A mediados del siglo XVI, tras la celebración del Concilio de Trento, la cristiandad mantuvo un fuerte pulso con las corrientes reformadoras. En medio de este caos religioso, el cardenal Cristoforo Madruzzo, máxima autoridad espiritual y terrenal en el principado de Trento, que había luchado contra los excesos y el nepotismo de algunos pontífices y otras altas jerarquías de la Iglesia de su tiempo, recibe un extraño presente mientras se encuentra en el Magno Palazzo: la cabeza cortada de uno de los jefes militares del principado tridentino.
Madruzzo envía al capitán Domenico Tonelli a esclarecer las causas de este asesinato y, paralelamente, manda también a Bruno y Angiolo, un restaurador de obras de arte y un jardinero vinculados profesionalmente con el principado, a realizar un viaje que les llevará a sus pueblos de origen, que no visitan desde hace años. Los acontecimientos que ocurrirán a lo largo de este apasionante periplo, donde no faltan ingredientes como intriga, traiciones, amor, rebeliones, sexo y esoterismo, cambiarán por completo las vidas de sus protagonistas.
La sombra del cardenal
© 2013, Jesús Ávila Granados
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ISBN edición papel: 978-84-15523-40-6
ISBN edición ebook: 978-84-15523-41-3
Primera edición: marzo de 2013
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A Loli, mi esposa; a mis hijos, David y Alejandro,
y a mis nietos, Ricard, Cristina y Sofía.
Libri quosdam ad scientiam,
quosdam ad insaniam deduxere.
(Los libros han llevado a algunos
a la sabiduría, a otros a la locura).
Petrarca
Solo hay que saber mirar.
Es el camino y no el destino lo que importa.
Trento. Otoño de 1565.
Habían transcurrido ya dos años desde la clausura del más importante concilio, el XVI Ecuménico de la Iglesia Católica, celebrado en la capital del principado de Trento, en los confines alpinos del mundo cristiano, y los ecos del sínodo aún retumbaban en la ciudad, cuyas calles y plazas seguían vestidas de fiesta, con toda clase de pasatiempos, bailes, pruebas deportivas y exhibiciones circenses. El dinero corría con abundancia, la gente se divertía y todo el mundo transmitía felicidad. Durante los dieciocho años que duró el sínodo, Trento conoció su período de mayor esplendor: se habían construido grandes y elegantes edificios rodeados de jardines con monumentales fuentes, unas espectaculares realizaciones diseñadas por los más reconocidos artistas del Renacimiento. La capital del principado se multiplicó durante aquellos años del concilio, fruto del aumento de la calidad de vida y por la frenética actividad sexual de algunos mandatarios de la Iglesia y embajadores de las diferentes naciones que estuvieron representadas. Las puertas de la ciudad se habían abierto para recibir a personas de todos los oficios y condiciones, interesadas por ver de cerca los grandes cambios que, en los últimos años, se habían producido en la capital del Trentino.
El gran artífice de aquel milagro llevado a cabo en esta ciudad de la Italia alpina no era otro que el cardenal Cristoforo Madruzzo.
Madruzzo pertenecía a una de las familias más aristocráticas del Trentino; nació en el homónimo castillo, ubicado en el pueblo de Calavino, el 5 de julio de 1512. De muy joven se inclinó por la carrera eclesiástica, estudiando en las universidades de Padua y Bolonia. A la edad de 17 años ya ejerció de canónigo en Trento, luego en Salzburgo, en 1536, y en Brescia, en 1537. Y solo dos años después, tras la repentina muerte de Bernardo Clesio, Madruzzo fue nombrado príncipe-obispo de Trento, o lo que es lo mismo, la máxima autoridad de la curia tridentina y del poder absoluto en el principado. Además, en 1543 se convirtió en el administrador del obispado de Brixen, y en 1545, coincidiendo con la apertura del Concilio de Trento, fue elevado a la categoría de cardenal por el pontífice Pablo III y se convirtió en el anfitrión de las autoridades religiosas y civiles que, desde todos los territorios del mundo cristiano, llegaban a Trento en representación de los intereses de la Iglesia de Roma y también al frente de las embajadas de sus correspondientes países. Sabemos igualmente que Madruzzo fue a España en 1548 para entrevistarse con el emperador Carlos I, en su afán de animar a los dignatarios de la Iglesia hispana para que acudieran al Concilio de Trento; gracias a este viaje, la representación española en el sínodo se incrementó notablemente.
