Antología compilada por
Darío Vilas
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Colección: Tombooktu Narrativa
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Título: Fantasmagoria
Autora: © VVAA
Responsable editorial: Isabel López-Ayllón Martínez
Copyright de la presente edición © 2012 Ediciones Nowtilus S. L.
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ISBN Papel: 978-84-15747-30-7
ISBN Impresión bajo demanda: 978-84-9967-489-6
ISBN Digital: 978-84-9967-490-2
Fecha de publicación: Abril 2013
Maquetación: www.taskforsome.com
Creer para ver
Introducción
EL COLUMPIO
José Luis Cantos
ALIUD
Elena Montagud
CARAMELITOS DE FRESA
Ignacio Cid Hermoso
CHAMBERÍ
Francisco Miguel Espinosa
DESAHUCIO
Darío Vilas
EL MÁS SOLITARIO DE LOS NÚMEROS
Jesús Cañadas
EL RECIPIENTE
Miguel Aguerralde
FLORES SUICIDAS
Javier Cosnava
INCOLORO
Javier Pellicer
JUEGO DE NIÑOS
Ivan Mourin
LO QUE SWEDENBORG NO DIJO
Daniel P. Espinosa
LUDIMILA
Juan Ángel Laguna Edroso
OJOS DE MUÑECA
Javier Trescuadras
SABE NUESTROS NOMBRES
David Marugán
UNA VIEJA CANCIÓN DE BLUES
Luisa Fernández
¿Qué es un fantasma?
Sin duda, las respuestas a esta pregunta pueden ser muy diversas. Probablemente, tanto como lectores estén dispuestos a responderla. Para algunos, un fantasma será esa amenaza antigua que recorre los amplios salones de una casa abandonada. Para otros, quizá ese grifo que deja el agua correr en mitad de la noche, sin que nadie lo haya abierto previamente. También los habrá que piensen en el marco de ese cuadro que, desde aquella estúpida sesión de ouija de hace varias noches, aparece torcido en la pared cada mañana. O, ¿por qué no?, esa presencia que parece rozarnos el vello de la nuca justo en estos momentos. Mientras leemos estas líneas.
En mi caso, lo que la pregunta evoca no es sino un recuerdo. Una vieja casete, a decir verdad. Un objeto de otros tiempos, sin duda más permeables e inocentes que estos que nos ha tocado vivir. La recibí como un secreto inconfesable que, por alguna razón, alguien hubiera decidido confiarme. «Es la de las psicofonías», me dijo. Y el corazón se me aceleró, por supuesto. Se me aceleró como solo podía ocurrir en otras edades y otros tiempos menos inmediatos que este. Por fin iba a escuchar las famosas grabaciones de las que se hablaba incluso en los medios de comunicación. Al fin iba a escuchar la voz de un fantasma.
Por desgracia, con el tiempo se probó que las famosas psicofonías del Palacio de Linares habían resultado ser tan solo un fraude. Sin embargo, a día de hoy, todavía conservo el recuerdo vívido de aquel momento de excitación, cuando introduje la casete en el reproductor y le di al botón de play. Cuando la suciedad del sonido me hizo subir el volumen, con el pulso encogido. Y cuando, por fin, la estática se desplegó igual que un telón, para dar paso a algo: una voz femenina, profunda, casi ahogada, que desde algún lugar incierto clamaba que jamás había oído a su hija Raimunda decir «mamá».
Dicen que hay que ver para creer, pero mucho me temo que los términos se invierten en esa tierra de nadie que habitan las almas en pena. No cree quien ve, sino más bien al revés: ve quien cree. Y la literatura y el cine han cultivado a lo largo de la historia un fértil campo de historias en las que creer y, por tanto, en las que ver. Desde los cuentos de espíritus relatados a sovoz a la luz de la lumbre hasta los fantasmas de Hideo Nakata, que usan las nuevas tecnologías para manifestarse. Desde aquel miserere sobrenatural que se oía en la abadía derruida de la leyenda de Bécquer hasta los fantasmas que habitaban el hotel Overlook en la novela El resplandor, de Stephen King. Desde los espíritus reales o imaginados de la novela Otra vuelta de tuerca hasta los espíritus reales o imaginados de la película Los otros.
Con Fantasmagoria, la antología coordinada por Darío Vilas y editada por la editorial Tombooktu, los lectores encontrarán una nueva «vuelta de tuerca» (valga el chiste fácil) a esta larga y fructífera tradición fantasmagórica. Gracias a la colaboración de algunas de las plumas más destacadas del terror español, los relatos que pueblan este volumen retoman con algo más que dignidad el testigo y se marcan un objetivo tan ambicioso como honesto. Un objetivo que, sin duda, cumplen con creces: conseguir que el lector crea para que, en última instancia, vea. Así pues, sin más preámbulos, acomódense en su sillón favorito y zambúllanse en estas páginas. Dejen que la suciedad del sonido los envuelva. Observen cómo el telón de la estática se despliega ante sus ojos.
Prepárense para creer.
Prepárense para ver.
Javier Quevedo Puchal
Fantasma
1. m. Imagen de un objeto que queda impresa en la fantasía.
2. m. Visión quimérica como la que se da en los sueños o en las figuraciones de la imaginación.
