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Memorias del asesino

Monster

Con banda sonora de Ismael Berdei

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Colección: Tombooktu Thriller

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Titulo: Memorias del asesino

Autores: ©2012 Monster ©2012 Ismael Berdei

Responsable editorial: Isabel López Ayllón Martínez

ISBN Papel: 978-84-9967-407-0

ISBN Digital: 978-84-9967-408-7

Fecha de publicación: Octubre 2012

Realización de e-Pub: produccioneditorial.com

Para Ismael Berdei, Rosa S. y Enrique Consuegra

A mis padres por apoyarme siempre.

A mis amiguitos (ellos saben quienés son) y en especial a Eddie allá donde esté.

A Monster por dejarme ser su partenaire literario.

Y a Mochi por su paciencia (especialmente por las noches).

Manual de instrucciones

Esto no es un libro, es una caja de sensaciones que te da la posibilidad de visualizar una historia completa en tu cabeza.

Comienza a leer y atrévete a escuchar simultáneamente su banda sonora. Se multiplicarán las sensaciones, tu mente te llevará por caminos desconocidos que creías olvidados. Serás el protagonista. El asesino se apoderará de tu mente…

Una obra escrita a cuatro manos: las de una perversa mente, la de Monster, que ideó estas memorias y a un temible asesino, Adam Fox; y las de Ismael Berdei, quien ha compuesto el escalofriante leitmotiv que acompaña a la lectura haciéndonos estremecer.

Una auténtica experiencia sensorial en la que música y texto se han servido mutuamente, como un perfecto guión para recrear el interior de la mente del asesino en serie más perspicaz y terrorífico de los últimos tiempos.

No basta con ser, hay que trascender. Y eso es lo que este libro pretende.

Accede a nuestra web y descárgate la banda sonora de Memorias del asesino en: www.tombooktu.com/memorias

Índice

Portada

Portada interior

Créditos

Dedicatoria

Manual de instrucciones

Prólogo

I. El tren

II. Espectador

III. Flota delante de mí

IV. Justicia

V. ¿Quién soy?

VI. La pipa

VII. Sin tocarte

VIII. La melodía del lago

IX. La bicicleta

X. Hormigas

XI. El latido del camaleón

XII. Garabatos

XIII. Edward Banks, abogado

XIV. El azar

XV. Un átomo de hombría

XVI. Envejecer

XVII. Gusanos

XVIII. La metamorfosis del gusano

XIX. En el agujero del miedo

XX. Una tupida cortina de sangre

XXI. Sueño con ello

XXII. Cuentos de hadas

XXIII. La caricia de seda

XXIV. El diablo en persona

XXV. Viaje a la oscuridad

XXVI. Rompecabezas

EPÍLOGO

Fragmento de Redes de pasión

Fragmento de Monólogo de un canalla

Contraportada

Prólogo

No tengo muchos recuerdos de mi infancia, solo sé que somos más vulnerables durante nuestra niñez y adolescencia, pero ¡demonios!, no me acuerdo de nada hasta los nueve años... Aquel chico me empujó sin motivo de la base de hormigón de una torreta de alta tensión, mi cara quedó como un sello de caucho al besar la tierra y sólo sentí mi amor propio herido porque aterricé frente a la chica que me gustaba. Fue mi primer trauma infantil, violencia y amor unidos de la mano. Sin embargo, no podía permitirme preocuparme del dolor físico, la presión en el pecho era producto de la emotividad que me causaba la posibilidad de hacer el ridículo al pie de aquella muchacha que a mis ojos debía de ser una faraona de nombre Rosa, creo acordarme.

Esta ingenua anécdota viene a colación porque existe una preferencia pesimista de la memoria. La emoción causada por los malos ratos y situaciones tensas tienen más peso específico que los momentos agradables y aunque la lectura siempre debe ser un motivo de satisfacción, estoy seguro de que el lector de Memorias del asesino disfrutará, a pesar del continuo desasosiego, de esta controvertida obra y no tardará en aborrecer a Adam Fox, el criminal más retorcido que jamás ha existido, hasta el momento en que lo que sintáis en realidad sea el horror de contemplar tan de cerca el lado más oscuro de un ser humano, aunque puede que tengáis suerte, una ligera brisa en su nuca puede desviarle de su atención, y es que nuestro asesino es así de imprevisible, una sola percepción reflexiva puede plantearle un pensamiento existencial y aniquilar su intención más cruel en ese instante.

