Créditos



Primera edición en Impedimenta: noviembre de 2012





Copyright © Eduardo Berti, 2011

c/o Guillermo Schavelzon & Asoc., Agencia Literaria

www.schavelzon.com

Copyright del prólogo © Alberto Manguel, 2012

Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2012

Benito Gutiérrez, 8. 28008 Madrid



http://www.impedimenta.es





ISBN: 978-84-15578-28-4


IBIC: FA




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Pasaron unos cuantos años, pasó la ocupación japonesa, que fue breve y tardía en nuestra ciudad y que yo seguí desde el balcón, como antaño seguía los juegos de los niños, y un buen día, aprovechando que a mi hija le gustaba pasar las tardes jugando con su incansable abuela paterna o también con su nodriza (la hija menor de Lei Lei), Fangzhi me llevó al primer y único cine de la ciudad, que acababa de abrir sus puertas hacía muy escasos meses. La inauguración había sido el mayor acontecimiento en años, acaso desde la boda fantasma. Yo le había deslizado a Fangzhi mi deseo de conocer aquella sala que era, según se afirmaba, una pequeña y torpe copia del cine Cathay de Shanghái con su fachada art-déco en ladrillos rojos y blancos.

La película que daban esa tarde, la melodramática Shen-nu, tenía poco más de una década de antigüedad (me parecía normal que el tiempo pareciera por momentos detenido tras un paréntesis bélico) y en ella actuaba Ruan Lingyu, que se había suicidado entre medio, en 1935. Era muy curioso el efecto de su muerte trágica: con cada primer plano de ella se alzaba, desde las butacas, una ola de suspiros desen-cantados. El deseo y la admiración habían dado paso a la pena, al enfado o al temor. Si una mujer tan bonita, tan célebre y tan talentosa se suicida, ¿qué nos queda a los demás? Debo admitir que no escapé a la actitud de la mayoría y, durante un buen tramo de la proyección, la imagen viva de la muerta me evocó no tanto a mi querida Xiaomei como a la novia de cartón. Poco a poco, sin embargo, el poder de la imágenes, la emoción de las acciones (la prostituta que trata de educar, contra viento y marea, a su pequeño hijo Shuiping) y el impactante carisma de Ruan Lingyu consiguieron que me olvidase de todo.

Un par de veces Fangzhi quiso hacerme un comentario al oído, pero le di a entender por señas que prefería no hablar hasta que terminara la película, cosa que por suerte aceptó.

Cuando se encendieron las luces, solo me interesó una cosa: saber si a Fangzhi le había parecido hermosa Ruan Lingyu.

Mi pregunta tuvo que resultarle algo improcedente porque, en vez de contestarme de inmediato, examinó por unos segundos mis ojos tratando de discernir qué respuesta anhelaba yo.

La espera se me hizo larga y me vi transportada de pronto a la mesa de mis padres, a esas noches ya lejanas en que inútilmente aguardaba que mi madre o Li Juangqing soltaran el más mínimo elogio respecto de la hija del ciego.

Si te digo que me parece muy bella, ¿no vas a ponerte celosa?, dijo tímidamente Fangzhi. Hice que no con la cabeza. Fangzhi frunció las cejas y forzó una sonrisa sarcástica.

Por favor, casi supliqué. No voy a ponerme celosa, lo aseguro. Solo quiero la verdad.

Entonces, mientras mi esposo apenas ruborizado se aprestaba a pronunciar su veredicto, decidí que le propondría, en el caso de que diera una respuesta afirmativa, que en adelante me llamara Ling en nuestra intimidad.




El país imaginado

  

Eduardo Berti




Prólogo de

Alberto Manguel




  




Introducción



  

Cuento de la enamorada

por 

Alberto Mengual





Alguna vez leí que en Mongolia, cuando alguien se dispone a narrar una historia, debe efectuar como prólogo un rito mágico para evitar que los fantasmas conjurados por la narración no se instalen entre los vivos. Después, el narrador puede contar tranquilo, sabiendo que, al acabar, sus personajes volverán a la oscuridad de la cual han surgido. No sé si tal precaución sería entendida en Occidente, donde la vanidad del autor quiere no solo que sus criaturas imaginarias cobren vida entre su público, sino que además sean inmortales y se queden aquí para siempre.