3. m. Imagen de una persona muerta que, según algunos, se aparece a los vivos.
4. m. Espantajo o persona disfrazada que sale por la noche para asustar a la gente. Era u. t. c. f.
5. m. Persona envanecida y presuntuosa.
6. m. Amenaza de un riesgo inminente o temor de que sobrevenga. El fantasma de la sequía.
7. m. Aquello que es inexistente o falso. U. en apos. Una venta fantasma. Un éxito fantasma.
8. m. Población no habitada. U. en apos. Ciudad, pueblo fantasma.
Estas son, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, las posibles definiciones de «fantasma». Como autor, siempre intento explorar más allá de las interpretaciones convencionales de cada tema que pretendo abordar, sobre todo si estamos hablando de una criatura fantástica, como es el caso del leitmotiv del tomo que tienes entre manos, estimado lector.
Otra de las definiciones que más me gustan de «fantasma» es la que aparece en muchos manuales de parapsicología: «error de percepción». A partir de esa premisa, las posibilidades a la hora de encarar historias de entes o apariciones son infinitas, se prestan a cualquier interpretación posible. Es la que más me inspira porque, como profesional de la creatividad, me ofrece de margen todo lo que mi imaginación pueda abarcar.
Hasta la fecha hemos visto, leído y escuchado infinidad de historias de fantasmas. Películas, novelas, leyendas populares o simples anécdotas familiares que versan sobre ellos. A la hora de abordar una nueva antología de cuentos sobre la temática, lo último que me interesaba era repetir patrones. Más bien me movía el espíritu de saber qué representaba la figura del fantasma para un puñado diverso y heterogéneo de autores de terror contemporáneos a los que les venía siguiendo la pista desde hacía tiempo.
La respuesta por parte de este sensacional grupo de escritores superó con creces mis expectativas. No sólo me encontré con relatos inquietantes, terroríficos o de carácter psicológico, sino que me brindaron toda una muestra de buen hacer literario, visiones tan personales que no se repite ni un solo enfoque entre los cuentos que conforman esta antología. Y eso es muy complicado de conseguir, ya que estamos hablando de una criatura sobre la que ya han corrido ríos de tinta, que está sumamente arraigada a la propia existencia del ser humano y cuyos mecanismos para generar miedo o tensión tenemos demasiado interiorizados, sobre todo gracias al (o por culpa del) cine americano.
Cuentos de suspense, de terror psicológico, viscerales, históricos, filosóficos o metaliterarios. Todo eso y más tiene cabida en este libro, que es con toda probabilidad la visión más amplia sobre el concepto de fantasma que se ha publicado hasta la fecha.
Claro que estas afirmaciones por parte del «padre» de la criatura pueden carecer de credibilidad. Si es el caso, si no te convence que el compilador de la antología te cante las virtudes de la obra, no tienes más que aventurarte entre sus páginas, ir siguiendo el recorrido del testigo que se van pasando de mano en mano unos escritores que ya están dejando impreso su sello en la historia de la literatura de terror contemporánea, y juzgar al final si mi entusiasmo era desmedido. Como mínimo, te garantizo que hallarás entre las hojas impresas de Fantasmagoria cuentos de fantasmas de los que todavía no habías escuchado hablar al calor del hogar, originales y evocadores.
Antes de continuar, te invito a que mires un momento por encima de tu hombro, que compruebes que estás solo en la habitación. No será la última vez que lo hagas antes de cerrar el libro.
Darío Vilas
José Luis Cantos
—Tengo miedo, mamá –susurra Lucía con tono compungido bajo el dintel de la puerta.
Su carita redonda brilla con un cariz ceroso en la semioscuridad del cuarto.
—Ven cariño, acércate –le dice su madre desde la cama, y yo contengo un reniego.
Una noche más con la niña durmiendo entre nosotros –y ya van tres en esta semana–, o lo que es lo mismo: otra noche sin sexo.
Levantamos el nórdico para que Lucía, envuelta en su pequeño camisón blanco, se deslice al interior de la cama matrimonial. De soslayo, observo el bulto bajo el pantalón de mi pijama, una prometedora erección desperdiciada por las pesadillas de la cría.
—No te importa, ¿verdad, Jorge? –me pregunta Andrea con ese mohín próximo a la súplica que entristece su rostro siempre que su hija nos priva de un poco de vida íntima. Es una cuestión de pura cortesía; aunque yo le dijera que sí, que me jode no poder retozar con ella, no cambiaría nada–. No te preocupes cariño –y fuerzo una sonrisa lo suficiente persuasiva para que ella me responda con otra.
—Te quiero –articula en silencio mientras Lucía se acurruca contra su regazo– ¿Qué ha sido esta vez, cielo?
—Estaba muy oscuro –lloriquea la niña–, y había un espejo, y alguien me llamaba…
Disimulo un suspiro y giro la cabeza hacia la ventana del cuarto; la chiquilla continúa su relato, Andrea le acaricia la melena azabache. Fuera, el viento gime, las ramas del olivo rascan suavemente el cristal de la ventana, y mis párpados van cediendo a un sueño monótono exento de fantasías húmedas.
—Creo que voy a construir un columpio para la niña.
Degusto el café con deleite mientras observo por la ventana situada sobre la encimera. El otoño se ha adelantado, apenas quedan trazas de verano en el patio. La mañana grisácea asoma tras las nubes como una acuarela aguada.
