Índice
Cubierta
EL VIAJE DE TEO
Dedicatoria
LA IRA DE LOS DIOSES
1 UN LÍO DE LOS DE MARTHE
2 EL AÑO QUE VIENE, EN JERUSALÉN
3 UN MURO Y UNA TUMBA
4 LA NOCHE DE LOS JUSTOS
5 UNA BARCA SOLAR Y DIEZ LENTEJAS
6 EL ARQUEÓLOGO Y LA SHAIJ
7 SIETE COLINAS, UNA PIEDRA
8 LA GLORIA Y LOS POBRES
9 A LAS IMÁGENES DE DIOS
10 LA INDIA DE LAS SIETE CARAS
11 MAJANDYI
12 LAS LECCIONES DEL RÍO
13 DEMONIOS Y MARAVILLAS
14 RAYOS BENDITOS
15 ENTRE CIELO Y TIERRA
16 LOS ANTEPASADOS Y LOS INMORTALES
17 MADRES E HIJAS DEL JAPÓN
18 FLOR, MUJERES, TÉ
19 LA MELANCOLÍA DE LOS CEREZOS
20 LA RELIGIÓN DEL SUFRIMIENTO
21 LA TIERRA MADRE Y EL DON DE LAS LÁGRIMAS
22 ISLAM: LA SUMISIÓN A DIOS
23 EL AMOR LOCO
24 ¿EL LIBRO O LA PALABRA?
25 LA VIDA DE LOS ANTEPASADOS
26 EL BUEY, LA CABRA, LOS GALLOS Y EL INICIADO
27 LA CABALGATA DE LOS DIOSES
28 LA GRAN PROTESTA
29 REGRESO A LOS ORÍGENES
30 EL VIAJE HA TERMINADO, EMPIEZA EL VIAJE
Créditos
Para Titus la sardina
–¡Teo! ¿Has visto qué hora es? ¡Teo!
Teo no dormía de verdad. Con la cabeza metida debajo de las sábanas, se entregaba a la deliciosa sensación flotante del despertar. En el instante preciso en que su madre entró en la habitación, estaba a punto de elevarse por los aires, sin su cuerpo... ¡Qué sueño tan increíble! Y ¿había que detenerse? Ahora que vagaba tan ricamente entre el sueño y el día, ¿por qué?
–¡Venga, ya está bien! –exclamó Melina Fournay–. Esta vez, como no te levantes...
–¡No! –gimió una voz sofocada–. ¡No me sacudas la almohada!
–Siempre igual –protestó su madre–. Como te acuestas tarde, tienes mal despertar. ¡Es culpa tuya!
Teo se incorporó perezosamente. Lo más duro era pasar a la posición vertical y enfrentarse al ligero vértigo de la mañana. Un pie surgió de la cama, luego una pierna, luego Teo entero, con el pelo rizado revuelto. Se puso en pie... y se tambaleó. Su madre lo agarró justo a tiempo y se sentó con él en el borde de la cama. Suspirando, examinó los libros esparcidos sobre la manta.
–Diccionario del antiguo Egipto, Mitología griega, Libro de los muertos tibetano... ¿Qué son estos horrores? ¡Esto no es para tu edad, Teo! ¿Hasta qué hora te quedaste anoche? –dijo, gruñona.
–Hmmm... No sé –masculló Teo, adormilado.
–Te quedas demasiado tiempo leyendo –murmuró, frunciendo sus espesas cejas negras–. Acabarás enfermo.
–Que no... –respondió Teo en un bostezo–. Lo que pasa es que tengo algo de hambre.
–Todo está en la mesa, y te he preparado las vitaminas –dijo, dándole un beso en la frente–. Tu amiga Fatou estará al llegar, date prisa. Abrígate bien, que hace un frío que pela. ¡Ah!, no te olvides de pasar por la farmacia a buscar tus ampollas. La receta está en el aparador de la entrada... ¡Teo!
Pero Teo correteaba hacia el cuarto de baño, sujetándose en las paredes. Pensativa, Melina volvió a la cocina, donde su marido Jérôme leía el periódico del día anterior.
–Este niño no está bien –dijo a media voz–. Nada bien.
–¿Quién, Teo? –dijo su marido sin levantar la cabeza–. Primero: a sus catorce años, ya no es un niño. Segundo: ¿qué es lo que le pasa?
–Bah, nunca te das cuenta de nada. Tiene una mala cara espantosa, le cuesta levantarse...
–También Descartes odiaba levantarse por las mañanas. Y eso no le impidió llegar a ser filósofo.
