Trama editorial
Después de darle muchas vueltas al asunto, uno cae en la cuenta de que la única forma de explicar las cosas es con humildad, y que no hay humildad que valga sin sinceridad, y que ésta sólo se presenta cuando no hay miedo. Quitémonos por tanto el miedo y digamos la verdad: que empecé a escribir este libro por terapia. Estos perfiles fueron compuestos en su mayor parte en Londres, en 2006. Allí fui muy feliz, aunque de eso uno se entera a posteriori. Vivía con mi novia, vivíamos bien, aunque sin lujos, y hacíamos mermelada con las moras recogidas previamente en ese pulmón de la serenidad llamado Hampstead Heath. Lo único que teñía el horizonte era mi dificultad para encontrar empleo. Eso deja mucho tiempo libre. Dado que soy propenso a ensimismarme, decidí que sería bueno salir de mí y aprender sobre otras personas. Luego vi que me gustaba.
Queda una recopilación de perfiles que, por descontado, elegí de forma tajantemente arbitraria, al toparme con su nombre por trabajo –Philippe–, en una biografía –Rosenberg–, en una necrológica –Whitley–, en un programa de televisión –Quek–, en una librería de lance, etcétera. Después rompí con mi novia, y ella conmigo, por asuntos que no vienen a cuento, y me mudé a Barcelona para trabajar en una editorial de la que me despidieron a los dos meses. Como estoy viejo para enorgullecerme de los tumbos que voy dando, me contento con pensar que tal vez lo sucedido sea una señal para darle otro giro a mi vida, un cambio de sentido. Ésa es la razón principal por la que los reúno aquí y no sigo escribiéndolos hasta montar una pequeña enciclopedia: porque ya no siento la necesidad de seguir con esto.
Los perfiles obedecen, en general, a tres tendencias. Una, la de usarlos como excusa para contar algo que considero interesante aunque propagandístico, y aquí el ejemplo más tramposo es el de Igarashi, texto que escribí cuando un grupo de extremistas se cabreó de lo lindo por un par de caricaturas del profeta Mahoma aparecidas en un diario danés.
Dos, la de usarlos como excusa para contar algo que considero curioso aunque privado, y aquí el ejemplo más tramposo es el de L., Sophie. Como persona, ya lo he dicho, creo en la humildad, pero desconfío de la modestia. Por eso no he tenido reparo en incluir algunas circunstancias personales, con la certeza de que, así como todos sin excepción tenemos un punto de avaro y otro de desprendido, así cada cual decide en qué mostrarse pudoroso y en qué tirar la casa por la ventana, cuándo parapetarse y cuándo bajar la guardia. Y así, existe quien jamás se atrevería a contar su fin de semana, pero no tiene el menor reparo en describir su última gastroenteritis a toda la oficina y por correo electrónico. Aunque esto lo sabe todo el mundo.
Y tres, la de usarlos como excusa para rendir un homenaje a gente que admiro o he admirado, y ahí no hay trampas, que yo sepa. Esto es más o menos lo que puedo decir sobre el género, tal como lo practico. Esto y que, a partir de aquí, el resto son variaciones de la A a la Z, que es una forma de orden fina, y tan arbitraria como cualquier otra.
Ante la página, mi ambición es la de cerciorarme de que he terminado un párrafo antes de pasar al siguiente. Sin embargo, en este libro hay además otra pretensión. No la de interesar al reducido mundo de mis lectores con una serie de personas del siglo XX, sino la de articular, con la excusa de una serie de vidas ajenas, un modo de explicar pequeños detalles inadvertidos de la propia. Creo que con que uno solo de quienes me lean encuentre una expresión feliz, para explicarse y comunicarse, habré cumplido la tarea. A mi modo de ver esto no es poco, y luego el libro puede quedar olvidado en un vagón de metro.
Una última cosa. Hace años, mi amigo Luken Camarero me hizo un regalo doble. Una libreta en blanco con una dedicatoria. La libreta la olvidé tal vez en una barra de bar y no hay forma de recuperarla, pero la dedicatoria sigue conmigo. Decía así: «Para que escribas la vida con cariño». Eso he intentado.