Los prólogos lo suelen escribir personas con cierto bagaje literario. Pero estos autores noveles, el escritor al que llamamos Monster y el músico Ismael Berdei, pensaron que, ya que esta obra surgió de manera espontánea desde un foro de internet, concretamente en Hispasonic, un portal sobre sonido, música y tecnología, al igual que ellos, era razonable que otra persona anónima de la red, fuera quien escribiera unas líneas. Alguien por supuesto que conozca la trama, sin más condición que la de invitar a la lectura desde las emociones, y ese es mi honroso propósito, no sin antes poner de relieve que estos dos creadores han gestado una excepcional obra sin conocerse previamente y aunando esfuerzos desde la distancia, para concebir que la literatura y la música adquieran una dimensión diferente en un solo producto.

Mientras Monster se dedicaba a idear la personalidad y visión del mundo de nuestro protagonista, Ismael Berdei creaba, con una sincronía excepcional, el ambiente que reforzaba nuestra percepción, de tal manera que ambos talentos se retroalimentaban, configurando un universo en la imaginación del lector-oyente absolutamente descriptivo en el que en determinados instantes puedes tocar el horror con las yemas de los dedos, sensación que nunca se había contemplado de manera tan cercana con la lectura de un libro. La experiencia de leer con música sincronizada se la recomiendo a todo el mundo y es una posibilidad que puede tener el lector si así lo desea.

El relato nos muestra un personaje cuyos crímenes no se llevan a cabo de forma similar ni comparten ninguna característica, por lo tanto no nos encontramos ante un asesino en serie al uso. Estamos ante un engendro de la naturaleza, sin un mecanismo psíquico que le conduzca a transformarse en un homicida, simplemente, es un ser para quien la contemplación de la agonía es parte de la razón de nuestra existencia.

Y pensaba yo que no sé si sería más conveniente que escribiera el prólogo alguien con un menor grado de sensibilidad, alguien que no hubiera padecido de insomnio ante la turbación que le causaba la lectura de algunos capítulos de Memorias del asesino reforzada por la prodigiosa música ambiental. Francamente, esta obra no es para todos los públicos. Si a usted le afectan las emociones fuertes producto de la ficción, absténgase de iniciarse en este camino sobrecogedor, pero si usted es un lector con una implicación equilibrada y con ganas de sentir cosas, no se arrepentirá de conocer, desde la distancia, a Adam Fox.

Esto no es un galeato, ni intento utilizar técnicas desfasadas de marketing basadas en el morbo que le pueda causar con mis palabras. Memorias del asesino, no les voy a engañar, es un relato crudo, un viaje al horror con banda sonora incorporada en el que usted debe decidir en qué parada se apea. El tren inicia su marcha en el capítulo uno y yo decidí recorrer las veintiséis estaciones porque la historia me resultaba enormemente atractiva, me fascinaba la descripción de la maldad, incluso me sentía afortunado de estar vivo tan cerca como llegué a estar del monstruoso señor Fox.

No sé, yo voy a levantar la barrera, ya escucho cómo se aproxima la máquina infernal por las vías, allá ustedes…

Enrique Díaz

I

El tren

Tenía una hermana, Lidia, tres años menor que yo, a la que no le gustaba estar sola, y cada vez que me iba al campo a jugar solía venir conmigo. Yo me alejaba más y más, siempre un poco más lejos. Me fastidiaba su presencia y disfrutaba al verla asustada. Además, sentía una curiosa sensación en el estómago cuando la veía debatirse entre seguirme y volver sola a casa.

Recuerdo muy bien su carita miedosa, mirando adelante y atrás, imaginando cuál de las dos opciones sería la peor. Yo no le contestaba casi nunca, hasta que consideraba que ya habíamos andado lo suficiente. Entonces, cuando me volvía a preguntar hasta dónde pensaba alejarme, le decía que hasta el fin del mundo. Eso la asustaba. Era fácil hacerla llorar y verla me divertía.

Un día nos alejamos tanto que llegamos hasta la vía del tren. El cielo estaba nublado y la pequeña me miraba recelosa, pero con mi rostro, al que ya había enseñado con tanta destreza a simular falsedades, la tranquilicé haciéndole gestos de confianza. Ese día la llevé con engaños, le decía una y otra vez que sólo quería ir un poco más lejos, pero sin advertirla de la verdad.

