Según relatan los historiadores, el café se introdujo en Europa en el siglo XVII. Como tantas otras, su historia es la crónica de la conquista y el colonialismo. Durante siglos, los comerciantes árabes mantuvieron el monopolio del café bajo un estricto celo: solo vendían el grano tostado, jamás la planta, con lo cual evitaban que pudiera crecer en otras regiones. Pero los hábiles comerciantes holandeses consiguieron unos brotes y los plantaron en las islas de Sumatra y Java, sus colonias del Sudeste asiático. Desde allí un oficial francés transportó la planta hasta la isla de Martinica, desde donde se extendió como una mancha de aceite por todo el mundo, o mejor dicho, por el imaginario cinturón que rodea el Ecuador, que es donde crece el cafeto o planta de café.
Con su llegada a Europa, los locales donde se consumía el llamado “vino árabe“ (por la costumbre de triturar los granos y fermentarlos en alcohol) se convirtieron rápidamente en lugares de encuentro y de sociabilidad, de conversación e intercambio, espacios artísticos y literarios. En efecto, los cafés de antaño eran un sitio donde pasar tardes enteras, hacer vida social e incluso política y cultural. Tanto es así que se podría hacer una historia de la literatura de los últimos siglos, y quizás también del arte europeo, visitando las cafeterías a las que acudieron poetas, pensadores y artistas. Baste recordar casos como el Café de Flore, en el barrio parisino de Saint-Germain, donde se veía a Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir entrar como a su segundo hogar; del The George Inn, en Londres, citado incluso en alguna novela de Charles Dickens (lo difícil sería encontrar algún bar de la vieja Londres que no visitara ese escritor); o del A Brasileira en Lisboa, donde aún se ve a Fernando Pessoa –aunque sea fundido en bronce– apurar impertérrito su rutinario bica.
En el caso español, hablar de cafés implica hacerlo también de tertulias, ya sean las de Valle-Inclán, Gómez de la Serna o las aún vigentes del madrileño Café Gijón. Cómo no recordar el barcelonés Els Quatre Gats, donde un jovencísimo Picasso hizo sus “primeros pinitos”; o el caso de Josep Pla, que dedicó interminables líneas a teorizar acerca de la vida de café como un relevante acto social. Y es que un café es, en palabras de Benito Pérez Galdós, “una gran feria en la cual se cambian infinitos productos del pensamiento humano”.
No son pocas las corrientes ideológicas que han nacido o tomado cuerpo en la atmósfera nostálgica de los viejos cafés, donde vidas anónimas y legendarias, reales y de ficción se entrecruzaban sin solución de continuidad. “Sin los cafés decimonónicos o modernistas de Viena, Budapest, Praga, Cracovia, Berlín, Bruselas, Ámsterdam o París no se comprenden los movimientos estéticos contemporáneos», sentencia Antonio Bonet Correa en Los cafés históricos (Editorial Cátedra, 2012). Muchos de aquellos pioneros todavía subsisten, como el Café Karpershoek de Ámsterdam, que se remonta a 1606; el Procope de París, inaugurado en 1702; o el Café Florián de Venecia, que abrió sus puertas en 1720. Incluso la tradicional cultura de los cafés de Viena ha sido incluida como “práctica social" en la Lista del Patrimonio Cultural Intangible de la UNESCO.
De ahí que hoy en día la visita de estos cafés tradicionales es para muchos casi una peregrinación, un plan imprescindible durante sus paseos por muchas capitales europeas. Esperamos que esta selección y acercamiento a los mejores cafés de Europa sirva de guía y estímulo, con la única premisa de que conocer su devenir histórico hará que el café sepa incluso mejor.
Sentado en una de las mesas del bar A Brasileira, en pleno barrio de Chiado, Fernando Pessoa apura, inmóvil, una taza de café. Este establecimiento lisboeta abrió sus puertas en 1896 como tienda de venta de café importado. Al poco tiempo, la costumbre de invitar a probar el producto a sus clientes llevó al propietario a cambiar de gremio y convertirlo en bar. Se transformó así en el lugar de encuentro de artistas e intelectuales, y más tarde, en el café elegido por el poeta portugués, cuya estatua de bronce sentada a una de las mesas de la terraza acompaña al visitante.
Su interior luce una decoración modernista clásica y elegante, en la que destacan las paredes cubiertas de maderas nobles y grandes espejos, y sus techos estucados, de los que cuelgan solemnes arañas. En el exterior, en cambio, predomina su amplia y bulliciosa terraza, con mesas y sombrillas dispersas sobre la peatonal Rua Garrett y los turistas posando para la foto ritual junto a un hierático Pessoa. Dentro o fuera el protocolo se completa con la tradicional bica, un café fuerte y espumoso, el equivalente luso del expresso italiano; y si se tercia, un pastel de Belem, uno de los manjares que no hay que dejar de probar en Lisboa, con una base de hojaldre relleno de crema, y cuya receta es uno de los secretos mejor guardados de la pastelería portuguesa. También sirven platos sencillos, aunque este aspecto y un servicio en ocasiones desbordado por el exceso de clientes, son sus puntos más débiles.
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Pastelería tradicional portuguesa, abierta en 1922, con gran variedad de dulces típicos, una atmósfera elegante y nostálgica y una atención impecable. Ideal para desayunar a base de excelente café o chocolate caliente, exquisitos cruasanes, palmeritas crujientes o una gran variedad de pasteles. También es un buen lugar para almorzar, frecuentado por trabajadores de la zona y con precios razonables.
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