Prólogo de
Luis Eduardo Aute
Trama editorial
El prólogo de un libro de cuentos, a mi modo de ver, y por coherencia con la estructura del cuento, debería ser breve y por ello intentaré no ser breve sino fugaz como una chispa. Mas, además, quiero serlo por seguir manteniendo esa coherencia con la idiosincrasia de estos Cuentos chinos de Alejandra Díaz que, más allá de la brevedad, alcanzan la categoría de fugacísimas chispas de gran imaginación literaria. Sorprenden, en cuanto a formato, por su caótica irregularidad siempre justificada por el contenido de lo escrito. Ni falta ni sobra palabra alguna, la narración está medida al milímetro. Lo que se cuenta no admite el más mínimo exceso literario.
En cuanto a lo narrado en estos Cuentos, la sorpresa es mayor no sólo por la indudable originalidad de los motivos sino por el generoso caudal de imaginación, ingenio y un muy sutil cinismo; todo ello rezumando un sentido del humor muy gratificante, absolutamente imprescindible (aunque muy raro) en este género literario.
Alejandra Díaz conoce bien los materiales del cuento breve. Controla, con destreza, la irrupción de lo inesperado, posee ese don del cuentista (tan apreciado por unos y denostado por otros) que es su capacidad de provocar eso que se suele llamar «destello», ese cortocircuito que, en vez de causar un apagón, en este caso y como un flash de cámara fotográfica, deslumbra instantáneamente para romper la superficie del espejo y así atravesarlo para «ver» ya no tan fugazmente lo que sucede al otro lado.
Es imposible no hacer referencia a algunas resonancias magistrales gravitando sobre estos Cuentos chinos. Los universos transgresores de Borges, Cortázar, Galeano… y en algún momento los antipoemas de Parra no le son ajenos a la autora. Tal vez la impronta muy personal de su escritura clara, directa, coloquial, que va desgranando muy ágilmente los cuentos, marque las distancias con los autores citados.
Es un lenguaje desnudo de florituras innecesarias. Habla de las relaciones de la pareja con una muy sabia (e inocente a la vez) amoralidad. Son relaciones ambiguas en donde la bisexualidad se desarrolla con una naturalidad limpia de toda connotación perversa. En todo caso diría que esa ambigüedad forma parte de la estructura lúdica de la narración; son juegos de espejos sobre aparentes espejismos que luego no lo son. En ese sentido sus personajes son puros seres humanos a la intemperie de su condición sexual y social aunque obligados, a pesar de todo, a representar el papel que la sociedad les impone.
A veces, sus historias se desarrollan a través de diálogos cotidianos, como extraídos de algún guión cinematográfico; y otras, la mayoría de ellas y cuanto más breve el cuento, más, roza los ámbitos de la transfiguración poética. A propósito de «tráns-hitos», esa irregularidad estructural y estilística, esa falta de respeto por la extensión y los formatos, y ese rechazo radical a inocuos amaneramientos es lo que resulta más diversiva y divertidamente atractivo, y eso es siempre de mucho agradecer.
Voy viendo que este llamado prólogo es un fracaso en cuanto a que no he cumplido la promesa que prometí en su inicio: más que brevedad, fugacidad. Pero como ya se sabe que el tiempo es una convención y su paso una invención, puesto que lo que pasa (o sucede) es lo que va pasando por la vida (o sueños) para luego contarlo, téngase pues en cuenta que lo único que existe es lo que se cuenta, y, aplicando el cuento a este caso, eso es lo que se cuenta (y lo que cuenta) en estos espléndidos Cuentos chinos de Alejandra Díaz.
Luis Eduardo Aute
(Lunes, 5:23 a.m.)
–¿Bailas?
A mi madre, Margarita, la mujer más bella que conozco…
–¿Que de dónde procedo?… Pues verá: mi bisabuelo materno era francés: un franchute que no tuvo mejor idea que robarse a mi bisabuela, una joven y hermosa india de la tribu Yaqui, esos que son primos hermanos de los Apaches, pero del desierto mexicano.
Del lado paterno, otro tanto de lo mismo: un chino cantonés que trabajaba en las obras del ferrocarril de San Francisco, se escapó y fue a dar a Sinaloa, donde se emparejó con la madre de mi padre.
De mis padres, poco más que decir: él se fue a Bolivia, dizque para hacer la revolución con el Che. Mi madre se quedó conmigo y con un medio ruso, medio oaxaqueño, al que siempre he llamado padre.
Así pues, siguiendo la tradición familiar, no es extraño que yo me dejara robar el alma por uno de los suyos y me brincase el enorme charco atlántico para venir a parir a esta linda andaluza de piel blanca, rizos negros, ojos rasgados y acento confuso que, seguramente, tendrá unos hijos rubios y de ojo azul, como su padre…
El agente selló el pasaporte con el visado de entrada al país.
No me molestó la estúpida caída en la bañera. Tampoco los veintiún pinchazos y tres descargas que me dieron los de Urgencias. El paso por quirófano no fue nada grave, más bien creo que divertido: yo era el centro de atención. El funeral tampoco estuvo nada mal, fueron los que yo sabía –ni uno más ni uno menos– y tú.
Se dijeron las cosas justas que fui escribiendo en los recuerdos de los que apenas me recuerdan. Ni siquiera tus lágrimas me conmovieron; te dejé en buen momento para jugarte una próxima vida.