como ya le he dicho. Nada de ñacañaca.
¿Entendido? Además, su cuerpo apareció a millas de distancia y con
el arma aún en la mano.
—Nada de ñaca-ñaca —Kramer repitió,
tan serio como le fue posible, añadiendo la expresión a su pequeño
repertorio de "coroneladas"—. Vale, pero ¿a cuántas millas apareció
su cuerpo? Porque debió de ser una explosión impresionante
si...
—¡Sabe usted muy bien lo que he
querido decir, teniente! Ella estaba en el interior de la casa y
Maaties en el exterior, acercándose con la pistola en la mano,
obviamente consciente de que...
—¿Estaba solo? —preguntó
Kramer.
—Por supuesto, Maaties siempre
trabajaba así.
—¿Ni siquiera se llevaba a un
negro?
—Nunca. Maaties decía que un bantú
siempre daba más problemas que apoyo. Además, hablaba la lengua
zulú con fluidez, así que no lo necesitaba.
—Ya —murmuró Kramer.
—¿Se atreve a criticarlo? —exigió
saber el coronel Du Plessis— El capitán Bronkhorst dice que usted
también es un solitario, y que ni siquiera acepta trabajar con
compañeros blancos, a menos que se le obligue. ¿Qué clase de
actitud es esa?
—Verá, es que hablo afrikáans e
inglés con fluidez, coronel —contestó Kramer, sacando un pitillo de
la cajetilla de Lucky Strike que guardaba en el bolsillo de la
camisa—. Así que, como usted dice, no lo necesito.
—Espero que no se le ocurra
encenderlo —dijo Du Plessis muy serio—. En mi despacho está
terminantemente prohibido fumar. Soy miembro del consejo de mi
parroquia.
—Bueno —dijo Kramer, colocando el
cigarrillo en la comisura de su boca—, pero como estaba a punto de
decir, parece que...
—No, como yo ya había
empezado a decir, teniente, he decidido enviarle a Jafini para que
se haga cargo de esta investigación. Ya es hora de que sea
consciente del alcance de esta División. Además, me complace
comunicarle que el capitán Bronkhorst valora mucho su capacidad
deductiva.
—¿Cómo? —exclamó Kramer, que
llevaba tres semanas en Trekkersburgo aburrido hasta la muerte de
investigaciones rutinarias que no precisaban capacidad deductiva
alguna— Me deja asombrado.
—También valoro la modestia en un
policía —dijo Du Plessis, mostrando su dentadura postiza—. Cuando
llegue a Jafini le informarán de todos los detalles, así que no le
entretengo más, aquello está bastante lejos. Bokkie Maritz le está
esperando en el aparcamiento con un coche.
—¿Bokkie, coronel? —preguntó
Kramer— ¿Qué pinta ese inútil en todo esto?
—Lo envío como ayudante, por
supuesto. En Pretoria querrán que el papeleo se mantenga al día, y
mientras uno se ocupa de eso, el otro podrá salir a...
—Pero Maritz es un payaso, coronel
—objetó Kramer mientras encendía una cerilla—. Lo que menos falta
me hace es que...
—Teniente —interrumpió Du Plessis
mirando fijamente la llama de la cerilla—, Bokkie Maritz lleva
ocho, nueve años trabajando a mis órdenes sin problemas. No
permitiré que se cuestione mi criterio, y menos aún que lo haga
alguien que no lleva aquí ni cinco minutos.
—A eso me refería, coronel. ¿Por
qué...?
—¿Ha oído lo que le he dicho? Aquí
no se puede fumar.
Kramer asintió, observando cómo se
quemaba la cerilla y la llama se acercaba a sus dedos.
—Pero ¿por qué me envía a mí si tan
novato soy? ¿Por qué no alguien de más rango, que conozca mejor la
zona y...?
