La doncella soldado
Raelana Dsagan
Hablar… Decir la verdad, por una vez… Debo daros las gracias por haberme dejado traspasar las puertas del convento, señor fraile… Padre… ¿Hermano? Hace mucho que nadie me oye en confesión, no sé cómo debo llamaros. Los muros son muy altos, me siento extraña entre estas paredes, tan distintas a los cuarteles donde ha transcurrido gran parte de mi vida. Porque es lo que he sido todo este tiempo: un hombre de armas. Mentira tras mentira, sangre tras sangre. Este lugar está lleno de fantasmas vestidos de blanco. Es tan extraño el silencio. Me hace estremecer. He participado en tantas batallas que hace tiempo que dejé de contarlas, lo que más recuerdo de ellas era el ruido, estridente, ensordecedor, pero me sentía… segura.
El silencio en cambio me da más miedo, porque se oye mi voz más clara, no hay nada donde ocultarse. Estaba segura en medio de las mentiras y ahora a mi alrededor sólo hay silencio y verdad. Son ropajes incómodos para mí, como lo sería para vos si os quitáis esos hábitos blancos. No creáis que he olvidado quién soy, padre, no lo he hecho. Lo tengo muy presente. Soy mujer, a pesar del yelmo y las armas. Lo oculto, me hago pasar por un hombre, pero sé lo que soy. La mentira sólo hace que me sienta más segura, porque puedo controlarla. La verdad sólo me ha traído problemas. Una y otra vez.
La primera mentira se la dije a mis padres, cuando apenas había dejado de ser una niña. A veces pienso que las cosas podrían haber sido de otra manera si me hubiera atrevido a decirles la verdad. Si les hubiera hablado de Él… Hace ya tanto tiempo, he olvidado tantas cosas, sin embargo recuerdo cada momento, cada instante que pasé con Él, como si lo llevara grabado a fuego en mi cabeza, como si hubiera ocurrido ayer, como si yo fuera todavía aquella jovencita que paseaba por las calles de Almería, esperando cruzármelo en cualquier esquina. A veces no nos encontrábamos, otras sí. Sonreía. Siempre rodeado de amigos, nos mirábamos sin decir nada. No podíamos. Él venía de Granada a visitar a unos parientes. Yo, en aquel entonces, era Victoria Acevedo, la hija de don Antonio, demasiado importante para mezclarme con cualquiera.
A Él no podía mirarlo por encima del hombro, era tan de buena familia como lo era yo. Habría sido el hombre ideal si nuestros parientes no hubieran estado enemistados desde hacía años. Como en uno de los romances que cantaban en las fiestas, romances en los que los amantes terminaban muriendo juntos para que no los separaran, incapaces de renunciar al amor.
Nunca estuve dispuesta a eso. Amaba y era correspondida, no podía pensar en morir, ni en renunciar a toda una vida juntos. Era una niña caprichosa acostumbrada a tener todo lo que se me antojara. Y sólo lo quería a Él. ¿Puede usted entenderlo, padre? Qué lejano me parece todo ahora. Sin embargo no soy capaz de olvidarlo. Mi primer error, mi primera mentira. ¿Me arrepiento? Supongo que sí, por eso estoy aquí.
Quería contárselo a mis padres, pero no sabía cómo hacerlo. Nunca supe cual era la disputa que separaba a nuestras familias, alguna rivalidad transmitida de padres a hijos, cuyo origen se había perdido. O puede que en aquel entonces lo supiera y ahora no lo recuerde. Almería está tan lejos. A las gentes las recuerdo desvaídas, como si nunca hubieran sido del todo reales. Sé que a muchos no los reconocería si los volviera a ver ahora. A Él sí. Él permanece nítido, como si sólo hiciera unas horas que nos hubiésemos separado.
Y hace tanto tiempo.
Los recuerdos vuelven en oleadas. Unas duelen, pero otras son dulces. Nunca había contado nada de todo esto, perdone si sonrío al recordarlo, padre. No debería sonreír, pero no puedo evitarlo. Aquella fue mi juventud. Mi ilusión. Lo que perdí hace ya demasiado tiempo. Ahora veo que éramos dos niños y no sé cómo pudimos engañar a todos los que nos rodeaban.
