Para Eva,
con quien no hay un minuto mal vivido
«El éxito es ir de fracaso en fracaso
sin perder el entusiasmo»
WINSTON CHURCHILL
Antes de emprender la redacción de este libro, envié a algunos colegas y amigos un cuestionario con cinco preguntas relativas al rechazo editorial. No todos respondieron por escrito, pero su ayuda ha sido siempre inestimable.
En algunas ocasiones, los encuestados han preferido que no aparezcan sus nombres por sentido de la responsabilidad o quizás por pudor, por miedo al chismorreo en el sector, por no fiarse totalmente de mí, etcétera. En dichos casos, les he otorgado nombres de personajes novelescos, algo que por lo general no ofende a nadie. El lector avisado no tendrá el menor problema en descubrir cuándo ha sido así.
A la hora de ver qué hacer con sus respuestas barajé diversas opciones, para llegar a la conclusión de que lo mejor era tocarlas lo menos posible e ir ofreciéndolas a lo largo del libro. Eso he hecho. No he incluido todas las respuestas, pues muchas veces los puntos de vista y experiencias eran casi idénticos, y su lectura podía parecer redundante.
Por último, quiero recordar que todo error, inexactitud o inconveniencia que pudiera leerse en las páginas siguientes debe achacárseme únicamente a mí.
«Para el autor de este libro
toda ayuda psiquiátrica es poca»
De un informe de lectura
a Crash, de J. G. Ballard
No supe cómo empezar a escribir este libro hasta que me topé con otro, titulado Cómo tener éxito con las mujeresi.
Vale, ya lo he dicho.
No es que me faltara material: al alcance de todo lector curioso están, en primer lugar, los rechazos clásicos (Proust, Orwell, Kennedy Toole...) que se mencionan en varios libros sobre el tema. Y también las memorias de autores y editores, por lo general comedidas pero siempre repletas de nombres propios, tal vez porque el editorial es un mundo amante del name-dropping.
En segundo lugar tenemos las nebulosas de autores inéditos que atestan el ciberespacio: de tantos aprendices de escritor y novelistas casi publicados, todos ellos llamados a colgar en sus páginas web los rechazos que obtienen de revistas que publican ficción de saldo, agencias que no quieren representarles, editoriales que no están interesadas en publicar su obra. Como amapolas desperdigadas en un campo de trigo, de cuando en cuando aparecen aquí juicios sumarísimos, comentarios extemporáneos, salidas de tono escudadas en el anonimato.
El resultado es un bucle. El relato, un millón de veces repetido, del autor cuyo fabuloso manuscrito le es devuelto por un editor que no lo ha sabido apreciar y tal vez ni siquiera ha leído. Una misma historia, un mismo guión con idénticos resultados en el que –como si de un folletón de medio pelo se tratara– sólo cambian los nombres. ¿El responsable? Por lo general uno, el pez gordo, personificado en la editorial de turno que ha perdido el norte y no sabe reconocer el talento, aun a pesar de tenerlo enfrente de las narices.
Creí que debía documentarme, pero llegué a la conclusión de que a veces demasiada información aburre. Aunque eso tiene cura inmediata: basta con apagar el ordenador y salir de casa.
Sin embargo, ya en la calle tampoco veía claro el porqué de un libro sobre el rechazo editorial. A día de hoy, un editor independiente que publique apenas treinta títulos anuales puede recibir seis nuevos manuscritos a la semana, lo que significa que al acabar el año se habría visto forzado a rechazar más de 250 obras. En el caso del editor de un sello importante dentro de un poderoso grupo editorial, ese número puede multiplicarse fácilmente por quince. ¿Cómo no se les va a escapar alguna perla de cuando en cuando? Culparles por hacer su trabajo sería como insultar al estanquero porque han vuelto a subir el tabaco: algo tal vez legítimo, pero sin duda excesivo.
Además, como dice Manuel Rodríguez Rivero en un artículo que también citaré más adelante,
En el fondo, y visto con perspectiva, tampoco importa demasiado (salvo, y solo temporalmente, para el autor en ciernes) que un editor «pierda» una obra valiosa. Lo que cuenta es que finalmente sea publicada y, sobre todo, leídaii.
Y en ésas estaba cuando regresé de mi paseo y me topé con el libro que necesitaba.
Cómo tener éxito con las mujeres está escrito por Ron Louis & David Copeland. Son dos entrenadores personales que, entre otras cosas, te enseñan a captar la atención de una mujer en el mismo segundo en que la conoces, el modo en que debes vestirte o los cinco mejores lugares para conocer chicasI . Lo admito, a simple vista tiene pocas semejanzas con el tema del rechazo editorial.