Corre el año 1997. Jane Akre y Steve Wilson son periodistas de investigación de la cadena Fox en el estado de Florida. Al preparar un reportaje descubren que muchos granjeros usan una hormona llamada rBGH para aumentar la producción láctea de sus vacas. A pesar de que, en opinión de las autoridades sanitarias de los Estados Unidos, no parece presentar problemas, esta hormona, creada por una multinacional llamada Monsanto, está prohibida en Europa y Canadá, pues se sospecha que es cancerígena. Jane y Steve consiguen pruebas y documentan su reportaje, que no es retransmitido. ¿La razón? La publicidad de la multinacional Monsanto proporciona golosos beneficios a la cadena Fox.
En realidad, una semana antes de la emisión, llega un fax a la Fox. Desde Nueva York. De una firma de abogados. El fax está lleno de exageraciones y mentiras indemostrables. El jefe de Jane se pone nervioso. Días más tarde, llega un nuevo fax. Esta vez con amenaza de juicio. Ahora el jefe no se muestra nervioso, sino autoritario: les sugiere que corrijan el reportaje siguiendo un guión creado por los abogados de la cadena. Así, donde se dijo «cáncer» se puntualizará «posibles repercusiones para la salud», de igual modo que donde decía «vaca» se aclarará «unidad de producción». De nada sirve que los periodistas afirmen que su reportaje está documentado al milímetro y que representa a su juicio la verdad del asunto, pues –una vez queda claro que no están interesados en que los sobornen y se niegan a firmar un acuerdo de confidencialidad– el jefe les recuerda que la verdad no es asunto suyo, sino de la cadena, que es quien decide qué es verdad, qué se emite y quién se anuncia en sus emisiones. De modo que Jane y Steve –que son marido y mujer– se ponen a corregir el reportaje. Una vez, dos. Hay pegas. Diez, veinte, treinta y nueve veces. Hay pegas. Cuarenta. Hay pegas. Sesenta. Sesenta y una. Más pegas. Cuando se rechaza la revisión número ochenta y tres se dan cuenta de que están buscando el modo de despedirlos.
Así se lo indica, de hecho, una abogada de la cadena, quien no tiene reparos en enviarles una carta donde aclara que está harta de ellos. Dado que en el estado de Florida es ilegal que una empresa admita actuar en contra de sus empleados e impedirles realizar su trabajo con normalidad, Jane y Steve llevan a juicio a la cadena televisiva Fox, a quien acusan de prácticas ilegales y corruptas. El juicio dura cinco semanas. Lo ganan, y con él más de cuatrocientos mil dólares. En la sentencia se asevera que la cadena Fox «actuó de forma premeditada e intencionada, para falsificar o distorsionar el reportaje de los periodistas sobre la hormona rBGH». Corre el año 2000.
Más tarde, la Fox recurre la sentencia. Un nuevo juez no ve tan claro eso de que existan prácticas corruptas e ilegales. Obligan a Jane a devolver el dinero. Al parecer, pero puede que esto último lo haya entendido yo mal, en el estado de Florida no es ilegal distorsionar las noticias a sabiendas de que el resultado será una falsificación o, dicho en plata, una mentira o, dicho de otro modo, la leche.
Érase una vez un niño llamado Banksy a quien, con nueve años, echaron de clase por tirar a un condiscípulo al suelo, después de haberle zarandeado de lo lindo. Al condiscípulo lo sacaron en camilla con traumatismo craneal y se lo llevó una ambulancia, y estuvo inconsciente durante una semana. Lo cierto es que el culpable no había sido Banksy, sino un amigo suyo, que guardó silencio, mientras a éste le cayó toda la bronca y nadie, ni siquiera su propia madre, le creyó. Cuando volvió a la escuela, el chico con el cráneo roto no recordaba lo sucedido, y Banksy jamás pudo deshacer el entuerto.