–Pero si hasta parece que tiene vértigos y...
–Ya sabes que lee hasta tarde –interrumpió Jérôme tranquilamente.
–¿Has visto sus lecturas? –exclamó Melina–. Diccionario de mitología, Libro de los muertos tibetano... ¡El Libro de los muertos!
–Mira, cariño: Teo no ha tenido ninguna educación religiosa. Tú y yo estábamos de acuerdo en esto... ¿Qué tiene de extraño que se forme a sí mismo? ¡Déjalo! Si quiere escoger una religión, que lo haga... Además, ha crecido mucho. En la revisión médica anual no le han encontrado nada, que yo sepa, ¿no?
–¡No hablarás en serio, Jérôme! ¿La revisión médica del instituto? Auscultación, reflejos, una radiografía rápida, y eso ni siquiera todos los años, y ya está... No, decididamente, lo llevo al doctor Delattre.
–¡Ya está bien, Melina! ¡Lo atiborras de reconstituyentes y lo mimas como a un bebé! ¿Que lee hasta tarde? Pues bueno. A mí no me parece mal. Siéntate.
–Algo le pasa –musitó–, estoy segura.
–Como quieras –suspiró él, doblando el periódico–. Ve a ver a Delattre. Conseguirás tu análisis de sangre. Y yo, si no te molesta, me voy pitando al laboratorio. ¿Me das un beso?
Melina le ofreció la mejilla sin contestar.
–Y ¡que no vuelva a oír hablar de los vértigos de tu polluelo adorado! –amenazó al salir de la habitación.
Sola delante de su café, Melina rumiaba esperando a Teo.
Hasta ese invierno pasado, el humor de la familia Fournay había sido excelente. No había habido paro, no había habido peleas. El padre de Teo era director de investigaciones en el Instituto Pasteur, tocaba el piano de maravilla y era el mejor marido del mundo. Melina era profesora de ciencias naturales en el instituto George Sand, donde estudiaba Teo, y tenía mucha suerte: compañeros de trabajo enérgicos y alumnos formales. Las hermanas de Teo adoraban a su hermano: la mayor, Irene, estaba empezando una licenciatura en Económicas; y Atena, la pequeña, iba a entrar en sexto. Aparte de algún asunto de calcetines mezclados en la cesta de la ropa sucia y de auténticas batallas campales a la hora de quitar la mesa, Teo no tenía ningún problema con sus hermanas. Pero era frágil, nada más.
Antes de casarse con Jérôme, Melina Chakros había pasado momentos difíciles. Era todavía niña cuando, en 1967, amenazados por la dictadura militar en Grecia, Yorgos Chakros, su padre, y Téano, su madre, que era violinista, habían tenido que exiliarse a París, ciudad carente de olivos y de sol. Y Melina creció, aprobó sus exámenes, conoció a Jérôme, se casó con él, nacieron los niños, la dictadura de los coroneles dio paso a la democracia, y los abuelos Chakros habían vuelto a Atenas. En memoria del país recobrado, los hijos Fournay llevaban nombres griegos. Por eso la mayor se llamaba Irene, es decir «paz»; y la pequeña, Atena, o sea «sabiduría». En cuanto al nombre completo de Teo, era Teodoro, que significa en griego «don de Dios». Naturalmente, para Teodoro y Atena, no fue fácil en la escuela a causa de sus nombres, pero muy pronto sus amigos se acostumbraron a llamarlos Teo y Ate.
Todo habría sido perfecto de no ser por la salud de Teo.
Teo había tenido un alumbramiento agitado. Melina esperaba gemelos. Habían nacido con más de un mes de antelación, pero sólo Teo había sobrevivido. Conservó un sueño difícil y una verdadera fragilidad. Para no trastornarlo más, Melina había decidido no decirle nada de su gemelo muerto, cuya existencia ignoraba. Teo había sido un niño hermoso, algo enclenque, con sus rizos negros y una mirada verde que suscitaba la envidia de sus hermanas.
«La belleza del diablo...», decía en vida la madre de Jérôme, Marie, su abuela francesa, aficionada a las hadas y a los duendes de los bosques. «¡La belleza de los dioses!», replicaba Téano, su abuela griega, que cebaba a su nieto con mitología antigua y religión ortodoxa. Teo era tan guapo, tan vulnerable que, cuando las dos abuelas hablaban, extasiadas, del encanto del niño, Melina se persignaba discretamente y tocaba madera a escondidas para conjurar la mala suerte. Y es que, si bien no creía en Dios, la madre de Teo era tremendamente supersticiosa.