Sin embargo, mientras revisaba la sección titulada «Los usos del seductor altamente eficaz» tuve una epifanía. En esa sección, los autores definen al seductor eficaz –y por eficaz entendemos aquél que obtiene conquistas con mayor frecuencia que otros– como alguien que no se queja como un niño si no le dan lo que desea: una persona consciente de que le toca a él iniciar una conquista, aun a riesgo de que le den con la puerta en las narices, y que no se lo toma a pecho cuando le rechazan, pues está convencido de que el NO forma parte del juego y al cabo de oír NO muchas veces se demuestra esa gran verdad que en lengua española se enuncia así: «Quien la sigue, la consigue.»
Tras leer esto, me dije que Louis & Copeland deberían haber escrito un libro sobre el rechazo editorial para autores primerizos. Pero no, no lo han hecho, tal vez porque opinan que para el futuro de nuestra especie es más importante que todos los tímidos del mundo abarroten las librerías y saquen a cenar a esas chicas tan inteligentes que leen y leen sin comerse un rosco.
«Así que me toca intentarlo», me dije. Y acto seguido, supe que el único modo honesto de hacerlo implicaba plantearme si debía o no tomar partido.
Pero, en tal caso, ¿por quién?
Enseguida vi que no iba a ser fácil.
Así como los pueblos tienen fama, así también los oficios. Del mismo modo que el tópico pinta al irlandés borrachín y lánguido al portugués, así los porteros de discoteca son oligofrénicos, los hombres del tiempo unos ineptos y los editores... Bueno, los editores son el enemigo que roba el pan al pobre artista y se enriquece con su genio.
Esto, claro está, no tendría por qué tener el menor parecido con la realidad para ser cierto, pues basta con que se haga correr la voz para que el mundo lo crea, sobre todo si la publicidad te la hacen las plumas más inspiradas que puedan encontrarse. Algo que puede comprobarse en los siguientes ejemplos:
1) «Los editores son todos hijos del diablo. En algún lugar debe haber un infierno especial para ellos.» Goethe
2) «Así como los sádicos reprimidos se hacen policías o carniceros, así aquellos con un miedo irracional a la vida se convierten en editores.» Cyril Connolly
3) «Uno debería luchar como un demonio para no caer en la tentación de hablar bien de los editores. Todos sin excepción se revelan, al menos durante algún tiempo, como gente incompetente o chiflada.» John Gardner
Con semejante mala baba, más de un político quisiera haberles fichado para machacar a la oposición.
Pero no dejemos que esto nos aleje de algo que debemos reseñar cuanto antes: que en el fondo les asiste la razón.
Lo repito: tienen toda la razón.
En efecto, desde que existe la letra impresa abundan las historias de editores abusivos que regatean los derechos a sus autores. En España lo sabemos mejor que nadie, pues aquí nació la novela moderna y el mero hecho de que su creador, Miguel de Cervantes, muriera pobre como una rata ratifica desde entonces todas y cada una de las críticas proferidas contra el gremio de los editores allá donde la gente lea y escriba.
Y sin embargo, ¿no puede echarse pestes de todos y cada uno de los oficios del mundo? Quien ha hecho obras en casa, ¿conoce acaso a un albañil puntual? Quien ha visto un debate en el Congreso, ¿sabe si existe algún político que admita su ignorancia? ¿Qué nos ha enseñado la historia inmediata sobre los analistas financieros y su ceguera para avistar crisis sistémicas, o sobre los diplomáticos y su supuesta capacidad para resultar invisibles, por no hablar de los sacerdotes y la lascivia? Por último, ¿no son también los escritores un poco lloricas, como hemos sugerido más arriba?
Además, en el caso de los editores existe otro factor a tener en cuenta: sin esos chiflados hijos del diablo y su miedo irracional a la vida no habríamos tenido libros que leer. Los escritores, a los que por lo general les basta con escribir, les necesitan para difundir su obra. Y nosotros para leerla.
Los editores son, en cierto modo, un mal necesario, como los hospitales: no sabemos si al acudir a ellos con un catarro nos encontrarán un cáncer, pero tampoco tenemos el valor de quedarnos en casa si no logramos detener la hemorragia.
De modo que puestos a elegir, entonces, entre la gallina editorial y el huevo novelista debemos tener claro si estamos seguros de qué pasará si la matamos (¿habrá huevo?) o lo rompemos (¿nacerá la gallina?).
