Créditos
Edición en formato digital: noviembre de 2014
Título original: Mistero buffo, Chi ruba un piede è fortunato in amore,
Gli imbianchini non hanno ricordi, Non tutti i ladri vengono per nuocere,
Un morto da vendere, I cadaveri si spediscono e le donne si spogliano,
L’uomo nudo e l’uomo in frac
En cubierta: William Merritt Chase, El bufón de la corte, 1875
Mistero buffo
© 1997, 2003 e 2014 Giulio Einaudi editore s.p.a., Torino
Chi ruba un piede è fortunato in amore
© 1966 e 1974 Giulio Einaudi editore s.p.a., Torino
Gli imbianchini non hanno ricordi
Non tutti i ladri vengono per nuocere
Un morto da vendere
I cadaveri si spediscono e le donne si spogliano
L’uomo nudo e l’uomo in frac
© 1984 Giulio Einaudi editore s.p.a., Torino
For all performing rights, please apply to AGENZIA DANESI TOLNAY,
Via Timavo 1 – 00195 ROMA – ITALIA – info@tolnayagency.it
© De la traducción y de los prólogos, Carla Matteini
© Ediciones Siruela, S. A., 1998 , 2007, 2014
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid
Diseño de cubierta: Ediciones Siruela
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ISBN: 978-84-16280-07-0
Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com
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Índice
Misterio bufo
Anatomía del juglar
Prólogo de Carla Matteini
Rosa fresca aulentissima
Loa de los azotados
La matanza de los inocentes
Moralidad del ciego y del tullido
Las bodas de Caná
Nacimiento del juglar
El nacimiento del villano
La resurrección de Lázaro
Bonifacio VIII
El loco y la muerte
María conoce la condena impuesta a su hijo
Juego del loco bajo la cruz
Pasión. María en la cruz
Comedias
El tresillo volcado
Prólogo de Carla Matteini
Los pintores no tienen recuerdos
No hay ladrón que por bien no venga
El hombre desnudo y el hombre de frac
Los muertos se facturan y las mujeres se desnudan
A donde el corazón se inclina, el pie camina
Nota
*Traducción de Daniel Sarasola y Carla Matteini.
MISTERIO BUFO Y OTRAS COMEDIAS
MISTERIO BUFO
Juglaría popular
Anatomía del juglar
Escrito en su primera versión en 1969, continuamente representado y modificado en función de la respuesta del público, Misterio bufo está considerado de forma unánime como el buque insignia de la flota textual de Dario Fo. Flota pacífica y alegre, compuesta por más de sesenta barcos de navegación ligera, pero que ante la amenaza de cualquier galerna se convierte rápidamente en una formación de guerra, cañones dispuestos y puntería excepcional.
Misterio bufo es, junto con Muerte accidental de un anarquista, el texto de Fo más representado prácticamente en todos los países y lenguas del mundo, y es, a la vez, el más odiado y combatido desde las altas instancias vaticanas. Si de alguna manera el Nobel le ha sido concedido a Fo en 1997 por su investigación en el campo de la juglaría, de la sacra representación medieval, es decir, por cuanto Misterio bufo recoge y compendia más de veinte años de trabajo, no es menos cierto que la continua crítica al poder temporal de la iglesia, arma ya utilizada y pulida por los juglares medievales, pero que Fo contextualiza en las presentaciones de cada pieza, no ha podido herir con más puntería los flancos más débiles del Vaticano. Aunque él lo explica muy bien en su introducción, conviene insistir en la dualidad que vertebra el esqueleto de la obra: la oposición, históricamente antagónica y problemática, entre la iglesia humilde, evangélica, juzgada a través de los siglos como herética, desde los cátaros y patarinos hasta la actual teología de la liberación, y todo el complejo entramado político, económico y administrativo que configura el poder temporal de la iglesia católica, encarnado en la de Roma. En este sentido debe considerarse Misterio bufo como un texto político, de los más claros y afilados, y también punto de inflexión entre las décadas de los cincuenta y sesenta, años de comedias brillantes y apariciones televisivas, y el camino de teatro de denuncia que Fo emprende en los turbios años setenta italianos.
Quería sentar esta premisa para dejar claro que no es este, en absoluto, un texto «blanco», situable al margen de la línea dramatúrgica de las otras obras de Fo, ya desde sus primeras escrituras, y sobre todo en el proceso seguido después, a lo largo de más de veinte años de continuas representaciones. Es el texto que Fo ha paseado personalmente por todo el mundo, que tiene siempre en repertorio, que más vídeos ha vendido y que ha dado a conocer su imagen y su pericia escénica. Mucho más que el Loco de Muerte accidental de un anarquista, mucho más que el Colón de Isabela, tres carabelas y un charlatán, mucho más que el obrero legalista de Aquí no paga nadie, la figura de Fo que todos conocen y recuerdan es su juglar contemporáneo del Misterio bufo, jersey de cuello alto y pantalón negros, micrófono, luces y nada más. Nada más ni nada menos que su talento, su voz y su gestualidad portentosa, para evocar y revivir en escena a borrachos y obispos, juglares y papas, a todo el coro del cementerio en La resurrección de Lázaro.
El Medievo en el siglo del átomo
Es curioso que, en la segunda mitad de un siglo proyectado hacia un nuevo milenio que atemoriza tanto como fascina, nueva era de quién sabe cuántos portentosos descubrimientos y adelantos, cuando todo parece proyectarse hacia un futuro del definitivo triunfo de la tecnología, Fo no realice una huida hacia adelante, sino una aparente regresión hacia el pasado, hacia la Comedia del Arte, más atrás hacia la Edad Media, y más aún hasta los textos bíblicos. Él lo comenta así en una entrevista: «Cuando cuento de qué manera el juglar medieval enseñaba a interpretar la Biblia y el Evangelio, repito la operación del antiguo juglar, que encontraba en ciertos textos de la Biblia y el Evangelio las claves para sus parábolas de los comportamientos eternos del poder y de quien está sometido al poder. [...] Cuando repito ese modo en que el juglar hacía leer los textos sagrados, estoy indicando al pueblo de hoy cuál era su manera de descubrir en la cultura de entonces, en estos textos precisamente, la suerte que le iba a tocar. Cuál era su manera de expresarse por boca de los juglares, y le invito a que vuelva a apropiarse de su cultura para saber enfrentarse hoy, de nuevo, a la cultura erudita y académica».
