Ser padres es la aventura más arriesgada pero gratificante que se pueda vivir. La educación de los hijos comienza cuando nacen. Para que el niño pueda desarrollar su autoestima, y convetirse en alguien capaz de confiar en la vida y en los demás, hay que fijarse en lo positivo y no en lo negativo, reforzarle en lugar de castigarle, negociar y dialogar antes que imponer, hacerle ver que nadie nace enseñado, que hay que cometer errores para aprender.
Aunque a menudo los padres tienen la sensación de haber fracasado en esta tarea, nunca es tarde para corregir y mejorar la educación y la convivencia con los hijos. Conseguirlo exige mucha paciencia y autocontrol, pero con el tiempo se crean relaciones sólidas, duraderas y de confianza.
Este libro aporta las pautas para alcanzar este objetivo, aprendiendo a educar en valores a los hijos, reconocer y entender su personalidad, adaptarse a los nuevos tipos de familia, mejorar las relaciones con los hermanos, corregir las llamadas conductas problemáticas o aplicar las técnicas de meditación más adecuadas para cada edad.
Padres conscientes, niños felices
© 2014, Helen Flix
© 2014, Diversa Ediciones
EDIPRO, S.C.P.
Carretera de Rocafort 113
43427 Conesa
info@ushuaiaediciones.es
ISBN edición ebook: 978-84-942484-5-0
ISBN edición papel: 978-84-942484-4-3
Primera edición: julio de 2014
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: © Shunny Studio/Shutterstock
Todos los derechos reservados.
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A mis hijos Héctor, Ana y David,
porque ellos han sido mis grandes maestros en el arte
de la maternidad; a mis clientes niños y jóvenes,
porque han hecho que me supere un poco cada día.
A todas las parejas que entienden el oficio
de la paternidad/maternidad con responsabilidad y amor,
y que quieren ser guiadas en el difícil arte de ser Padres.
No solo hemos cambiado estos últimos diez años de forma negativa con la pérdida masiva de empleo, de derechos sociales y libertades personales, sino también en calidad y diversidad de sistemas educativos y sanitarios. Y lo peor es que gran parte de la población aún está esperando que todo vuelva a ser como era antes, y tal vez lo mejor que nos puede ocurrir es que por fin aceptemos que «como antes» ya no volverá a ser nada y empecemos a decidir qué queremos para nosotros y para nuestros hijos a nivel individual y a nivel social.
Estamos jugando desde hace tiempo de una forma perversa con las palabras, porque todos sabemos que estas construyen la realidad, y empezamos a aceptar como algo normal que a un rescate bancario o de un país se le denomine «ayuda», que a los recortes que hacen las administraciones se les llame «reestructuraciones» o que, al hablar de la emigración juvenil, ministros y medios de comunicación se refieran a «movilidad exterior». Y con ello moldeamos un cambio interior (de nuestra psique) que nos conduce a la desesperanza y a la conformidad.
He sido testigo de la evolución a través de mi consulta. En los años 90 del siglo pasado los padres venían angustiados por el fracaso escolar de sus hijos. A mediados de la década venían aquellos que sus hijos tenían notas altas y vivían angustiados frente al miedo a los exámenes y su autoexigencia; los que suspendían no tenían problemas. Como me decía un día una alumna brillante que había comenzado a suspender: «Tengo que elegir entre ser una pringada [si aprobaba] o popular». De modo que el fracaso escolar no importaba a nadie, porque lo único que importaba era que nuestros hijos fueran felices.
A principios del nuevo siglo la supuesta abundancia económica nos trajo titulares y libros preocupantes sobre nuestra juventud. Los programas de televisión hablaban de educación, de responsabilidades, avasallándonos con datos: «En Madrid los servicios de urgencias atienden cien comas etílicos de adolescentes cada fin de semana»; «En Barcelona, Madrid y Sevilla los adolescentes no tienen horario fijo de llegada a casa, beben comprando licor en tiendas regentadas por extranjeros y consumen habitualmente drogas, son poliadictos»...