Por aquel entonces, el Trentino era un territorio perteneciente al Sacro Imperio Romano Germánico. No es de extrañar, por lo tanto, que Madruzzo, máxima figura del catolicismo en aquellas fértiles tierras de la Italia alpina, y como hombre de Estado, llevara a cabo importantes misiones al servicio del emperador Carlos I de España, de su hermano Fernando I y del monarca Felipe II, participando activamente en la dieta de Ratisbona, en 1541, como representante del emperador, donde se confirmó enérgicamente la doctrina católica contra la Reforma lanzada por Martín Lutero, además de mantener el gobierno del ducado de Milán, entre finales de 1556 y agosto de 1557.
El único retrato del que disponemos de Cristoforo Madruzzo se lo debemos al artista Tiziano, quien, a petición del cardenal, le visitó en 1552. Gracias a este exclusivo lienzo, podemos aproximarnos al perfil de este singular hombre de Estado italiano: tenía un severo aspecto altivo; ojos pequeños, pero de mirada noble y penetrante; de semblante solemne y de recio porte; pelo negro; bigote corrido y poco espeso, con barbilla bien recortada que unía ambas patillas; manos finas y aterciopeladas. Se dice que prefirió un traje negro para posar ante el artista, y así no enemistarse con la Iglesia ni con el emperador. Un reloj sobre una mesita, típico de las pinturas de Tiziano, recordaba que, a pesar de la categoría del personaje retratado, todos somos vulnerables ante el momento final de nuestras vidas.
Una noche de finales de octubre, de aquel año 1565, en las nobles estancias del Magno Palazzo de Trento, el cardenal Cristoforo Madruzzo, cardenal-príncipe-obispo de Trento, vivió una terrible pesadilla. En su lecho, envuelto en elegantes tejidos de seda, se despertó cubierto de un sudor frío y la piel erizada como la de una gallina. Sentía temblores por todo el cuerpo, y entre estornudos y bostezos logró llamar a su asistente personal.
—¡Sebastiani!, ¡Sebastiani!
Este se hallaba en la estancia anexa a la del cardenal; eran las dos de la madrugada, y Sebastiani se despertó sobresaltado.
—¿Qué ocurre, eminencia?
—¡Traedme agua! He tenido un mal sueño.
—Enseguida, eminencia.
Tras saciar la sed, el cardenal recuperó el aliento y respiró profundamente.
—Acercadme un paño para secarme el rostro y los brazos —pidió—. Y después retiraros, intentaré descansar. Me he desvelado, y quiero estar un rato despierto; aprovecharé para leer algunos capítulos del Evangelio de San Juan.
—Como deseéis, eminencia.
La sala se hallaba inmersa en una mágica atmósfera de sombras y resplandores, producidos por el fuego de la chimenea, cuyas llamas incentivaban unos extraños reflejos en el artesonado del techo de madera, que multiplicaban sus efectos sobrecogedores con los reflejos de las chispeantes llamas de las velas de los candelabros que el ayudante de cámara del cardenal, por orden de este, había encendido. Afuera, un viento fuerte golpeaba los postigos de los ventanales. El cardenal, tras apartar los gruesos cortinajes, se asomó al exterior a través de los cristales emplomados y quedó extasiado unos instantes, mientras contemplaba cómo la ciudad se hallaba adormecida, iluminada con las lámparas de aceite que delimitaban, al mismo tiempo, los anchos contornos del recinto amurallado, y las copas de los árboles más altos se balanceaban por el viento.
«¡Ay, mi querida Trento!, qué feliz me hace contemplarte desde aquí arriba, a vista de pájaro; incluso de noche, con la fría luz de la luna, que pone una nota metálica en tus tejados de piedra, eres la ciudad más hermosa del mundo», pensó el cardenal.
Momentos después, Madruzzo, cubierto con una gruesa manta, quedó dormido en su diván con el Evangelio de San Juan en las manos; en su rostro se reflejaban las estilizadas siluetas de las llamas de los candelabros, que le daban una calidez especial a su tez. Estaba tan abatido por el sueño que no percibió el golpe que el libro dio contra el suelo unos instantes después, al desprendérsele de las manos.
A la mañana siguiente, cuando se despertó, entumecido por haber estado agarrotado en el diván, le costó erguirse y reclamó a sus sirvientes para que le ayudaran a vestirse. Mientras uno le acercaba las babuchas, otro le ponía la camisa de seda y dos más le traían el aguamanil con espejo, para refrescarse el rostro. Con el mayor esfuerzo, el cardenal intentaba recuperarse de su entumecimiento. Prefirió que le afeitasen más tarde, una vez que se despertara del letargo. Los primeros rayos de sol iniciaban una tímida entrada a través de los emplomados y coloreados cristales de las ventanas de la noble cámara.