Tampoco sé si en China la convención literaria de los precavidos mongoles existió alguna vez. Si fuese así, El país imaginado de Eduardo Berti causaría escándalo por dos razones: primero, porque sus personajes son implacablemente memorables y, por más conjuros que se les quiera hacer, no desaparecerán al cerrar el libro; segundo, porque los acontecimientos de esta novela no dependen tanto de la voluntad de los personajes vivos sino del deseo de quienes ya han muerto. La abuela que agoniza al inicio del libro no disminuye con ese último aliento su presencia; al contrario, su sombra crece a medida que volvemos las páginas hasta ocupar todo el espacio de la novela. Si Berti efectuó un rito mágico al empezar a contar su historia, fue sin duda un rito opuesto al de los narradores mongoles.

Después de la destreza narrativa demostrada en sus primeras novelas entre mis preferidas están Agua, La mujer de Wakefield, Todos los Funes—, no debería sorprendernos la maestría de El país imaginado. Decir que El país imaginado es un cuento de fantasmas es reducir esta obra prodigiosa a una cuestión de género, a menos de colocar en su categoría Otra vuelta de tuerca y Pedro Páramo. Como en estas obras primordiales, la novela de Berti no quiere ni separar la narración psicológica de la fantástica ni al lector escéptico del crédulo. Como la Inglaterra de James o el Méjico de Rulfo, la China de los años treinta cree en los fantasmas y en las ceremonias que estos exigen para convivir más o menos dignamente con los vivos. Como en el caso de James o de Rulfo, la maestría de Berti consiste no en convertir a los lectores a estas creencias, sino en obligarlos a respetarlas. En este sentido, es importante recordar que la China de Berti es un país «imaginado» y no «imaginario»: la distinción es esencial.

Berti ha reconocido (o intuido) que la tarea del novelista es poner en palabras no su propia visión del mundo (su experiencia, sus opiniones, sus sentimientos) sino la de los personajes de su historia. Sin duda, los elementos de la biografía del autor cuentan, como cuenta nuestra experiencia cotidiana para brindar una iconografía a nuestros sueños, pero es importante recordar que es el autor quien está al servicio de su obra y no su obra al servicio del autor. Dante dice no ser más que un escriba de lo que le fue dictado, y hacer lo más fielmente posible la crónica de «errori non falsi» («ficciones que no son mentira») que le fue dado ver: la clave está en la palabra «errori», «ficciones». El mundo que El país imaginado nos ofrece es, por supuesto, soñado, pero no por eso menos cierto; una crónica concebida de todas las piezas (algunas seriamente académicas) para que el lector pueda a su vez descubrir y reconocer, traducidas a un cuento chino, experiencias que no sabía eran suyas.

¿Por qué China? Sabemos que, a pesar de meticulosos mapas y globos terráqueos, como también de Google Earth y de su entrometida perspicacia, los lugares de nuestro mundo son menos físicos que imaginados, y su existencia depende menos de sus aspectos geográficos que de la manera en la que son contados. Sin duda, Tombuctú se parece a muchas otras ciudades africanas, y Transilvania no tiene mayor mérito que las demás provincias húngaras, pero gracias a las aventuras del Allan Quatermain de Rider Haggard y del Conde Drácula de Bram Stoker, estos sitios tienen un peso singular en nuestra idea del mundo. Y, a pesar de la Revolución Cultural, de la masacre de la Plaza de Tiananmén y del nuevo imperialismo comercial de la República Popular, China es, en la imaginación occidental, el otro lado del espejo. (No solo occidental: recordemos que, en las Mil y una noches, Aladino es un muchacho chino cuyas aventuras ocurren en ese imperio donde todo es posible, y que en el muy riguroso Al-Muqaddima o Discurso de historia universal de Ibn Jaldun, este sabio del siglo xiv asegura que la China es un país fabuloso «de perfumes, incenso, y aun de oro y esmeraldas, y sus habitantes son todos magos».)