—¿No vas a pintar hoy? –Andrea recorre la escueta cocina de un lado a otro, desayunando a trompicones. Se le está haciendo tarde, la arruga en el ceño delata el estrés que intenta ocultar. No es que su trabajo sea gran cosa: servicio al cliente en una empresa de telefonía, pero es lo único que tenemos hasta que mis cuadros empiecen a venderse. Serán unas navidades muy austeras, me temo.
—Por supuesto que sí, el columpio sólo me llevará un rato, lo único que necesito es madera y un poco de cuerda. Creo que tengo en el cobertizo.
Lo colgaré en el huerto, en esa rama del olivo larga y gruesa, cuyas hojas llegan hasta la ventana de nuestro dormitorio, en el piso superior.
—¿No sería mejor hacerlo para la primavera, cariño, cuando vuelva el buen tiempo? Empieza a hacer frío… –Se dobla la chaqueta sobre el brazo y comienza la frenética búsqueda de las llaves del coche.
—Un columpio es un columpio, da igual la época del año.
—Está bien –concede. No me cuesta comprender que sólo la mitad de ella ha estado pendiente de la conversación, su otro cincuenta por ciento tiene la mente puesta en las quejas y maldiciones que va a tener que soportar durante ocho horas–, pero luego ponte a pintar.
—Descuida.
Me besa al despedirse; un beso descuidado, protocolario. Su pelo castaño y brillante, agitado por las prisas, impregna todo con su aroma personal. Me encanta ese olor.
La acompaño afuera y le abro la puerta de la verja; una gruesa lámina de metal que cierra la parcela y que, en teoría, está motorizada. Pero se jodió con las últimas lluvias de agosto y nunca encuentro el ánimo para repararla. El C3 se pierde por el camino de tierra y yo, envuelto en mi bata gruesa, quedo por un momento regocijándome del silencio que rodea la casa de campo. No estamos completamente aislados, hay más viviendas desperdigadas alrededor, pero no se trata, ni por asomo, de la aglomeración de la ciudad. Además, la autopista queda lejos, es una línea negra que más allá de los descampados y las arboledas, perfila el horizonte. El canto de las aves, una melodía licuada que acentúa la sensación de paz.
Cuando regreso al interior, Lucía desciende los escalones. La veo restregarse los ojos con sus manitas, caminar a pasos cortos arrastrando sus zapatillas de conejitos azules. No puedo evitar sentirme culpable por mi actitud egoísta de anoche. Debo recordar lo duro que debe haber resultado el carrusel de cambios en que se ha visto embarcada de un tiempo a esta parte. Demasiado duro para una niña de siete años. La separación de sus padres –con mi consiguiente entrada en su vida–, la mudanza a esta casita de campo –el padre, un hijo de puta de cuidado, consiguió todo lo material, que es lo que le interesaba. Andrea consiguió a Lucía. Por lo que ambas tuvieron que venirse a vivir conmigo–, lo cual no sé si termina de gustarle. Es una niña bien educada, pero callada y tímida hasta el extremo. Aún, pese a que llevamos casi un año conviviendo, me resulta muy difícil mirarle a esos ojos grandes y verdes, y desentrañar sus pensamientos. Tanto su madre como yo creemos que en cuanto empiece el colegio y olvide el extraño verano que ha vivido, su ánimo mejorará.
O eso esperamos.
—¿Te preparo un tazón de cereales?
Asiente mientras se dirige al salón –unido directamente a la cocina sin puerta o tabique que los separe– y se encarama a la silla. Al poco, Bob Esponja hace de las suyas en la televisión. Desde la puerta del frigorífico, veo a Lucía sonreír mientras le preparo el desayuno.
—¿Qué me dirías si te dijera que voy a hacer un columpio en el huerto?
Le aproximo el tazón de cereales y me siento junto a ella. Me mira llena de desconcierto, sus grandes ojos verdes son dos aguamarinas que desmontarían a cualquiera.
—¿Para mí? –pregunta.
—Claro. Para los dos. A mí también me gusta montar en los columpios.
—¿Sí?
—Sí. ¿Te gustaría ayudarme?
Encoge los hombros y devuelve la atención a la pantalla del televisor. El atisbo pasajero de conexión entre los dos desaparece por completo.
El cobertizo descansa bajo los brazos de un pino manso, a varios metros frente a la entrada de la casa. Desde una esquina de la parcela, el inmenso árbol parece vigilar el terreno con silencioso estoicismo. Camino sobre el chinarro cubierto de las agujas desprendidas de sus ramas y entro a la caseta, que es en realidad mi estudio. Diez metros cuadrados con dos estanterías repletas de todo tipo de cachivaches –me gusta aparentar que soy aficionado al bricolaje, porque la verdad es que le dedico muy poco tiempo–, y olor a acrílico y a serrín. En el centro de la habitación, desperdigados en torno al caballete, un grupo de lienzos en blanco y pinceles bañándose en disolvente aguardan a que las musas me rapten y vuelva a ellos con ávida inspiración. Esta tarde volveré a intentarlo.
Ahora me apetece montar el columpio.
Tal y como recordaba, bajo una lona polvorienta encuentro dos tablones de madera. Me hecho al hombro el que tiene mejor aspecto.