Todo comenzaba ya a funcionar en el palacio cardenalicio, y el ruido del personal se percibía incluso en las estancias más íntimas. Madruzzo, una vez vestido y afeitado, prefirió permanecer leyendo en su aposento, ajeno al mundanal ruido exterior. Tampoco tenía hambre, y prefirió retrasar el desayuno. Pero, de pronto, su ayudante de cámara irrumpió en aquel silencio con unos golpes que hicieron retumbar la recia puerta de roble y quebraron la paz de la estancia.
—Eminencia, eminencia…
El cardenal se repuso en unos instantes y dirigió su mirada con cierta preocupación hacia la entrada, extrañado ante la urgencia de aquella perturbación.
—¿Qué sucede, Sebastiani?
—Acaban de traer este extraño presente para serle entregado personalmente a vuestra eminencia.
Madruzzo, temiéndose algo desagradable, no supo pronunciar palabra alguna; pero no tardó en preguntarle por el nombre de la persona que lo había enviado, y ante la negativa de su asistente personal, el cardenal, con cierto nerviosismo, recorrió a pasos rápidos todos los extremos de la estancia. Después, ordenó a Sebastiani que procediese a desvelar de inmediato, y ante él, el contenido de aquel extraño e inquietante presente.
Cuando el ayudante abrió aquella enigmática caja de madera, bien envuelta en telas de terciopelo y lazos de seda dorada, el cardenal quedó aterrorizado y sin habla al comprobar el contenido: se trataba de la cabeza del capitán Marco Massarelli, uno de los jefes militares del principado de Trento, responsable de la defensa de las fronteras con el norte, frente a los territorios del Tirol.
—¿Y el portador de esta atrocidad? —preguntó Madruzzo bastante nervioso a su asistente, con el semblante fuera de sí, en tono airado, con los ojos vidriosos y desencajados a punto de salírsele de las órbitas.
—Eminencia, es un hombre de mediana edad, mal vestido, que intentó salir huyendo tan pronto entregó el paquete al soldado de guardia. Pero este, ante la sospecha, logró retenerlo en el puesto de la puerta principal de entrada al palacio, donde se encuentra en estos momentos, esperando instrucciones sobre qué hacer con él.
—Pues traed ante mí a ese rufián. Tiene que aclararme quién es el autor de este cruel asesinato.
—Eminencia, lamento decirle que ese sujeto no podrá gesticular ni una sola palabra, porque, según me ha informado el sargento de guardia, el autor del envío se ha asegurado de que mantenga el silencio cortándole la lengua —inquirió Sebastiani tartamudeando.
—¡Qué contrariedad! Quien o quienes hayan cometido este asesinato, además de buscar en mi persona el mayor dolor, lo han hecho procurando no descuidar el menor detalle. Pero les descubriré. De momento, recluidle en las celdas de los sótanos del palacio, hasta nueva orden.
Después, el cardenal mandó quedarse solo en su alcoba, para analizar la situación, y ordenó que nada ni nadie le molestase. Al cabo de unas horas, sin dejar de darle vueltas a aquel agravio, volvió a reclamar la presencia de su asistente personal. Sebastiani no tardó en llegar.
—Que me traigan al emisario que está retenido en los calabozos.
—Enseguida, eminencia.
Minutos después, regresó el secretario del cardenal, acompañado por el jefe de la guardia de palacio. Ambos llegaron muy alterados.
—Eminencia, el preso ha muerto envenenado, tenía el rostro contraído y los labios y la boca llenos de espuma.
—Ese hombre estaba bien preparado para no dar información alguna, ni con la palabra ni por escrito. ¿Pero quién, o quiénes, estarán detrás de todo esto?
El cardenal no cesaba de hacerse todas estas preguntas, mientras recorría a paso rápido los extremos de la noble estancia. Después, Sebastiani comentó:
—Eminencia, el sargento de la guardia revisó las pertenencias de ese hombre, y en uno de sus bolsillos ha encontrado esta nota, escrita con sangre: «Daghe l’aiga a le corde». No sabemos a qué puede referirse.