Esta es otra clave para comprender las intenciones de Fo al construir su propio Misterio bufo, una actitud por otro lado reivindicada en los últimos años por la nueva historiografía. Fo quiere contar la verdadera historia, la del pueblo, la que ha sido siempre marginada por la cultura oficial, manipuladora e hipócrita. Indignado por la tergiversación que los popes culturales han hecho de este como de otros temas, reivindica el verdadero conocimiento de un elemento esencial de la cultura italiana, como es su tradición oral y escrita de teatro popular. De hecho dice: «Más que un largo paso hacia atrás, he dado un salto mortal al revés, en el sentido de que he evitado rastrear los orígenes con actitud de arqueólogo. He buscado también lo medieval que asoma en Molière y en la Comedia del Arte, en todo el rico desarrollo que estos comediantes hicieron de la lección medieval de entretener al público». En las introducciones a las diversas escenas de la obra, Fo deja muy clara la diferencia entre la cultura aristocrática, elitista y ajena a la realidad, y la extraordinaria fuerza comunicativa de esa cultura popular que en toda su vida de autor, actor, director, de artista comprometido en fin, no se ha cansado de invocar, reivindicar y reinventar para hablar de temas de nuestro tiempo.
Sin duda lo que acerca Misterio bufo a la sensibilidad del público actual son las presentaciones o prólogos que Fo improvisa antes de cada historia. Este recurso escénico no estaba en los orígenes de la escritura de la obra, que nació de una prolongada y exhaustiva búsqueda de textos sacros medievales. Al principio, componían el espectáculo los textos sueltos de las escenas, sin introducción previa, y cuando Fo descubrió en sus giras por el extranjero que así, solos, no funcionaban, empezó a introducir unas explicaciones, traducidas de manera simultánea, para una mayor comprensión de la historia que iba a contar. Este recurso lo siguió utilizando en países con otra lengua, pero también en Italia comprobó que anteponiendo a sus sketches cómicos estos monólogos más largos que las propias piezas «teatrales», creaba no solo un efecto de distanciamiento fundamental para un brechtiano confeso como él, sino que multiplicaban la carga satírica del espectáculo.
Después de todo, los juglares medievales utilizaban ya la técnica de la introducción no solo para explicar lo que seguiría, sino para introducir comentarios sobre la analogía que determinadas situaciones bíblicas o evangélicas podían tener con las que se vivían en su época. De este modo, el espectáculo se fue enriqueciendo con gags, con comentarios a la actualidad del día, con auténticos diálogos de fagocitación y proyección de cualquier incidente, risa o silencio que se produjera con los espectadores a lo largo de las dos horas de espectáculo. Por supuesto, Fo dio rienda suelta por fin a su capacidad de improvisación, de pasión por el monólogo en solitario que, lejos de resultar lucimiento histriónico, llena de espontaneidad, de matices y de vigilante agudeza cada función, siempre diferente a todas las demás.
Las fuentes, el lenguaje
El título ya constituye un homenaje, concretamente a Maiakovski, que en una obra homónima había querido representar la lucha de clases según la tradición «bufa» popular. Pero la intención de Fo, aún con cierto fondo didáctico, inevitable por la época en que lo resume y escribe y por los temas que trata, va más allá de un documento analógico de agit-prop. Es fundamental para Fo bucear en la propia historia, más atrás de las narraciones que de niño le contaban los fabuladores del lago junto al que se crió, más atrás de la rica tradición de la Comedia del Arte, que más adelante también investigó a fondo, hasta reunir tales estudios en su Manual mínimo del actor. Su salto hacia el Medievo, que le hace retroceder a los textos sagrados revisitados desde la perspectiva que inventaron los juglares, permite a un ateo marxista afrontar el enorme bagaje de los textos sacros con delicado respeto y sincera emoción. Pero eso sí, con fuerte intención desacralizadora de la utilización que la iglesia ha hecho de ese rico material poético, bien silenciado, bien manipulado y falseado. Y para hacerlo, el Fo de Misterio bufo entra y sale de la máquina del tiempo, de Bonifacio VIII a Wojtyla, de apóstoles y juglares a obreros de las fábricas italianas, en rápidas y eficaces piruetas anacrónicas. El historiador francés Jean Chesneaux le ha definido por ello como «un historiógrafo salvaje, que en lugar de acumular informaciones especializadas, quiere pensar políticamente el pasado e históricamente el presente».
El tema del lenguaje es central en la obra, y por desgracia no del todo trasladable a otro idioma. Fo ha retomado para las piezas juglarescas el grammelot, lenguaje onomatopéyico, basado en las cadencias y los tiempos del lenguaje oficial, que los juglares empleaban para no ser censurados. El texto original italiano es bilingüe, ya que al lado de cada grammelot –a la manera francesa, catalana, piamontesa, etc.– se reproduce la traducción al italiano que el propio Fo ha realizado. Por razones obvias se ha prescindido aquí del grammelot original, traduciendo al castellano ese italiano de giros y construcciones no del todo modernas que he tratado de reflejar. También he conservado determinadas voces medievales italianas, traduciendo su significado, pues son esenciales en las explicaciones que Fo da antes de cada escena.
Algunos eruditos más papistas que el papa han reprochado a Fo su falta de rigor al inventar parte de los materiales, y pretender hacerlos pasar por auténticos. Pero Fo va más allá del afán filológico e historicista, mucho más interesado en mostrar cuáles eran las fuentes de inspiración de los juglares, y contamina con feliz libertad los textos encontrados con aportaciones propias.
El resultado explica el éxito generalizado de Misterio bufo a lo largo de más de veinte años, como obra que no padece el paso tan rápido de este tiempo, siempre oportuna, flexible y abierta a nuevas circunstancias que tratar, crítica e implacable cuando sea necesario, pero también profundamente poética, llena de solidaridad y amor hacia el ser humano, mirada lúcida pero conmovida de un hombre de nuestro tiempo hacia otras épocas, en que las injusticias y las desigualdades eran las mismas que Fo sigue denunciando hoy.
