Título original: Traité sur les
apparitions des esprits, et sur les vampires, ou les revenans de
Hongrie, de Moravie, &c.
[Edición basada en la publicada en París en 1751 por Debure el
mayor]
Edita: Reino de Cordelia
Derechos exclusivos de esta edición en lengua
española
© Reino de Cordelia, S.L.
© De la traducción, Lorenzo Martín del Burgo,
1991, 2009
© Del prólogo, Luis Alberto de Cuenca y Prado,
2009
Ilustración de cubierta, © Toño Benavides,
2009
ISBN: 978-84-938913-4-3
Diseño y maquetación: Jesús Egido
Corrección de pruebas: Pepa Rebollo
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LIBRO SIN LIBRO, 2011
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Los
vampiros y el padre Calmet
por LUIS
ALBERTO DE
CUENCA
EN SU
ACEPCIÓN MÁS SENCILLA, el vampirismo es la práctica de la
succión de sangre humana sobre persona viva, llevada a cabo con
diversas finalidades, en ocasiones de índole religiosa. La
literatura, sin embargo, ha popularizado un tipo muy concreto de
vampiro, desde el descrito por John William Polidori, médico
personal de Lord Byron, en su relato El vampiro (1819), pasando por
la mujer vampira creada por Sheridan Le Fanu en Carmilla (1871),
hasta llegar a la célebre y magistral novela Drácula, del irlandés
Bram Stoker, que tanto éxito ha tenido desde que se publicara por
primera vez en 1897, y que ha sido llevada al cine por directores
tan prestigiosos como Tod Browning (1931, con el inolvidable Bela
Lugosi en el papel de Drácula) y Terence Fisher (1958, con un
espléndido Christopher Lee como protagonista). La novela de Stoker
trata de un conde vampiro que conserva ad aeternum en su castillo
de Transilvania una vida sólo aparente, ya que sus funciones de
nutrición y desarrollo están suspendidas, siendo su única fuente de
alimentación y energía la sangre que succiona de la yugular de sus
víctimas, a las que no mata en seguida, sino que va llevándolas
poco a poco a la muerte por extenuación. Y todo esto ocurre en el
Londres fantasmagórico de finales del siglo XIX en la época de Jack
el Destripador. Allí se ha trasladado el diabólico aristócrata
transilvano desde sus lares patrios en busca de nuevas emociones
que mitiguen su aburrimiento inmortal.
El vampirismo reflejado en el texto de Stoker
lleva aparejada la función de proselitismo, toda vez que el vampiro
actúa solamente sobre aquellas víctimas que despiertan en él una
cierta simpatía y que, al mismo tiempo, experimentan una cierta
atracción por él, algo así como ocurre, por ejemplo, con el adicto
a las drogas que busca compañero de vicio en alguien predispuesto a
los fármacos. Como la acción crea el órgano, en la iconografía
derivada del Drácula de Stoker el vampiro, además de tener las
palmas de las manos repletas de vello, posee dos enormes colmillos
de particular conformación que absorben la sangre de la víctima en
una especie de beso-mordisco de efectos voluptuosos y
adormecedores. No resulta gratuito, en materia de vampirismo,
evocar la figura del Dr. Freud, sobre todo cuando las cosas
adquieren estos tonos oníricos y escabrosos; por otra parte, Freud
y Stoker fueron contemporáneos.
Otra catalogación del vampiro real e histórico
comprende aquellos hombres o mujeres a quienes les complace la
sangre humana, ya porque la consideren manjar imprescindible para
su propia existencia, ya porque un brujo o curandero se la haya
prescrito para la cura de ciertas dolencias que con su consumo
remitirían, o para la conservación de una vida efímera que sólo
puede perdurar con la aportación continua de sangre joven y
vigorosa. Pero dejémonos de definiciones acerca de temas tan
morbosos y viajemos con la imaginación al siglo XVIII. En 1749, el
abad de Sénones, en Lorena, daba a las prensas sendas disertaciones
sobre apariciones de espíritus y sobre los vampiros o revenans
(sic, sin la t final; es decir, “revinientes” o “redivivos”) de
Hungría, de Moravia, etc. El abad de Sénones era un sabio
benedictino llamado Dom Augustin Calmet. Había nacido en
Mesnil-la-Horgne, cerca de Commercy (Lorena), en 1672. Moriría en
París en 1757.
Entre sus numerosas obras se cuentan un
Comentario sobre el Antiguo y Nuevo Testamentos (París, 1707-1716,
veintitrés volúmenes) que luego resumió en su Tesoro de las
antigüedades sagradas (1722), un Diccionario crítico e histórico de
la Biblia (cuatro gruesos volúmenes en folio), una monumental
Historia universal sagrada y profana (Estrasburgo, 1735-1771; los
últimos volúmenes aparecieron póstumamente) y un nutrido acervo de
obras de erudición local referidas a la Lorena.