Nunca nos hablábamos. Nos mirábamos a lo lejos y, si nos cruzábamos, desviábamos la mirada o levantábamos la cabeza en un gesto altivo de rechazo, aunque los dos sabíamos que ese gesto no era real. Seguíamos nuestro camino y entonces yo volvía la cabeza y lo encontraba siempre sonriendo. Le devolvía la sonrisa. Me avergonzaba entonces y escondía el rostro detrás del abanico, antes de darme la vuelta. Hace años que no cojo un abanico… creo que ya no recuerdo cómo sostenerlo; mis manos se han acostumbrado demasiado a las armas.
Él tenía unos ojos grandes y oscuros, con largas pestañas que te atrapaban dentro de ellos. Yo entonces era una jovencita alta y espigada, de risa franca y ruidosa por la que mi madre siempre me regañaba. «Las damas no se ríen así», me decía. Si me viera ahora… pobre mamá. No se enteró de nada, no veía cómo nos cruzábamos a la salida de misa, ni cómo nos mirábamos en la plaza, no supo que nos encontramos una vez, al azar, durante una feria…
No.
Es otra mentira. Estoy tan acostumbrada a ellas que ya salen solas. Lo siento, padre. No es la verdad. Voy a contarle la verdad.
No fue al azar. Nunca me ha gustado dejar las cosas al azar. La fortuna es caprichosa y muchas veces se complace en poner trabas a nuestros deseos, siempre he preferido darle un pequeño empujón para que se realicen. Después de todo, tampoco es malo buscar a alguien con la mirada, ni descubrirlo a lo lejos, riendo con sus primos. ¿No cree, señor fraile? No era malo caminar detrás de él, aparentando pasear de forma casual por la feria. Separarme un momento de mis acompañantes, cuando los notaba distraídos. ¿Le escandalizo, padre? No es así como se comporta una dama. No lo era, sólo era una niña enamorada que estaba jugando sin saber lo que hacía. Quería acercarme a Él lo suficiente para que me dedicara una de sus sonrisas, pero no lo bastante para que nadie se alarmara y viniera a regañarme. Quería girarme y que Él me siguiera. Eso hice.
Estaba tan nerviosa. Temía que no acudiera. No debía hacerlo, en realidad. Yo era Victoria Acevedo y ese apellido se interponía entre los dos como un alambre de espinos, aunque a nosotros no nos importara. Subí hasta la ermita, deteniéndome para recoger flores mientras reprimía el deseo de mirar atrás. Menos mal que no lo hice, porque Él no me seguía. Había adivinado mis intenciones y ya estaba en la puerta de la ermita, jadeando por la carrera que había dado para llegar antes que yo, con el sombrero dando vueltas en sus manos. ¡Tan nervioso!
Los días de juventud nunca vuelven, padre, pero mientras duran ¡son tan bellos!
Recuerdo que no me dijo nada, no entró en la ermita sino que se alejó hacia la parte de atrás. Fui yo la que lo seguí. Allí hablamos por primera vez, la primera de muchas veces. Nos veíamos a escondidas, nos jurábamos amor eterno, nos escribíamos largas cartas cuando Él marchó de vuelta a Granada. Era emocionante y secreto, nadie sospechaba nada y yo podía soñar con Él convencida de que me amaba mientras pensaba en la forma de convencer a mis padres para que nos permitieran casarnos.
Estaba decidida a que no me pasara como en los romances, no iba a morir por amor. Sería feliz.
Hay muchas formas de morir, señor fraile, a lo largo de todos estos años he visto morir bajo mi mano a muchos hombres y, a veces, me he preguntado si con cada hombre que he matado no me estaba hiriendo también un poco a mí misma. Cada muerte que llevo a cuestas es una cicatriz, que duele, que palpita y me recuerda todo el mal que he hecho.
Sin embargo, al principio no fue así. De mi esposo no guardo heridas, fue sólo una sombra. Y fue la primera persona que vi morir y, mientras sucedía, yo sentía que cada gota de su sangre era una gota que rompía mis cadenas y me daba la libertad. La mentira. Las dos iban de la mano.