De esta experiencia Banksy aprendió que no merece la pena guardar las formas, pues «en cualquier caso, se te castigará por algo que no has hecho; la gente se equivoca a todas horas».
Con dieciocho años, una noche, Banksy salió con amigos a pintar trenes, pues deseaba escribir «OTRA VEZ CON RETRASO» en el costado de un vagón, en grandes letras plateadas en forma de burbuja, algo que lleva su tiempo, y entonces llegó la policía y, mientras sus amigos corrían al coche, le tocó aguardar durante horas hasta que los agentes se retiraran y él pudiera largarse de allí sin peligro.
Oculto, mientras escuchaba pisadas en las vías y meditaba sobre qué hacer para apresurarse más la próxima vez, vio una señal pintada –unas letras escritas con plantilla en un depósito de gasolina– y tuvo una epifanía: la próxima vez, para ganar el tiempo necesario, bastaría con llevar preparada una plantilla y aplicar el spray sobre ésta.
Luego volvió a casa, se lo contó a su novia y ésta le pidió que dejara de drogarse.
Banksy no le hizo caso, porque para entonces opinaba que en este mundo no hay nada más normal que la mediocridad de la gente con talento, que siempre encuentra excusas para no salir de casa, y que el truco está en hacer las cosas sin pensar en las consecuencias, ni en hacerse famoso, del mismo modo que –lo diré con sus palabras– «no va uno a comer al restaurante porque tenga ganas de cagar».
Como Banksy gustaba acuñar aforismos –por ejemplo, «no hay excepción para la regla que dice que todo el mundo piensa que hay una excepción que confirma la regla», o «dado que los peores delitos los cometen los que siguen las reglas, los que obedecen órdenes y ponen bombas, como precaución para no cometer grandes maldades no debemos hacer jamás lo que se nos diga», o «aprende a ser bueno haciendo trampas y ya no tendrás que aprender a ser bueno en nada más», o «nada se puede hacer para cambiar el mundo hasta que caiga el capitalismo y, entretanto, deberíamos ir de compras para consolarnos»– y que, por consiguiente, creía que tenía algo que decir, y creía saber cómo hacerlo, salió de casa, pues, a fin de cuentas, se dijo, cualquier pared vale, cualquier muro es idóneo para mostrar tus obras, ya sea en las calles de Londres, en el zoo de Barcelona, en un puesto de control de Ramallah, en una pared del Louvre o, a falta de algo mejor, en los lomos de una vaca o un cerdo de la campiña inglesa.
Así, podemos disfrutar de sus graffiti de monos que nos advierten que algún día tomarán el poder; de policías fornidos que orinan en una tapia o se besan con lengua; de sus poemas y fábulas, en las que las abejas mueren de enfermedades cardíacas provocadas por el estrés; de sus ratones, en paracaídas, con paraguas o serruchos o cámaras de fotos; de los cuadros de madonnas que escuchan un iPod; de sus billetes de diez libras con el rostro de Lady Di y de sus sellos de correos donde su Graciosa Majestad lleva máscara antigás; del arte prehistórico con carritos de la compra o de los cuervos disecados, posados junto a las cámaras de circuito cerrado de televisión que coronan la urbe.
Mientras tanto, el resto, todos, nos dedicamos a mirar antes de cruzar cuando vamos de compras, y no le hacemos ni caso, ni hacemos trampas por no saber hacerlas bien, o encontramos excusas para no salir de casa, o él se hace famoso y, mira tú, se convierte en la excepción que confirma la regla... y colorín colorado.
Antes de Harry Beck, los mapas de ferrocarriles subterráneos metropolitanos (en adelante metro, a secas) seguían los trazados de superficie, de las calles, lo que resultaba confuso, porque por lo general en el centro de la ciudad se concentra un número muy superior de estaciones al que se da en las afueras, y también se superponen y entrecruzan las distintas líneas, y todo ello tiende a manchar la ya de por sí complicada telaraña que uno quiere mostrar sobre el papel. Beck era diseñador gráfico y pasó a la historia como el creador del primer plano de metro moderno. Sucedió en Londres, en 1931. Beck tomó el trazado de estaciones subterráneas y lo dibujó de la forma más esquemática posible, con líneas rectas, y en aras de la claridad hizo caso omiso de las distancias geográficas. Sólo conservó la secuencia de estaciones y el lecho del río, única marca de lo que se ve desde el exterior.