Creo haber mostrado cómo no todo es blanco o negro. No obstante, voy a tomar partido por quienes ponen los libros en las librerías.
Por dos razones.
La primera es la proximidad: conozco a los trabajadores del mundo del libro lo bastante como para admirar la dedicación obsesiva, las lecturas realizadas robando horas al sueño, los sueldos míseros, los minutos de consulta psicológica telefónica gratis al novelista solitario, el hecho de que jamás hayan cobrado una sola hora extraordinaria y, sin embargo, se sientan orgullosos de su trabajo y crean formar parte de una rancia aristocracia que a todas luces languidece ante el empuje de lo audiovisual y la chifladura de la junta de accionistas de turno.
La segunda razón es mucho más prosaica y se enuncia así: alguien tiene que hacer de abogado de los hijos del diablo, ¿no?
De modo que ya lo sabes, lector: si compraste este libro porque una editorial rechazó tu novela y esperabas que yo te pasara una mano por el lomo, lo llevas claro.
Ahora bien, si eres de los que conocen que el rechazo no es sino una etapa más en el juego, y que el amor espera a la vuelta de la esquina, sé bienvenido.
Porque has llegado al lugar indicado.
«Lo contrario está más cerca de la verdad:
un buen escritor es casi siempre un editor frustrado...»
Javier Cercas, «Elogio (mesurado) del bromista»,
El País Semanal, 04/06/06
Un libro titulado Éxito debería ser un himno a la esperanza y empezar tal vez con una historia, una cita o una invitación. Pero la realidad siempre se impone, y eso implica que debemos abrirlo con unas palabras sobre cómo el futuro ha vuelto a intentar decepcionarnos.
¿De qué hablo cuando hablo de futuro? Digámoslo claro: del ahora. Cualquiera que nació en el siglo pasado debe concederme que habernos plantado en el año 2011 equivale a vivir en el futuro.
¿Y a qué me refiero al hablar de decepción?
Eso ya es más complicado.
Digamos que, a día de hoy, hay quien cree que quien se gana la vida como editor llora como una nenaza. En casa, en silencio, sin aspavientos. Pero llora.
Hay quien opina que la historia ha vuelto a repetirse: que los editores, que en teoría como profesionales se preciaban de poder adivinar tendencias y peligros futuros, erraron el tiro. Que ésa, y no otra, es la historia de una derrota, la derrota de toda una profesión.
Una derrota anunciada. Tan anunciada que los sorprendió mirando hacia otro lado, pues según parece los editores creían que la amenaza vendría de la tecnología y, de hecho, pensaban así:
¿El procesador de texto? Adiós al oficio: con él cualquiera que conserve cuatro cartas, dos apuntes y unas cuantas listas de la compra logrará reunir unos cientos de páginas y muy pronto todo el mundo se las dará de escritor. ¿Internet? Adiós a la reflexión: abocados a pasar el día delante de una pantalla que nos brinda múltiples opiniones de forma inmediata nadie tendrá ganas de leer nada sesudo, y pronto nos habremos vuelto más superficiales que una invitación de bodas. ¿El teléfono móvil? Adiós a la mesura: a partir de ahora, nada que no hable de nosotros con abundantes faltas de ortografía nos seducirá lo más mínimo.
Eso, sin decir nada de los programas del corazón, las tertulias de la radio o el libro electrónico.
Según esa historia, lo que jamás sospecharon era esto: que acabaría con ellos algo tan trivial y tosco como un anuncio de la tele.
No es que faltaran precedentes: en este país han sido muchos los colectivos afectados por la fiebre de los publicistas. Todos hemos perdido el respeto al cocinero que friega los restos de paella en plenas fiestas patronales, al ama de casa y su eterna lucha con el blanco de las camisas, al mayordomo con un pedazo de algodón en la mano enguantada que pasea entre muebles impolutos.
El efecto de estos anuncios es instantáneo, pues de inmediato se observa que tanto el gorro de cocinero como el mandil de ama de casa o los guantes del mayordomo son el traje nuevo del emperador y que estamos en presencia de impostores: la prueba es que en sólo veinte segundos y sin levantar el culo del sillón, uno ha aprendido cómo desempeñar su oficio mejor que ellos mismos.
He citado tres casos muy conocidos. Añadiré que en todos ellos las consecuencias fueron devastadoras. Tanto, que los cuatro mayordomos que aún ejercían se prejubilaron, las amas de casa en bloque buscaron un empleo remunerado y los cocineros tuvieron que inventarse un nuevo nombre, el de «restaurador», para recuperar la respetabilidad perdida.