Carla Matteini
Actor: «Misterio» es el término que se empleaba ya en los siglos II y III después de Cristo para indicar un espectáculo, una representación sacra.
Aún hoy, durante la misa, oímos al sacerdote declamar: «En el primer misterio glorioso... en el segundo misterio...», y así sucesivamente. Misterio significa pues: representación sacra; y misterio bufo significa: espectáculo grotesco.
Fue el pueblo quien inventó el misterio bufo.
Desde los primeros siglos después de Cristo el pueblo se divertía –y no solo era diversión– moviendo, jugando, como se decía, espectáculos de forma irónico-grotesca, precisamente porque, para el pueblo, el teatro, y el teatro grotesco en particular, ha sido siempre el medio principal de expresión, de comunicación, pero también de provocación y agitación de ideas. El teatro era el diario hablado y dramatizado del pueblo.
Rosa fresca aulentissima
En lo que se refiere a nuestra historia, o mejor a la historia de nuestro pueblo, uno de los textos esenciales del teatro cómico-grotesco, satírico, es Rosa fresca aulentissima de Ciullo (o Cielo) d’Alcamo.
Bien, ¿por qué queremos hablar de este texto? Porque es el texto más manipulado que se conoce en la historia de la literatura italiana, ya que siempre nos ha sido presentado de manera manipuladora.
En el colegio, cuando nos plantean esta obra, cometen la mayor estafa que se haya hecho jamás en toda la historia de la enseñanza.
Ante todo, nos hacen creer que es un texto escrito por un autor aristocrático, quien, aun empleando el lenguaje vulgar, quiso demostrar que estaba tan dotado como para transformar «el barro en oro». Logró pues escribir una obra de arte: mediante la gracia que solo un poeta aristocrático como él podía poseer. ¡Tanta como para elevar un tema tan trivial, tan tosco como un diálogo «de amor carnal», a niveles extraordinarios de poesía «culta», propia de la «clase superior»!
Además, dentro de este esfuerzo por hacernos ver esta obra como momento inspirado de un autor aristocrático, han ido metiendo casi todo, digamos todos los trucos y saltos mortales de los sagrados autores burgueses de textos escolásticos, desde De Sanctis a D’Ovidio. Diré que el primer estafador fue Dante Alighieri. En efecto, de forma más o menos explícita, en su De Vulgari Eloquentia dice con cierto engreimiento que «... de acuerdo, hay alguna que otra aspereza en este “contraste”, alguna que otra tosquedad, pero ciertamente el autor es un erudito, una persona culta».
Por no hablar de lo que dijeron los estudiosos de los siglos XVIII y XIX sobre el origen «culto» de este texto; el colmo fue naturalmente bajo el fascismo, pero poco antes tampoco era una broma. Benedetto Croce, el filósofo liberal, dice que se trata sin duda de un autor aristocrático, porque la poesía del pueblo es un acto mecánico, es decir, «un acto de repetición pedestre». El pueblo, ya se sabe, es incapaz de crear, de elevarse por encima de la banalidad, la brutalidad, la vulgaridad, y entonces lo más que consigue es copiar de manera «mecánica»; de ahí el sentido de «mecánico». Solo el autor aristocrático, culto y evolucionado tiene la posibilidad de desarrollar artísticamente cualquier tema. El pueblo, zafio y obtuso, consigue como mucho imitar. Y se acabó.
Tan bonito planteamiento se lo cargaron dos sinvergüenzas, en el sentido cariñoso de la palabra, sinvergüenzas para la cultura burguesa y aristocrática: un tal Toschi y un tal De Bartholomaeis, dos católicos, para ser exactos. Ambos hicieron una auténtica trastada, demostrando que el «contraste» en cuestión es un texto extraordinario, pero obra indiscutible del pueblo.
¿Cómo? Basta con examinarlo. Empecemos por descifrar bien lo que dice esta juglaría (ya que quien habla es un juglar). Dice: «rosa fresca y perfumada que apareces hacia el verano». Quien declama este verso es un recaudador, más precisamente un tipo cuyo trabajo consiste en recabar gabelas en los mercados. Hoy en Sicilia se llaman «bávaros», porque según parece la última concesión se la dio un rey borbón a los bávaros. Pero antiguamente estos personajes, que hoy se llaman, por ejemplo, guardias municipales, tenían un nombre bastante imaginativo: exactamente grullas. ¿Por qué? Porque llevaban un libro, un registro, sujeto del muslo con una correa, y cuando tenían que retirar el dinero, para apuntar el ingreso y el nombre y apellido del que pagaba el tributo que le debía al señor por las tierras arrendadas, se colocaban en una postura bastante cómoda para escribir, o sea apoyaban el pie derecho en la rodilla izquierda, quedándose de pie sobre una sola pierna, exactamente como las grullas o las garzas. Ahora este «grulla» le está declarando su amor a una joven. Y como el muchacho, ocultando el libro que lleva en el muslo con la vuelta de la capa o con la falda, se hace pasar por noble y rico, así también la muchacha, que está asomada a una ventana, se hace pasar por la hija del señor, del propietario de la casa. En realidad es una sirvienta, tal vez una fregona. ¿Qué es lo que la delata? Una ironía precisamente del muchacho, que en un determinado momento dice: «desde que te vi vestida de sayo, hermosa, desde ese día, herido, rabio». El sayo era propio de frailes y también de monjas, pero aquí, en realidad, el término es burlesco: se refiere a una especie de mandilón sin mangas, que al estar almidonado, evitaba que las lavanderas se mojaran cuando acudían al pilón.
Ahora bien, ya sabemos en qué postura se colocan las lavanderas... Bueno, lo saben los que las han visto, a las lavanderas. Hoy tenemos lavadoras, y ya no se ve una de las cosas más hermosas de la naturaleza. Me refiero a esas redondeces que se bambolean al moverse, y que las lavanderas ofrecían a los pasantes.
Por eso el juglar, malicioso, dice: «cuando te vi en postura de lavar... cuando llevabas el sayo, de ti me enamoré».