—Oiga —interrumpió Du Plessis,
también pendiente de la llama—, no sé cómo llevaba las cosas su
jefe anterior, pero cuando yo doy una orden, espero que...
—Apuesto a que aquí hay gato
encerrado —comentó Kramer, mientras la llama casi llegaba a su
pulgar—. ¿Tiene el capitán Bronkhorst algún motivo especial para
no.?
—¡A usted eso no le importa!
—explotó Du Plessis, lanzando una regla a la cerilla, muy enfadado—
¡Apáguela! ¡Apáguela ahora mismo!
—Ya voy, coronel —dijo Kramer,
tomando nota de la falta de puntería de su superior y encendiendo
el pitillo con la misma cerilla, en el instante en que puso un pie
fuera del despacho de Du Plessis.
EL CHEVROLET, que ya había perdido el segundo
tapacubos, emprendió otra empinada ascensión. Pero al menos el
ganado mayor había dejado paso a las cabras y el cielo se hacía más
interesante, repleto de enormes nubes blancas apiladas como
almohadas en el almacén de un hospital. Kramer había pasado muchos
ratos agradables en uno de esos almacenes en Bloemfontein,
confraternizando con una enfermera en prácticas que nunca le había
dicho su nombre y que no llevaba ropa interior. Estaba sorprendido
de lo mucho que se acordaba de esos detalles desde su traslado a
Trekkersburgo.
La ciudad que vivía con las piernas
cruzadas.
—Dime, Bok —habló de repente—
¿dónde crees que habrán llevado los cuerpos? En la pradera no suele
haber depósitos de cadáveres, bueno, al menos que yo sepa. ¿Y a un
hospital?
Bokkie Maritz asintió.
—Sí, es probable que a un hospital.
Seguramente al de alguna misión.
—Vaya, estupendo —comentó
Kramer.
—¿Ahora ya podemos hablar?
—preguntó Maritz con prudencia— Es que pensé que querría conocer
todos los detalles sobre el pobre Maaties.
—Uno de los mejores, Bok.
—Así que eso ya lo sabe. Sí, sin
duda, uno de los mejores.
—¿Y?
—Siempre estaba riéndose, gastando
bromas. Cuando se despedía para volver a su casa, tenía a todas las
mecanógrafas de la central muertas de risa.
—¿Me estás diciendo que era un
mujeriego?
—¡Claro que no! Les caía bien, nada
más. Les enseñaba las fotos de sus hijos y cosas de esas.
—¿Qué clase de mujer tenía? ¿De las
guapas?
—¿Y cómo quiere que lo sepa?
—¿No estaba en ninguna de las fotos
que enseñaba por ahí? Maritz frunció el ceño.
—La verdad es que no recuerdo
ninguna —admitió.
—Ya —dijo Kramer—. Mira.
Acababan de llegar al punto más
alto de su camino y a sus pies se extendía una enorme y verde
llanura, casi en su totalidad dedicada a la caña de azúcar. Tanto
verde resultaba artificial en comparación con los paisajes áridos,
del color del pan, a los que Kramer estaba acostumbrado, y le hacía
pensar en ese moho que se rasca con un cuchillo.
—Eso debe ser Jafini, allá lejos,
a la izquierda —exclamó Maritz, señalando una mancha de humo
situada a cierta distancia, al Norte—. Vaya, hemos tardado muy
poco. El coronel se quedará impresionado.
—A la mierda con él, para empezar
—dijo Kramer.
3
MENOS MAL QUE LOS
FRENOS del Chevrolet eran tan precisos como el mecanismo del
ancla de un acorazado. Sin ellos habría sido muy fácil pasarse de
largo un lugar de mala muerte como Jafini. Aparecía y al momento ya
no estaba: una visión borrosa de vulgares escaparates que terminaba
junto a la comisaría de Policía, un edificio de ladrillo rojo y
tejado de hojalata, visible a medias tras un elevado seto de espina
santa, con una descolorida bandera sudafricana colgando marchita de
un mástil raquítico en su jardín delantero.