Lo que no tengo es cuerda. Creía haber visto alguna por algún lado pero… Ah, sí… Ahí está. Una maroma gruesa y lo bastante larga; me servirá. De poder verme, mi padre me dedicaría una de sus tradicionales miradas condescendientes, esas que me sacaban de quicio cuando el viejo aún vivía. Sí papá, tenías razón: merece la pena tener un cuartucho lleno de trastos inútiles. Nunca sabes cuándo los vas a necesitar.
Trabajo en el columpio hasta el mediodía. Cortar y amartillar calienta el interior de mis músculos, pero el día no ha mejorado, el cielo sigue nublo y el aire corre a rachas frías que me instan a rechazar la idea de despojarme del jersey. Cuando me dispongo a ir hacia la parte trasera para adecuar el columpio a la rama del olivo que crece en el centro del huerto –tiendo a llamarlo «huerto», aunque sólo se trate de ese árbol retorcido en mitad de varios metros de tierra revuelta–, descubro la faz blanca de Lucía mirándome tras la ventana. Me observa sin pestañear, como si estudiara el vacío a través de mí. Me enjugo la frente de sudor y la saludo animadamente.
Ella no me devuelve el gesto.
Después de comer, Lucía cae rendida en el sofá. Yo salgo de puntillas hacia el cobertizo. Lo cierto es que en la planta superior tengo otro estudio, y Andrea me anima a usar ese, más limpio, más amplio… Más profesional, según ella. No le gusta nada el cobertizo. Yo, sin embargo, lo encuentro auténtico, decadente, un cuchitril; el lugar perfecto para mi arte. Creo que a mis musas les va arrastrarse por la mugre.
Coloco el lienzo en blanco sobre el caballete, tratando de no pensar mucho en el enorme fracaso que ha supuesto el columpio. Visualizar en mi mente la tabla de madera, balanceándose solitaria en el huerto me hace sentir estúpido y un poco anticuado. ¿Qué niño de hoy en día juega en los columpios? Cierto es que Lucía no es una de esas mini-esnob que con siete años ya pasean colgados de su ipod o cuchicheando por su smartphone, pero creo que lo de los columpios y el jugar al aire libre le suena a Prehistoria.
Comienzo a lanzar pinceladas con las que trato de barrer mis pensamientos. Al cabo de dos horas, apenas un par de líneas zozobran en la inmensidad blanca de mi inspiración nula.
Andrea lee tranquilamente en su lado de la cama. Recostado en el mío, le pregunto cómo le ha ido el día. El contraluz de la lámpara embellece sus finos rasgos de piel morena: la nariz respingona, los ojos sesgados y la diminuta redondez de su barbilla.
—Una locura… –Sonríe cansada por encima de sus gafas de lectura que, lejos de envejecerla, ensalzan esa sensualidad ingenua y sencilla que me vuelve loco. Me abalanzaría sobre ella y la poseería con devoción sino fuera porque yo también estoy molido. Aunque lo mío no es físico; tengo el ánimo destrozado.
Le deseo buenas noches con un beso tierno en los labios, y ruedo sobre mi costado para que ella pueda regresar a su novela. Los dedos de la rama del olivo tamborilean contra la ventana.
«El columpio abandonado», repite el eco de mi mente, que va quedando enredada en el miasma del sueño…
«El columpio… El…»
Un ruido amortiguado y creciente casi logra sacarme de los lodos oníricos.
Tap, tap, tap, tap, tap, tap... Lucía corriendo hacia nuestro cuarto.
—Mami, otra vez el sueño malo –murmura quebradiza, pero yo ya estoy durmiendo.
Andrea se ha ido al trabajo. Lucía está en la casa, recostada en el sofá, repartiendo su atención entre la tele y uno de esos libros para colorear. Yo llevo una hora en el cobertizo. Pinto o, por lo menos, eso intento. Acribillo el lienzo con puntadas coloristas que están muertas. No me dicen nada.
«Muertas, muertas… ¡Muertas!».
La razón ulterior por la que me gusta el cobertizo es porque (creo que) la niña no me oye maldecir ni partir los cuadros vacíos por la mitad. Soy un artista de épocas, y eso me revienta. No soy capaz de «sentarme y abrir mi puesto» todos los días, como decía Calvino. No soy tan jodidamente metódico. Lo peor es que me gustaría serlo. Envidio a colegas del gremio capaces de encarar el vacío con total parsimonia, sin pizca de ansiedad, y enzarzarse en una batalla abstracta de destino incierto. «Tú rellena –me dicen–, rellena el cuadro con colores vistosos, con formas atractivas, ya vendrá un vendedor a darle sentido a tu obra mientras te suelta la pasta. Tú pinta y que ellos conciban».
—Ojalá fuera tan sencillo –me autocompadezco en voz alta.
Estiro el brazo y rasgo la piel tersa del lienzo con un cúter.
—Ojalá tuviera tan poca vergüenza para vender como arte algo que tengo la completa convicción de que no lo es.
La hoja, delgada y precisa, fisura la tela con un murmullo suave. Por un momento quedo absorto en ese extraño ritual de estilosa destrucción.
—Hasta un niño lo haría mejor que yo.