Se enamoró, como dice Brecht, «de lo que el supremo creó con majestuosa gracia», creo, el séptimo día, el de descanso: porque necesitaba toda la concentración posible para fabricar semejante perfección dinámica: el eje de toda la creación. Así que: «de tu eje me enamoré».
Ahora conocemos el origen social de los dos personajes: la muchacha que se jacta de su posición social y el muchacho que hace otro tanto.
El joven declama: «rosa fresca aulentissima ch’apari...». Es un lenguaje áulico, refinado, propio de quien quiere hacerse pasar por noble. Él hace una caricatura, pero no es esa su intención, luego veremos la verdadera razón.
«Rosa fresca aulentissima ch’apari inver’ la state,/ le donne ti disiano, pulzell’ e maritate.» Italiano medieval, que traducido dice: eres tan hermosa que hasta las mujeres, doncellas o desposadas, querrían hacer el amor contigo. Por no hablar de las viudas... bueno, esas, ya se sabe, es normal.
¡Sería una locura! Os imagináis, en el colegio, al pobre profesor que tuviera que explicar las cosas tal y como se dicen... «Es normal, chicos, en la Edad Media las mujeres se emparejaban a menudo.» Unas pedorretas como para sacarle los colores... risas no disimuladas... le echan, expulsado de todos los colegios del reino (porque podemos decir que seguimos en un reino), ¡y basta, está acabado!
He aquí por qué el pobre profesor, que además tiene familia, no tiene más remedio que mentir. Notad que esta preocupación por corregir la verdad nace ya desde el momento en que se descifra el apodo del autor. De hecho, siempre lo citan en los textos escolares no como Ciullo d’Alcamo, sino como Cielo d’Alcamo.
Atención, los del norte, de la Lombardía, saben qué significa el término «ciullo»: sin querer ser procaz, «ciullo» es el sexo masculino. Y también en Sicilia me ocurrió, en Alcamo, cuando pregunté el significado de «ciullo»... ja ja ja... ¡todos muertos de risa! De todos modos, volviendo al colegio, os dais cuenta de que hay que modificar, medicar, eliminar de inmediato el término, y naturalmente el profesor dice: «Hay un error».
En efecto, conocidos investigadores han hecho trampas para indicar otra lectura. No podían aceptar semejante apodo, pues se trataría sin duda de un juglar, ya que todos los juglares tenían apodos bastante sabrosos. En cuanto al Ruzante, por ejemplo, que a nuestro parecer puede definirse como «el último juglar», su apodo viene de «ruzzare», revolcarse. Alguien que sea de Padua, o de la zona, sabe que «ruzzare» significa «ir con animales»: no de paseo, sino acoplarse con animales, en las fiestas o en los periodos apropiados, preferidos por los mismos, por supuesto.
Entonces, no se puede decir «ciullo». No se puede, en una escuela como la nuestra, donde la hipocresía y la morbosidad empiezan ya en párvulos. Yo he estado en párvulos, de pequeño, claro, y recuerdo que cuando una niña veía a un niño haciendo pis, decía: «¡Uy, mira!... señorita... ¿qué le pasa a ese niño?». «Una enfermedad muy fea», contestaba la maestra, «no mires... ¡vamos, vamos, persígnate!». Es nuestro colegio. Y tenemos que comprender el drama de los enseñantes.
Volviendo a «rosa fresca aulentissima ch’apari inver’ la state, / le donne ti disiano, pulzell’ e maritate». ¿Cómo lo resolvemos? Sabed que sigue siendo una frase hecha, en Sicilia, donde para hacerle un cumplido a una chica, se dice: «Bedda tu si, fighiuzza, che anco altri fighiuzze a tia vurria ’mbrazzari», hasta las otras muchachas querrían abrazarte, de lo hermosa que eres. Lo dicen sin malicia alguna, pero en nuestra escuela no se puede. Y entonces, ¿qué se inventan? Un rápido viraje de sesenta grados, para arreglar la cuestión. El profesor enseña (y fijaos que son acotaciones que encontráis en todos los textos): «no hay que tomar la forma así, tal cual, hay que tratar de especificarla. Es decir: eres tan hermosa que hasta las otras mujeres, doncellas y casadas, querrían parecerse a ti. No te querrían a ti, sino que querrían aparecer como tú eres, hermosa, elevada entre todas las otras mujeres». Así, enseguida, el chico o la chica aprenden la hipocresía, y en su casa dicen: «Mamá, quiero una manzana... no, no quiero en el sentido de querer comérmela, sino que quiero aparecer como una manzana, redonda y roja, que den ganas de comértela».
Si seguimos, descubriremos otro juego bastante brutal de este modelo. Continúa el texto: «tràgemi d’este focora, se t’este a bolontate... déjame salir de este fuego, si tienes voluntad, muchacha», ruega el joven. Y sabemos perfectamente cómo las chicas consiguen que los chicos salgan del fuego y del deseo, cuando quieran hacerlo: pero aquí, no se dice nada... son cosas que no interesan, y se pasa de largo. Enseguida viene la respuesta de la muchacha, que se lo toma un poco al pie de la letra y revela escasa finura de ánimo, al expresarse más o menos así: «Puedes irte a arar el mar y a sembrar el viento, conmigo a hacer el amor no llegarás jamás. Todo el dinero, todos los tesoros de esta tierra puedes recoger, pero ya no tendrás nada que hacer conmigo. Es más, te diré que si insistes, yo, antes que aceptar hacer el amor contigo, li cavelli m’aritonno, me hago rapar el pelo, me meto a monja, y así no te veré más... ¡ah, qué bien estaré!». Y el muchacho contesta: «¿ah sí, conque te vas a rapar el pelo? Entonces yo también me afeito la cabeza... me meto a fraile... voy a tu convento, te confieso... y en el momento oportuno, ¡ñaca!». El ñaca lo añado yo, pero está implícito.
La muchacha palidece y grita: «Eres el anticristo, un ser vergonzoso... ¿cómo te atreves?... Antes que aceptar tu violencia me tiro al mar y me ahogo».
«¿Te ahogas? Yo también... no, no me ahogo: me tiro al mar yo también, te voy a buscar allí, en el fondo, te arrastro hasta la orilla, te acuesto en la playa, y ahogada y todo, ¡ñaca!, te hago el amor.»