Este auténtico monstruo de la erudición
bíblica corrigió y aumentó sus disertaciones sobre aparecidos y
vampiros de 1749 dos años después, dando a la luz un Traité sur les
apparitions des esprits, et sur les vampires, ou les revenans de
Hongrie, de Moravie, &c. en dos tomos (París, chez Debure,
1751) que constituyen un verdadero festín de dioses para el buen
bibliófilo y que ahora tengo sobre mi mesa. Cuando Dom Calmet
redactó este primer manual de Vampirología —el segundo tomo,
ofrecido en esta edición, es el que se ocupa propiamente del tema
vampírico— quizá no fuera consciente de que estaba iniciando, en
pleno Siglo de las Luces, una corriente subterránea y oscura que
amenazaba con prestigiarse mucho en años posteriores. La obsesión
por lo sombrío, por lo nocturno, por lo irracional, por lo
“gótico”, alcanzaría pronto a la más rancia aristocracia británica:
The Castle of Otranto, cuyas primeras copias salieron de los
tórculos de Strawberry Hill en las Navidades de 1764, sería el
primer fruto literario de esta nueva sensibilidad que tendría en su
autor, Lord Walpole, y en sus sucesores Mrs. Radcliffe, Clara
Reeve, M. G. Lewis, Beckford, Maturin y tantos otros, cultivadores
literarios de excepción.
“La fuerza más importante del vampiro radica
en que nadie cree que existe”, solía repetir Van Helsing en la
novela de Stoker. Calmet no afirma ni niega nada, pero ofrece un
sinfín de testimonios. Entre ellos, el del escritor francés Joseph
Pitton de Tournefort, quien fue testigo de la gran epidemia
vampírica que, entre los años 1700 y 1702, diezmó la población de
Mícono, pequeña isla del archipiélago de las Cícladas, en el
Egeo.
Empezaron a aparecer centenares de personas
con pequeñas incisiones en el cuello y en las arterias de los
brazos que daban de inmediato signos de agotamiento y que acababan
por morir. Los afectados eran, indistintamente, hombres y mujeres
jóvenes y niños de ambos sexos. Se utilizaron diferentes métodos
curativos sugeridos por médicos y curanderos, pero sólo una acción
fue eficaz para terminar con tan extraña epidemia: grupos de
aldeanos armados con estacas de fresno afiladas en una de sus
puntas recorrieron todos los cementerios de la isla y abrieron
todas las tumbas; aquellos cadáveres que no se hallaban en evidente
descomposición o que presentaban un aspecto saludable fueron
atravesados con las estacas de fresno a la altura del corazón. Como
la epidemia de vampirismo desapareció a partir de entonces, se
generó entre los nativos y entre quienes presenciaron los hechos un
argumento de peso en favor de la existencia de los muertos
vivientes que, por las noches, abandonan sus tumbas para, en forma
de vampiros, ir a buscar entre los vivos la sangre que les es
necesaria para prolongar su precaria existencia ultraterrena.
Los anales históricos de la Baja Hungría
—sigue contando el inefable Dom Calmet— relatan otro curioso
ejemplo de vampirismo. El 10 de septiembre de 1720 un grupo de
ciudadanos de Krislova pidieron al comandante austriaco de la zona
permiso para exhumar y destruir por el fuego el cadáver de Pedro
Plogojowitz, quien varias semanas después de su muerte había sido
visto en aquella ciudad lanzándose al cuello de varias personas
para chuparles la sangre. Todas las personas que habían tenido el
fatal encuentro habían muerto al día siguiente, dictaminando el
médico “falta total de sangre”. El comandante austriaco no quiso
dar crédito a tan fantástico relato y denegó el permiso de
exhumación. Pero tuvo que reconsiderar su decisión cuando la
delegación de ciudadanos de Krislova volvió a visitarle
informándole que otras nueve personas habían muerto durante los
últimos días en las mismas extrañas circunstancias que las
anteriores. Finalmente, el militar, precedido por el párroco, fue
al cementerio e hizo abrir la tumba en que estaba enterrado el tal
Plogojowitz, quien apareció intacto, con un aspecto sonrosado y con
la boca llena de sangre fresca. Se trataba, por tanto, de un
vampiro, y como tal se procedió con él: se afiló una estaca de
fresno y se le clavó entre las costillas hasta alcanzar el corazón,
y luego se quemó el cadáver.
En el pueblo de Blow, en Bohemia, un vampiro
dio muerte a mucha gente. Los campesinos abrieron la tumba del
monstruo y le clavaron en tierra con un palo afilado. “Qué amables
sois —dijo el vampiro— al proporcionarme un bastón con el que
ahuyentar a los perros.” Esa misma noche, se levantó y ahogó a
cinco personas. Al día siguiente, fue entregado al verdugo, quien
le atravesó varias veces con un hierro. Cuando era llevado a la
hoguera en un carro, fue rugiendo todo el camino y moviendo
desordenadamente los brazos y las piernas. Tras su ejecución, en
1706, el pueblo pudo vivir tranquilo. “Gracias a Dios —añade Dom
Calmet— no somos crédulos como la gente sin cultivar. Pero debemos
admitir, sin embargo, que la luz de la ciencia no ha sido capaz de
iluminar con sus rayos un caso como éste.”
Hasta aquí algunos casos de vampirismo
expuestos por Calmet en su Tratado, cuya lectura es una auténtica
delicia, como en seguida comprobarán. Quien lo leyó en su francés
original, y muy poco después de que saliera de las prensas, fue
Fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, un gallego de Casdemiro
(Orense) que nació en 1676 y moriría en su convento de Oviedo en
1764, siendo, pues, casi estricto coetáneo del vampirólogo
francés.