El grito me atraviesa la espalda como un alfiler frío. El cúter resbala entre mis dedos; la desorientación de un trance interrumpido se hace conmigo.
—¡Lucía! –impreco al ser conciente de lo que me rodea–, ¡Lucía!
Salgo del cobertizo a la carrera y entro como una exhalación en la casa. El pulso es un estallido redoblando en mi garganta, las extremidades, dos miembros ajenos que controlo por pura casualidad.
Lucía está sentada en el sofá, completamente envarada. Los ojos, abiertos de par en par, me miran con absoluta indiferencia. Arrebujada en la bata de su madre parece diminuta.
—¿Qué oc… ocurre, cielo? –Apoyo las manos sobre mis rodillas. El frío de la mañana se me ha colado en los pulmones.
—No me gusta estar sola –me dice, pero no hay nada luctuoso en su tono. No hay súplica ni puchero. Se parece más a una exigencia, lo cual contrasta enormemente con lo atiplado de su voz–. No me gusta.
Me acerco a ella recuperando el resuello y me dejó caer sobre el sofá. Subo a Lucía sobre mis rodillas y acaricio levemente su lisa cabellera negra. Le cubre hasta poco más de los lóbulos de las orejas, y despide reflejos añiles.
—Perdona, Lucía. Tienes razón. A partir de hoy trabajaré en casa, en el piso de arriba…
—No quiero estar sola –repite. Su rostro redondo se frunce a la altura de la naricilla en un gesto gracioso que me hace sonreír.
—Está bien, me bajaré las cosas aquí y estaré contigo mien…
—Quiero una hermanita –ataja.
Se me escapa una risa, cosa que a ella no parece gustarle en absoluto. Intento calmarla rodeándola con mis brazos, pero sus miembros se vuelven rígidos de pronto. El rostro comienza a temblar y la boca se le tuerce y contorsiona. Pronto, su cuerpo entero se agita convulso. Los enormes ojos verdes se pierden en el blanco.
—¡Quiero una hermanitaaa…! –aúlla.
Noto cómo Lucía se orina sobre mis piernas. La mancha caliente impregna mis vaqueros al tiempo que ese chillido punzante se expande como la herida que va abriendo un bisturí. Se expande y lo nubla todo.
—Siento que tuvieras que aguantar eso… Debiste llamarme –Andrea cierra la puerta del dormitorio de Lucía al salir, la niña duerme dentro.
Yo espero en el pasillo para darle un fuerte abrazo.
—No quería asustarte.
Sonríe tristemente, me pasa el brazo tras la cintura y bajamos juntos las escaleras.
—¿Y tú? ¿Te asustaste?
—No. –Sonrío y sueno convincente. Nunca había visto a la niña así, y lo cierto es que no sentí miedo, sino algo más profundo–. Al principio creí que era un ataque epiléptico o algo parecido, pero en cuanto le dije que haríamos todo lo posible por traerle una hermanita se calmó enseguida, como si nada hubiera ocurrido.
—Lo siento, de verdad… –Caminamos hasta la cocina.
Apoyado en la pared, la observo abrir el frigorífico y coger la ensalada que le he dejado preparada. Hoy ha vuelto a llegar un poco más tarde de lo normal. Sus ojos rasgados y oscuros están subrayados por dos líneas violáceas.
— Hacía tiempo que no se comportaba así… Desde…
Se detiene junto a la mesa, de espaldas a mí. La veo estremecerse y abrazarse a sí misma como si una frigidez repentina la recorriera de arriba abajo, como…
—Desde que vivíamos con su padre.
…como si el recuerdo de su antigua pareja la helara por dentro. Es curiosa la forma con que se refiere al desgraciado que le amargaba la existencia. Siempre lo llama «su padre», o simplemente: «él»; hasta pronunciar su nombre le hace daño.
Doy un paso hacia ella, la abrazo, le beso el cuello, aspiro el aroma que emana de su nuca. Efectivamente, su piel es un témpano. La acaricio. Sutilmente primero, apenas rozando la chaquetilla de hilo. Paulatinamente, la fricción se vuelve más firme y aguerrida.
Nuestras respiraciones flotan enredadas, dando pequeños pasitos de ballet, que son cortas bocanadas de aliento cada vez más febril. El pulso se ve seccionando en instantes más cortos y frenéticos. Cuando me quiero dar cuenta le estoy desabrochando el sostén y liberando sus senos, a los que me aferro con hambre, como si amasándolos pudiera convertirlos en dos diamantes esféricos. El cinturón deja de ceñirse a mis caderas, y de repente me hallo embistiéndola desde atrás. Acometidas suaves alternadas con otras más furiosas, como el mar en celo. Es mágico parpadear y en el silencio de la noche descubrir que ahora suspiramos al unísono.
—Me voy… –gime, e intenta arañar la superficie de la mesa sobre la cual la he ido inclinando hasta que ya todo su plexo descansa rendido ante mí.
El bol con la ensalada baila en el borde.
—Me voy…
El salón, la cocina, todo se nubla en rededor, como si a la realidad se le escapara un bostezo, oportunidad que las sombras aprovechan para hincharse.