—Esa frase está escrita en un italiano común en la ciudad de Génova. Se trata de todo un símbolo contra el poder establecido, utilizado para resaltar el coraje y la valentía de alguien que se enfrenta a los abusos, anteponiendo el bien común al propio riesgo, sin pensar que ese acto puede crear graves consecuencias personales —explicó el cardenal, y un prolongado y frío silencio reinó entonces en la estancia—. No sabemos quién escribió esta nota, pero presiento que no fue redactada por el emisario, sino que fue colocada expresamente en la ropa de este desdichado, probablemente para confundirme a mí —comentó con secreto Madruzzo—. ¡Sebastiani, entrégame la misiva! Y tú, sargento, ya puedes retirarte. Procurad darle cristiana sepultura a ese preso, y avisa al teniente Domenico Tonelli para que se presente ante mí.
—Sí, eminencia, lo enterraremos en el cementerio a extramuros del palacio. Respecto al teniente, no hace mucho que le he visto en el patio, conversando con algunos de sus soldados.
A pesar de su juventud, Tonelli, natural de Trento, había sabido ganarse la confianza del cardenal Madruzzo por su valentía y fidelidad al principado en varias acciones de armas. Este, que se hallaba en el acuartelamiento del palacio, no tardó en personarse en las estancias del cardenal tan pronto como recibió el mensaje. Madruzzo le aguardaba, solo, de pie y apoyado sobre el respaldo de su diván.
—¿Qué desea, eminencia?
—Acaban de enviarme, dentro de una caja de madera y sin ningún mensaje escrito, la cabeza de Marco Massarelli.
Un gesto de dolor y rabia contenida se dibujó en el rostro del joven teniente. Después de tragar saliva con cierta dificultad, con los ojos húmedos y la voz quebrada, manifestó:
—Eminencia, no sé quién puede estar detrás de este vil asesinato. Marco Masarelli, además de gran militar, era un hombre querido y admirado por sus valores humanos y su lealtad al cardenal y a nuestro principado. Además, como su eminencia sabe, era un buen amigo mío de infancia; estudiamos juntos en Trento la carrera militar.
—Sí, Domenico, eso mismo he pensado de inmediato al contemplar apesadumbrado y triste el contenido de la caja, por ello principalmente he solicitado tu presencia.
—¿Podría ser Fernando, el archiduque y conde del Tirol, que, como todos sabemos, hace tiempo que codicia nuestro querido principado? —insinuó el teniente.
—Es posible. En esa dirección han ido mis pensamientos. Pero podría tratarse también de una estrategia para que declarásemos la guerra al Tirol y otros interesados se beneficiaran de las consecuencias —conjeturó el cardenal, sin dejar de andar a paso rápido de un extremo a otro de la sala.
—Es cierto, eminencia, y en efecto, son muchos quienes anhelan nuestro territorio, entre ellos el dux de Venecia.
—¡En efecto, Domenico! Y algunos no muy lejanos a nosotros, como son los señores de Lodron. —El cardenal, tras mencionar a esa influyente familia y volver a recorrer los extremos de la sala, fijó sus afiladas pupilas en el rostro del joven teniente y le dijo—: Domenico, mientras se terminan de aclarar aquí, en Trento, las causas de este asesinato y los autores del mismo, quiero que te dirijas al limes con el Tirol, al frente de una compañía de hombres de tu entera confianza, bien preparada para combatir los rigores del duro invierno alpino. Tan pronto como puedas facilitarme alguna noticia que aclare este asunto, házmelo saber con la mayor rapidez y secretismo posibles. He pensado en ti por la lealtad que siempre me has demostrado y por la valentía y el arrojo de tus acciones.
—Así lo haré, eminencia. Saldré en un par de días, tan pronto como tenga todo preparado —confirmó aquel joven teniente, antes de besar la mano derecha del cardenal y retirarse hacia la puerta, procurando no darle la espalda.
—Bien, mantenme informado en todo momento de cualquier noticia que pueda ser clave para la seguridad de Trento y de todo el principado. Sé discreto, este asunto solo lo conocemos nosotros y mi ayudante de cámara.
—Sí, eminencia. Me llevaré un centenar de palomas y saldremos al amanecer para no llamar la atención de los habitantes de la ciudad, como si de unas maniobras militares se tratase —confirmó Tonelli, segundos antes de atravesar la puerta.
El cardenal hizo un suave gesto con su mano, como señal de aprobación, al tiempo que las pupilas de ambos se cruzaban en aquella preocupante atmósfera.
Instantes después, Sebastiani irrumpió en la cámara del cardenal con documentos que debían ser firmados. Detrás de él, aprovecharon para entrar algunos servidores de palacio, para terminar de vestirle.