En un principio, las autoridades del metro londinense rechazaron el proyecto por creerlo desconcertante e impreciso: lo vieron como un mero diagrama, como una distorsión geográfica que igualaba los trayectos con independencia de que en superficie éstos fueran más largos o más cortos, como un simple montón de marcas, una por cada estación. Un año más tarde cambiaron de idea, lo hicieron público y se dieron cuenta de que a la gente le gustaba. A fin de cuentas, bajo tierra no hay atascos y poco importa que las calles sean largas o cortas, anchas o estrechas, de doble sentido o de dirección única. Su plano tuvo éxito por eso mismo. Otras ciudades le copiaron la idea y hoy el plano de Beck –sus compatriotas aún lo denominan «diagram», ahora con orgullo– está considerado en su país como una de las joyas del diseño gráfico británico.
Beck era un hombrecillo fornido, reservado y jovial, que jamás entró del todo a la nómina de la empresa del metro de Londres, colaborando con ella siempre en calidad de externo o de forma temporal. Tenía voz de barítono, calva incipiente, gafas gruesas, sabía llevar el traje gris con decencia, aunque tal vez sin estilo. No lo necesitaba, empero. Trabajó como una mula toda la vida, días laborables y fines de semana, y su mujer solía encontrar bocetos para mejorar o actualizar su plano –a medida que fue creciendo la ciudad, así también el número de líneas y estaciones– debajo de la almohada. Era muy consciente de que su plano había supuesto una revolución dentro del diseño gráfico y una mejora decisiva en el transporte urbano, y en él invirtió el tiempo y las energías que otros precisan para alcanzar eso que hoy se denomina «calidad de vida». Cuando en 1960 el metro de Londres decidió prescindir de sus servicios para las posteriores actualizaciones y le negó el copyright sobre su creación, debió de sentir que le robaban a un hijo. Intentó por todos los medios que la empresa lo reconociera como titular del copyright, pero ésta se negó y en 1962 aparece una actualización del plano firmada por Harold F. Hutchison; en 1964, la nueva actualización lleva el nombre de Paul E. Garbutt y las últimas sólo muestran esta nota al pie: «© Transport for London». Todas ellas son absolutamente deudoras del trabajo de Beck, incluso en el empleo de la tipografía de palo seco creada por aquel calígrafo sublime llamado Edward Johnston.
Como tantos otros, llegué a Beck gracias a Bill Bryson y sus Notes from a Small Island y luego encontré un maravilloso libro de Ken Garland sobre el tema, que resultaba exhaustivo y tedioso como las Páginas Amarillas, y también lleno de posibilidades, y que de inmediato me interesó, tal vez porque siempre me han atraído las ciudades –me gusta sentirme un peatón anónimo– y el plano de Beck se me antojaba la puerta de entrada a la historia de la cartografía urbana: no a la que se ve en la superficie –siempre engañosa, ya sea en una ciudad radial como París, cuadriculada como Chicago o descompaginada como Londres–, sino a la verdadera, la que no se insinúa en el callejero.
Éste, el callejero, es a mi juicio una herramienta que aporta información útil aunque huera, que informa pero jamás conforma, que sirve para ubicar calles, avenidas y alamedas, pero no para intuir cómo conviven sus habitantes en ellas, hacia dónde se mueven, dónde acaban confluyendo. El equivalente geográfico del calendario*.