No recuerdo a mi esposo. Es como si su imagen hubiera estado dibujada en agua y, ya antes de conocerlo, hubiera empezado a desdibujarse, a convertirse en una sombra indefinida. Era un hombre maduro, agradable, de buena posición y amigo de mi padre. Me amaba, sus gestos me lo decían tanto como sus palabras. A nadie le importó que yo no lo amara a él. Tenía que callar y obedecer. Aunque mis labios estuvieran prietos, aunque llorara. Callar y obedecer, como una buena hija. Mis padres no sabían nada de Él y yo no encontraba la forma de contárselo. La verdad siempre me ha esquivado, aunque a veces pienso que no hubiera cambiado nada. Lo cierto es que la sangre siempre ha sido más fácil que la verdad.
Escribí una carta y se la envié con un mensajero. Él estaba en Granada y yo quería que viniera a buscarme, que me salvara de ese matrimonio que no deseaba. Quería un héroe valiente y esperaba que Él lo fuera, pero pasaron los días y no había respuestas a mi carta. No vino a buscarme, a cada día que pasaba me sentía más abandonada y, al final, fue como si me hubieran golpeado muy fuerte. Comprendí que no vendría, no le importaba. Había estado usando todos los pretextos que se me ocurrían para evitar el matrimonio, mi padre se impacientaba. Si Él hubiera aparecido nos habríamos fugado. Mi vida habría sido distinta, habría seguido siendo Victoria.
Pero no vino. Comprenderlo fue un golpe tan intenso que no pude seguir resistiendo más. Mi esposo quería casarse, mi padre me presionaba y yo era joven y lloraba demasiado, pero las lágrimas no servían de nada. Eran de verdad y sólo las mentiras funcionan.
En aquel entonces no lo sabía. Me agarraba a las lágrimas. Pensaba que mi padre se ablandaría, que mi madre suplicaría por mí. No ocurrió de esa forma, me hablaron de lo que me convenía, de lo que tenía que hacer. Me hicieron un vestido nuevo, lleno de encajes, el último vestido de mujer que me puse, aunque entonces no lo sabía. El día de la boda mi esposo tenía las manos sudorosas, es lo que recuerdo de él. No podía dejar de mirarle las manos, imaginando que me acariciaban. Tan distintas a las manos de Él. No podía dejar que me tocara.
No recuerdo su rostro y, sin embargo, sí recuerdo sus manos. ¿No es extraño, padre? No, no estoy llorando, son sólo recuerdos. ¿Entiende lo que es una mujer? Un objeto que es entregado al mejor postor, cuya opinión no importa, cuyos deseos no se tienen en cuenta. Me habían vendido como si fuera un caballo a un hombre al que no le importaba que yo no le amara.
Fue entonces cuando le odié, cuando me tragué las lágrimas y levanté la cabeza, altiva. La rabia estaba dentro de mi garganta, porque ya no eran lágrimas, era rabia. Hubiera podido morderle, pero me contuve. Me dijeron que parecía un cadáver el día de mi boda. Tan pálida, con las ojeras tan profundas, pero ni una lágrima cruzó mi rostro ese día. Mi esposo no las merecía.
La fiesta duró hasta bien entrada la noche, aunque yo apenas pronuncié una palabra. Me negué a bailar, no quise comer, tampoco escuché nada de lo que me decían. Era como si en vez del sacramento del matrimonio hubiera recibido la extremaunción y estuviera muerta. Sentía que yo ya no era yo. Era otra, una sombra, la sombra de un hombre al que no soportaba.
Era caprichosa, lo sé. Todo tenía que hacerse según mis deseos o me enrabietaba hasta que los conseguía. Mis padres lo sabían y no me hicieron caso, pensaban que me resignaría al destino que habían elegido para mí.
No podía hacer otra cosa que resignarme.