«¿Conmigo, ahogada?»
«¡Sí!»
«¡Oye!», dice la muchacha, con mucho candor, «¡pero si no se siente ningún placer haciendo el amor con ahogadas!».
Ya lo sabe todo, por supuesto. Una prima suya se ahogó, pasó uno por allí, vigiló si había alguien, «Voy a probarlo»... Lo probó... «¡Mi madre! qué asco... ¡mejor un pez espada!».
De todos modos, la muchacha se escandaliza profundamente y le amenaza: «Oye, ¡como te atrevas solo a intentar hacerme violencia, vienen mis parientes y te matan a leñazos!».
Y el muchacho le contesta, arrogante (no olvidemos que está interpretando el personaje de un rico aristócrata): «Si tus parientes me encuentran cuando acabo de violarte o mientras te estoy haciendo violencia, ¿qué pueden hacerme? Una defensa les doy de dos mil augustarios».
¿Qué significa? El augustario era la moneda de Augusto, referido a Federico II. Y en efecto, estamos en 1231-1232, cuando en Sicilia gobernaba Federico II de Suevia. Dos mil augustarios equivalían, más o menos, a setenta y cinco mil liras de ahora.
¿Y qué es la defensa? Forma parte de un grupo de leyes promulgadas para ventaja de los nobles, de los ricos, llamadas «leyes melfitanas», auspiciadas precisamente por Federico II, para facilitar a los notables un maravilloso privilegio de defensa.
Así, un rico podía violar tranquilamente a una joven; bastaba con que, en el momento en que el marido o los parientes descubrían los hechos, el violador sacase dos mil augustarios, los extendiera junto al cuerpo de la violada, alzase los brazos y declamara: «¡Viva el emperador, gracias a Dios!». Esto bastaba para salvarle. Era como si dijera: «¡Mucho ojo! ¡Cuidado con lo que hacéis! El que me toque será ahorcado de inmediato».
Y en efecto, quien tocara al personaje que había pagado la defensa era ahorcado de inmediato, en el lugar de los hechos, o un poco más lejos.
Podéis imaginaros toda la escena.
Una gran ventaja para el violador medieval era que, entonces, los bolsillos no formaban parte de los pantalones. Estaban separados: eran unas bolsas que se colgaban a la cintura, lo que permitía al amador una condición muy ventajosa: desnudo, pero con bolsa. Y en caso de que: «¡Ah, mi marido!», zas... defensa... hop... «¡Quieto! ¡Aquí está el dinero!». Claro que había que llevar siempre el dinero contado, lógicamente, uno no puede: «Perdone, espere un momento... no llevo suelto... ¿me cambia por favor?». ¡Rápido, rápido, allí mismo, deprisa! Las madres que se interesaban por la salud de sus hijos, una madre noble, por supuesto, y rica, decía siempre: «¿Sales? ¿Llevas la defensa?». «No, no, si voy con mis amigos...». «Nunca se sabe, a lo mejor te encuentras...».
Ah, porque la defensa valía también para la violencia a base de cuchillo. Si uno le daba una cuchillada a un campesino... zas... ¡defensa! Si además del campesino mataba al burro, entonces se redondeaba la cifra.
De todos modos, esto os hará comprender cuál era la clave de la «ley» de los señores: la brutalidad de una tasa que permitía salir indemne de toda violencia cometida por los que detentaban el poder. Por eso nunca nos explican esta parte en el colegio.
Recuerdo que en mi libro de texto en el bachillerato toda esta estrofa no existía, la habían censurado. En otros textos aparecía, pero nunca la explicaban. ¿Por qué? ¡Es lógico! Por una sencilla razón: a través de este texto se comprende quién escribió el texto. No podía ser más que el pueblo.
El juglar que se presentaba en la plaza descubría al pueblo su condición, la condición de «cornudo y encima apaleado», como se suele decir. Porque esta ley le imponía precisamente la burla, además del cabestro.
Y había otras leyes igualmente innobles. Así que el juglar era alguien que, en la Edad Media, pertenecía al pueblo; como dice Muratori, el juglar nacía del pueblo y del pueblo tomaba la rabia, para devolvérsela de nuevo al pueblo filtrada a través de lo grotesco, de la «razón», para que el pueblo tomara conciencia de su condición.
Por eso en la Edad Media mataban con tanta abundancia a los juglares, los desollaban, les cortaban la lengua, por no hablar de otros adornos. Pero volvamos al auténtico «misterio bufo».
1. Secuencia de una bufonada.
Esta es una secuencia de bufonada, o sea una especie de preparación a los espectáculos irónico-grotescos en los que participaba también el pueblo, maquillado y disfrazado.
Esta era gente del pueblo... la véis... este va disfrazado de mammuttones. ¿Qué es el mammuttones? Es una máscara antiquísima, mitad cabra mitad diablo. Aún hoy, en Cerdeña, en algunas fiestas los campesinos se visten con estas extrañas pieles, se cuelgan estos cencerros y se pasean con máscaras muy parecidas a las de la imagen. Veréis que casi todos son diablos. Este es un juglar, este es el personaje del Jolly, el loco (alegoría del pueblo) y este es otro diablo... otro más... he aquí otra secuencia.
2. Secuencia de una bufonada.
Diablos, brujas y un fraile de paso, como decoración. Notad otro detalle: todos llevan instrumentos para armar ruido, porque el juego del estrépito, del alboroto, era esencial en estas fiestas. (Indica un personaje de la diapositiva.) Este lleva un ciucciué, u otros nombres que le dan en Nápoles; son unas pieles de cuero que, al aplastarlas o estirarlas, emiten unas pedorretas tremendas. (Indica otro personaje.) Aquí hay uno con la pierna levantada, que no precisa instrumento: hace él solo el ruido, es un naturalista... Estos emiten otros ruidos. Estos personajes enmascarados se reunían todos en la plaza y celebraban una especie de proceso simulado a los nobles, a los poderosos, a los ricos, a los señores en general. Entre los que había mercaderes, emperadores, usureros, banqueros... que viene a ser lo mismo. Había también obispos y cardenales.
Nunca he comprendido por qué, en el Medievo, situaban a cardenales y obispos junto con los poderosos y los señores: son actitudes muy singulares, que no nos hemos molestado en investigar. Naturalmente eran falsos obispos, falsos ricos.