En la familia, ya se sabía, Teo no era como los demás. Siempre el primero en clase, leía sin parar; había empezado desde muy pequeño, constantemente metido en sus dichosos libros. Y, cuando conseguían arrancarlo de sus lecturas, se plantaba delante de su ordenador y exploraba apasionadamente sus CD Rom. En los últimos tiempos, Teo no se despegaba de un juego mitológico en inglés que le había regalado su madre, Wrath of the Gods: La ira de los dioses, en que un joven héroe debía enfrentarse a todo lo que Grecia ofrecía en cuestión de sirenas, gigantes y monstruos, mientras una pitonisa de cabellos rojos emitía perversos consejos para desorientar al jugador.
Pese a su reticencia acerca de los juegos de vídeo, Melina no había resistido a La ira de los dioses por Grecia. Durante horas, Teo se paseaba por la pantalla a través del país natal de su madre, bajo los olivos griegos; durante horas, jugaba con el héroe que se parecía a él como un hermano. Guapo, muy listo y algo frágil, el héroe de La ira de los dioses tenía que enfrentarse varias veces a los Infiernos para encontrar a su verdadero padre, Zeus, el rey de los dioses griegos. Cuando Jérôme Fournay trataba de rivalizar con su hijo, acababa en los infiernos y no volvía a salir de allí... Era un hecho probado: a fuerza de gemas, martillos, filtros y anillos mágicos, sólo Teo conseguía encontrar al rey de los dioses con su ordenador. Todo el mundo sabía que Teo era un niño genial.
El que Teo fuera un pequeño genio no inquietaba a mucha gente, que digamos. Pero era frágil, demasiado frágil. A toda prisa, Melina recapituló: a los tres años, había tenido una primera infección. A los siete años, una mala escarlatina lo había debilitado durante mucho tiempo, pero ahora tenía catorce años y eso era ya agua pasada. A los diez años, se había roto la tibia jugando al fútbol. Luego, creció muchísimo, el deporte empezó a cansarlo, los profesores hablaban de estrés, en fin, que Teo arrastraba una extraña astenia. ¿Había que buscar las causas en la genética? A los catorce años, su madre había sufrido una importante anemia. O ¿se trataba de una simple hipoglucemia? A menos que fuera una mononucleosis...
–¡Hola! –exclamó una voz en el pasillo–. ¡Soy Fatou!
Como siempre, Fatou era de una puntualidad ejemplar. Y, como siempre, llegaba jadeante, sacudiendo sus minúsculas trenzas rematadas por bolas doradas. Fatou la senegalesa vivía cerca y era la alegría de la mañana.
–¿Ya estás aquí? ¡Si no te he oído llamar!
–¡Normal! –contestó la niña quitándose la mochila–. Me he cruzado con tu marido, y me ha abierto la puerta. ¿Teo está listo?
–¡Qué va! –suspiró Melina–. Ya sabes cómo es. Anda, siéntate y tómate un café.
–No tengo tiempo. Llegamos tarde. Además, esta mañana tenemos examen de historia. Voy a buscarlo.
–¡Llama antes de entrar! ¡Está en el cuarto de baño! –exclamó en vano Melina.
Como si a Fatou le preocupara ver desnudo a Teo... Desde párvulos, habían crecido juntos. En la calle Abbé Grégoire, nunca se veía a Fatou sin Teo, ni a Teo sin Fatou. Fatou reía siempre, menos en las manifestaciones, como cuando se cargaron a un chico en las afueras. Entonces, Fatou se precipitaba a casa de Teo y le cogía la mano: «Venga», decía ella, «vamos a la manifestación». Teo no podía estar sin Fatou, que lo sacaba de sus libros contándole cosas del Senegal.
La larga nariz de las piraguas que se deslizaban sobre la cresta de las olas, los baobabs de atormentados brazos, los negros graneros sobre pilares, las playas en que los pescadores volcaban sus cestas de barracudas, el pesado vuelo de los pelícanos, los ojos rojos de los hipopótamos que surgían una vez cada diez años en las riberas del río Senegal... Fatou hablaba, y Teo soñaba. El señor Diop, el padre de Fatou, era viudo. Filósofo de oficio y funcionario en la Unesco, hablaba de las vacaciones que algún día, era seguro, pasarían juntos en África... Pero, año tras año, las familias se encontraban en Baule, donde, en la orilla del mar, Abdoulaye Diop comparaba, melancólico, las olas grises de las playas francesas con las olas turquesa de su país.
–¡Melina! –chilló súbitamente Fatou en el cuarto de baño–. ¡Deprisa!