—¡Dejadme solo!, ¡ya requeriré vuestra presencia! —imperó Madruzzo a todos después de haber firmado los documentos que contenía la carpeta.
En pocos segundos la sala quedó vacía, con la sola presencia del cardenal, y este, tras calentarse las manos ante el fuego de la chimenea y dirigiendo de nuevo su mirada a la ciudad, se aisló en sus pensamientos. «¿Quién puede estar detrás de este sanguinario y cobarde asesinato? Massarelli era un hombre valiente, leal a Trento y a nuestro principado. ¿Por qué?», se preguntaba una y otra vez Madruzzo, que no pudo evitar derramar unas lágrimas, mientras con su pañuelo de seda y encaje limpiaba el vaho del cristal emplomado de la ventana.
Poco después, el cardenal pidió que le trajesen un sencillo desayuno para reponer las fuerzas enervadas por el insomnio de la noche anterior y el sobrecogimiento por la tristeza ante el asesinato de Massarelli. Mientras consumía un sorbo de la taza de leche con miel, al tiempo que se calentaba sus dedos con la misma, le vino al pensamiento Bruno, su consejero de arte y siempre inspirado restaurador de las obras de los palacios tridentinos. De inmediato, volvió a reclamar la presencia de su ayudante de cámara y este no tardó en cruzar la puerta.
—¡Sebastiani, llama a Bruno Baschenis, para que se presente de inmediato ante mí!
—Sí, eminencia, creo que se encuentra trabajando en el artesonado de la planta noble superior del palacio.
Bruno Baschenis era un renombrado decorador de murales al fresco y autor de las singulares restauraciones llevadas a cabo en las estancias más nobles del Castellvecchio y del Magno Palazzo durante los dieciocho largos años que se prolongó el Concilio de Trento, contratado por el cardenal para tal fin, como director del patrimonio artístico de los palacios tridentinos. Hombre de treinta y cinco años, hijo del célebre pintor Simone Baschenis y autor de las afamadas pinturas al fresco alusivas a la Danza Macabra, Bruno era una persona discreta y centrada en su trabajo. Poca gente le conocía, porque era taciturno, aunque respetuoso, de finos modales, elegante, de aspecto impoluto y amigo de sus amigos. Más germánico que italiano, por su aspecto físico: rubio, alto, de ojos azules; estaba soltero, aunque había mantenido alguna relación amorosa, pero sin compromiso alguno.
Tan pronto como recibió la orden que imperaba su presencia, el consejero artístico del cardenal no tardó en bajar del andamiaje, con cuidado para no resbalar por los peldaños de madera, y, tras darles las instrucciones precisas a sus ayudantes, se fue, cambiando la camisa oscura de trabajo, cubierta de manchas de pintura y olor a barniz, por otra vestimenta blanca y limpia. Instantes después, una vez hubo descendido la ancha escalinata de mármol, entraba en la estancia del cardenal, acompañado por Sebastiani:
—Eminencia, aquí está el maestro Bruno, como pedíais. Si no me necesitáis, vuelvo a mis quehaceres.
—¡Quédate, Sebastiani! La conversación que voy a mantener con nuestro director de arte también es de tu competencia —exclamó el cardenal, mientras paladeaba el último sorbo de la taza.
—Eminencia, ¿me habéis mandado llamar? —preguntó el artista.
—Sí, Bruno, quiero encargaros una misión de especial importancia, aunque muy diferente a vuestra actividad cotidiana.
—Eminencia, sabéis bien que me debo a vos y a los intereses del principado.
—Precisamente de ello quiero hablarte. Se trata de una misión que debes cumplir en el sector norte de nuestros territorios, concretamente en el limes con el Tirol. Últimamente se están produciendo extraños acontecimientos, y necesitaría que una persona ajena al mundo militar me facilitara algunas informaciones, por el bien de la seguridad de nuestro principado. Por ello he pensado en ti. Puedes tomarte el tiempo que haga falta, como una especie de jornadas de descanso, bien merecidas, por los meritorios trabajos que has venido desarrollando durante los años del concilio, por lo cual te estoy agradecido. Se trata, querido Bruno, de un asunto de vital importancia para nuestro principado. Y quiero que, con la mayor discreción, investigues, sin levantar sospecha alguna.