—Me voy…
Yo también estoy llegando. Inclino la cabeza hacia atrás y a punto de caer por la sima del éxtasis, atisbo algo por el rabillo del ojo, a mi espalda. En la oscuridad del rellano de las escaleras que suben al piso superior, me parece ver una figura agazapada, unos ojillos brillando. El rostro blanco de Lucía sonriendo entre los balaústres, pero no puedo parar. Ya no. Y estallo dentro de Andrea, y un rayo de luz me parte y me ciega, y un escalofrío me sacude como a un pelele de alambre, y siento los latidos desbocados en mis sienes y en mi garganta.
Andrea, aún doblada sobre la mesa, me mira y me sonríe, me aprieta con fuerza la mano. Cuando vuelvo a mirar a las escaleras ya no hay nada.
«Nunca hubo nada», cavila mi mente difusa.
Las cosas parecen ir mejor. Tal como habíamos pensado, el inicio del curso escolar le ha hecho bien a Lucía. En ocasiones, la niña incluso me sorprende con ramalazos esporádicos de astucia y buen humor. A ratos parece mucho más despierta que la cría taciturna que hace un tiempo apenas podía dirigirme la palabra. Es raro, puedo estar hablando con ella, con sus sollozos, sus ojazos inclinados, casi melancólicos y, de repente, conversar con una niña completamente distinta, vivaz y entusiasmada al recordar una anécdota graciosa en el colegio, ver algo divertido por la televisión o simplemente porque sí. Puede estar en completo silencio y gritar de alegría al terminar de colorear uno de sus blocs de dibujo. «Mira, Jorge, mira», exclama y se mordisquea los labios con sus dientecillos, a la espera de que le dé mi evaluación. Parece que hemos encontrado un punto de unión.
Por mi parte, intento pintar más a menudo en la casa, y no en el cobertizo. Muchas veces a su lado, y eso parece entusiasmarla.
No obstante, sigue teniendo esos lapsus de retraimiento que nublan su rostro, arquean sus cejas y abaten sus mejillas redondas. Como hoy en el coche, de vuelta a casa tras recogerla de clase. Atada por el cinturón de seguridad al asiento, la veía sonreír y canturrear. Envuelta en el pack completo de la pequeña estudiante –mochila y fiambrera a juego–, tenía un aspecto muy gracioso. Me contaba animadamente sus dimes y diretes, hasta que giré el volante para tomar la salida de la autopista dirección a casa. Cuando la volví a observar por el retrovisor, algo había cambiado. Esa nube… Ese telón intangible pero evidente se había vuelto a depositar sobre su pequeño semblante. Se miraba la punta brillante de los zapatitos, como repentinamente avergonzada por algo desterrado de su memoria que volvía para atormentarla.
—Lo siento –dijo entonces, sin alzar la mirada.
—¿Qué sientes, cielo?
—Lo del otro día… No quise hacerlo. Te manché. Lo siento.
He supuesto que se refería al incidente de semanas atrás, aquel grito y aquel berrinche. La verdad es que no había vuelto a hablar con ella de eso. Supuse que la incomodaría. A mí me incomodaba.
—No te preocupes –le he dicho, edulcorando mis palabras con una efusividad controlada. Tengo más que comprobado que si me paso un poco con la dosis, la niña se da cuenta de que estoy siendo demasiado complaciente. Sí, es una niña lista–. No pasa nada. Ni siquiera me acordaba.
El zumbido del motor nos ha encerrado en un silencio. Por unos instantes, me he olvidado de la carretera y sólo la he mirado a ella, esperanzado de que mi intento diera sus frutos. Ha sido en vano.
—Esa no era yo –se ha limitado a decir.
Supongo que no puedo esperar que la criatura cambie de la noche a la mañana. Tendré que poner de mi parte para que, poco a poco, tengamos a la Lucía que todos queremos.
—¿Qué es eso? –pregunto, emergiendo de un sueño imposible de recordar– ¿Lo oyes?
El cuarto me responde con manos de oscuridad que se debilitan por momentos, Andrea, con sus leves ronquidos desde el otro lado de la cama. El despertador marca en dígitos rojos las cuatro de la madrugada.
Mis pupilas van haciéndose a la realidad y de las tinieblas van surgiendo contornos plateados por la luz de luna que entra por la ventana.
«La ventana…», y otra vez ese ruido, incalificable, insoportable… patente. Un crujido tenue, continuo… cíclico.
«El columpio… Alguien está usando el columpio».
Abandono el lecho y me dirijo dubitativo a la ventana. Palpo el cristal, aplasto la cara contra él, pero el ángulo, la oscuridad argentada por la noche y la fronda del propio árbol me impiden ver con claridad. Logro atisbar el movimiento de las dos cuerdas, pero no el asiento de madera.
La rama se mece, pero soy incapaz de discernir si es a causa del viento que maúlla contra la ventana o porque alguien está ahí fuera, acunándose en el columpio.
Me aseguro de que Andrea duerme y salgo del cuarto tras enfundarme las zapatillas y la bata. No quiero despertarla. No quiero asustarla con mi tonto desvelo. Ese ruido me ha despertado en mitad de la noche y mi cerebro ha elucubrado historias de fantasmas para asustarme. Eso es todo.
Camino por el pasillo y al accionar el interruptor, la bombilla de la lámpara muere con latigazo seco. Quedo paralizado en un silencio que tras el chasquido me resulta inconcebible. Un frío casi sólido mana del suelo, la casa cruje en mitad de la oscura solitud, como alertada a pesar de la cautela de mis pasos.