Los padres, abuelos, maestros, aterrados, nos culpabilizamos los unos a los otros. Los medios de comunicación sacaron a la luz el problema, incluida «la violencia doméstica» que sufren algunos padres por parte de sus hijos adolescentes y no tan adolescentes. Y ahora la desesperanza. Debido al alto índice de paro, muchos han querido regresar a las escuelas, dejar de pertenecer a la generación de los ni-ni (ni estudia ni trabaja), pero el contrasentido es que aquellos que lograron finalizar sus carreras, sus másteres y Erasmus tampoco encuentran trabajo, con lo que estamos generando el «paqué»: para qué esforzarse si no sirve para nada. Y los que siguen luchando se enteran con alegría por los estamentos oficiales de la suerte de estas generaciones debido a «la movilidad exterior» que pueden disfrutar gracias a que no hay oportunidades en su país. Y no hablemos de cómo ensalzamos a los emprendedores, aquellos que se arriesgan y crean su propio puesto de trabajo, eso sí, solo con la ayuda de la familia y los amigos, porque la Administración está de «restructuración» y los bancos «ayudados».
Dejemos de lamentarnos, de pasarnos la culpa unos a otros o de pensar que los hijos nacen así, que es inevitable, que no podemos cambiar la genética, que unos tendrán suerte y otros no debido a sus genes. Se ha comprobado científicamente que este pensamiento innanicista (concepto de innato) de los padres y la sociedad no es cierto, es una mentira sostenida en el tiempo que se ha asumido, ocupando el lugar de una creencia y convirtiéndose en una verdad absoluta.
Educamos equivocadamente en algunos aspectos, hemos otorgado como colectivo valores que no son válidos en la sociedad actual, que han evolucionado más deprisa que nosotros mismos y han entrado en una «crisis de valores, derechos sociales y libertades»; pero si asumimos la responsabilidad de nuestros errores y de nuestros aciertos y entendemos cómo funcionan los mecanismos de transmisión de valores y conductas, estamos a tiempo de dejar de lamentarnos, de llorar o de criminalizar a la juventud para comenzar a actuar, cambiar y mejorar la familia y la sociedad en la que vivimos.
Hemos confundido sociedades tecnológicas con sociedades evolucionadas, y con ello solo creamos dolor y desolación por donde hemos pasado, pero ese dolor y esa desolación se materializan en nuestros hogares. Nuestros hijos, nuestros alumnos, nuestras familias no son más que un reflejo de nuestra desorientación, de nuestras ansias de tener y poseer. Debemos regresar de lo individual al individuo, del niño a la familia y a lo colectivo.
La esperanza es que ahora a la consulta vienen padres con bebés y niños de 20 a 36 meses, buscando cómo educarles con una fuerte autoestima para que puedan superar los miedos y carencias de los propios progenitores, que puedan desarrollar una mente que les permita afrontar emocionalmente cualquier situación negativa que la vida les presente, porque esa es la mejor herencia que podemos dejarle a un ser humano, lo único que nos permite vivir en armonía y en paz, y eso es la Felicidad.
«¿No ha llegado el momento de exigir algo muy distinto a los sistemas educativos? Aprender a vivir; aprender a aprender, de forma que se puedan ir adquiriendo nuevos conocimientos a lo largo de toda una vida; aprender a pensar de forma libre y crítica; aprender a amar al mundo y a hacerlo más humano; aprender a realizarse en y mediante el trabajo creador. Propósitos aparentemente abstractos. Pero la educación es una empresa tan vasta, compromete tan radicalmente el destino de los hombres, que no puede bastar el considerarla en términos de estructuras, de medios logísticos y de procedimientos. Es su propia sustancia, su relación esencial con el hombre, su devenir, el principio de la interrelación que reina entre el acto educativo y el ambiente y que hace de la educación a la vez un producto y un factor de la sociedad. Todo esto es lo que, en el punto al que hemos llegado, hay que escrutar en profundidad y repensar ampliamente».
UNESCO. «Informe Faure». Aprender a ser. 1972
Desde un punto de vista histórico, la definición de niño se ha ido modificando en función de las ideologías y la época social en la que vivimos. En nuestra cultura occidental, las definiciones que hay sobre qué es un niño en ámbitos como el pedagógico, médico, político, jurídico, institucional o analítico tienen un punto en común: no es tanto la edad como la referencia al trabajo.
El niño será aquel que no trabaja, que incluso no puede, no tiene que trabajar. Ciertamente se le puede hacer trabajar, pero dado que se considera que su saber no vale nada, a esto se le denominará ponerlo en aprendizaje. El niño no podrá hacer un contrato social con validez porque no se le considera comprometido por su palabra. (P. Valas)
En los últimos años, la infancia ha adquirido un lugar singularmente valorado en nuestra cultura, aunque paradójicamente parece que cada vez los niños son menos valorados, tratados a veces como si fuesen un objeto de consumo o sobre los que es más evidente que antes que se puede ejercer diferentes formas de violencia.