Dijimos que El país imaginado es un cuento de fantasmas. Hubiésemos podido decir que es un cuento de amor o del descubrimiento del amor o de la valentía con la que una adolescente persigue y defiende su amor por otra joven, hija de un ciego vendedor de pájaros, a quien la adolescente compara a un ave mitológica por su belleza inusitada.

El país imaginado es también una historia de dobles, en la que la protagonista se refleja o divide o multiplica en varios otros personajes: en el fantasma de su abuela, en su hermano mayor, en su hermosa enamorada, y, por fin, en ella misma desdoblada, que será una en el mundo y otra en su ensoñación. Una célebre historia china cuenta cómo una joven, para poder huir con su amado y al mismo tiempo no afligir a sus padres, se divide en dos: una permanece en casa y se comporta como una hija fiel, la otra se va con su amado y vive feliz con él. Al cabo de muchos años, la desposada siente que extraña a sus padres y quiere volver a verlos. Regresa y, antes de entrar en la casa, las dos mujeres vuelven a ser una sola. Este argumento, que es también el de la Helena de Eurípides, es tratado de manera más orginal (me atrevo a decir más profunda) por Berti. Sin duda, la protagonista se desdobla, pero, sin embargo, sigue ocupando un solo cuerpo. Interlocutora de fantasmas, hija respetuosa, hermana solidaria, rebelde estudiosa, amante de la bella Xiaomei, son todas una. «El mundo está mal hecho», dice la joven al final, deplorando la suerte que les ha tocado, a ella y a su exquisita amada. «El mundo no está hecho», la corrige Xiaomei. «El mundo es así: algo que promete hacerse y jamás se hace en forma definitiva.»

El país imaginado también es así: desde las primeras páginas, el lector sabe que le espera algo acabado, exquisito, perfectamente lúcido, pero Berti tiene la elegante generosidad de no cumplir definitivamente su promesa, y permitirle al lector la tarea de seguir imaginando.



Alberto Manguel







El nuevo sol alumbraba el primer día del nuevo año. Habíamos pasado la noche sin dormir como teníamos por costumbre en esa fecha, en el danian-ye, y luego del amanecer habíamos consagrado las primeras horas, las horas de las sombras largas, a visitar a los vecinos más queridos para desearles un buen año o, al menos, un año mejor que el que estaba finalizando. En cordial retribución muchos nos regalaron dos bolsas de tela —cada cual con una moneda, una para mi hermano y otra para mí— y todos le desearon lo mismo a mi padre: que la muerte de la abuela traiga paz al seno de la familia y espante toda otra muerte.

Cuando el primer sol del nuevo año alcanzó su punto más alto, no nos halló desprevenidos. Ya habíamos dispuesto fuera de nuestra casa, en el patio semientoldado con una vieja esterilla, los objetos para la luz del chu-yi: los colchones y manteles que el sol debía acariciar y los libros más antiguos, aquellos con sus páginas amarilleadas como las hojas de otoño, de modo que el primer viento, el primer aire del nuevo año, no solo los purificase, sino que también ahuyentara, previniendo deterioros, a los insectos que alojaba el papel. Según contaba mi padre, los insectos preferían ciertas palabras y sabían dar con ellas en los libros más antiguos, hasta devorarlas. Muchas familias alrededor se burlaban de estas creencias y estos ritos milenarios. Los tenían por obsoletos e ineficaces; pero mis padres eran muy supersticiosos, mi padre más que mi madre, y su apego a las tradiciones parecía haber recrudecido tras la muerte de la abuela.