Maritz, al que los frenos pillaron
desprevenido, acabó temporalmente encajado bajo el
salpicadero.
—¡Teniente! —gritó— ¿Qué ha pasado?
¿Ha salido corriendo algún niño y se ha puesto delante de nuestro
coche?
—Cigarrillos —contestó Kramer—. Tú
sigue que yo voy enseguida.
Y se bajó del Chevrolet para mirar a
su alrededor. La única calle de Jafini parecía contar con una
docena de negocios, casi todos regentados por indios. Había también
una panadería y una sucursal insignificante de Barclays Bank que
sólo abría los martes y los jueves, además de una pequeña iglesia
anglicana de ladrillo rojo. Un par de lejanos surtidores de
gasolina sugerían que Jafini podría presumir de tener un taller
mecánico, pero por si acaso no estaba dispuesto a apostar por
ello.
Cruzó la carretera a grandes
zancadas y entró en el almacén Bombay, aspirando con fuerza. A
Kramer siempre le habían entusiasmado los olores acogedores y
hormigueantes de los colmados —hasta los once años la única clase
de tienda que había conocido—, y seguía maravillándose ante la
asombrosa y alucinante variedad de lo que contenían. El almacén
Bombay no lo decepcionó. Había de todo: faroles, máquinas de coser,
metros y metros de tela barata en grandes rollos, arados y radios a
pilas, además de nueve variedades distintas de sardinas en lata. En
el atiborrado estante de los cigarrillos y el tabaco de pipa vio,
por primera vez en muchos años, los pequeños sacos de algodón con
la picadura que su padre había fumado en exceso, tan tosca que
llevaba tallos de la planta. Estaba bien aquella picadura: le había
proporcionado al viejo cabrón la muerte prolongada, lenta y
espantosa que merecía.
—¿Qué desea, señor? —preguntó
dubitativo el tendero indio, por encima de los tocados de las
mujeres zulúes con el pecho al aire que estaban en primera
fila.
—Lucky Strike, un cartón —contestó
Kramer.
El tendero parecía angustiado.
—Ah —dijo Kramer, recordando que el
afrikáans, su lengua materna, raramente lo entendían quienes no
eran blancos en aquella provincia olvidada de Dios que era Natal,
por lo que repitió en inglés—: Un cartón de Lucky Strike. No, mejor
que sean dos.
El tendero se retorció las
manos.
—¡Será posible, señor! ¡Qué gran
suerte! Pero verá, señor, aquí no suelen pedir las mejores marcas,
por eso las existencias...
—Déme los Lucky Strike, maldita sea
—dijo Kramer—. Tantos como tenga.
Mientras el tendero se apresuraba a
entrar en la trastienda, alguien más se unió a la típica cola de
paletos que esperan a que les atiendan en silencio. El último en
llegar era un zulú de aspecto descarado. Kramer estaba seguro de
que lo había visto antes y eso le preocupaba, porque sólo podía
haber sido en Trekkersburgo, doscientas y pico millas al Sur.
Imposible. Al fin y al cabo, lo que perseguía la ley de pases era
mantener a los negros confinados en áreas de reserva bien
delimitadas y que no anduviesen paseándose por el país como si
fueran sus dueños. Aunque éste sí lo hacía, entrando con aire
desenfadado y las manos en los bolsillos, como un maldito gángster
de Chicago; y como a los negros no les estaba permitido ver esa
clase de películas, ya sólo eso sugería que podría no ser mala idea
investigar al listillo aquel.
Listillo: buen nombre,
decidió Kramer, hasta que el pase del tipo le revelase sus datos
correctos. No podía medir más de un metro setenta y a él no le
llegaba ni al hombro.
—Lo siento mucho, señor, enseguida
acabo —el tendero indio emergió para decirle eso y luego volvió a
desaparecer.