Me gustaba buscar bichos y hacer agujeros y solía llevar una caja de cerillas y una botella de plástico vacía de algún detergente. Uno de mis pasatiempos favoritos era prenderle fuego y dejar caer ese fuego pegajoso sobre los matorrales y hormigueros del suelo en un bombardeo plástico que tardaba en apagarse.

Mientras yo encendía la botella, mi hermana solía alejarse. Le daba miedo que le cayeran gotas de plástico ardiendo, como ya había ocurrido alguna vez. Pero ese día no esperaba aburrida. Estaba curioseando, entusiasmada, entre los gruesos tornillos de los raíles. Le dije que esas vías las recorrían vagabundos que se habían hecho ricos encontrando bellos diamantes escondidos durante la guerra. Lidia rebuscaba, de espaldas a la dirección en que venían los trenes, que pasaban por allí muy de cuando en cuando.

Yo me encontraba a unos quince o veinte metros cuando escuché el ruido apagado y profundo del tren que se aproximaba. La miré, pero mi hermana seguía absorta entre los raíles sin que pareciese haberse dado cuenta del peligro que estaba corriendo.

Me quedé parado, completamente inmóvil. El ruido se hacía más estridente y las gotas de plástico encendidas seguían cayendo de la botella formando un pequeño montículo de fuego sobre el suelo que yo no veía.

Entonces apareció el tren de entre los árboles frondosos que crecían junto a la curva que había a su espalda. No dije nada, y el tren se seguía aproximando. Una extraña sensación en el estómago me impedía moverme y no podía apartar la vista de las enormes ruedas que giraban. Me parecieron tremendamente poderosas.

Cuando pasaron por encima de mi hermana no hicieron casi ningún ruido, apagado por el sonido atronador del tren que parecía ocupar un plano más elevado de la consciencia. Me aproximé y me puse en cuclillas sobre el suelo a observar en lo que se había convertido.

Así pasé mucho rato.

II

Espectador

La vida no se detiene, arrastra a su paso a los débiles y a los desafortunados y reparte placer y dolor sin justicia alguna. Y entre los espectadores, somos pocos los que tenemos plena consciencia de esta realidad, y no interferimos, sólo observamos, y dejamos nadar, a favor de la corriente, la hoja que cae.

Y quiero que esto quede claro en la voluntad de los lectores, porque pienso que la inacción no puede ser perfidia. Es aceptación de la naturaleza, un respetuoso vínculo con la realidad. Y es aquí donde quiero recordar otro de los momentos de mi infancia.

Sucedió al poco de quedarme sin mi hermana. Aunque echaba de menos mortificarla, tenía la ventaja de hacer mis caminatas solo y disponía de más tiempo para pensar. Al principio, solía llegar hasta las vías del tren donde había tenido lugar el accidente y sé que más de uno pensaba que estaba allí atormentado por el sufrimiento, cuando lo único que buscaba era esa curiosa vibración en el estómago que me producía sentarme en aquel lugar y tocar el trozo de hierro donde quedó retorcida y amorfa la figura de la que había sido mi hermana. Pero pasado un tiempo, ya no me divertía hacerlo y empecé a frecuentar el río que había en dirección oeste partiendo del camino de tierra que cruzaba el bosque. La vida y la muerte se reproducían continuamente en aquel lugar y me gustaba recoger insectos que luego echaba al agua a la espera de que algún pez viniera a devorarlos. Mientras, yo me preparaba para lanzarles piedras a aquellos depredadores. Sentía, sin duda alguna, que el único animal en el que la supremacía absoluta se había encarnado era yo mismo y me veía capaz de destruir el universo entero a pedradas si me lo hubiera propuesto.

Así somos los niños.

Pero vayamos al día del que estoy hablando, el día en que estaba junto al río, cerca de un pequeño puente de piedra de unos diez metros de longitud que lo cruzaba y se elevaba a poco más de tres o cuatro del suelo.

La cacería había sido infructuosa, pocos insectos pude recoger y menos peces aún vinieron a por ellos, así que ya me preparaba para marcharme cuando escuché lo que me parecieron unos gritos un poco más arriba.

Levanté la mirada y pude ver a lo lejos las caricaturas de unas personas que movían los brazos alarmados. Parecían pequeños espantapájaros que corrían por la orilla hacia donde yo me encontraba.

Podía verlos con dificultad, sin detalle, aún estaban a mucha distancia. Pero incluso desde allí se advertía que lo hacían sin mucha agilidad. Sus cabezas se dirigían al centro de la corriente y pude intuir cómo uno caía al suelo, porque desapareció de repente apareciendo al poco con torpeza. Era un hombre viejo, de eso estaba seguro.