Aquel día, mi hermano y yo recibimos de nuestro padre el encargo de seleccionar y transportar los libros, mientras mi madre se ocupaba de colgar las sábanas a lo largo de una caña de bambú, no únicamente aquellas en uso el último día del año, sino también las sábanas plegadas y guardadas en los armarios, y Li Juangqing (más que una simple cocinera, menos que una gobernanta) hacía lo propio con los cuatro o cinco manteles existentes en casa.

Por entonces me parecía razonable que esas telas fueran únicamente de color blanco, pero hoy que han pasado décadas me pregunto qué pruritos impedían cubrir los colchones y las mesas de nuestro hogar con cualquier otro color. El color faltante lo ponían los libros, quiero pensar; ese color mesurado de las ediciones clásicas, con sus discretas y solemnes encuadernaciones en cuero: verde esmeralda o ciruela, celeste, gris u ocre arcilla. A mí me gustaba el contraste entre el collar de sábanas y manteles y esos libros apilados como ofrendas a sus pies, pero mi hermano no se llevaba nada bien con los libros: carecía de esa mezcla de tesón y curiosidad necesaria para ser un buen lector, o tal vez era la ebullición de su edad lo que impedía que se sentara aplicadamente a leer. Mi hermano tenía diecisiete, yo me acercaba a los catorce. La sangre de mi hermano bullía en una forma que yo no alcanzaba a entender, pero que me apasionaba, de igual modo que nos fascina el mar cuando está embravecido.

Tras la muerte de mi abuela, mi padre nos había prohibido entrar en la habitación de ella. Hasta que no se hubiesen cumplido cuarenta y nueve días de la defunción de la abuela, nadie con la misma sangre tenía derecho a ingresar allí. Para que caducara el veto faltaban dieciséis días y, como cada siete días mi padre nos obligaba a una idéntica ceremonia con el propósito de dispersar el alma de la muerta, quedaban aún dos ceremonias.

Mientras tanto, de entrar para hacer la limpieza se encargaba Li Juangqing. Confieso que me aliviaba esta prohibición: mi abuela había sufrido una lenta agonía y a mí me había tocado asistir a sus últimos momentos, que no podía quitarme de la cabeza. Aquello había ocurrido ahí mismo, en el lecho que todavía llamábamos lecho mortal. Mi abuela había pasado enferma un tiempo demasiado largo; no podría decir exactamente cuánto, pero recuerdo que ocurrieron muchas cosas mientras ella se iba encogiendo debajo de las sábanas, más y más débil y arrugada, más y más permeable al dolor. El día que mi padre trajo a casa un conejo, mi abuela ya guardaba cama. El día que el conejo se extravió y hubo que revolver la casa hasta encontrarlo dentro de la bota izquierda de mi padre, mi abuela continuaba en cama. La noche que mi hermano tuvo quizá una pesadilla, dio unos pasos dignos de un sonámbulo y se rompió con una puerta menos de la mitad de un diente, mi abuela aún estaba viva aunque había empeorado bastante. Podría enumerar diez o veinte episodios a los que asocio con la imagen de mi abuela moribunda, boca arriba en ese lecho.

¿Por qué había debido ser yo, con mis escasos trece años, la encargada de cuidarla? Por una serie de razones: porque mi abuela y Li Juangqing jamás se habían llevado bien; porque mi hermano atravesaba, como he dicho, un momento de agitación y a ojos de mi padre y mi madre no era un enfermero confiable; porque mi padre trabajaba sin cesar y estaba muy poco en casa; porque soy una mujer y es preferible que una mujer, no un varón, se ocupe de una anciana enferma a la que no es tan raro ver medio desnuda; porque mi madre originariamente había sido la encargada de cuidarla, y por cierto con eficacia, hasta que cometió un error y, creyendo que ella dormía, le dijo a una amiga de visita en la casa que su suegra en realidad no estaba enferma, sino simplemente vieja. Ofendida, mi abuela le prohibió entrar en la habitación o, mejor dicho, le prohibió entrar allí a solas. Sin embargo, como mi madre debía darle de comer, asearla, ayudarla con sus necesidades o incluso masajearle la espalda y las piernas, tareas que cumplía muy bien, mi presencia pasó a ser como una llave con la cual mi madre franqueaba ese umbral.