En España, el siglo XVIII es, sin duda, el
siglo de Feijoo. Fray Benito creyó que se podía erradicar la
superstición desde una celda conventual (era benedictino, como
Calmet). Con el pretexto de desterrar los errores del vulgo, nos
ofrece en su Teatro crítico universal y en sus Cartas eruditas y
curiosas una nutrida serie de textos fantásticos.
Las raíces del fantastique hay que buscarlas
en nuestro país en la novela llamada “cortesana” (por Agustín
González de Amezúa en su discurso de ingreso en la Real Academia de
la Lengua) del siglo XVII, cultivada por escritores como María de
Zayas, Juan Pérez de Montalbán, Abad de Ayala, el propio Lope,
Salas Barbadillo y otros, un género que era ya muy proclive a lo
que entendemos modernamente por literatura fantástica. La atmósfera
de esas novelas, de tenso y denso realismo mágico, es la que
recogerá en herencia más tarde el conde polaco Jan Potocki en
Manuscrito encontrado en Zaragoza (admirablemente editado, por
cierto, hace muy poco por François Rosset y Dominique Triaire:
Lovaina, Peeters, 2006, y París, Flammarion, 2008). No deja de ser
significativo el hecho de que en la primera mitad del siglo XVIII
se reedite con profusión a autores como Calderón —el mágico
prodigioso de nuestra escena barroca—, María de Zayas o Cristóbal
Lozano (el fascinante colector de historias fantásticas que
Entrambasaguas reeditó modernamente en la colección “Clásicos
Castellanos”). Y la Edad Media, con sus brumas, sus amores lejanos
y sus épicas espadas, también provee de imágenes fantásticas a la
cultura occidental del XVIII. Un siglo en el que Tomás Antonio
Sánchez dio a conocer textos hasta entonces desconocidos, como el
Cantar del Cid, Berceo, el Libro de buen amor o el Alexandre, en su
Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV (Madrid,
1779-1790). El siglo de los Relics de Percy en Inglaterra y del
descubrimiento de los trovadores en Francia y Alemania. El siglo de
Goethe, que empleó la expresión “perfume de los siglos” para aludir
a aquello que le transmitía el hasta entonces vilipendiado
Medievo.
Volviendo a Feijoo, hay en su obra títulos
como “Examen filosófico de un peregrino suceso de estos tiempos: el
anfibio de Liérganes”, “Astro-logía judiciaria y almanaques”,
“Duendes y espíritus familiares”, “Vara divinatoria y zahoríes”,
“Milagros supuestos”, “Piedra filosofal” y “Cuevas de Salamanca y
Toledo, y mágica de España” (pertenecientes a Teatro crítico
universal), y “Entierros prematuros”, “De la transportación mágica
del obispo de Jaén” y “El judío errante” (de Cartas eruditas y
curiosas). Del mismo modo que el Quijote no es más que otra novela
de caballerías, no la última, la prosa de Feijoo, presuntamente
debeladora de la superstición, no es más que otro ejercicio
fantástico, no el comienzo de un orden racional nuevo. Atentar
contra algo es, tantísimas veces, una sutil manera de
prolongarlo.
Interesante al respecto resulta la carta XX
del tomo IV de las Cartas eruditas y curiosas, editado por vez
primera en Madrid, en la oficina de Francisco del Hierro, en 1753
(manejo la edición de Madrid, Blas Román, 1781). En esa vigésima
carta del volumen IV de su epistolario erudito, Feijoo se refiere
—que yo sepa, por única vez en toda su obra— al vampirismo.
Reza así el título de la carta: “Reflexiones
críticas sobre las dos disertaciones que, en orden a apariciones de
espíritus y los llamados vampiros, dio a luz poco ha el célebre
benedictino y famoso expositor de la Biblia Don Agustín
Calmet.”
Evidentemente Feijoo tiene encima de la mesa
la edición de 1749 arriba citada, puesto que la corregida y
aumentada de 1751 se llama ya tratado, no disertación como hemos
visto arriba. Parecía obligado que hablando de vampiros saliese a
colación el inevitable Calmet, fuente de Feijoo en tantos temas y
auténtico alter ego de su colega en la regla de San Benito.
Así que Feijoo leyó las disertaciones de
Calmet de 1749 y se le ocurrió comentarlas en una de sus cartas. El
Traité que tengo sobre la mesa (París, 1751) se reparte en dos
tomos, y cada uno de ellos constituye una parte bien diferenciada
de la obra. Concierne la primera a las apariciones de ángeles,
demonios y otros espíritus, mientras que la segunda, que es la que
aquí nos interesa, se ocupa de esos revenans a los que aludíamos
arriba, en cuyo número se alinean tres categorías de —llamémoslos
así— individuos: los vampiros, los brucolacos y los excomulgados
por los obispos de la iglesia ortodoxa griega.
Hasta el párrafo 28 de su carta (página 320 de
la edición de 1781 que tengo a la vista) no se topa Feijoo con tan
singulares caballeros: “Con mucha razón advierte el Padre Calmet en
el prólogo de su disertación sobre los vampiros y brucolacos que en
ellos se descubre una nueva escena incógnita a toda la Antigüedad,
pues ninguna historia nos presenta cosa semejante en todos los
siglos pasados.” Lo que confirma la modernidad del tema del
vampirismo (si exceptuamos algún pasaje de los Mirabilia de Flegón
de Tralles editados por Otto Keller: Leipzig, Teubner, 1877) y la
responsabilidad de Calmet en su gestación y desarrollo.