Cuando estuve a solas, preparándome para la noche de bodas, las lágrimas pugnaron por volver a salir. Me las tragué, por supuesto, como había estado haciendo todo el día, me las tragaría aunque terminara estallando por dentro, no me importaba. Entonces entró mi doncella y me trajo la esperanza, la ilusión de nuevo. Él estaba allí. Había regresado. No había recibido mi carta, no sabía nada de mi matrimonio, todo había sido una sorpresa para él. Mi corazón empezó a latir apresuradamente. Sabía lo que quería y sabía lo que odiaba. Sabía lo que tenía que hacer. Entonces todo fueron prisas y decisión. Nunca he carecido de decisión, señor fraile, ya lo habéis visto, ni para decidir mi destino ni para aporrear las puertas de vuestro convento. Al final siempre consigo lo que quiero, aunque más tarde lo lamente. Me habéis dejado pasar y me estáis escuchando.
Dicen que siempre se recuerda al primer hombre que matas y, sin embargo, yo no consigo recordar su rostro. Recuerdo su cuerpo: grande, pesado, olía a vino, a perfume rancio, a sudor. Sus manos eran pegajosas, me acariciaron y yo no lo detuve. No importaba. Sólo fue un momento. Llevaba el puñal escondido, no se dio cuenta hasta que se lo clavé en el corazón. Entonces abrió los ojos, sorprendido. Se llevó las manos pegajosas a la herida. Cayó al suelo, de espaldas. No fue capaz de decir nada.
Lo contemplé mientras estuvo vivo, mientras extendía las manos, mientras se retorcía, mientras me miraba con los ojos muy abiertos. Fue tan fácil. Creo que en ese momento no era completamente consciente de lo que estaba haciendo.
No, padre, no intento justificarme. Quería matarlo. Lo odiaba. Odiaba a mi esposo incluso más de lo que lo amaba a Él. Su regreso sólo me había dado las fuerzas que me faltaban, la ilusión por un futuro que ya creía perdido, pero el deseo de matar era mío. Siempre ha sido mío. Yo tomé las decisiones, yo cometí los errores. Y todo empezó ahí, en ese momento, delante del cadáver de mi esposo.
Fue entonces cuando comenzó la mentira, la gran mentira. Cuando me vestí con las ropas de mi esposo, cuando tuve entre mis manos por primera vez un arma, cuando me ceñí las pistolas al cinto. Me miré al espejo y no me reconocí. No parecía un hombre. Podría pasar por un muchacho, un chico muy joven, pero no un hombre. Oculté mis manos bajo los guantes, demasiado pequeñas, manos de mujer. No sería por mucho tiempo, pensaba. Me encontraría con Él. Huiríamos. Nos casaríamos. Todos mis sueños se harían realidad. Aquel disfraz era sólo algo temporal, para poder escapar.
Pero al mirarme al espejo pensé también que allí estaba el héroe que me había liberado, delante de mí. Y me sentí segura, poderosa, dueña de mi destino por primera vez en mi vida. Sin necesidad de llorar y suplicar. Era una mentira, pero también era yo misma. Tuve que matar a mi marido para serlo.
Veo que os horrorizo, señor fraile, y apenas he empezado. No hay final feliz en esta historia. Si lo hubiera no estaría aquí, lamentándome por mis errores. Me reuní con Él esa misma noche y le conté lo que había hecho. Le dije que lo había hecho por él, para que estuviéramos juntos. Era mentira. Lo había hecho por mí. Yo sería feliz estando a su lado y había hecho lo necesario para conseguirlo.
Decidimos huir de Almería, pero la fortuna fue traicionera y no estuvo de nuestro lado. Nos encontramos con la ronda, quienes nos dieron el alto. Ya habían descubierto el crimen y nos buscaban. Él se puso delante de mí y me indicó que huyera. Obedecí. Tenía miedo y pensé que Él pronto me seguiría. No me fue difícil echar a correr y ocultarme en las sombras, conocía bien los callejones de la ciudad. Él no tuvo suerte y fue atrapado. Confesó el crimen, mi crimen, deseando protegerme. Le creyeron. Nadie pensaba que podría haberlo hecho yo misma, que yo fuera capaz de odiar tanto, que mis pequeñas manos tuvieran fuerza para empuñar el arma. Fueron momentos desesperados y a punto estuve de entregarme, o de desafiarles a todos. Correr hacia la prisión gritando que nos encerraran juntos, que muriéramos juntos como en un romance.