Creo que mi abuela nunca perdonó a mi madre por no considerarla enferma y falleció con ese rencor en el pecho. Una vez hablamos de ello, sin que nadie nos oyera. Mi abuela no negaba su vejez, claro que no. Reivindicaba, eso sí, el derecho a sentirse mal.

Tengo los mismos derechos que una mujer joven, ¿no es cierto?, preguntaba y asentía ante sus palabras, sin importarle en nada mi parecer.

A medida que la muerte de mi abuela se avecinaba (todos veíamos su arribo, por más que no supiéramos ni quisiéramos comentarlo), mi madre se fue alejando de su lado y mi padre se fue acercando. En una fase intermedia, en un período de transición que duró un par de semanas, me vi a solas, como nunca, con quien era aún la madre de mi padre y últimamente exhibía, por una pérdida dramática de peso, una quijada idéntica a la de su hijo.

En las tres últimas semanas de mi abuela todo se limitó a una especie de ejercicio que yo había puesto en marcha poco tiempo atrás, una gimnasia para que no se anquilosara su memoria. ¿Cómo se llama tu hijo, abuela?, preguntaba yo. ¿Cómo se llama tu hermano? Ella siempre respondía acertadamente, aunque a veces tras un esfuerzo y otras con una mirada que daba la impresión de inquirir: pero mi hermano ¿no está muerto?, pero mi hijo ¿está vivo? Acaso no era inteligente de mi parte mezclar a vivos con muertos, pero mi abuela ¿no era la misma mujer que escasos años atrás me había contado por lo menos treinta historias memorables de fantasmas?

Llegó el día en el que mi abuela respondió en forma incorrecta a la pregunta sobre el nombre de su hermano. Esto se repitió al día siguiente y al otro. Llegó poco después el día en que no supo contestar a ninguna de las preguntas. Ese día, además, tuvo un gesto impensado: me pidió que abriera un cajón y le alcanzara un objeto diminuto, envuelto en un rectángulo de seda roja. Así lo hice, obedeciendo a lo que —imposible no concluir algo así— tenía todo el aspecto de última voluntad, y sus manos temblorosas desenvolvieron la seda.

Esto es tuyo y siempre ha sido tuyo, declaró mirándome a los ojos.

Era un collar, rojo también. De inmediato comprendí: era el collar del conejo. El conejo que cierto día se había escondido en la bota de mi padre y que, semanas después, se había evaporado de casa sin dejar el menor rastro. Mi hermano había dicho entonces que mi padre había matado a ese conejo para regalarle la carne a su amigo Gu Xiaogang. Fui a ver a mi padre, recuerdo, le pregunté si eso era verdad (sin decirle que la información provenía de mi hermano) y él lo desmintió en el acto. Pero un día después Li Juangqing deslizó otro comentario que sugería la misma cosa. Y ahora mi abuela, desempolvando el collar, parecía inclinar la balanza en perjuicio de mi padre.

Muy inquieta por la suma de señales —el olvido de los nombres más el súbito recuerdo del collar—, decidí hablar con mi madre. Ella, para mi asombro, apenas se inmutó. Un médico había venido pasada la medianoche, mientras mi hermano y yo dormíamos, y había opinado que a la abuela le quedaban horas de vida.

Ese día, excepcionalmente, mi padre permaneció en casa. Se encerró por la mañana a trabajar. Por la tarde, casi al mismo tiempo que empezaba a llover, mi madre y yo desvestimos a la abuela, le pusimos ropas limpias para morir y, una vez cumplido esto, fuimos a buscar a mi padre. La abuela deliraba o algo parecido. Mi padre apareció con mi hermano y pasamos largo rato sin que nadie abriera la boca, mientras afuera los rezongos de la lluvia le hablaban a la moribunda en algún idioma secreto, un idioma tan secreto como el que ella me había enseñado a escondidas de mis padres y mi hermano.