Oigo un susurro y freno en seco. Todo mi cuerpo late, sobrecogido por no sé qué. No hay nada. No hay nada en las escaleras, que están justo a mi izquierda, ni en el sombrío rincón del rellano. Nada se esconde en el piso inferior, ni tras la puerta del cuarto de baño, o del estudio nuevo, a mi derecha. De haber algo… Detengo mis pensamientos, que en realidad no son míos, sino de mi cerebro alarmado por el terror a lo invisible.
«De haber algo, estará al final del pasillo. En la habitación de Lucía».
Introduzco el brazo en el aseo, en el estudio… Pero los interruptores no atienden a mi insistencia. Han saltado los plomos. La caja está en el piso inferior. Sólo quiero comprobar que la niña está bien, que descansa en su cama y así olvidarme de esa voz que no para de decirme: «Lucía está abajo, en el columpio». Quiero corroborar que todo esto es una estupidez, volver al dormitorio y reírme de ello.
Mi garganta es un erial gélido y me cuesta encadenar los pasos. Vacilo al cerrar el puño en torno al pomo, no sé de dónde saco las fuerzas para abrir una delgada línea entre la puerta y su marco y echar un vistazo dentro. Hay algo. Agazapado en la oscuridad, junto a la cama de Lucía. Algo que, al verme, se escabulle al segundo siguiente. Abro la puerta del todo.No hay nada. Estoy paranoico.
—¿Lucía? –susurro. Intuyo a la niña sobre su cama, la respiración cadenciosa bajo el edredón.
Echo un último vistazo. Nada.
Regreso al cuarto y observo el huerto a través de la ventana: el viento sigue azorando la rama, que parece esforzarse por entrar en nuestro dormitorio.
«No hay nadie en el columpio, idiota».
Al regresar a la cama, Andrea se remueve.
—Jorge, ¿qué haces despierto, cariño?
Estoy sentado al borde del colchón, revolviéndome el pelo y preguntándome cómo he podido ser tan idiota cuando lo oigo.
Tap, tap, tap, tap, tap, tap...
—Mami –lloriquea Lucía desde la puerta–, alguien ha entrado en mi cuarto, mami.
—Ven, cielo. –La invito a entrar en la cama de matrimonio. Se coloca entre su madre y yo. Las abrazo a las dos.
La niña ya tiene suficientes miedos como para que yo le contagie más. Sin embargo, no digo nada; no confieso. Siento a la niña temblar contra mi pecho. Soy un auténtico cretino.
Parpadeo. Parpadeo con fuerza. Sinuosas formas se disuelven y dan paso a la mañana del lunes. Estoy de pie, en mitad del cobertizo. El mono de trabajo completamente atravesado por heridas grises, azules, negras y violetas. Una gota de sudor rueda por mi tabique nasal, como una hormiga que corre a suicidarse.
El cuarto huele a sudor, al punzante aroma de la pintura. La luz neblinosa de afuera se estrella contra las pequeñas ventanas empañadas. Hace calor aquí dentro.Una bombilla pende de un cable sobre mi cabeza. Está encendida y arroja un débil círculo de luz sobre mí y sobre el caballete que tengo delante.
El cuadro es horrible, una aberración, pero no puedo dejar de mirarlo. Trazos aún frescos, de colores pálidos, chorrean sobre el lienzo como estigmas adulterados. En el interior de un círculo imperfecto, dos figuras se agarran de la mano. Figuras humanas, o al menos eso parecen, pues en su mayoría no son más que una aglomeración de pinceladas sin orden ni concierto. Sólo son distinguibles sus bracitos, lo que parece ser el vuelo de sus faldas, su pelo y sus ojos. Son idénticas, y me devuelven la mirada.
Estiro la mano, agarro el cúter y acaricio con su punta bruñida la piel del cuadro. Quiero destrozarlo. Así me lo grita el impulso que crece en el estómago y empuja hacia arriba, hacia la garganta y los ojos, como un grito o un llanto que luchan por nacer pero que jamás verán la luz. Quiero destrozarlo, y no puedo.
Salgo de la caseta, abotargado; un punzón hirviendo se abre paso en mi frente. Creo que estoy enfermando.
El silencio en la casa es una paz efímera que se quiebra cuando el teléfono zumba en mis sienes. Descuelgo el auricular con torpeza y me lo llevo a la oreja. Es Andrea, llama desde el trabajo. Ríe, suspira; no encuentra las palabras. Me dice que me quiere. Yo también a ella, con toda mi alma.
—Amor mío… –consigue articular–, ¿adivina qué?
Esa misma tarde, aún mareado por la sensación malsana de fiebre que no acaba de medrar, voy a recoger a Lucía. Los niños trinan a la salida, cogen de las manos a sus padres y despiden a sus compañeros con gritos. Una desbandada de vida que observo tras el parabrisas. Cuando veo a Lucía, doy dos bocinazos. La niña corre hacia el coche. Hoy parece pletórica, irradia alegría.