En el fondo no quería morir, había una parte de mí, una parte muy pequeña, que me decía que se me ocurriría algo, que en algún momento encontraría una esperanza. Hice lo que Él me había dicho, ponerme a salvo, alejarme de Almería. Me dije a mí misma que era cobarde, que había dejado en la ciudad todo lo que me importaba: mi familia, mi nombre, mi corazón. Había dejado algo más: la verdad. Ahora el que recorría los caminos era un joven desconsolado de profundas ojeras, un joven sin nombre, sin familia, sin corazón… No podía hacer nada por Él. No quería entregarme tampoco. No quería llorar, me había prometido a mí misma no volver a llorar, pero me costaba mucho no hacerlo.
La sangre vino a rescatarme cuando más desesperada estaba. La sangre de miles de crímenes que cometí, de muchos hombres que maté. En el camino encontré a un grupo de bandoleros, a los que les llamaron la atención las ricas ropas que habían sido de mi marido. Les dije que las había robado y les pedí que me dejaran unirme a ellos. Les dije que era joven, que estaba solo, que ya había matado. Eso era verdad, la única verdad. Dicen que se puede leer en los ojos si has matado a un hombre, que miras de otra manera. Había jóvenes allí que no habían matado a nadie, que desviaban la vista cuando las balas atravesaban un cuerpo, cuando les salpicaba la sangre. Yo no. Yo siempre miraba, intentando recordar el rostro de mi esposo en cada cadáver que veía, pensando que era a él a quien atacaba cada vez que moría a mis manos un desconocido. Dejando que saliera toda la rabia, hasta que al final todos me tenían miedo.
Me sentía bien, estaba viva, los bandoleros me escuchaban cuando les proponía algo. Algunos me tenían miedo, otros pensaban que estaba loco, que no podían fiarse de mí, que sería capaz de clavarles un puñal por la espalda por cualquier discusión absurda. No se equivocaban, intenté mantener esa imagen, era necesaria para mis planes. Por supuesto, señor fraile, tenía un plan. Yo era una niña caprichosa, a pesar de mi disfraz y de la sangre que derramaba, y el hombre al que amaba estaba encerrado en una prisión. ¿Qué cree que pensaba hacer? ¿Para qué estaba derramando toda aquella sangre? No podía asaltar la prisión yo sola, padre, no podía liberarlo sola. Un valiente héroe sí podía arrastrar al grupo de bandoleros hacia la prisión, pero para eso necesitaba su respeto.
Lo hice por Él. Y también por mí. Para que estuviéramos juntos, para que los romances absurdos donde los amantes mueren no tuvieran su reflejo en nuestra historia. Estaríamos juntos, como yo deseaba.
No me mire así, señor fraile. Es la verdad lo que le estoy contando. He matado a muchos hombres para estar junto a alguien que no era mi marido. ¿Me arrepiento? Ahora sí, ahora siento que cada crimen me pesa como una losa, que quizá mi vida habría sido distinta si hubiera tomado otras decisiones, ahora es cuando vengo a pedir perdón… pero entonces no era así, entonces cada crimen era una gota de libertad y tenerlo a Él a mi lado sería la felicidad completa. No puedo negar lo que fui, padre. Hasta ahora me ha dado miedo mirarme al espejo y ver la verdad, era más fácil vivir en la mentira, soñar en la mentira. Era mucho más seguro. Ahora tengo que aceptar lo que fui y en lo que me he convertido, ya no hay marcha atrás, sólo puedo suplicar el perdón.
¿Qué soy, padre? En realidad no estoy segura.
Recuerdo el momento en que volví a ver las calles de Almería. Regresaba a la ciudad después de mi precipitada huída y me parecía revivir aquellos instantes con cada paso que daba, buscaba cada calle que había atravesado, cada sombra en la que me había ocultado y donde ahora se escondían los bandoleros que me acompañaban. Entramos en la ciudad al atardecer, todos se escondieron en los alrededores de la prisión mientras yo me adelantaba sola y llamaba a la puerta.