Estando la abuela a minutos de expirar, mi padre le quitó la almohada y dejó violentamente la habitación.

Mi madre no lo siguió. Buscó con la mirada a mi hermano, me sonrió después a mí (no habíamos osado movernos) y nos explicó que la abuela tenía que marcharse en paz, para lo que era imperioso que estuviese en posición recta. Por otra parte, un moribundo nunca debe verse los pies. Eso decía siempre mi abuela en sus historias de fantasmas.

En cuanto a esa almohada en la que ella había apoyado la cabeza durante su larga agonía, pero que no había podido acoger su suspiro final, esa almohada permanecía, meses después, sobre nuestro techo inclinado, sujeta con unos clavos para que no la arrebatara ningún viento, para que en cambio la mordisquearan los pájaros, tal como era lo habitual; sí, esa almohada se descomponía sin tregua y era presa —lo mismo que los manteles, las sábanas y los libros— de la tibieza flamante del primer sol.






Me pregunta la razón por la que he venido. Le respondo que estoy algo preocupada.



¿Por mí?, dice.



No, le explico. Tu futuro me tiene lo más tranquila. El que me inquieta es tu hermano.



Me dice entonces que no entiende por qué la visito a ella, ¿y si concurro, mejor, al sueño de él?



Le digo que no soy tan libre de elegir, que voy allá donde me llaman.



Y tu hermano está ocupado en soñar otras cosas, me río.



Pero yo no te llamé.



¡Claro que sí!, alzo la voz. En esto no hay error posible y además, confieso, deseaba verte.



¿Verme?, dice. Pero, en cambio, ¡yo no te veo y me parece inaceptable!



El que sueña es el que ve, ¿no debería ser así?



Me siento obligada a aclarar que hay un error acerca de esto. El soñado es el que ve. El que sueña cree que ha visto alguna cosa, pero tan solo lo cree a partir de imágenes que construye su mente al despertar.



Se hace un silencio, y como, excepto mi voz, ella no tiene más pruebas de mi presencia, me ruega que diga algo.



Sin titubear, le digo que la extraño. Luego le pido, a cambio, que diga lo mismo.



Te extraño, dice, ¿vas a venir a menudo?



No lo sé porque no depende de mí. Voy a venir mientras me llames, aseguro, y mientras quede esto pendiente.



¿Esto?, pregunta. ¿Tu pájaro? ¿Mi hermano?



No respondo.



Abuela, ¿estás aquí? ¿Abuela?



El silencio no es total, aunque me esfuerzo. Sé que ella puede sentir mi resuello al respirar.






¿Cuál es el objeto más valioso del mundo?, quiere saber.


Un mirlo muerto, le respondo.


¿Un mirlo muerto?, repite. ¿Y cuántos taels de oro vale eso?


Precisamente, le digo. Nadie puede decir su precio y esto lo hace invalorable.


Ella recuerda una historia que yo le conté una vez. Debo de haberle contado más de doscientas historias y, sin embargo, me he olvidado de todas ellas.


Me enternece que sea al revés y que ahora ella me cuente algo en medio de la penumbra, haciendo propias mis palabras:


Un mirlo llega por accidente a un palacio y el noble que habita allí lo agasaja con la mejor música y el mejor vino. El mirlo, a pesar de todo, está triste y aturdido. Obligado por el noble, bebe unas gotas de vino y no osa soltar una nota ante la música estridente. Días después aparece muerto en el jardín. «¿Qué ha ocurrido?», no entiende el noble. Un sabio le da una sencilla explicación: agasajó al mirlo como le hubiese gustado que lo agasajaran a él, no como habría querido el mirlo.