La vida está llena de contrasentidos y no sé si acertaré a razonar por qué algo en apariencia tan desconcertante e impreciso como un plano de metro puede ser preferible a un callejero, compendio de todas las calles de una ciudad, en definitiva. Aunque no me cabe la menor duda de que, en una ciudad sin centro aparente como Londres –cuya expansión se desarrolló sin otro protocolo urbanístico que la anexión de los pueblos colindantes–, muchos no tendríamos la menor oportunidad de ubicarnos sin el plano de Beck. Gracias a él no necesitamos desarrollar el hipocampo, esa región del cerebro que es la que activan los taxistas londinenses cuando se ven obligados a memorizar las rutas que precisan a diario.
El plano de Beck es capaz de alertar en mí algo simple que soy capaz de recordar, y por tanto de interiorizar y sentir como propio, porque no se preocupa por los cruces o los monumentos, sino por los cauces por los que avanzan los habitantes de la metrópoli. Con él sucede lo mismo que con las caricaturas de ciertos personajes, que a veces resultan más reales que aquellos a quienes representan, pese a las exageraciones. (Personalmente, me da igual que en realidad Tottenham Court Road no quede «a la derecha» de Marble Arch, siempre que esta inexactitud me ayude a ubicarme.) Quienes al principio lo rechazaron por impreciso, no se dieron cuenta de que lo desconcertante era Londres, y que cualquier precisión sobre ella sólo brindaría más desconcierto.
Hay algo más: a día de hoy no existe una sola ciudad que no encierre otra ciudad dentro de sí, la subterránea, la que nos sirve para acceder a la de superficie. Nos hemos convertido en topos que a veces –como muestran las fabulosas acuarelas de gente refugiada de los bombardeos en las estaciones de metro que Henry Moore realizó durante la guerra– salvan la vida gracias a sus moradas subterráneas. Entre semana, muchos pasamos más tiempo deslizándonos bajo tierra que charlando con nuestros seres queridos. Y, de ser así, Beck renunció a su «calidad de vida» por brindarnos una definición de la verdadera naturaleza de la ciudad subterránea, espejo de la que sale en los callejeros: algo que imaginó como una telaraña de interconexiones que acontecen siempre bajo la superficie de las cosas y junto al lecho de un río, algo que soñó como su montón de bocetos bajo la almohada. Algo que hoy en día me ayuda a entender el desconcierto y –de rebote y a modo enteramente personal– a desconfiar aún más del calendario.
Si uno busca hoy el nombre de Edward Behr se topa con un gourmet de Vermont. No obstante, hubo, y tal vez todavía hay, otro Edward Behr, un corresponsal de guerra franco-británico nacido en 1926. Behr se hizo corresponsal de guerra para intentar diseccionar aquellas circunstancias en que la avaricia, la hipocresía y la locura –las hadas madrinas que presiden los destinos del planeta– se manifiestan en nuestra vida cotidiana. Estuvo en Birmania, en Argelia, en África, en la India, en China, en Vietnam. Con el tiempo se dio cuenta de dos cosas: una, que aquello que aparecía en prensa no era sino una mínima parte de lo realmente sucedido, y dos, que el intercambio de historias y chascarrillos en un bar de periodistas, cuando todos estaban relajados y tenían una o varias copas encima, aunque con frecuencia impublicable y difamatorio, era, invariablemente, más real, más divertido y más revelador que ninguno de los artículos que esos mismos colegas publicaban.
Entonces se dispuso a deshacer el entuerto y decidió redactar un libro de memorias. Para escribirlo tomó como referente una novela, Noticia bomba, de Evelyn Waugh, a quien Behr admiraba por muchas razones, y entre ellas por la siguiente frase: «Es curioso, pensó, cómo todos y cada uno de los distintos credos prometen un paraíso que resultaría absolutamente inhabitable para cualquier persona de gustos civilizados». Aunque en ningún momento se propuso escribir ficción, no. Tanto la sátira como el sarcasmo eran, o son, armas excelentes, pero limitadas. Y a fin de cuentas un reportero escudriña hechos reales, «pues en última instancia los hechos reales son la única arma del humanista, y ante dichos hechos al matón teorizante no le queda otra opción que decretar su supresión inmediata».
Al final el libro salió con el siguiente título, Anyone Here Been Raped & Speaks English?