Este lugar está vinculado a las transformaciones sociales que hemos vivido a lo largo del siglo XX. Lo que se espera que le pase a un niño en la actualidad, lo que ha de hacer durante el período de la infancia, el lugar que ocupa en la vida de sus padres y el tiempo de duración de la infancia han variado a lo largo del tiempo. A partir de los siglos XVIII y XIX nació un sentimiento nuevo de familia vinculado a una nueva concepción de infancia, donde se veía al niño como a un árbol al que había que hacer crecer recto y que administraría nuestro legado; una oportunidad de inmortalidad, de prolongarnos en otros.
La infancia y la familia bajo las leyes del patriarcado estaban vinculadas de manera indisoluble a un mismo destino. El seno de la familia patriarcal era el lugar donde la infancia se desarrollaba como tal. Hoy en día no es así, al menos en nuestra cultura occidental.
Si seguimos los debates sobre las leyes de adopción y acogimiento familiar, vemos que actualmente no se sabe con exactitud qué es lo que necesita un niño.
No es posible sostener un discurso sobre la infancia vinculado al destino de la familia tradicional cuando los censos de países occidentales demuestran que cerca de la mitad de los niños no crece en una familia conyugal, el número de niños bajo protección de los servicios sociales es alarmante y aumenta en los países denominados del «primer mundo», y los niños de la calle pueden contarse por millones en nuestro planeta.
La infancia contemporánea, los niños del mundo, son un problema y síntoma en la época del bienestar y de los derechos del hombre.
El niño actual (hombre de mañana) ya no tiene marcado el destino según la familia (esta no tiene tiempo o no existe), sus ideales ya no están tan determinados por sus padres, ya no hay nada en el discurso social y familiar que marque lo que está permitido y lo que no lo está, qué es legítimo desear y de qué y cómo es legítimo disfrutar. (Jaques Lacan)
Desde que nacemos hasta aproximadamente los 3 años las personas funcionamos a través de la mente instintiva, que se encarga de regular las acciones esenciales para la supervivencia como comer, respirar, el instinto sexual, las relaciones sociales, la curiosidad, la imitación, el juego, etc., y de la mente intuitiva (hemisferio derecho), lo que hace que aprendamos muchas cosas antes de poder pensar con palabras. Los recién nacidos giran la cabeza en dirección a las voces humanas e intuyen por el tono las emociones asociadas.
Un lactante de una semana colocado entre unos sujetadores, uno impregnado del olor de su madre y otros con el olor de una mujer también lactante, escoge sin duda alguna el sujetador de su madre. En esa etapa el bebé capta lo que le mostramos del mundo, de nuestras emociones, de nuestros miedos, como una esponja.
De los 4 a los 7 años necesitamos sentirnos aceptados, así que buscamos los rasgos, gestos y actitudes que más destacan en nuestros progenitores, imitándolos, configurando nuestras características observando a los mayores como espejos en los que reconocernos e imitar inconscientemente para integrarnos en nuestro núcleo familiar. Aprendemos tanto explícita como implícitamente lo que les gusta o disgusta a nuestros familiares y padres.
De los 8 a los 12 años se crea nuestra autoimagen, y la mente analítica (hemisferio izquierdo) comienza a hacerse notar, así como la mente emocional (sistema límbico). En esta etapa la reafirmación positiva es muy importante para crear en el niño buenos valores, como seguridad o confianza, pero en lugar de ello solemos remarcar lo que no hacen bien, su aspecto físico, sus carencias, nuestros rechazos y preocupaciones, así que comienzan a verse a través de los ojos del progenitor, que tiene el poder de aprobar al niño en la familia. De ese modo crecerá buscando su aprobación llamándole la atención todo el tiempo. En esta etapa el colegio será importante ya que comenzarán las comparaciones: ser del grupo de los pringados o de los populares, de los tímidos o de los gamberros... (exclusión/integración).
De los 13 a los 16 años es la etapa más temida por los padres y posiblemente la más dura. Se comienza a apreciar la mente planificadora (lóbulos frontales) y la total revolución hormonal que pone a prueba la mente emocional del joven, de sus padres y de sus profesores.