A saber por qué los verdaderos ricos no se prestaban a jugar con el pueblo. Era gente del pueblo que se disfrazaba; se organizaba una especie de proceso, bastante violento, a base de acusaciones concretas. «Has hecho esto, has explotado, has robado, has matado...» Pero el momento más emocionante era el final. Era una especie de infierno al que arrojaban, en falsos pucheros con falso aceite hirviendo, con masacres, con desollamientos, a todos esos ricos, esos señores.
Los ricos de verdad se quedaban en casa esos días, para no pasar por la calle y que a lo mejor... «¡Ay de mí!» «Oh, perdone, me había parecido falso.» Así que, para evitar que los tomaran por falsos ricos, se atrincheraban en sus casas. Es más, se dice, lo dice malintencionadamente un gran historiador, Bloch, que es ese francés alsaciano asesinado por los nazis por comunista, afirma Bloch que seguramente las persianas se inventaron en esa época, para que los ricos pudieran observar todas esas manifestaciones en la plaza, sin que los vieran desde abajo.
Toda esta gente, estos juglares, estos bufones, al terminar la fiesta entraban en la iglesia. La iglesia de la Edad Media respetaba el significado original de ecclesia: o sea lugar de asamblea. Así que entraban en ese lugar de asamblea al final de los ocho u once días que duraba la bufonada, que tenía lugar en diciembre, y continuaba la tradición de las fiestas Fesceninas, el carnaval de los Romanos. Así que entraban, y al final de la iglesia, en el crucero, los esperaba el obispo. Este se despojaba de sus vestimentas y se las ofrecía al jefe de los juglares; quien a su vez subía al púlpito y pronunciaba una homilía, un sermón, en la misma clave exacta de los sermones del obispo: es decir, le imitaba. No solo imitaba sus tics y esquemas, sino todo el discurso de fondo, descubriendo el juego de engaño, de hipocresía, el juego del poder.
Y eran tan hábiles en remedar, y sobre todo en imitar los modelos de hipocresía y paternalismo, que se cuenta que a san Zeno de Verona, que por otro lado era una buena persona, un juglar se la jugó tan bien, le imitó tan bien, que durante seis meses, cada vez que trataba de subir al púlpito para pronunciar sus sermones, no conseguía acabarlos; tras las primeras tres o cuatro frases, tartamudeaba y se iba.
Ocurría que empezaba: «Mis queridos fieles, yo aquí, humilde pastor, os tr...», y todos muertos de risa. «El corderito...», «¡Beeee!», y el pobre, avergonzado, tenía que marcharse.
3. Milites, Mosaico absidal (siglo XII).
Basílica de San Ambrosio, Milán.
Aquí, en esta otra diapositiva, vemos dos personajes.
Son dos milites. Es la reproducción de un mosaico que se encuentra en San Ambrosio de Milán, forma parte del mosaico del suelo de la iglesia, y ni siquiera yo, que me encontré ahí abajo sacando relieves cuando estudiaba arquitectura, me había fijado en este maravilloso trozo de mosaico. Son dos juglares disfrazados de milites, se comprende por la caracterización teatral de sus gestos.
Se metían bastante a menudo con los milites porque eran los más odiados por el pueblo.
A los milites pertenecían esos profesionales del orden establecido que hoy llamamos jefes de policía o comisarios. Si con un poco de fantasía les quitáis los ropajes medievales y los sustituís por trajes modernos, veréis que tienen unas expresiones muy significativas.
A vuestra izquierda hay una construcción: pues bien, no forma parte del escenario, es parte de otra escena. En efecto, toda nuestra escena se inscribe dentro del arco. ¿Por qué lo digo? Porque, evidentemente, la construcción fuera del arco se compone de varios pisos: son cuatro, cinco, seis pisos. Bien, hemos comprobado, hemos realizado sondeos, exámenes históricos: en la Edad Media, las comisarías solo tenían un piso. Era para evitar la dipsonomía, una enfermedad que suelen padecer los comisarios de policía: esa facilidad, durante un interrogatorio, para equivocarse al señalar. Les puede tanto su movimiento agitado, su gesticulación, que la izquierda se convierte en derecha, la derecha en izquierda, y entonces dicen: «Salga, esa es la puerta», señalando la ventana. Esto ha ocurrido muchas veces... ¡en la Edad Media!
Hablando de bromear con cosas muy serias, dramáticas, ayer un compañero, un abogado, me ha escrito para decirme que estas alusiones a hechos ocurridos recientemente, que acaban en una gran carcajada, le habían hecho daño. Bien, era exactamente lo que pretendíamos: hacer comprender lo que permite y permitía (está en la tradición del juglar) al actor del pueblo arañar las conciencias, y dejar un regusto amargo o quemante. La alusión a las hogueras es del todo casual.
Si me limitase a contar ultrajes empleando la clave «trágica», desde una postura retórica o melancólica o dramática (la tradicional, para entendernos), provocaría solo indignación y todo, inevitablemente, resbalaría como el agua de las plumas de los patos, sin dejar rastro.
Me he permitido este inciso porque a menudo vuelve el discurso irritado de que no hay que «reírse» de cosas tan serias.
Y precisamente el pueblo nos lo ha enseñado: recordemos, a propósito del pueblo, lo que dice Mao Tse-tung sobre la sátira. Dice que la sátira es el arma más eficaz que el pueblo ha tenido en sus manos para comprender por sí mismo, dentro de su propia cultura, todas las triquiñuelas y prevaricaciones de los señores.
Siguiendo con las diapositivas, esta imagen nos muestra otra representación sacra, esta vez dramática y grotesca al mismo tiempo.
4. «Cómicos ambulantes del siglo XIV».
Cambrai, Bibliothèque Municipale.
Es una representación en Flandes, hacia 1360 (la fecha está indicada en el dibujo). Observad, aquí hay una mujer con un cordero en los brazos. Os lo hago notar porque tiene que ver con una parte de la representación de La matanza de los inocentes.
Sigamos: aquí hay otra imagen bastante importante, y es Amberes en , justo un año antes del edicto de Toledo (foto 5).