Desde 1981 poseemos una maravillosa (por
seguir con los mirabilia) bibliografía de y sobre Feijoo, publicada
por el Centro de Estudios del Siglo XVIII de Oviedo, y obra de dos
beneméritos dieciochistas españoles: el llorado profesor José
Miguel Caso González, infatigable editor de Jovellanos en la misma
serie, y el sacerdote Silverio Cerra Suárez. Pues bien, en las casi
cuatrocientas apretadas páginas de tan ilustrado volumen no he
creído ver, salvo error, alusión alguna a esta carta vigésima del
tomo IV de las Cartas eruditas y curiosas ni a su contenido. Y no
es Feijoo precisamente un escritor desasistido por la crítica,
porque no faltan los estudios sobre su vida y obra, aunque sigamos
sin contar con una edición moderna completa y fiable de su
producción literaria.
Tras hablar de los vampiros como “muertos a
medias”, cuyas resurrecciones siempre son in ordine ad malum y a
quienes se elimina por el conocido procedimiento de atravesarles el
corazón con una estaca de madera cuando descansan en su tumba,
Feijoo recapitula: “Acaso V. md., al pasar los ojos por todo lo que
llevo escrito de los vampiros, imaginará estar leyendo un sueño, o
un complejo de varios sueños; o que los que de aquellos países
ministraron estas noticias serían unos hombres ebrios que tenían
trastornado el seso con los vinos de Hungría y de la Grecia.
Porque, ¿quién no ve que en esos cuentos de vampiros se envuelven
tres imposibles? El primero, mantenerse el vampiro vivo en el
sepulcro no sólo muchos días, sino muchos meses: de uno u otro se
dice que pereció después de algunos años. Segundo imposible, salir
del sepulcro sin apartar la losa ni remover la tierra, lo cual
parece no puede hacerse sin verdadera penetración del cuerpo del
vampiro con el interpuesto de la tierra y la piedra. Tercero de la
misma especie, el regreso del vampiro al sepulcro, que tampoco
puede ser sin penetración por intervenir el mismo estorbo” (edición
de 1781, página 324).
Cuenta luego Feijoo la historia del brucolaco
de Mícono referida por Pitton de Tournefort y recogida por Calmet,
copia las distinciones que entre vampiros, brucolacos y
excomulgados ortodoxos traza el benedictino francés, y pasa, ya al
final de su carta, a formular su opinión personal acerca del
asunto. Salta a la vista que el padre Calmet no desconfía de la
posibilidad de que los vampiros existan, y hasta se diría que le
parece excitante el hecho de que puedan existir. Para el
racionalista Feijoo, sin embargo, siempre más enconado que el
francés con todo aquello que suponga superstición o disparate, el
acervo de historias vampíricas que se narran en Hungría, Moravia,
Silesia, Polonia, Grecia y las islas del Egeo no son más que burdas
patrañas para consumo de ignorantes. El vampirismo, para el fraile
gallego, no es sólo efecto de la ilusión, sino también del engaño.
Ello conduce a Feijoo a considerar el hecho de la mentira social
con no poca profundidad en unos luminosos párrafos de su carta que
no tienen desperdicio: “Ya en otras partes he advertido que, siendo
tan común la inclinación de los hombres a la mentira que dio motivo
al santo rey David para proferir la sentencia de que todo hombre es
mentiroso, omnis homo mendax, esa inclinación es mucho más fuerte
respecto de aquellas mentiras en que se fingen cosas prodigiosas y
preternaturales, porque hay en esas narraciones cierto deleite que
incita a la ficción más que en las comunes y regulares. Aun sujetos
que en éstas son bastantemente veraces, ya por el placer de ser
oídos de los circunstantes con una especie de admiración y asombro,
ya por la vanidad de que en alguna manera los particulariza y eleva
sobre los demás haberlos el Cielo escogido para testigos de cosas
que están fuera del curso regular de la naturaleza, caen en la
tentación de mentir en éstas, aunque veraces en las de la clase
común y trivial” (ibidem, páginas 333-334).
Y Fray Benito concluye, haciendo gala de un
recio y estupendo humor hispánico: “Entre estos aterrados con esas
vanas imaginaciones, habrá algunos a quienes el continuo pavor vaya
debilitando y consumiendo hasta hacerlos enfermar y morir, y éstos
serán aquellos de quienes se dice que los vampiros les chupan la
sangre. Tal vez el vampiro que se sienta a la mesa donde hay
convite será un tunante que, sabiendo las simplezas de aquella
gente, en el arbitrio de fingirse vampiro halla un medio admirable
para meter gorra” (ibidem, página 335).
En sus últimas consideraciones, Feijoo compara
el caso del vampirismo al de la brujería y hechicería de los siglos
anteriores, en los que todo el mundo veía un hechicero en su vecino
y una bruja en aquella mujer que despertaba su deseo. En eso, como
en tantas cosas, muestra Feijoo su mejor máscara progresista, lo
que no deja de tener valor en una España como la que le tocó vivir.