Entonces comprendí por qué corrían asustados mirando al río y sentí de nuevo ese nudo en el estómago tan esquivo que me proporcionaba aquella euforia tan difícil de explicar.

Me apresuré hacia el puente y pronto pude ver lo que parecía la cabeza de alguien que se asomaba y desaparecía bajo el agua rítmicamente. Se acercaba muy rápido, mucho más que sus perseguidores. Uno de los hombres echó la rodilla en tierra sin fuerzas, desesperado, mientras la cabeza en el agua, como un corcho a la deriva, surgía de cuando en cuando por la superficie acompañada de un torpe manoteo y movimiento de brazos.

Cuando se halló más cerca pude comprobar que era una niña de unos seis o siete años. El vestido le impedía nadar y su cara de terror me pareció asombrosamente pura y reveladora. En ese rostro vi por vez primera la serenidad del horror. Porque ese rostro crispado, invadido por el pánico, me transmitía calma y quietud.

Cuando se acercó y su mirada se cruzó con la mía, un átomo de esperanza se dibujó en ella, podía leerse en sus ojos mientras miraba los míos. Pero yo hice lo que menos esperaba: sonreí.

Temblando de miedo sólo de pensar en que alguien pudiera verme, sonreí. Sonreí mientras se acercaba, sonreí mientras me miraba con horror y sonreí mientras pasaba por debajo de mí, sintiendo un potentísimo y fascinante placer sólo por el hecho de no intervenir.

Cuando pasó por debajo del puente me apresuré a ir al otro lado para ver cómo, ya casi sin fuerzas para mantenerse a flote, intentaba sacar su pequeña cabecita del agua para evitar lo inevitable.

Su cuerpo casi inerte se dejaba llevar por la corriente y recuerdo que sentí como si la poesía tomara vida y escribiera sobre el aire las obras más poderosas y efímeras que sólo yo podía apreciar.

Me di la vuelta y vi acercarse a los perseguidores. Uno de ellos era, en efecto, un hombre viejo que se aproximaba con el rostro encendido y se echaba la mano al corazón trastabillando mientras sollozaba lanzando gritos afónicos. Antes de girar mi rostro hacia él ya había transformado mi sonrisa en una mueca de estupefacción, tristeza y dolorosa confusión muy convincente. La de un niño corriente que ve una escena terrible y que sólo inspira consuelo.

Eso lo hacía muy bien.

Así era yo de niño.

III

Flota delante de mí

Teníamos unos vecinos con una hija de mi edad que era muy delgada. Tanto, que yo cerraba los ojos y me imaginaba que flotaba. Cuando me decían que vendría de visita con sus padres, rogaba para que se pusiera un vestido largo que ocultaba sus pequeños pies haciendo creer que se desplazaba sin tocar un suelo que, de alguna manera, parecía repelerla.

Yo suponía que las vírgenes debían ser como ella, a pesar de que en las imágenes que había visto en la iglesia y en otros cuadros las representaban muy pesadas. En esas figuras, me parecía que esas vírgenes pequeñas pero densas sostenían en su regazo niños de plomo.

Y al verlas tan lujosas y sabiendo de su origen tan humilde, también me gustaba imaginar que esas vírgenes inmóviles eran como un rey Midas, y que sus pobres ropajes, al contacto con su poderoso cuerpo, se habían convertido en costosas vestimentas. Como mi madre me llevaba a misa y yo no entendía una palabra de lo que allí se decía, me pasaba el tiempo imaginando historias sobre las narraciones de cuya coherencia ya en aquel tiempo dudaba.

En otro momento, más adelante, volveré sobre esto, que ahora no es el caso. Volvamos, pues, con mi vecina. De ella no diré su nombre, pues guardo su recuerdo como un tesoro.

De tan delgados que eran sus brazos, las manos y los pies parecían animalillos que se movían con vida propia sujetos sólo por una fina correa. Yo soñaba con cogerlos y rodear sus tobillos y muñecas con el dedo corazón y el pulgar, sentir su liviandad, tirar de ellos, doblarlos y retorcerlos, dislocarlos, partirlos y girarlos de mil formas. Si hubiera podido pedir un deseo, habría elegido esos brazos y esas piernas tan delgadas y la subyugante unión con sus apéndices, esos seres animados que parecían bailar independientes y con los que me hubiera gustado jugar sin descanso.