Bruno quedó impávido unos instantes, después de escuchar aquellas agradables palabras, pronunciadas por la persona de mayor autoridad del principado. Después, intentando detener los acelerados latidos de su corazón, y con la mayor felicidad en su rostro, respondió:
—Gracias, eminencia. Es un honor que confiéis en mí. Este viaje me viene muy bien, porque, de ruta hacia las fronteras con el Tirol, aprovecharé para acercarme al pueblo donde nací, al que hace muchos años que no voy, e intentar saber sobre mis padres. Pero estaré siempre en alerta ante la menor noticia que pueda considerar útil, la cual le haré conocer de inmediato.
—Bien. No llevarás escolta alguna, pero sí un certificado firmado por mí, a modo de salvoconducto, que te facilitará Sebastiani, el cual podrás mostrar, en caso necesario, en todas las poblaciones y lugares a lo largo del itinerario. Y, sobre todo, no debes hablar de este asunto con nadie —recalcó Madruzzo, mirando de soslayo a su ayudante de cámara, en señal de complicidad por el motivo de aquella insólita misión, encargada a un hombre de pinceles y tonalidades cromáticas y tejidos, más que de armas.
Sebastiani no tardó en abandonar la estancia para facilitarle el documento.
—Eminencia, ¿podría acompañarme Angiolo Tonelli, buen amigo y responsable de los jardines de palacio? Hace tiempo que también él echa de menos su comarca de origen, que es el territorio por donde, precisamente, voy a moverme. Además, al no llevar protección, ambos nos daríamos una mayor seguridad, aunque Angiolo desconocerá los motivos de este viaje —expuso Bruno.
—¡De acuerdo! Pero tú serás el responsable de la misión. Llevaros una jaula con algunas de nuestras palomas para tenerme informado en caso necesario. También Angiolo es persona de mi mayor confianza, pero él no deberá saber nada de esta misión —le recordó el cardenal.
—Descuide, eminencia. Saldremos lo antes posible —dijo, y seguidamente tomó la mano derecha del cardenal, la besó con el mayor respeto y se dirigió a la puerta haciendo la reverencia.
Bruno salió de la estancia privada del cardenal y, al atravesar el largo pasillo decorado con grandes murales por él mismo restaurados, se quedó unos instantes parado ante los elegantes frescos de la torre del agua, analizando las figuras correspondientes a las cuatro estaciones, en un intento por obtener una leve distracción, ya que en su cabeza no cesaban de aparecer los detalles del encuentro que acababa de mantener con su eminencia, al tiempo que no dejaba de preguntarse las razones que podrían haber motivado aquel inesperado y urgente viaje. ¿Qué querría realmente el cardenal? Bajó la ancha y monumental escalinata de mármol blanco y no tardó en llegar a los jardines del ala sur, donde le habían indicado que se encontraba Angiolo. Al ver a su amigo, atareado entre ayudantes y planificando las plantaciones de otoño de los parterres, Bruno, con un gesto amable, requirió su presencia.
Angiolo era un hombre de carácter risueño y bonachón, charlatán y bromista; sus pelos blancos anunciaban que ya hacía algún tiempo que había rebasado el ecuador de su vida. Era natural de una aldea de las montañas del Brenta, y, tras la muerte de sus padres, a la edad de quince años, no dudó en abandonar su pueblo natal, Caderzone, para trasladarse a Trento, en cuya ciudad se convirtió en afamado paisajista de jardines. Estaba casado y tenía dos hijos: Domenico, teniente de los ejércitos del principado de Trento, a quien el cardenal le había encomendado realizar la misión, y Luigi, monje recluido en el eremitorio de San Romedio.
—Bruno, hacía días que no hablábamos. ¿Qué deseas? —manifestó Angiolo, y, después de sacudirse las manos que tenía llenas de tierra y abono, soltó la azada en el suelo y propinó unas fuertes palmadas en la espalda de su amigo que casi le hicieron perder el equilibrio.
Bruno respondió con una sonrisa a las muestras de afecto de Angiolo; luego se justificó:
—Amigo Angiolo, yo también me alegro de verte. Acabo de tener un encuentro con el cardenal, quien me ha concedido un permiso, en agradecimiento por los trabajos realizados durante los años del concilio, y voy a visitar el pueblo que me vio nacer, en la Val Rendena. ¿Te gustaría acompañarme? Tenemos permiso de su eminencia, un salvoconducto y el dinero necesario.
El rostro del jardinero se iluminó de felicidad al escuchar aquellas palabras.
—¡Claro, hombre! ¡No sabes la alegría que me das!, pues hacía mucho tiempo que no visitaba a mis parientes, por no tener ni el tiempo ni los ahorros suficientes. Pero déjame un par de días para organizar los trabajos que tienen que hacerse en los jardines de palacio sin que echen en falta mi presencia.