El edicto de Toledo prohibió de manera definitiva que el pueblo representara los misterios bufos. Y comprenderéis ya por la imagen el motivo de esta censura. Mirad: aquí está Jesucristo, un actor que representa a Jesucristo, aquí dos esbirros. Aquí está un pregonero, por supuesto otro actor, y el pueblo, abajo, que reacciona, contesta a la réplica del pregonero.
¿Y qué dice el pregonero? Grita: «¿A quién queréis en la cruz?».
5. Representación cómico-grotesca
en la plaza municipal de Amberes (1465).
«¿A Cristo o a Barrabás?» Y debajo todo el pueblo contesta gritando: «¡A Jean Gloughert!», que era el alcalde de la ciudad. Comprenderéis que semejante ironía, un poco subida, tan directa, no gustara demasiado al alcalde y a sus amigos... que empezaron a pensar: «¿Y no sería mejor prohibirlas?». Una representación de ese estilo, o incluso un poquito más violenta, si queremos, es esta (foto 6):
París, estamos en la plaza del Louvre, más o menos en la misma época. Mirad, en este teatrito vemos a Jesucristo, un actor que interpreta el papel de Jesucristo, y otros actores. Aquí está Poncio Pilatos con la palangana preparada para lavarse las manos, y aquí vemos a dos obispos, fijaos, son dos obispos católicos. Deberían por lo menos llevar ropas hebraicas, ¿no?, con elementos completamente diferentes: sombreros redondos, adornos, trajes de otra época, completamente distintos, que la gente conocía.
6. Una «Pasión» representada
en la plaza del Louvre, en París (siglo XV).
En cambio el pueblo, fingiendo no entender de ropas, ha colocado ahí a los dos obispos, casi auténticos, del país. Como diciendo: «De acuerdo, este hecho ocurrió en Palestina, de acuerdo, aún no había cristianos, los otros eran judíos, así que no tiene nada que ver, eran obispos judíos y, sobre todo, eran de otra religión, otra realidad. Sí, pero seguían siendo obispos los que insistieron tanto para que Jesucristo acabara en la cruz. ¡Lo cierto es que siempre, en todos los tiempos y en todas las épocas, los obispos están del lado de los señores para crucificar a los pobres desgraciados como Cristo!».
Y como es natural, estos discursos no gustaban a los obispos, a los cardenales y tampoco al papa, de modo que decidieron reunirse en Toledo, donde dijeron: «¡Basta! No podemos permitir que el pueblo aproveche este juego escénico, que parte de lo sacro, para transformarlo en burla y en ironía».
Y así prohibieron no solo que se tomase como pretexto los Evangelios, sino también la Biblia.
He aquí un juglar que instrumentaliza los relatos bíblicos. Es la representación de la famosa borrachera de David (foto 7). La Biblia cuenta que David cogió una cogorza que duró siete días, descomunal. Durante esta borrachera, se metió con todo el mundo: insultó a su padre, a su madre, a Dios, pero sobre todo arremetió contra sus súbditos, o sea el pueblo. Decía más o menos: «Pueblo necio, desgraciado y encima gilipollas, ¿por qué te crees esas historias?». Y el juglar retomaba en clave grotesca el personaje, gritando al público: «Pero de verdad os creéis que el altísimo bajó a la tierra con todos sus bártulos y dijo: “Bueno, basta ya de discutir sobre la división de los bienes y las tierras, yo lo arreglo. A ver, ven aquí, tú, llevas barba, me gustas, toma esta corona: tú serás rey. Tú, ven aquí. ¿Es tu mujer? Pareces simpática, serás la reina. Y tú, con esa jeta de trincón... tú, de emperador. Y ese... vaya pinta de espabilado... Ven, ven, verás, ¡tú de obispo! A ti, mira, te pongo de mercader. A ti, ven, ven... mira qué espacio, toda esa tierra que llega hasta el río es tuya... me caes bien... ¡y no la sueltes, eh!... No se la dejes nunca a nadie, y que te la trabajen bien... A ti también, toma esta tierra... ¿Es pariente tuyo? ¡Bien!, así todo queda en familia. Y ahora veamos... a ti te daré toda la orilla del mar. El derecho a la pesca, en cambio, es para ti. Y vosotros... allí... míseros y depauperados... tú y tú y tú, y vuestras mujeres también, trabajaréis para él, para él y para él, y además para él, y como os quejéis os mando al infierno, ¡como que me llamo Dios! ¡Y lo soy, por Dios!”».
Este tipo de representaciones no gustaban nada a los que
de verdad poseían cosas: así que se decidió, o mejor, lo decidieron los obispos, que si un juglar se atrevía a interpretar semejantes oprobios entre el pueblo, sería quemado de inmediato.
Sin embargo hubo un tal Hans Holden (foto 8), famoso juglar alemán, habilísimo en el juego de la borrachera de David, que se atrevió a actuar después del edicto: lo llevaron a la hoguera. El pobre creyó que los obispos amenazaban en broma: «¡A mí me van a llevar a la hoguera!». Pero se equivocó, los obispos son gente seria, y nunca bromean. Y en efecto lo quemaron vivo. Sin más.
7. «La borrachera de David»
(de un códice miniado de la Alta Edad Media).
Había también un modo de hacer campaña publicitaria, por así decir, de los espectáculos sacros, que se empleaba en la Edad Media. Aún hoy, en Apulia, durante las fiestas de San Nicolás de Bari, un santo que venía de Oriente, obispo famoso, santo, negro, se celebran procesiones. Pues bien, esa fiesta se ha quedado en un desfile corriente, genérico, con unos carteles que en la Edad Media servían para indicar las escenas que se representarían esa misma noche. Detrás iban los «azotados», es decir, los flagelantes o flagelados, que mientras avanzaban se daban unas hostias tremendas... Por algo se trataba de un espectáculo sacro.
8. «El arresto de Hans Holden.»
Además, tras el desfile publicitario por calles y plazas de la ciudad, rodeaban el palco donde se desarrollaba la representación y subrayaban, indicaban cantando, gritando, lamentándose e incluso respirando a coro, los tiempos dramáticos y grotescos de la representación. Insisto en este detalle porque de vez en cuando oiréis en mis exhibiciones unas indicaciones en forma de canto coral. El canto, más o menos, era este, por ejemplo:
Loa de los azotados
¡Ayay azotad, azotaos! ¡Eyayeye!