Lástima, sin embargo, que la ignorancia del entorno radicalizara su
rechazo del mito fantástico inaugurado por Dom Augustin Calmet en
su Traité de 1751, uno de los mitos que hoy, en nuestro siglo XXI,
goza de mejor salud literaria y mayor atractivo popular: el
vampirismo.
LUIS
ALBERTO DE
CUENCA
Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo
(CSIC)
Prefacio
CADA
SIGLO, CADA NACIÓN, cada país tiene sus prevenciones, sus
enfermedades, sus modas, sus inclinaciones que los caracterizan, y
que pasan y se suceden las unas a las otras; a menudo lo que ha
parecido admirable en un tiempo, se convierte en lamentable y
ridículo en otro. Se han visto siglos en los que todo giraba en
torno de ciertas devociones, ciertos géneros de estudios, ciertos
ejercicios. Se sabe que durante más de un siglo el gusto dominante
en Europa era el viaje a Jerusalén. Reyes, príncipes, señores,
obispos, eclesiásticos, religiosos, todos en masa allí acudían. Los
peregrinajes a Roma han sido muy frecuentes y muy famosos en otro
tiempo. Todo esto ha pasado. Se han visto provincias inundadas de
flagelantes, y de ello no han sobrevivido más que las cofradías de
penitentes que subsisten en algunos lugares.
Nosotros hemos visto en estas regiones
saltarines y danzantes, que a cada instante saltaban y danzaban en
las calles, en las plazas y hasta en las iglesias. Los
convulsionarios de nuestros días parecen haberlos hecho revivir: la
posteridad se sorprenderá, como nosotros nos burlamos hoy. Al fin
del siglo XVI y al comienzo del XVII no se hablaba en Lorena más
que de brujos y de brujas. Desde hace mucho tiempo ya no se hace
cuestión de ello. Cuando la filosofía del señor Descartes apareció,
¿qué boga no tuvo? Se despreciaba la antigua filosofía; no se
hablaba más que de experiencias físicas, de nuevos sistemas, de
nuevos descubrimientos. Acaba de aparecer el señor Newton: todos
los espíritus se han vuelto de su lado. El sistema del señor Law,
los billetes de banco, los furores de la calle Quinquampoix, ¿qué
movimientos no han causado en el reino? Una especie de convulsión
se había apoderado de los franceses.
En este siglo, desde hace alrededor de unos
sesenta años, una nueva escena se ofrece a nuestra vida en Hungría,
Moravia, Silesia, Polonia: se ve, dicen, a hombres muertos desde
hace varios meses, que vuelven, hablan, marchan, infestan los
pueblos, maltratan a los hombres y los animales, chupan la sangre
de sus prójimos, los enferman, y, en fin, les causan la muerte: de
suerte que no se pueden librar de sus peligrosas visitas y de sus
infestaciones, más que exhumándolos, empalándolos, cortándoles la
cabeza, arrancándoles el corazón o quemándolos. Se da a estos
revinientes el nombre de upiros o vampiros, es decir, sanguijuelas,
y se cuentan de ellos particularidades tan singulares, tan
detalladas y revestidas de circunstancias tan probables, y de
informaciones tan jurídicas, que uno no puede casi rehusarse a la
creencia que tienen en esos países, de que los revinientes parecen
realmente salir de sus tumbas y producir los efectos que se les
atribuyen.
La antigüedad ciertamente no ha visto ni
conocido nada semejante. Por mucho que se recorran las historias de
los hebreos, egipcios, griegos y latinos, no se encontrará en ellas
nada que se le aproxime.
Es cierto que se observa en la historia,
aunque raramente, que algunas personas, después de haber estado
durante algún tiempo en la tumba y tenidas por muertas, han vuelto
a la vida. Se verá, incluso, que los antiguos han creído que la
magia podía dar la muerte y evocar las almas de los difuntos. Se
citan algunos pasajes que prueban que en algunos tiempos se ha
imaginado que los brujos chupaban la sangre de los hombres y de los
niños, haciéndolos morir. Se ve también en el siglo XII en
Inglaterra y en Dinamarca algunos revinientes semejantes a los de
Hungría. Pero en ninguna historia se lee nada tan común ni tan
marcado como lo que se nos cuenta de los vampiros de Polonia, de
Hungría y de Moravia.
La antigüedad cristiana suministra algunos
ejemplos de personas excomulgadas, que han salido manifiestamente y
a la vista de todo el mundo de sus tumbas y de las iglesias, cuando
el diácono ordenaba retirarse a los excomulgados y a los que no
comulgaban con los santos misterios. Desde hace varios siglos no se
ha vuelto a ver nada semejante, aunque no se ignora que los cuerpos
de algunos excomulgados, muertos en la excomunión y en las
censuras, están inhumados en las iglesias.
Sanguina de Goya para la
lámina 72 de “Los Desastres”.
La creencia de los nuevos griegos, que
pretenden que los cuerpos de los excomulgados no se pudran en las
tumbas, es una opinión que no tiene ningún fundamento, ni en la
antigüedad, ni en la buena teología, ni incluso en la historia.