La rebeldía en el hogar es el ensayo de las habilidades del joven antes de entrar definitivamente en el mundo adulto. Si no la gestionamos bien y lo arrasamos con nuestra autoridad paterna, le enseñamos actitudes pasivas (evasivas) ante las diferencias de opiniones o la defensa de sus derechos. De adulto sus jefes abusarán de él y tendrá miedo de defender sus derechos. Si reacciona con actitudes agresivas que nosotros fomentamos por exceso de permisividad o de represión, aprenderá a reaccionar agresivamente en las situaciones en que sienta miedo a la frustración, no será capaz de defender sus ideas. Solo generará una actitud asertiva si le enseñamos a negociar y a entender sus emociones.
De los 16 a los 20 años configuramos una alta o baja autoestima que nos ayudará a afrontar los miedos familiares, sociales y grupales que nos acosen en nuestra etapa de desarrollo social, los correspondientes a nuestra generación. Esta época está muy marcada por las amistades y las creencias recibidas en el grupo familiar.
De los 20 años en adelante reforzamos con nuestras experiencias de vida y los sesgos de confirmación (persistencia en las creencias) nuestros aprendizajes positivos, haciendo que esas áreas de personalidad y vida funcionen sin miedo, así como los negativos que vamos repitiendo generando miedos e inseguridades en esas áreas.
La felicidad es darse cuenta que nada es demasiado importante. (Antonio Gala)
Si resumimos este proceso podemos decir que el desarrollo del ser humano puede dividirse en tres fases:
Esta primera fase va desde el nacimiento hasta los 7 años aproximadamente. No poseemos aún un desarrollo pleno de la capacidad cognitiva. Somos conscientes, pero aún no conscientes de serlo.
Se le llama así porque la persona reacciona a los estímulos de su alrededor como si fuera una esponja. Si pasamos una esponja por encima de una superficie que contiene tinta azul, absorbe la tinta azul; si se pasa sobre aceite, absorbe aceite. Su función es absorber. Es la etapa en que aprendemos más. La capacidad de absorción es básica para la supervivencia. Las creencias que se adquieran en esta fase impregnarán fuertemente la personalidad toda la vida.
Esta segunda fase dura desde los 7 a los 14 años. Se da más importancia a lo que presenciamos, dejamos de absorber pasivamente lo que oímos y comenzamos a evaluar las cosas.
A los 7 años ya hemos codificado en nuestra mente el 99 % de nuestros parámetros de evaluación que utilizaremos para escoger, de ahí que cuestionemos a nuestros adultos pero nos comportemos del mismo modo que ellos. Si papá miente por teléfono a su jefe para no asistir a una reunión de urgencia, si miente a un vecino en el precio de un objeto para quedar bien, si engaña a mamá diciéndole que nos ha tocado un premio en la casa de juegos para que no nos riña por haber gastado dinero..., imitamos. Si cuando somos niños, nuestros adultos mienten (aunque sean mentiras piadosas o diplomáticas), codificamos en nuestra mente que «mentir es válido», no importa que nos dijeran que mentir era malo ni que nosotros pensemos racionalmente que es malo mentir: mentiremos. Es cierto el refrán popular: «Hay que predicar con el ejemplo».
Durante la tercera fase, de los 14 a los 20 años, se necesita estar todo el tiempo posible con los amigos y no con los padres. Eso suele molestar a la familia ,que aún quiere ir con los hijos a la playa en lugar de que su hijo se vaya solo con los amigos. En esa época intentamos reafirmar nuestra personalidad, aunque seamos sin saberlo como nuestros padres.
El amor ahuyenta al miedo y recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no solo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y solo queda la desesperación mundana; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma. (Aldous Huxley)
Para que el niño pueda, los padres debemos fijarnos en lo positivo de él y no en lo negativo. Con ello le ayudaremos a convertirse en alguien capaz de confiar en la vida y en los demás, a tener una buena autoimagen de él mismo.
Hay que reforzarle en lugar de sancionarle, hacerle ver que nadie nace enseñado, que hay que cometer errores para aprender. Se puede llevar un diario en el que vea lo que ha ido aprendiendo, mejorando o descubriendo día a día, por ejemplo. Del mismo modo que le hacemos fotos que le muestran su desarrollo físico, un diario de su evolución personal y emocional es muy útil.
Debemos negociar y dialogar, antes que imponer. Exige mucha paciencia y autocontrol, pero con el tiempo crearemos relaciones sólidas, duraderas y de confianza.