Melina acudió precipitadamente. Tendido cuan largo era en las baldosas del cuarto de baño, Teo se había desmayado. Fatou le daba palmaditas en las mejillas sin resultado. Melina tomó un vaso, abrió el grifo del todo y lanzó agua sobre el rostro de Teo, que parpadeó y estornudó.
–No te muevas, cariño –susurró su madre–. Espera... vamos a levantarte.
Pero, una vez de pie, Teo se puso a sangrar por la nariz.
–Pon la cabeza hacia atrás, Teo –ordenó Melina tajante–. Fatou, una toalla, por favor. Mójala. Con agua muy fría. Pásamela... Así, en la frente. No es nada.
Pero no se creía lo que decía. No, no era «nada». Melina no se había equivocado: Teo estaba enfermo. Y, mientras se detenía la hemorragia, palpaba el cuello de su hijo. Lleno de ganglios. El rostro de Melina se crispó.
–Fatou, Teo no irá a clase esta mañana –decidió–. Voy a escribir una nota, y la llevas al director.
–Sí, señora –contestó Fatou, petrificada.
–¡No me llames señora! –tronó Melina–. Teo, ve a acostarte. Te llevo el desayuno a la cama.
–¡Bien! –musitó Teo–. ¡Me encanta!
–Gandul –dijo Fatou–. Volveré luego. No te preocupes, Teo.
–Si no me preocupo. ¿Por qué tendría que estar preocupado?
El doctor Delattre había tomado la tensión a Teo, había comprobado sus reflejos, había palpado los ganglios del cuello, había examinado las axilas y los pliegues de la ingle, y se había detenido un instante en un cardenal que Teo tenía en el muslo.
–¿Cuándo te has golpeado? –preguntó, con expresión hermética.
Pero Teo, que se golpeaba cada dos por tres, ya no sabía exactamente dónde ni cuándo. Entonces, el doctor miró la piel palmo a palmo y encontró en el vientre otro cardenal que le llamó de nuevo la atención. Lo auscultó, le hizo mover los músculos, comprobó la flexibilidad del cuello y se levantó sin decir una palabra, ni siquiera adiós. En vista de lo cual Teo se puso detrás de la puerta para oír lo que el doctor iba a decir a su madre.
Al salir de la habitación de Teo, el doctor Delattre lanzó un enorme suspiro.
–Sin los análisis, no se puede saber –dijo después de un largo silencio–. Llame a este número y que vengan del laboratorio a hacerle un análisis de sangre. Inmediatamente.
–¿Quiere usted decir que no puedo llevarlo allí? –preguntó Melina, angustiada.
–Prefiero que se quede en la cama. Con las hemorragias nasales, hay que ser prudentes.
–Doctor, tiene algo, ¿verdad?
–Quizá –dijo el doctor, evasivo–. En cuanto tenga los resultados, la llamo.
–Pero ¿qué puede ser? –gimió Melina.
–Señora Fournay, deje de atormentarse y esperemos hasta mañana. Por cierto, hoy no da clase, ¿no?
–Sí, dentro de dos horas. Pero, mientras tanto...
–¡Mientras tanto, que se alimente, déle lo que quiera y déjelo en paz! ¡No debe de ser nada grave!
Encantado, Teo volvió a acostarse. Si no era nada grave, se pasaría una semanita tan ricamente, en la cama, con sus libros, su ordenador y la tele. Mamá le llevaría cada mañana una bandeja con té, tostadas y un huevo pasado por agua, y ya no se vería obligado a abandonar sus sueños nocturnos. Fue lo que ocurrió esa mañana: mamá le llevó la bandeja, el huevo, los trocitos de pan y el té, y se fue a clase, y Teo volvió a dormirse como un bebé.
Evidentemente, antes de que se fuera su madre, la enfermera le había pinchado en el brazo para el análisis de sangre. Pero no era un precio muy elevado a cambio de ese día de delicias; además, Teo ya estaba acostumbrado a los pinchazos.
A la mañana siguiente, Teo oyó a su madre telefonear al doctor Delattre y cerrar la puerta. ¿Qué podía estar diciéndole el médico?
Melina reapareció, con expresión triste.
–Vístete, Teo. Vamos al hospital a hacer otras pruebas. Tenemos cita en urgencias.
¿El hospital? ¿Urgencias? Teo se sintió desfallecer, pero no quería que su madre se lo notara. El hospital le daba mala espina. Bueno, en el peor de los casos, llevaba un año de adelanto en clase.
