Presentación de
Luis Alberto de Cuenca
Trama editorial
Alejandra Díaz-Ortiz nos da, en Pizca de sal, un montón de recetas en verso y en prosa para conocerla mejor. Su vida ha sido especialmente complicada en los últimos tiempos, y ella no ha tenido más remedio que contárnosla con palabras irónicas, precisas, desoladas, en el libro de prosas o de versos, o de no importa qué, que comienza donde terminan estas breves líneas preliminares. Alejandra ha encontrado "un beso muerto debajo de la almohada", y le ha ofrecido "una misa de cuerpo ausente", porque a los besos muertos hay que darles cobertura sacrificial. O ha estado en el cine de la memoria, jugando a subvertir títulos de películas mitológicas, como "Lo que el viento se calló", porque a Alejandra le encantan los juegos de palabras, y los practica asiduamente a lo largo del libro.
Pizca de sal es una reflexión heterodoxa, dolorida, lúdica, sobre el amor. "No amarás en falso" es el precepto al que han de remitir los demás mandamientos que la autora se impone para seguir viviendo, aunque se sienta demasiadas veces como "el ramo que abandona el viento en el umbral" (por emplear una expresión de su homónima Alejandra Pizarnik). Sin embargo, es posible, y hasta aconsejable (lo escribió Borges: "Es el amor. Debo ocultarme o huir"), infringir de vez en cuando esa ley primordial para preguntarse con ella: "¿Por qué yo nunca llego a Roma si todos los caminos llevan al amor?". Quebrantar una norma es un modo sutil de concederle importancia... Por eso hay en el libro microrrelatos sarcásticos como el que se utiliza para el título, "Pizca de sal", que se mueve dentro de esa atmósfera culinaria que envuelve la obra y que, al cabo, resulta, en feliz paradoja, una celebración del canibalismo amoroso (que incluye pan, ajo, tomate, jamón, aceite y tú), o del amor a todas horas de "Café bar" (aunque termine, como todo, en un adiós). Hay alusiones estremecedoras a la pareja perdida, a la media naranja que se fue, dejando sin zumo a la otra mitad, como cuando recuerda en "Poo de Llanes" veraneos du temps jadis.
Tienes en las manos, lector, un libro hermoso y necesario. Un grito de respiración en medio del silencio que deriva, inapelablemente, de la apnea. Escúchalo. Va a conmoverte.
Luis Alberto de Cuenca
–¿No oyes ladrar a los perros?
–Sí.
–¿Y...?
–Ya se cansarán...
I DE LO VITAL
Nacer
Fin
II DE LO ESENCIAL
Desayuno
Comida
No siempre cena
III DE LO (IN)CORPÓREO
Mirada
Amor
Saudade
Mujer madura, que cuando dice madura es eso exactamente: no hay carnes firmes ni turgentes pechos. Son carnes curtidas en batallas sobre campos bienhallados. No se ofrece piel tersa, porque en ella se dibujan los surcos arados entre tantas idas y venidas.
No queda mucho corazón, apenas un trozo que ofrecer. Pero es templado y sin infarto. El resto ha sucumbido a más de una taquicardia. Por lo demás, no pido ni paseos ni hombre honesto ni sincero, que para eso me quedo con lo puesto.
Tampoco hace falta buena posición o el signo del zodiaco. Con que tenga buena letra y algo de agudeza, basta y sobra para el resto.
No respondan los que busquen buena oreja, que para oír historias ya tuve muchos confesores. Tampoco busco el cielo, ni mucho menos paraíso: ya moré por esos lodos.
Por último, y para empezar con la cosa bien clarita, ruego que se abstengan del contacto los que no comprendan que, donde dice amor, se debe leer: pródiga pasión.
A estas alturas, el cuerpo tan solo pide guerra...
¿Mi postura ante la vida?
Horizontal y paralela, siempre de frente a tu misterio.
Vertical, si de tu boca se trata.