Tenemos que motivar y dar libertad para que cometan errores en lugar de apelar al deber y el miedo. Lo que más nos permite evolucionar cuando somos niños es la curiosidad; si esta es castrada, reprimida por el «debo» y el «tengo», así como por el «miedo», no hablaríamos, no caminaríamos; no nos desarrollaríamos cognoscitivamente.
Las experiencias de «aprendizaje mediado» estimulan a los jóvenes a través de la curiosidad y la libertad de búsqueda de ideas a pensar y razonar reflexivamente sobre la vida, las personas o materias educativas. Las actitudes delimitadoras, rígidas y que nos encorsetan a aprender memorizando y sin práctica matan la curiosidad y sin ella no surgen las uniones de información ni el aprendizaje.
La sociedad ha de cambiar a través de nuestros propios actos y podemos transformarla en un entorno mejor si potenciamos:
—La creatividad en lugar del inmovilismo. Los grandes avances en la antigüedad han venido de la mano de personajes como Leonardo Da Vinci; en la actualidad, sin la creatividad la ciencia no evoluciona. La tecnología y sus avances van acompañados de lo estético, el diseño, que muchas veces es lo más necesario y revolucionario tecnológicamente (los nuevos coches de Fórmula 1, los aviones de gran capacidad, los trenes de alta velocidad...).
— El amor en lugar de la dureza. La paternidad debería poderse resumir en una sola frase: «Sé solo amor, enseña solo amor». Teniendo en brazos al niño, acariciándolo, jugando con él, escuchándolo y compartiendo sus inquietudes, estamos dando amor. No es consentirlo todo sino una actitud de atenta escucha, atenta observación y cuidadosa libertad de expresión de afecto.
— Sensibilidad en lugar de insensibilidad. Exigir que los políticos, mediadores sociales, publicistas, periodistas sean conscientes del daño que hacen con sus imágenes de accidentes donde muestran a personas sin importarles sus familias o vecinos. Publicidades manipuladoras de las necesidades del niño u ofensivas con los géneros y sexos, transmisoras de violencia, y programas donde el todo vale, el insulto o la calumnia es lo que vende. Políticos corruptos, insultos, gritos, amenazas y falta de respeto a los ciudadanos, que al fin y al cabo son a quienes tienen que servir, pues entre todos les pagamos sus sueldos y entre todos los escogemos para que desarrollen sus roles: gobierno y oposición.
— Esperanza en lugar de pesimismo y fracaso. Las noticias, los informes que nos hacen conocer, solo hablan del aspecto más feo de las cosas, personas e instituciones; y si algo o alguien hace cualquier cosa extraordinaria hay una parte de la prensa o de la sociedad que busca cómo desprestigiarlo. Potenciemos a los emprendedores y pongámoslos como ejemplo en estos momentos de crisis; demos voz a los que tienen pequeñas soluciones para que otros puedan sumarse y crear un nuevo proyecto de empresa, de pueblo...
— Razonamiento en lugar de obediencia. La actitud del patriarca que daba el golpe de puño en la mesa y exclamaba: «¡Aquí mando yo!» es uno de los modelos más habituales en los debates políticos. En los debates televisivos todo el mundo habla al mismo tiempo, nadie escucha a nadie y nadie entiende nada de lo que ocurre en el plató. Los juzgados están llenos de litigios entre esposos, padres e hijos, socios, vecinos. Todos quieren ganar, tener razón. Para convivir hay que saber razonar y negociar.
— Confianza en lugar de desconfianza. No confiar en los demás termina convirtiendo nuestra vida en una cárcel, nos estamos volviendo cada vez más paranoicos. ETA ha atentado durante décadas en este país, y no hemos dejado de ir a grandes superficies comerciales, al cine o a las fiestas populares. Desde el 11-S, y posteriormente el 11-M, miramos con desconfianza a todas las personas que nos recuerdan a los terroristas y aceptamos registros y recortes en nuestras libertades. La única diferencia es el miedo y la paranoia que nos transmiten continuamente los medios de comunicación y algunos políticos interesados en determinadas guerras. Si desconfío de los que no son mi familia porque así me lo han inculcado, desconfiaré más tarde de mi pareja, porque no es mi familia de origen; siempre será el ajeno, el de fuera, y eso dificultará la relación de los hijos con él.
— Autoestima en lugar de humillación. La humillación solo hace personas resentidas, con deseos de venganza, que crearán patrones sociales de vandalismo, robo y violencia. O personas sumisas con un autoestima tan baja que se convertirán en víctimas que necesitarán permanentemente ser rescatadas.