Esta convicción parece no haber sido inventada por los nuevos
griegos cismáticos, más que para autorizarse y afirmarse en su
separación de la Iglesia Romana. La antigüedad cristiana creía, por
el contrario, que la incorruptibilidad de un cuerpo era más bien
una marca probable de la santidad de la persona, y una prueba de la
protección particular de Dios sobre un cuerpo que ha sido durante
su vida el templo del Espíritu Santo, y sobre una persona que ha
conservado en la justicia y la inocencia el carácter del
cristianismo.
Los brucolacos de Grecia y del archipiélago
son aún revinientes de una nueva especie. Apenas se persuade uno
que una nación tan espiritual como Grecia haya podido dar con una
idea tan extraordinaria como ésta. Es preciso que la ignorancia o
la prevención sean extremas entre ellos, porque no ha habido ni
eclesiástico ni ningún otro escritor, que se haya propuesto
desengañarlos en esta materia.
La imaginación de los que creen que los
muertos mastican en la tumba, y hacen un ruido más o menos
semejante al que los cerdos hacen al comer, es tan ridícula que no
merece ser seriamente refutada.
Me propongo tratar aquí el asunto de los
revinientes o vampiros de Hungría, Moravia, Silesia y Polonia, aun
con riesgo de ser criticado sea cual sea la manera en que yo me
comporte: los que los creen verdaderos me acusarán de temeridad y
de presunción, por haberlos puesto en duda, o incluso haber negado
su existencia y su realidad; los otros me echarán en cara haber
empleado el tiempo en tratar esta materia, que pasa por frívola e
inútil en el espíritu de muchas gentes de buen sentido. De
cualquier manera que se piense, yo me sentiré satisfecho de haber
profundizado una cuestión que me ha parecido importante para la
religión: pues si el retorno de los vampiros es real, importa
defenderlo y probarlo; y si es ilusorio, es por tanto de interés de
la religión desengañar a los que los creen verdaderos, y destruir
un error que puede tener muy peligrosas consecuencias.
1
La resurrección de un muerto es obra únicamente de Dios
DESPUÉS DE HABER TRATADO en una disertación
particular el asunto de las apariciones de los ángeles, de los
demonios y de las almas separadas del cuerpo[1], la conexión de la
materia me invita a hablar también de los revinientes, de los
excomulgados que la tierra expulsa, según dicen, de su seno, de los
vampiros de Hungría, de Silesia, de Bohemia, de Moravia y de
Polonia, y de los brucolacos de Grecia. Referiré primero lo que de
ellos se ha dicho y escrito; después sacaré algunas consecuencias,
y alegaré las razones que se pueden dar a favor y en contra de su
existencia y de su realidad.
Los revinientes de Hungría, o vampiros, que
son el principal objeto de esta disertación, son unos hombres
muertos desde hace un tiempo considerable, más o menos largo, que
salen de sus tumbas y vienen a inquietar a los vivos, les chupan la
sangre, se les aparecen, provocan estrépito en sus puertas y en sus
casas, y, en fin, a menudo les causan la muerte. Se les da el
nombre de vampiros o de upiros, que significa en eslavo, según
dicen, sanguijuela. Uno no se libra de sus infestaciones más que
desenterrándolos, cortándoles la cabeza, empalándolos, o
quemándolos, o traspasándoles el corazón.
Se han propuesto varios sistemas para explicar
el retorno y las apariciones de los vampiros. Algunos las han
negado y rechazado como quiméricas, como un efecto de la prevención
y de la ignorancia del pueblo de esos países en los que dicen que
se aparecen.
Otros han creído que esas gentes no estaban
realmente muertas, sino que habían sido enterradas vivas, y que
volvían por sí mismas, naturalmente, y salían de sus tumbas.
Otros creen que esas gentes están realmente
muertas del todo; pero que Dios, por un permiso o un mandato
particular, les permite o les ordena regresar y volver a tomar por
un tiempo su propio cuerpo; pues, cuando las desentierran, sus
cuerpos están enteros, su sangre bermeja y fluida, y sus miembros
flexibles y manejables.
Otros sostienen que es el demonio el que hace
aparecer estos revinientes, y que hace por medio de ellos todo el
mal que causan a los hombres y a los animales.
En el supuesto de que los vampiros resuciten
verdaderamente, se puede formar al respecto una infinidad de
dificultades. ¿Cómo se hace esta resurrección? ¿Se hace por las
fuerzas del reviniente, por el retorno de su alma a su cuerpo? ¿Es
un ángel o un demonio el que lo reanima? ¿Es por orden o permiso de
Dios que resucita? Esta resurrección ¿es voluntaria de su parte y
de su elección? ¿Es para mucho tiempo, como la de las personas a
que Jesucristo ha vuelto a la vida, o la de las personas
resucitadas por los profetas y por los apóstoles? ¿O es solamente
momentánea y por pocos días o por pocas horas, como la resurrección
que S. Estanislao operó en el señor que le había vendido un campo,
o aquella de que se habla en la vida de S. Macario y de S.
Espiridión, que hicieron hablar a unos muertos simplemente para que
diesen testimonio de la verdad, y después los dejaron dormir en
paz, a la espera del día del juicio final?
Desde el comienzo pongo por principio
indubitable que la resurrección de un muerto verdaderamente muerto
es efecto de la sola potencia de Dios. Ningún hombre puede ni
resucitarse, ni devolver la vida a otro hombre, sin un visible
milagro.