Un día que vino a casa con sus padres, la convencí para que me acompañara a dar una vuelta por el campo. Ahora no recuerdo si en aquella ocasión la engañé prometiéndole algo que no existía.

En su cara tan delgada, de color blanquecino, casi transparente, la piel parecía adherirse como un papel húmedo sobre una superficie llena de aristas, sus ojos eran tan oscuros que parecían volcanes apagados, y tenía un cabello muy largo y negro que solía recogerse en una coleta levantando los brazos en un ángulo que no me cansaría nunca de admirar y que aún hoy me arranca un suspiro al recordarlo.

Le dije que fuera delante de mí con no sé qué excusa y le iba indicando el camino por verla moverse como un fantasma entre la hierba. Hubiera jurado que esta no se aplastaba donde ella pisaba y esa sensación de ingravidez iba aumentando un deseo en algún rincón de mi cabeza que se extendía imparable como la niebla por el valle.

Decidí llevarla hasta el talud de la encina. Allí había un árbol muy viejo junto a una hondonada poco profunda y muy vertical.

Desde pequeño ya era muy metódico y siempre solía tener unas cuerdas escondidas cerca de aquel árbol, aunque aún no supiera a ciencia cierta para qué las podría necesitar. Supongo que aquellos pensamientos borrascosos ya latían en mi interior desde tan corta edad y me anticipaba a ellos. En cuanto llegamos empecé a convencerla de que se levantara la falda y me enseñara aquellos tobillos tan finos y suaves, casi translúcidos, tanto que podía imaginar la fábrica de su cuerpo bombeando sangre y tejiendo tendones allí dentro.

La llevé al talud y aplicando todo mi arte para resultar convincente y con la excusa de amarrarla por la cadera para mayor seguridad, levanté sus brazos y até sus muñecas en un saliente del borde, y sus tobillos a unas raíces que había justo debajo y la dejé colgando con la espalda apoyada sobre las rocas, mirando hacia mí. Ella se dejaba hacer en silencio y aunque ahora pueda parecer extraño, en aquel momento no vi nada anormal en ello.

Desde la parte inferior de la hondonada, mi cara quedaba a la altura de su estómago y desde arriba, podía contemplar sus preciosas muñecas que tanto me atraían.

Era tan ligera que las cuerdas se le clavaban muy suavemente y hacían que sus muñecas parecieran aún más finas. Los brazos semejaban látigos muy delgados y en sus manos, unos dedos que se retorcían rítmicamente y muy despacio recordaban el sueño de gusanos hipnotizados.

La piel de sus tobillos comenzó a volverse azulada y el pie resaltaba aún más blanco. Ella seguía sin decir nada y su silencio me encendía.

Empecé a subir mis manos por debajo de su falda y a levantarla, dejando al aire sus muslos que parecían aún más blancos y lechosos que el resto de su cuerpo. Cuando tuve delante sus bragas, acerqué mi nariz y la hundí en su vagina. El olor me pareció a la vez que repugnante, muy agradable, más bien una sensación vino detrás de la otra. Como sus piernas estaban casi cerradas, hice mucha fuerza y apreté mi cara con energía contra ella, que seguía sin hacer ningún ruido. Con los brazos la agarré por los tobillos y tiré de ellos hacia abajo cada vez con más fuerza mientras seguía hundiendo mi nariz en su vagina.

Imaginar cómo se clavaban las cuerdas en sus muñecas, pero no poder verlo por tener la cara incrustada entre sus piernas, soñar con que aquellas manos pudieran llegar a separarse... todo aquello me excitaba y hubiera seguido forzando de no haberse escuchado de repente ruidos de gente acercándose a donde nos encontrábamos. La solté a toda prisa sin que ella dijera nada y nos encaminamos de nuevo a casa.

A la vuelta, andando delante de mí, no hizo alusión alguna al tema y para siempre quedó como si nunca hubiera ocurrido. Pero durante mucho tiempo soñé con repetirlo y aun hoy, al recordarlo, no puedo evitar que un pájaro lechoso y translúcido se pose sobre mi hombro.

IV

Justicia

Creo que va siendo hora de que me conozcan. Que sepan quién soy y dónde estoy. Y por qué. Porque en este mundo, nada es lo que parece. Pero antes de empezar quisiera aclarar algo. Ya que van a juzgarme, justo es que tengan tantos datos como sea posible para hacerlo.