La mayor parte del camino a casa la paso callado, sonriendo distraídamente con cada chascarrillo que Lucía me cuenta. Cuando finalmente encuentro la forma idónea de darle la noticia, las palabras se congelan en mis labios. Por el retrovisor la veo canturrear una melodía infantil mientras juega a dibujar en la ventanilla empañada. Sus dedos regordetes recorren el cristal con avidez: en un círculo, dos niñas sin rasgos se dan la mano.
Al aparcar junto a la casa, bajo del coche y le abro la puerta. Quiero preguntarle sobre el dibujo, pero este se ha evaporado. Con todas mis fuerzas quiero creer que no he visto ese dibujo. Me toco la frente, no está caliente, pero me pasaré el día en reposo, por precaución.
shock
—No te preocupes, Jorge –me dice cuando estoy a punto de abandonar su cuarto, ya con la mano en el interruptor. La miro incrédulo, mi cabeza es un torrente de imágenes e ideas que no me dejar analizar con claridad lo que acabo de oír–. Todo saldrá bien– afirma con una sonrisa justo en el momento en que apago la luz.
No sé en qué momento decido entregar mi agitada mente al alcohol. Lo único que sé es que llevo horas bebiendo y llorando en la habitación. La realidad gira, es un bucle que se vuelca y se pone en pie lenta y constantemente. Quiero sostenerme la cabeza con ambas manos, pero pesa demasiado. Otro trago a la botella; el whiskey se desborda por mi comisura y me abrasa por dentro.
«Andrea…» su nombre retumba en mi mente entre grandes manchas de sangre que estallan y se abren como flores de locura.
«Andrea…» balbuceo pastosamente. La baba se mezcla con
mis lágrimas, las lágrimas con el dolor. Y el dolor me va devorando a largos tragos de desesperación. Caigo al suelo. La habitación tiembla, gira y se desvanece a mi alrededor.
Tap, tap, tap...
Conozco ese sonido. Lo conozco. Son pasos. Es Lucía
corriendo por el pasillo hacia nuestra habitación. Corre porque tiene pesadillas, malos sueños. Le ocurre a menudo. Alguien en su cuarto, alguien que la mira, que la vigila y respira junto a ella. Ponerme en pie es una tarea que resuelvo de la manera más torpe, hay una fuerza de atracción casi insostenible entre mi cabeza y el suelo. Dando tumbos camino hacia la puerta.
Es extraño, ya no oigo los pasos. Es como si Lucía se hubiera detenido en mitad del pasillo. Abro la puerta; ahí está. Camina hacia mí de puntillas, con las manos extendidas. Su rostro redondo y blanco, con esas dos perlas verdes incrustadas, brilla en la oscuridad del corredor. Es una imagen borrosa flotando en la penumbra.
No es Lucía.
Busco sin éxito el interruptor, todo lo que consigo es caer al suelo ante la repentina flaqueza de mis piernas. El cielo del paladar, enfangado por el alcohol, se me inunda de saliva. El corazón me late con fuerza.
—Mi padre me azotaba con su cinturón… –susurra la niña que sigue avanzando hacia el cuarto, su voz es un ronquido agudo.
Me arrastro con los codos, alejándome de ella, y desde el suelo intento cerrar la puerta de una patada, pero el terror y el vórtice que no deja de girar en mi cabeza me han vuelto demasiado lento.
—¿Tú también me azotarás?
Cuando la vuelvo a ver ya está dentro del dormitorio. No la he visto entrar. Una cuerda invisible se enrosca alrededor de mi cuello, apenas puedo respirar. Quiero gritar, pero es como si algo engarrotase todo mi ser.
—¿Tú también lo harás?
Tengo a la aparición sobre mí. Su pequeño camisón blanco parece salpicado por pequeñas gotas carmesíes. En su rostro, se abren heridas provocadas por un látigo intangible. La sangre se mezcla con las lágrimas de sus mejillas. En sus palmas, vueltas hacia mí, se retuerce un coágulo negruzco: un feto.
—¿Tú también nos azotarás?
El alarido emerge por fin. Mi voz vibra en mis oídos, en mis ojos, en toda mi cabeza. Todo a mi alrededor tiembla. Luego, el mundo se desvanece.
La mañana restriega contra las ventanas su cuerpo de bruma; es fría, silenciosa. Onírica. Recorro la casa impelido por el desánimo y el desconcierto. Tengo la sensación de encontrarme vagando en el limbo.
Lucía no está en su cuarto. El timbrazo del teléfono me devuelve a la normalidad. Descuelgo el auricular como un autómata. Es Andrea. No puede dejar de llorar.
—Lo he perdido… –repite entre balbuceos–. Mi bebé…
Ahora el auricular cuelga del aparato, cimbreando a escasos centímetros del suelo como un péndulo.
Me ha parecido advertir algo a través de las ventanas. Al salir al exterior, la mañana se posa sobre mis hombros como un pájaro con plumas de rocío. El aliento sale expelido de mi boca en nubes densas. Ahora lo oigo con claridad. Es el columpio. En el huerto, junto al tronco nudoso y el follaje verde y áspero, las veo: dos niñas iguales.
Mis ojos hinchados son incapaces de enfocarlas, creo estar contemplando la cola de una foto movida. Lucía, sentada al columpio, disecciona el vacío con ojos tristes. Parece a punto de llorar. La otra empuja el balancín rítmica y afanadamente. Se percata de mi presencia. Me mira y sonríe.