—Bien. Saldremos dentro de dos jornadas, al amanecer —concretó Bruno.
Bruno Baschenis y Angiolo Tonelli eran personas de plena confianza de Cristoforo Madruzzo. Además de ser hábiles y renombrados artesanos, y de trabajar para el cardenal, tenían un elemento común: el ser huérfanos por haber perdido a sus padres en extrañas circunstancias. Por los excelentes logros alcanzados en sus tareas profesionales, los dos fueron merecedores de algunos privilegios, como el de poder salir y entrar de los palacios tridentinos con la mayor libertad, a cualquier hora, sin que los guardias les pidieran la menor explicación.
Las vidas de ambos iban a estar estrechamente relacionadas.
Qué razones habrán motivado este viaje? Intentaré, de todos modos, averiguar cualquier información que pueda ser útil para los intereses del cardenal y la seguridad del principado…», pensaba una y otra vez Bruno, mientras, en compañía de Angiolo, descendían la elegante escalinata del Magno Palazzo, respondiendo cortésmente a los saludos de cuantos se cruzaban. Después de breves palabras, y antes de retirarse a sus correspondientes actividades, acordaron reunirse dos días después en la explanada frente a la fortaleza de Castelvecchio.
—Te encuentro un poco preocupado. ¿Qué te sucede? —preguntó el jardinero a su amigo.
—¡No! Nada, Angiolo. Es que he resolver muchos asuntos en los trabajos que llevo en marcha, antes del viaje.
—Yo también. Y mi preocupación además está en casa, porque mi esposa está padeciendo con sus dichosos dolores de espalda. Pero este viaje me vendrá bien, porque podré regresar a su pueblo natal y saludar a mis familiares, a los que hace mucho tiempo que no veo.
Llegó el momento acordado y un carromato de cuatro ruedas, tirado por dos caballos y conducido por uno de los cocheros de la curia tridentina, les aguardaba en el lugar, a punto para partir. Angiolo y Bruno no tardaron en llegar.
—Buenos días, señores, me llamo Mauro Cavalese, y soy el chófer que les llevará en este viaje —saludó el cochero, mientras recogía los baúles y fardos de ambos y los colocaba y amarraba adecuadamente en la parte trasera.
—Bien —respondieron Angiolo y Bruno.
—Tomaremos rumbo al oeste, por el camino que lleva a Bolbeno, y luego, ya en Val Rendena, torceremos hacia el norte en dirección a Carisolo —comentó seguidamente Angiolo, dirigiéndose al conductor.
—De acuerdo, señor —repuso Mauro una vez hubo asegurado el aparejo y terminado de comprobar las correas del carromato; luego, como en un acto reflejo, desnudó el látigo con el que incitar a los caballos.
—No te preocupes por la seguridad en los caminos; contamos con la garantía de un salvoconducto firmado por el cardenal —le dijo Bruno al conductor una vez que este subió a la silla para iniciar el viaje.
—No estoy preocupado, en absoluto; a estas alturas de mi vida ya no le temo ni a la muerte —respondió el chófer de inmediato y cortésmente.
Poco después, una vez instalados cómodamente en sus asientos, Bruno inició la conversación:
—Hace mucho tiempo que tengo pendiente este viaje, porque deseo regresar a Val Rendena para conocer más sobre mi familia, y ahora, ¡por fin!, creo que podré aclarar algunas dudas que me atormentan desde la infancia, especialmente relacionadas con mis orígenes. El recuerdo que tengo de mi padre son sus magníficas obras pictóricas realizadas sobre la tenebrosa Danza Macabra.
—Yo también espero desvelar algunas incógnitas de mi pasado —murmuró Angiolo.
—¿Qué ruta consideráis más apropiada? —preguntó Bruno dirigiéndose al chófer.
—Señor, el camino de la Giudicarie es, sin duda, el mejor trayecto. Es el más frecuentado y, por ello, el más seguro.
—¡Pues adelante! —coincidieron los viajeros.
Mauro no tardó en tomar las riendas.
—En cuanto a la comida, podemos hacer una parada en Baselga di Vezzano, que dispone de una hospedería donde sirven una excelente carne de venado y truchas del río; además, elaboran su propio pan de centeno, y tienen una buena bodega en los sótanos. Conozco bien el lugar —manifestó Bruno, mirando a Angiolo.
Relajados ya en sus asientos el uno frente al otro, Angiolo y Bruno coincidieron en apartar las cortinas de sus ventanillas para despedirse, por un tiempo, de la hermosa ciudad de Trento.