Kramer observó de nuevo la cola de
los que esperaban en silencio, todos salidos del área de reserva
local. La mayoría llevaba la ropa vieja de los blancos o, en el
caso de las mujeres, lo que ahora se tenía por el atuendo
tradicional zulú: un tocado engalanado con cuentas, muchas
tobilleras de cobre, toscos brazaletes también de cobre, una falda
con pliegues y —si se molestaban en usar parte de arriba— una
sencilla camiseta de tirantes blanca. Listillo llevaba una
vieja chaqueta de sport puesta del revés para que se viera el forro
de raso, y un par de pantalones de montar con solapa de apertura
delantera, ya pasados de moda. Como contraste, el negro que lo
precedía llevaba un traje a rayas de abogado elegante —o de verdugo
público, ya puestos, que Kramer lo había visto una vez— y un par de
enormes botas de rugby. Esa era otra: a diferencia de todos los
demás en la fila, el calzado de Listillo era el único que
parecía de su talla, aunque se trataba de unas zapatillas de tenis
baratas, lo cual lo distinguía sutilmente de los demás. También
planteaba algunas preguntas interesantes: ¿Qué velocidad alcanzaba
Listillo corriendo? ¿Con cuánta frecuencia? ¿Por
qué?
Listillo se dio la vuelta
para observar algo afuera, en la calle, atormentando a Kramer al
dejarle ver sólo la parte posterior de esa cabeza alerta, redonda
como la bala de un cañón. Deseó con todas sus fuerzas que se girara
lo bastante para dejarle ver de nuevo aquel perfil. En contra de lo
que decía la mayor parte de la gente que no estaba en la Policía
—"Para mí son todos iguales"—, Kramer nunca había tenido problemas
para diferenciarlos. Diferenciar a los monos de verdad ya era otra
cosa: no se contaba con la infinita variación que proporcionaban el
bigote, la barba, el tamaño de los ojos, el mentón, el ancho de la
nariz, etcétera. Pero para el ojo experto cualquier tipo de cafre
presentaba pocos problemas. Con todo, un simple cogote no era gran
cosa y empezó a tener dudas sobre su primera reacción. Se fijó en
dos diminutas trenzas hechas con los rizos que crecían sobre la
oreja izquierda, pero le chocó que no llevasen cascabeles. Tampoco
fue capaz de interpretar esas cerillas de cocina amarillas que
Listillo usaba para mantener abiertos los agujeros hechos
en los lóbulos de sus orejas.
—¿Señor? Aquí tiene su generosa
compra —dijo el tendero indio, depositando una bolsa de papel de
estraza sobre el mostrador frente a Kramer, demasiado cortés para
entregársela directamente—. ¿Necesita usted alguna cosa más,
señor?
No, así que Kramer le pagó y se
marchó, encendiendo su primer Lucky mientras salía y olvidando
echar una última mirada a Listillo. Pero se dijo a sí
mismo que la cosa no tenía importancia, que en el peor de los casos
aquel negro sería el primo de pueblo de algún cafre de
ciudad.
—¡Teniente! —llamó Maritz, a la
carrera camino arriba desde la comisaría, en cuyo exterior estaba
aparcado el Chevrolet— Teniente, el jefe quiere saber dónde
demonios se ha metido. Esas han sido sus palabras, teniente.
—Que espere sentado: esas son mis
palabras, Bok —respondió Kramer—. Después de un viaje tan largo, lo
mínimo que puede esperar un hombre es que le dejen echar una meada
en paz.
"ESTO SE LLAMA andarse por las
ramas —se dijo a sí mismo diez minutos después—. Sí, hay algo muy
extraño en todo este asunto de Jafini que aún no consigo entender,
y creo que no quiero hacerlo. Sobre todo en lo relativo a qué pinto
yo en esto. Pero perder el tiempo no me servirá de nada. Será mejor
que me ponga manos a la obra, haga mi trabajo y me largue de aquí,
directo de vuelta al Estado Libre".