Jesucristo ha resucitado, como lo había
prometido: lo ha hecho por su propia virtud; lo ha hecho con
circunstancias completamente milagrosas. Si hubiese resucitado en
seguida de que fue bajado de la cruz, habría podido creerse que no
había muerto del todo, que quedaban todavía en él gérmenes de vida,
que se hubiesen podido despertar, reanimándolo o dándole cordiales
o cualquier cosa capaz de hacerle volver el espíritu.
Pero no resucita sino al tercer día. Por así
decir, había sido muerto incluso después de su muerte, por la
abertura que se le hizo en un costado con una lanza, que le
atravesó hasta el corazón, y que le habría causado la muerte, si no
hubiese estado para entonces fuera de poder recibirla.
Cuando resucitó a Lázaro[2], esperó a que hubiese
pasado cuatro días en la tumba, y que comenzase a corromperse, lo
que es la más segura marca de que un hombre está realmente difunto,
sin esperanza de volver a la vida si no es de forma
sobrenatural.
La resurrección que Job esperaba tan
firmemente[3]; y la del hombre que
resucitó al tocar el cuerpo del profeta Eliseo en su
tumba[4]; y el hijo de la viuda de
Sunam, al que el mismo Eliseo devolvió la vida[5]; el ejército de
esqueletos, de que Ezequiel predijo la resurrección[6], y que vio en espíritu
realizarse a sus ojos, como un símbolo y un testimonio del regreso
de los hebreos de la cautividad de Babilonia; en fin, todas las
resurrecciones relatadas en los libros sagrados del Antiguo y del
Nuevo Testamento, son efectos manifiestamente milagrosos y
atribuidos a la sola omnipotencia de Dios. Ni los ángeles, ni los
demonios, ni los hombres más santos y más favorecidos por Dios,
podrían por sus propios medios devolver la vida a un hombre
realmente muerto. No pueden hacerlo más que por la virtud de Dios,
que, cuando lo juzga a propósito, es dueño de acordar esta gracia a
sus oraciones y a su intersección.
2
Resurrecciones de gentes que no estaban verdaderamente muertas
LAS
RESURRECCIONES de algunas personas dadas por muertas, y que
no lo estaban, sino simplemente dormidas o sumidas en un estado
letárgico; y de las tenidas por muertas, habiéndose ahogado, y que
se han reanimado por los cuidados que se han tomado, por los
remedios que se les han dado, o por la habilidad de los médicos;
este tipo de personas no deben pasar por verdaderamente
resucitados: no estaban muertos, o no lo estaban más que en
apariencia.
Nos proponemos hablar aquí de otro tipo de
resucitados, que llevaban enterrados algunas veces desde hacía
varios meses, o incluso desde hacía varios años; que deberían
haberse ahogado en la tumba, en el supuesto de que hubiesen sido
enterrados vivos; y en los que se encuentran todavía signos de
vida, la sangre líquida, las carnes enteras, bermejas y de buen
color, los miembros flexibles y manejables. Estas gentes que
vuelven al día o a la noche, perturban a los vivos, les chupan la
sangre, los matan, se aparecen con sus vestidos a sus familias, se
sientan a la mesa, y hacen mil otras cosas, después de las cuales
regresan a sus tumbas, sin que se vea cómo han vuelto a entrar. Son
una especie de resurrecciones momentáneas; pues, mientras que los
muertos de que habla la Escritura han vivido, bebido, comido y
conversado con los demás hombres después de su resurrección, como
Lázaro, el hermano de María y de Marta[7], y el hijo de la viuda de
Sunam resucitado por Eliseo[8], estos otros no aparecen
más que durante cierto tiempo, en ciertas regiones, en ciertas
circunstancias, y no se vuelven a aparecer una vez que se les ha
empalado o quemado, o que se les ha cortado la cabeza.
Si esta última especie de resucitados no
estuviesen realmente muertos, no habría de maravilloso en su
retorno al mundo más que la manera como se hace, y las
circunstancias que lo acompañan. Estos revinientes ¿se despiertan
simplemente de su sueño, o recobran el sentido, como los que han
sufrido un síncope o un desfallecimiento, y que al cabo de un
cierto tiempo vuelven naturalmente en sí, cuando la sangre y la
sensibilidad han vuelto a seguir su curso y su movimiento
natural?
Pero ¿cómo salir de sus tumbas sin abrir la
tierra, y cómo volver a entrar sin que se note? ¿Se han visto
letargos, pasmos o síncopes que duren años enteros? Si se pretende
que sean verdaderas resurrecciones, ¿se han visto muertos que se
resuciten a sí mismos y por sus propios medios?
Si no han resucitado por sí mismos, ¿es por
virtud de Dios que han salido de sus tumbas? ¿Qué prueba hay de que
Dios se haya mezclado en ello? ¿Cuál es el objeto de esas
resurrecciones? ¿Se hacen para manifestar las obras de Dios en los
vampiros? ¿Qué gloria le viene de ello a la divinidad?