Era una mañana fría de finales de octubre y pocas personas transitaban por las calles y plazas, a excepción de los habituales puestos de mercaderes y buhoneros que comenzaban a abrir sus tenderetes en torno a la fuente de Neptuno, en la Piazza del Duomo. La campana mayor de la iglesia de Santa Maria Maggiore repicaba los tradicionales setenta y ocho golpes, con los que la ciudad despertaba del letargo nocturno, recordando a todos que eran las siete y cuarto de la mañana. Unos tímidos rayos de sol comenzaban a despuntar por las altas montañas, y amenazantes nubarrones iban, al mismo tiempo, cubriendo los cielos y tapando las estrellas. Las lámparas de aceite iluminaban las coloreadas fachadas de las casas. En las aceras, algunos borrachos hacían los mayores esfuerzos para no perder el equilibrio, tambaleándose, con los labios llenos de espuma y vomitando, consecuencia de la resaca de una noche de mucha bebida. También observaron mujeres de alegre vida que regresaban de los burdeles y se dirigían a sus miserables viviendas de los barrios extremos de la ciudad, mientras contaban con recelo y desespero las escasas monedas que habían ganado.
—Gracias al concilio, Trento se ha convertido en una de las ciudades más hermosas de Europa, atrayendo a toda clase de artistas y literatos —comentó Bruno.
—Pero este esplendor también ha influido paralelamente en un aumento considerable de las casas de apuestas y de juego, los prostíbulos y los mercados de trata de esclavos, además del nacimiento de algunas asociaciones de criminales y maleantes —repuso Angiolo.
—Sí, algo he oído, pero tú, Angiolo, estás mejor informado que yo. Mi trabajo, como sabes, me obliga a permanecer jornadas enteras sobre un andamio, resolviendo la restauración de un mural, techo o escultura, mientras que tu actividad está más próxima con la gente, con el sentir del pueblo.
El jardinero miró con afecto a su amigo y le dio como respuesta una leve sonrisa, que secundó con un palmada en el hombro.
Aún faltaban casi dos horas para que se abrieran las puertas de la muralla, y por ello acordaron hacer un alto, para desayunar, antes de salir de la ciudad, y aprovechar para calentar las gargantas, que se habían enfriado por el aire de la mañana. Entonces, Angiolo, tras recibir el beneplácito de Bruno, gritó al chófer:
—¡Mauro, dirígete a la posada que hay cerca del Palazzo Rocabruna para desayunar!
—Como deseéis, señor.
En aquel lugar tomaron un vaso de leche caliente con crema de chocolate y algunos bollos recién horneados. Los pocos clientes que había estaban reclinados por el sueño sobre la barra o en las mesas. El cochero prefirió permanecer en la puerta, aguardando sentado en su silla del carromato.
—Es como si fuera este mi primer viaje —manifestó Angiolo, mirando a Bruno, mientras saboreaba con gula uno de los bollos calientes.
—A mí me ocurre lo mismo; a pesar de las muchas salidas que tuve que realizar durante las sesiones del concilio, parece como si este viaje fuese el primero —repuso Bruno.
Mientras consumían el último sorbo del vaso, ambos pudieron advertir cómo unos hombres atravesaron la sala arrastrando un pesado paquete de gruesa tela, desde la estancia interior, de cuyo extremo del fardo goteaba sangre. Entonces se miraron algo sorprendidos. Y Angiolo, acercándose discretamente al mozo de la barra, le preguntó:
—¿Qué ha sucedido?
Aquel joven quedó impávido, sin habla; rehuyendo aquella pregunta se apartó, con cierto temor en el rostro, hacia el extremo de la barra, donde se hallaban las barricas de vino, simulando que estaba muy atareado. Entonces, Angiolo volvió a repetirle las mismas palabras, con mirada imperante y fría, y en voz alta.
—¡Señor! No grite, se lo ruego —repuso con miedo el camarero—. Anoche, a altas horas, se produjo un duelo, a espada, que tuvo como escenario el patio trasero, en secreto, para evitar la presencia de la guardia. Lamento no poder decirles nada más. Si el dueño de la posada, que está fuera, se enterara de que les he contado esto, me mataría con sus propias manos.
—No te preocupes, joven, no diremos nada —repusieron Angiolo y Bruno, que dejaron unas monedas sobre el mostrador y salieron de aquel lugar.
Segundos más tarde ambos subieron de nuevo al carruaje.