Compañeros, formad una hilada,
azotaos fuerte y de buena gana,
no tengáis queja de estos fustazos: ¡azotaos!
No temáis estar desnudos,
no temáis los azotes que se llagan,
carnes rotas y desgajadas.
¡Ayay azotad, azotaos! ¡Eyayeye!
El que quiera salvación
que se azote con chirrión,
que lo haga restallar,
sin simular golpes: ¡azotad!
que al Señor Omnipotente
lo azotaron duramente.
¡Ayay azotad, azotaos! ¡Eyayeye!
Si queréis hacer penitencia
y expiar la gran sentencia
que está próxima a llegar
y nadie podrá evitar: ¡azotad!
sobre nosotros caerá,
ay azotemos sin pesar.
¡Ayay azotad, azotaos! ¡Eyayeye!
Para salvarnos del pecado,
Jesucristo fue azotado,
en la cruz fue clavado,
en la cara humillado: ¡azotaos!
y vinagre le dieron de beber
y san Pedro sin aparecer.
¡Ayay azotad, azotaos! ¡Eyayeye!
Y vosotros señores de la usura,
vosotros tendréis desventura,
vosotros escupisteis a Cristo
prosperando con mal artificio: ¡azotaos!
vosotros que estrujasteis como uvas
los peculios de los que sudan.
¡Ayay azotad, azotaos! ¡Eyayeye!
Hace unos años organizaron cerca de Milán, en la abadía de Chiaravalle, una extraordinaria exposición de máquinas teatrales. Había estatuas maravillosas con todos los miembros móviles, articulados, exactamente como las marionetas o las muñecas. El movimiento se regulaba mediante una serie de palancas y ganchos maniobrados por un titiritero oculto en el hueco de la estatua, que no era completa, pues solo tenía la parte de delante. Había por ejemplo una preciosa Virgen con el niño, del año 1100, y ambos personajes se movían, brazos, tronco, codos e incluso ojos, jugando también con el truco del déséquilibre de los titiriteros flamencos: por ejemplo, en el antebrazo, haciendo palanca, articulada dentro de la mano, había una bisagra, por lo que cualquier golpe, incluso leve, hacía girar la mano sobre la muñeca, antes de volver a encontrar su equilibrio estable. Cualquier golpecito hacía que las manos, u otra parte del cuerpo, se moviesen con una gracia extraordinaria, dando la impresión de algo vivo.
Según el mismo principio fue construida otra pieza famosa, el Cristo de Aquileia: no se ve porque viste una túnica que le cubre todo el cuerpo, pero desnudo está todo articulado, hasta el cuello.
¿Por qué el pueblo recurría a estas máquinas para representar la divinidad, cuando escenificaba sus espectáculos? ¿Tal vez temía cometer un acto blasfemo, ofender el aspecto sagrado del personaje divino? ¡No! En absoluto, esto ocurría porque el actor, el cómico, quería que el interés del público se centrara no tanto en lo divino, como en lo humano: si un actor hubiese entrado antes con las ropas de Jesucristo, habría monopolizado toda la atención, mientras que una estatua era tan solo indicativa, emblemática, y el actor podía desarrollar con comodidad el aspecto dramático de la condición humana, subrayarla más: la desesperación, el hambre, el dolor.
He hablado de las máquinas teatrales porque la pieza que voy a interpretar ahora las necesita, en concreto el empleo de una máquina que representa a la Virgen con el niño en brazos. Con ella tenemos en escena a una mujer que lleva en brazos un corderito, una loca: por eso os he enseñado antes esa imagen de Flandes, donde aparece una mujer con un corderito en brazos. Es una mujer a la que han matado al hijo en la matanza de los inocentes, y ha encontrado en un redil un corderito, lo ha tomado en sus brazos y, convencida, va contando a todos que es su hijo. La alegoría es clara: el cordero es el «Agnus Dei», el hijo de Dios, así que esta mujer es también la Virgen.
Este doble juego del personaje mujer-Virgen es muy antiguo, viene ni más ni menos que de los griegos. La mujer puede permitirse decir cosas que una verdadera Virgen, una actriz que interpretase a la Virgen, o mejor un actor maquillado de Virgen, como hacían entonces, jamás hubiera podido decir. Esta mujer llega a blasfemar contra Dios con increíble violencia. Empieza a gritar con el cordero en brazos: «... ¡podías haberte quedado con tu hijo, si nos iba a costar tanto sufrimiento, tanto dolor! Llegarás a comprender el dolor de los hombres, tú que has querido enseguida un cambio a tu favor, por una taza de tu sangre has querido un río de sangre, mil criaturas por una tuya. ¡Podías haberte quedado con tu hijo, si nos iba a costar tanto sufrimiento, tanto dolor! Llegarás a comprender tú también el dolor, la pena de los hombres, la desesperación, el día que tu hijo muera en la cruz. ¡Ese día comprenderás qué castigo tan tremendo has impuesto a todos los hombres, por un pecado, por un error! Pues bien, en la tierra, ningún padre, por malvado que sea, tendría el valor de imponérselo a su propio hijo. ¡Por canalla que sea ese padre!».
¡Sin duda es la mayor blasfemia que se haya oído jamás! Es como decir: «Padre, todopoderoso, ¡eres basura de la peor especie! No hay un padre tan canalla como tú». ¿Y por qué tanto odio del pueblo hacia el todopoderoso? Lo hemos visto antes. Porque el todopoderoso representa lo que los señores han enseñado al pueblo, es quien ha repartido, quien ha concedido tierras, poder, privilegios a un determinado grupo de personas, y por el contrario disgustos, desesperación, sumisión, aflicción, humillación al resto del pueblo. Por eso odian a Dios, porque representa a los amos, es quien distribuye coronas y privilegios; mientras que aman a Jesucristo, porque baja a la tierra para tratar de devolverle la primavera. Y, sobre todo, la dignidad. En estas historias del pueblo, el discurso de la dignidad aparece continuamente, con increíble insistencia. La dignidad.