De pie
Azul
Viva
Simple
Invisible
Fría
Pequeña
Afable
Ingenua
Desnuda
Aburrida
Rebelde
Flaca
Incierta
Paradójica
Roja
Lista
Vencida
Desierta
Lejana
Cansada
Lánguida
Sola
Dormida
(...)
Encontré un beso muerto debajo de la almohada.
Tenté al azar.
Le ofrecí una misa de cuerpo ausente.
Por un instante, resucitó entre mis manos.
(Luego, nos volvimos a morir)
–Cántame...
–Soy mudo.
–Ámame...
–Desafino.
–¡Vete!
–Lo siento, no sé bailar.
A mi comadre, la señorita Errata...
I
Por el acento diacrítico de Tilde presagió que, entre el punto y su coma, se abrirían insalvables suspensivos.
II
El asunto es que, cuando expones el corchete sin mayor guión que una exclamación, te arriesgas a que
cualquier asterisco lo convierta en una apóstrofe.
III
Tú me/editas. Yo mi/edito.
I
Trastorno por el cual el amante nunca se siente
lo suficientemente amado.
II
Acto de esconderse para vomitar el amor
que apenas picoteó.
III
Poder y no querer... Amar, claro.
I
Yoli cogió su fusil
...y la maleta.
Guardó su cabeza,
un diente roto,
la foto de la boda,
tres recuerdos,
el miedo
y cuatro juramentos.
II
La diligencia
–En este pueblo no se roba –le advirtió el guardia a la puerta de su casa–. Así pues, Melesio, o devuelves ala hembra que te has llevado o pagas por ella.
–Pero, sargento... ella se ha arrimado sola. Cuando quise sentir, ya la tenía haciendo fuego en mi cama...
–¿Ah, sí?... Eso te resta culpa, pero pagar, pagas, como es de ley...
III
Lo que el viento se calló
–¡A Dios pongo por testigo que nunca volveré a escucharte!
Amé todas las pérdidas...
(Antonio Gamoneda)
Sentado a la sombra del viejo nogal, el poeta se disponía a abrir uno de los quince sobres que le habían llegado en el correo de la mañana.
No pudo reconocer el nombre del remitente, trazado con delicada caligrafía «a la antigua usanza». Observó que procedía de la ciudad que tan tristes recuerdos le traía. Fue en ella donde perdió una libreta con los últimos poemas que había escrito, de los que no tenía copia y a los que sólo les urgía la última corrección para entrar a imprenta. Fue tal su disgusto que, desde entonces, no había vuelto a escribir ni una sola palabra.
De nada valieron las gestiones de la universidad, ni del ayuntamiento ni de un ferviente lector: ni en el avión, ni en el taxi, ni por la radio pudieron darle razón de veintisiete meses de trabajo.
Incluso, hubo quien le regaló un moderno ordenador. Pero no, las palabras tenían que nacer entre sus dedos. ¿Acaso había otra forma de escribir?
Así pues, tuvo que dar por perdidos los versos que su memoria se negó a recordar. «¡Ay de mi mala cabeza!», musitó, resignado. Abrió la carta.
«Estimado Don Pedro:
Ha de disculpar por la tardanza en escribirle estas letras, sé que llegan tres disgustos más tarde.
Verá usted: me llevó un año, dos meses y cuatro noches descifrar, traducir, interpretar, transcribir y corregir cada una de las páginas de su libreta azul. Mi empeño fue tal, que casi pierdo mi plaza en la parada de taxis del aeropuerto. Pero el motivo bien valía la pena: una preciosa morena, dueña de unos ojos de color y forma oliva, que no había manera de hacer que me miraran.
Aquel día, cuando usted bajó de mi coche, revisé –como de costumbre– el asiento trasero para comprobar que todo estuviese en orden. Cuál sería mi sorpresa al ver que ¡ahí estaba! el hermoso tesoro que se dejó olvidado. Siento haberlo negado en su momento, pero el corazón me decía que esa era la solución a la indiferencia con que me desdeñaba la causa de mi amor. Así pues, nada más llegar a casa me puse manos a la obra.