Pero aun después de subirse la
cremallera, Kramer se demoró, la mirada clavada en el retrete de
chapa ondulada con el cartel de SÓLO
BLANCOS que había detrás de la comisaría de Jafini.
Observaba el estado en el que se encontraba el suelo. Ninguno de
los sólo-blancos parecía preocuparse demasiado por apuntar bien,
por eso había cinco charcos diferentes. Por si eso fuera poco, una
buena franja del suelo de cemento estaba mucho más oscura que el
resto, como si siempre se encontrara mojada, lo cual indicaba una
rutina. "Interesante —caviló Kramer—, porque eso sugería una de dos
cosas sobre el jefe de la comisaría al que estaba a punto de
conocer: o aquel hombre era un cerdo integral, o era demasiado
cobarde para insistir en que sus subordinados respetaran un nivel
mínimo de decencia".
"Y apuesto a que sé cuál de las dos
es la correcta", decidió Kramer mientras cruzaba el césped reseco
que llevaba a la puerta trasera de la comisaría, donde Bokkie
Maritz lo esperaba ansioso.
—El despacho del jefe está por
aquí, teniente —dijo Maritz guiándolo.
Un linóleo marrón agrietado cubría
todo el largo de un pasillo que discurría entre paredes de color
crema rozadas y pintadas de verde hasta la mitad. Del techo
colgaban unas bombillas desnudas, con insectos achicharrados
pegados a ellas. Donde más gastado se veía el linóleo era hacia la
mitad, porque a él se unía en ángulo recto un pequeño corredor
lateral. A su vez el corredor lateral daba a una pesada puerta
pintada de marrón, con una placa en ambas lenguas oficiales
anunciando que la habitación a la que permitía el acceso era el
despacho del jefe de la comisaría.
—Es ahí —dijo Maritz
señalando.
—Bok, eres inestimable —afirmó
Kramer—, pero ¿tienes idea de dónde se ocupa de sus cosas la
Brigada de Investigación Criminal?
Maritz asintió algo engreído.
—¡Por supuesto! Tienen dos
despachos al otro lado de...
—Pues sal corriendo para allá y
empieza a registrar la mesa de Maaties. Quiero un resumen de todos
los casos recientes que haya investigado y cuando lo hayas repasado
todo con lupa, quiero un informe completo a máquina y por
duplicado: uno es para el coronel.
—¿El teniente quiere confiarme
semejante tarea? —preguntó Maritz, tan halagado que casi no podía
contenerse.
—¿Y por qué no? —fue la respuesta
de Kramer, que no imaginaba una forma más rápida y a la vez
incruenta de librarse de aquel idiota.
Luego, sin llamar, abrió de par en
par la puerta del despacho del jefe y entró a grandes
zancadas.
—¡PERO ¿QUIÉN...? —empezó a decir un sobresaltado
hombre de cincuenta años vestido de uniforme, mirando a su
alrededor y con el auricular de un teléfono pegado a la
oreja.
—Kramer, Brigada de Homicidios. ¿Es
usted Terblanche?
El jefe asintió, tapando el
auricular con la mano.
—Siéntese por ahí, tengo al coronel
al teléfono. —Se dio la vuelta y continuó—: Disculpe, coronel. Sí,
era él, acaba de llegar. Gracias, lo recordaré, señor.
"¿Qué recordará?", se
preguntó Kramer mientras le daba la vuelta a una silla que estaba
del revés, se sentaba en ella a horcajadas y miraba a su alrededor.
Tres huesos de pollo roídos blanqueaban sobre el único archivador,
junto al que se desplomaban unas mugrientas botas de goma sobre una
mancha de barro negro y reciente. Medio paquete de galletas se
sostenía en pie junto a un vaso y una jarra de agua turbia, y el
alféizar de la ventana estaba lleno de expedientes descoloridos por
el sol que desparramaban su contenido. El único sitio limpio y
ordenado de toda la habitación parecía ser el fondo de la enorme
papelera de mimbre.