Las ropas de mi esposo estaban ya algo ajadas por la vida que estaba llevando, pero aún eran lujosas y, en la oscuridad, no se notaba el deterioro. Me tomaron por un gran señor y me abrieron la puerta con respeto. Estuve a punto de soltar la carcajada, sólo me contuvo el deseo de que el asalto saliera bien y poder reencontrarme con Él de nuevo. Me llevé entonces la mano al sombrero, la señal para que los bandoleros atacaran. Fue tan fácil. Él me reconoció en cuanto me vio y tuve que hacerle señas para que no me delatara. Liberamos a todos los presos, que huyeron en distintas direcciones, pero Él se unió a nosotros y nos ayudó a quemar la cárcel. No era necesario, pero queríamos hacerlo. No se puede herir de muerte a un edificio como se hiere a un hombre pero yo sentía la necesidad de vengarme de aquellas paredes que habían tenido preso al hombre que amaba, quería ver la sangre de los muros, destruir lo que me había traído tanto dolor. El fuego, rojo y sangriento, alumbró nuestra huída. Juntos, por fin.
No nos importaba tener que escondernos entre los bandoleros, entre ellos éramos respetados, nos escuchaban. Nunca había tenido eso antes. Nunca los hombres habían seguido mis indicaciones, nunca había sido libre, tan completamente libre como en esa época. Me gustaba. No quería dejar de serlo.
Él no lo entendía. Me amaba y deseaba que yo volviera a ser la mujer que había conocido. La mujer que podía acariciar y poseer. Yo no tenía prisa, quería disfrutar de la vida de aventura que estaba viviendo, seguir manteniendo la mentira durante algún tiempo, antes de volver a ponerme vestidos y convertirme en su esposa. No quería volver a la verdad, la mentira era la que me había traído la ventura. No quería ser su amante, me negué a ello. No crea que lamentaba hacer algo que no debía, padre, había hecho tantas cosas ya. Me aterraba que nos descubrieran, que mi secreto se desvelara y perdiera todo lo que tenía. El miedo entonces parecía más importante que el amor. Y también pienso que es posible que, en una parte de mí que estaba muy oculta y que no me atrevía a confesar a mí misma, sentía que si me entregaba a él sería lo mismo que si me dejaba ver de nuevo con ropas de mujer. Dejaría de ser el héroe, de llevar las riendas de mi destino. Quería seguir viviendo mi mentira.
Pensé que Él esperaría, me lo debía por todo lo que había hecho. Tenía que tener paciencia y esperar a que yo estuviera preparada. No lo hizo. Como mi padre, como mi esposo, a pesar de mis ruegos y súplicas, de que les pedí tiempo, ninguno me escuchó. Eso era lo diferente, vestida de hombre tenía voz. Si alguien descubría que yo era una mujer harían como todos los que habían conocido mi verdad, dejaría de tener voz para ellos.
Si lo hubiera comprendido, si me hubiera esperado. Me conocía. Sabía de mi carácter colérico, de mis impulsos que no intentaba controlar. Fue la primera vez que derramé lágrimas desde hacía mucho tiempo.
Se acercó a mí una noche, no venía solo. Era uno de los bandoleros el que le acompañaba, reían, se daban golpes en la espalda, se miraban sin incluirme en la conversación. Yo estaba aparte, distante, como si hubiera algo que nos separara, algo que les impedía darme palmadas en la espalda y contarme sus chistes procaces que ya había oído miles de veces. Lo supe entonces, supe que se lo había dicho, que mi secreto ya no estaba a salvo. Lo supe antes de que él me lo dijera. Iba a ser su mujer, lo quisiera o no. Todo lo que había hecho por mí…
Quería justificarlo, decirme que era el amor el que le hacía actuar de esa forma, el amor tan grande que sentía que no le dejaba esperar. No pude, no podía dejar de pensar que sabiéndolo uno lo sabrían todos, que le había contado mi secreto, mi mentira, al hombre que lo acompañaba. Que ya nada sería como antes, que había destrozado mi vida. Mi vida y mi corazón. No hay nada peor que sentirte traicionada por la persona que más amas. Confiaba en él. Había matado por él.