Si no es Dios quien los saca de sus tumbas,
¿es un ángel, es un demonio, es su propia alma? ¿El alma separada
del cuerpo puede volver a entrar en él cuando lo quiera, y darle
una nueva vida, aunque sólo sea por un cuarto de hora? ¿Pueden un
ángel o un demonio devolverle la vida a un muerto? No sin duda, sin
orden, o por lo menos sin el permiso de Dios. En otro lugar hemos
examinado esta cuestión del poder natural de los ángeles y de los
demonios sobre los cuerpos humanos, y hemos visto que ni la
revelación ni la razón nos dan ninguna luz cierta sobre el
asunto[9].
3
Resurrección de un hombre enterrado hacía tres años, resucitado por
San Estanislao
TODAS
LAS VIDAS de santos están llenas de resurrecciones de
muertos, con las que se podrían componer gruesos volúmenes.
Estas resurrecciones tienen una relación
manifiesta con la materia que aquí tratamos, porque se trata de
personas muertas, o tenidas por tales, que se aparecen en cuerpo y
en alma a los vivos, y que viven después de la resurrección. Me
contentaré con referir la historia de san Estanislao obispo de
Cracovia, que resucitó a un hombre muerto desde hacía tres años,
con circunstancias tan singulares y de una manera tan pública que
la cosa está por encima de la más severa crítica; si es verdadera,
debe ser considerada como uno de los más insignes milagros que se
leen en la historia. Se alega que la vida del santo fue escrita en
el tiempo de su martirio[10], o poco tiempo después,
por diferentes autores exactamente informados; pues el martirio del
santo, y sobre todo la resurrección del muerto de que vamos a
hablar, han sido vistos y conocidos por una infinidad de personas,
por toda la corte del rey Boleslao; y este acontecimiento habiendo
tenido lugar en Polonia, donde los vampiros son frecuentes todavía
hoy, concierne por este respecto más particularmente al asunto de
que tratamos.
El obispo san Estanislao, habiendo comprado a
un gentilhombre llamado Pedro una tierra situada sobre el Vístula,
en el territorio de Lublin, en provecho de su iglesia de Cracovia,
le pagó el precio al vendedor en presencia de testigos y con las
solemnidades requeridas en el país, pero sin escrituras; pues
entonces no se escrituraban sino muy raramente en Polonia estas
compraventas, sino que se contentaban con testigos. Estanislao tomó
posesión de esta tierra por la autoridad del rey, y su iglesia gozó
apaciblemente de ella alrededor de tres años.
En el intervalo murió Pedro, el que la había
vendido. El rey de Polonia Boleslao, que había concebido un odio
implacable contra el santo obispo, que le había reprendido
libremente sus excesos, buscando la ocasión de hacerle daño, incitó
a los tres hijos y herederos de Pedro para que reclamasen la tierra
que su padre había vendido, so pretexto de que no había sido
pagada; les prometió apoyar su demanda, y hacer que recobrasen la
tierra. Estos tres gentilhombres, en consecuencia, citaron al
obispo en presencia del rey, que estaba entonces en Solec ocupado
en impartir justicia en su tienda de campaña, según las antiguas
costumbres del país, durante la asamblea general de la nación. Se
citó al obispo delante del rey, y sostuvo que había comprado y
pagado la tierra en disputa. Los testigos no se atrevieron a dar
testimonio de la verdad. El lugar en que se celebraba la asamblea
estaba muy cerca de Pietravin, que era el nombre de la tierra en
discusión. El día comenzaba a ponerse, y el obispo corría gran
riesgo de ser condenado por el rey y sus consejeros. De repente,
como inspirado por el espíritu divino, prometió al rey llevarle en
tres días a Pedro, su vendedor; la condición fue aceptada con
burlas, como imposible de ejecutar.
El santo obispo se vuelve a Pietravin, donde
permanece en oración y ayuno con los suyos durante los tres días.
El tercero marcha en hábitos pontificales, acompañado del clero y
de una multitud del pueblo, a la tumba de Pedro, hace levantar la
lápida y cavar hasta que se encontró el cadáver del muerto
descarnado ya y corrompido. El santo le ordena salir, para ir a dar
testimonio de la verdad ante el tribunal del rey. Se levanta; se le
cubre con un manto; el santo lo coge de la mano y lo lleva vivo a
los pies del rey. Nadie tuvo la osadía de interrogarlo; pero él
tomó la palabra, y declaró que había vendido de buena fe la tierra
al prelado, y que había recibido el precio de ella; después de lo
cual reprendió severamente a sus hijos, que habían acusado tan
maliciosamente al santo obispo.
Estanislao le preguntó si deseaba permanecer
en vida para hacer penitencia; él se lo agradeció, pero dijo que no
quería exponerse de nuevo al riesgo de pecar. Estanislao lo condujo
de nuevo a la tumba, habiendo llegado a la cual, se durmió de nuevo
en el Señor. Se puede juzgar que una escena semejante tuvo
infinidad de testigos, y que toda Polonia fue informada de ello al
instante. El rey se irritó todavía más contra el santo. Lo mató
algún tiempo después con su propia mano, cuando salía del altar, e
hizo cortar su cuerpo en 72 partes, a fin de que no pudiesen
reunirlas para darles el culto que les era debido, como al cuerpo
de un mártir de la verdad y de la libertad pastoral.
Venimos ahora a lo que constituye la principal
materia de estas investigaciones, que son los vampiros o
revinientes de Hungría y de Moravia, y otros semejantes, que se
aparecen solamente por poco tiempo en sus cuerpos naturales.