Kramer se fijó en que ni el propio
Terblanche se escapaba a la norma. El jefe de la comisaría de
Jafini tenía pequeñas bolas de pelusa en su pelo de punta y
engominado, algo similar se pegaba a los cortes que la máquina de
afeitar había dejado en su doble papada, y una raya de gachas de
maíz corría granulosa corbata del uniforme abajo. También había una
polilla muerta en la vuelta de su pernera derecha, que se veía
porque estaba sentado con los zapatos deslustrados apoyados en la
esquina de una mesa tan abarrotada que haría falta una excavadora
para despejarla.
—Sí, coronel, está todo arreglado
—decía Terblanche, y se puso de pie, a punto de cuadrarse—. Muy
bien, coronel, he comprendido sus órdenes, señor. Adiós por ahora,
adiós.
Mientras lo observaba colgar el
teléfono, Kramer preguntó:
—¿Qué está arreglado?
—Un alojamiento para usted y su
sargento —contestó Terblanche—. Aquí no hay hoteles ni nada
parecido, así que les he conseguido un par de habitaciones en casa
de una viuda a la que conozco. Estoy seguro de que le gustará.
—Luego sonrió con timidez mientras le tendía su enorme mano.— Me
llamo Hans, es un placer conocerle.
—Tromp —dijo Kramer— ¿le apetece un
Lucky?
—Muchas gracias, pero los prefiero
con filtro.
Terblanche acercó un mechero
destartalado primero al cigarrillo de Kramer y luego al suyo, antes
de hundirse de nuevo en su silla con aspecto de estar
agotado.
—La verdad es que llevo un día
espantoso —comentó frotándose los ojos enrojecidos con los
nudillos—. Acabo de regresar de Madhala, donde tuve que darle la
noticia a Lance Gillets.
—¿El marido de la mujer
muerta?
Terblanche asintió.
—Es guarda de caza. Y me costó lo
suyo encontrarlo, hasta que alguien me dijo que ayer lo había
recogido una avioneta en Fynn's Creek porque necesitaban su ayuda
en la caza de un rinoceronte para algún zoo norteamericano.
—Ya, ¿y cómo se lo tomó?
—¿Usted qué cree? Mal, muy mal.
Annika era todo su mundo. Se volvió loco, lo cual es comprensible.
Pensé que tendrían que dispararle un dardo para dormirlo, como a
los animales, pero los demás guardas consiguieron encerrarlo en una
cabaña y lo tienen atontado a base de ginebra.
—¿A qué hora lo recogió ayer la
avioneta?
—No lo pregunté —Terblanche le
dedicó una sonrisa cansada, descompensada—. Pensé que los de
Homicidios podrían ocuparse más adelante de esos complicados
detalles.
—Ese es el espíritu del policía que
lleva uniforme.
—Cierto —convino Terblanche,
obligándose a ponerse en pie de nuevo—. Y ahora que está usted
aquí, dispuesto a ocuparse del caso, será mejor que lo ponga al
tanto lo antes posible. Resultará más fácil si lo acompaño hasta el
lugar del crimen y le explico la situación por el camino. Después
me iré derecho a mi casa, a ver si puedo dormir algo para
variar.
En su rostro se reflejó una
desolación que Kramer reconoció porque se la había encontrado en
unos cuantos espejos: era el aspecto de un hombre que se había
esforzado hasta el límite de su resistencia, dispuesto a apretar
los dientes y realizar un último esfuerzo antes de derrumbarse
noqueado por el agotamiento.
Aun así, mientras salía del
despacho siguiendo al coronel, a Kramer le pareció raro que ni una
sola vez, ni siquiera de pasada, hubiera mencionado Terblanche a su
colega, el tan llorado detective Kritzinger.