El anuncio –el que supuestamente acabó con los editores– pertenecía a una conocida marca de telefonía. En él, un editor llama día y noche a un autor al parecer narcoléptico, para recordarle que debe ponerse a escribir: el editor llama, el escritor despierta, el editor llama de nuevo... y de pronto ambos presentan un libro salido de la nada, que creo recordar se titula Despertares. Así de sencillo. En resumidas cuentas: en el anuncio queda claro que nuestro editor hace de despertador, ése es su cometido.
Su único cometido.
Aunque, como ya he dicho, lo mismo podría haber desafinado en un karaoke o pegado un sello con la lengua: una vez que tu profesión sale en un anuncio de la caja tonta se abre la veda y se te encasilla de por vida: el espectador, y lo digo por experiencia como espectador, nunca desaprovecha una oportunidad para hacerse una idea de cómo son las cosas en realidad.
Quienes se aferran al poder lo saben. Y se cuidan mucho de caer en la trampa.
Esto explica por qué no existe ningún anuncio con una ministra que se siente orgullosa de ser mujer, u otro con un banquero que sobrelleva sus hemorroides en silencio: porque la profesión de ministra y la de banquero deben seguir suponiendo un misterio para el mundo, si se desea que estos oficios mantengan su aura de ocupaciones para gente seria. (No vaya a ser que alguien revele que los banqueros usan pomadas o que las ministras matan el rato preguntándose a qué huelen las nubes; el vulgo podría equivocarse sobre el cometido diario de la distinguida señora y en menos que canta un gallo saldría alguien con el soniquete de que «eso también lo sé hacer yo». Porque todo el mundo, ministras incluidas, sabe preguntarse a qué huelen las nubes.)
Por eso, el banquero y la ministra jamás protagonizarán un anuncio.
Pero es cierto. Lo vieron millones y, tras el anuncio, los editores (que antes vivían encantados de no lograr resumir coherentemente sus múltiples cometidos a los simples mortales, ante quienes pretendían ejercer una profesión compleja, mezcla de prestidigitador, adivino, musa y broker) ya no pueden simular que ostentan algún poder.
Sucedió esto:
–Si tú eres editor y el anuncio te pinta despertando a alguien –pensó el banquero en el excusado–, ya sé a qué te dedicas: eres como un mayordomo de los de antes.
Mientas oteaba el cielo, nuestra ministra se preguntaba:
–Lo que no alcanzo a entender, ya que te dedicas a despertar a la gente, es en qué te diferencias de un bedel o un botones.
Esto, esto es el desprestigio.
¿Debemos creer, con la ministra, que los desprestigiados editores son botones de hotel, meros sirvientes? ¿O sirven para algo más, y valga la redundancia?
De hecho, ¿a qué se dedican?
A qué se dedican los editores: ése es el verdadero caballo de batalla.
Para contestar a esta pregunta echaré mano de una cita. Y para no ponérmelo fácil, en vez de acudir a la amplia hemeroteca de sentencias de autores inéditos que alberga el ciberespacio, elegiré una que tiene un siglo de vida más o menos, y que pertenece a Elbert Hubbard, quien –con una clarividencia apabullante a la hora de adivinar cómo serían en el futuro los grupos mediáticos, propietarios de muchos sellos editoriales y de tantas cabeceras de periódicos– definió el oficio así:
Editor: persona que trabaja para un periódico y cuya ocupación es separar el grano de la paja para, acto seguido, publicar la paja.
Que nadie piense que hablamos de algo nuevo: ya en 1471, Niccolò Perotti le escribía a su amigo Francesco Guarnerio con motivo de la invención de Gutenberg, advirtiéndole que,
...ahora que todos son libres de imprimir lo que les venga en gana, con frecuencia se desprecia lo que tiene más valor y en su lugar se escribe, con el solo afán de entretener, lo que sería mejor olvidar...iii
Recapitulemos: hemos visto cómo, hasta la aparición del anuncio que los pintaba como meros despertadores, los editores eran culpables de editar la paja y rechazar el grano. Según esto, a diario el mundo estaría perdiéndose obras maestras, silenciadas por quien se ocupa en no hacer caso a las personas adecuadas. Esto también podemos explicarlo acudiendo a Hubbard: en concreto a su opúsculo más famoso titulado «Un mensaje para García», que escribió en tan sólo una hora y fechó el 22 de febrero de 1899.
En él, Hubbard comentaba la proeza del soldado Rowan, quien durante la guerra entre EEUU y España se las arregló para cruzar de punta a punta la isla de Cuba e, inadvertido, pasar un mensaje a García, un general insurgente que se alzaba contra el yugo español.
Hubbard veía heroísmo en esta hazaña.
Tomaba este acto heroico –el del soldado que se adentra en solitario por territorio hostil– para ensalzar al hombre capaz de cumplir con su cometido sin titubear, sin quejarse, sin indolencia. Ese hombre, encarnado en el soldado Rowan, que tan poco abunda.
La excepción, en un mundo en que lo que prima es la falta de solidaridad, la abulia, la ineptitud.
Permíteme un apunte valiente: tal vez, sin saberlo, Hubbard estaba definiendo también a ese escritor sin editor que clama contra la injusticia de que siempre sea la paja ajena la elegida.
A ése que ya ha cumplido con su parte al terminar su manuscrito y se atreve a someterlo a la aprobación de otros. Ése que ha acudido a una agencia literaria o a una editorial con la esperanza de cumplir su sueño de ser publicado. Ése que aguarda una decisión, pero que no dudará en seguir intentándolo, si es preciso. Alguien para quien Hubbard tiene esta advertencia:
Todo hombre que ha tratado de llevar a cabo una empresa para la que necesita la ayuda de otros se ha quedado frecuentemente sorprendido por la estupidez de la generalidad de los hombres, por su incapacidad o falta de voluntad para concentrar sus facultades en una idea y ejecutarla. Ayuda torpe, craso descuido, despreciable indiferencia y apatía por el cumplimiento de sus deberes (...). Así, ningún hombre sale adelante.
«Estupidez», «incapacidad», «descuido», «indiferencia»... Estas palabras, escritas hace ya mucho tiempo, siguen zumbando en los oídos de este futuro en el que vivimos. Y resuenan ahora de lleno en el mundo editorial. ¿Cómo?
Para explicarlo sin herir a nadie me serviré de un ejemplo extranjero.
Inglaterra, año 2010. Dos autores, Seth Godin y Ray Connolly, anuncian públicamente que dejan sus editoriales: a partir de ahora, se dedicarán a la autoedición. La noticia se recibe con regocijo, al menos en el ciberespacio, pues la excusa es que Internet lo va a cambiar todo en el anteriormente llamado mundo del libro. Tanto es así que Ray Connolly publica un artículo en The Guardian donde cita como inspiración a los Arctic Monkeys, Lilly Allen «y otras estrellas de rock» que cobraron fama gracias a Internet. Sin embargo, el motivo principal que esgrime parece menos unido a la tecnología que a la misma condición del medio,
Puesto que desde el día en que alguien se puso a escribir por primera vez un libro, las trayectorias de los artistas han dependido del criterio o capricho de los editores. No hablemos ya de publicarla, ¿se dignarían leer éstos la novela que tantos meses, si no años, habrá llevado escribir? ¿Quién pone la mano en el fuego? ¿Quién sabe lo que buscan los editores? Esta situación ya era mala cuando los departamentos editoriales tenían autoridad para comprar manuscritos. Pero entonces llegó la infinita ascensión de los departamentos de Marketing y muy pronto las novelas empezaron a seleccionarse de acuerdo con el género al que pertenecíaniv.
Conviene advertir que en 2010 el futuro era inédito, pero no original.
De nuevo tenemos aquí el viejo cuento de que los editores (tan incapaces que se mueven por capricho, tan indiferentes que no llegan a leer lo que se les envía, tan estúpidos que nadie sabe lo que buscan y tan descuidados que los de Marketing les han ganado la partida) eligen la paja y desechan el grano. ¿Cómo fiarse de semejante gente?
No hay que hacerlo. Ya no. De hecho, Seth Godin y Ray Connolly proponen que ha llegado el momento de liberarse de tanta tiranía. A partir de ahora, todo autor podrá recibir del mundo el SÍ que las editoriales le niegan (en el supuesto, claro, de que haya quien se digne leer lo que incluso los profesionales han desechado). A partir de ahora, el autor lo controlará todo, y en su mano está ocuparse de lo que antes hacía el editor.
Así, gracias a la tecnología, cualquiera puede montárselo por su cuenta, pues,
-el acceso a redes sociales le proporciona las herramientas de comunicación y marketing necesarias para su difusión,
-la ausencia de editores le asegura al autor un control total sobre el texto y le da pie a cobrar un mayor porcentaje de derechos que el que le tocaría si se sirviese de intermediarios (léase, agentes y editores) entre él y sus lectores y, ante todo,
-la autoedición garantiza que la obra será publicada y que aparecerá cuando al autor le venga en gana y no cuando lo decida la editorial.