–Y ¿qué pruebas son ésas? –preguntó con un hilo de voz.
–Nada, cariño. Te van a tomar un poco de médula de los huesos. Es un poco molesto.
–¿Médula? ¡Oye, que no soy un hueso de estofado! –bromeó Teo.
Cuando llegaron los resultados del hospital, todo cambió.
La familia estaba completamente trastornada. Mamá disimulaba sus lágrimas, papá volvía muy temprano por las tardes, Ate iba continuamente a la habitación de su hermano e Irene lloraba. En cuanto a Fatou, había dejado de reír. Teo intentó hacerla rabiar con sus trenzas, que estaban medio deshechas, pero Fatou se limitaba a esbozar una sonrisita triste que le partía a uno el corazón. «¿Qué tengo exactamente?», se preguntaba Teo.
Naturalmente, nadie le decía nada. Lo extraño es que no había vuelto al hospital. Pasó una semana. Teo no se sentía ni del todo peor ni del todo mejor. Flotaba en un océano de debilidad que no resultaba desagradable. Cuando Fatou le preguntaba: «¿Qué, Teo? ¿Cómo te encuentras hoy?», él contestaba invariablemente: «Un poco cansado, pero bastante bien».
Ya no se planteaba la cuestión de ir a clase. Dos días después del resultado de la punción lumbar, papá había resuelto el problema en un abrir y cerrar de ojos. Fatou traería los apuntes, Teo estudiaría en casa, redactaría sus trabajos, los profesores estaban de acuerdo en corregirlos, así como el director. No habría retraso escolar ni dificultades, dijo papá.
Ya se esforzaba, ya, papá en vigilar el cumplimiento de esas disposiciones. Había comprado una mesa adaptada para trabajar en la cama: una estupenda mesilla con patitas que se colocaban sobre las sábanas. Había regalado a Teo una pluma que se deslizaba bien sobre el papel... Sí, papá se ocupaba de todo. Pero Teo prefería sus queridos libros a los manuales de matemáticas, y Fatou, que lo sabía, no parecía indignarse por ello ni lo más mínimo.
Una mañana, le trajo un collar del que había colgado un escorpión negro de abalorios. «Un amuleto de mi tierra», le explicó colgando el hilo en el cuello de Teo. «Es de parte de mi padre. Llévalo por mí... Te protegerá, Teo.» El animal protector era gracioso, con sus ojos de bolitas blancas, y Teo lo manoseaba con deleite, pensando en las extrañas divinidades que velaban por él desde la lejana África donde había nacido Fatou.
Ese día, Fatou había sonreído. Pero, desde entonces, ni una vez más, y Teo se atormentaba. Lo peor era mamá, con su coraje y sus ojos rojos de tanto llorar. Por supuesto, Teo engullía medicinas todos los días, pero ya no había cajas ni prospectos, y Teo no podía enterarse de nada. El doctor pasaba con frecuencia para examinar la piel, vigilar la aparición de cardenales y palpar los ganglios. Mamá le traía las pastillas y el vaso de agua, y se sentaba en el borde de la cama sin decir palabra. Una mañana, Teo había preguntado si tenía el sida, y ella salió bruscamente corriendo, con lágrimas en los ojos.
No, lo único que sabía era que estaba enfermo y que quizá, sí, quizá moriría. Pero eso no se lo diría a nadie, además no era seguro del todo.
A la segunda semana, Teo volvió al hospital. Sala de espera, extracción de sangre, sala de espera, escáner, sala de espera, radiografía, ecografía, sala de espera... no se acababa nunca. Teo tenía tanto miedo que se dejaba hacer lo que fuera. Un objeto, en eso se había convertido. Lo escuchaban, lo enchufaban, le untaban el pecho con una sustancia viscosa, incolora y gélida, lo levantaban, ¡hop!, lo cambiaban de sala, y así sucesivamente. De cuando en cuando, Teo preguntaba si tenía una enfermedad grave, pero los demás se limitaban a sonreírle. Las enfermeras eran amables, y mamá tan desdichada que, para no ceder a la angustia, Teo se había llevado su Mitología egipcia.
–Pero ¿cómo puedes leer cosas tan serias? –suspiraba mamá–. ¿Por qué no lo intentas con una buena novela? Los tres mosqueteros, ¿qué te parece?
–¡Bah! –contestaba Teo–. Ya lo he leído. Ni siquiera han existido. Athos y Milady no eran de verdad.
–¡Pues por eso! ¡Lo que no es verdad es más interesante! Además, tus dioses de Egipto, ¡a ver si te crees que han existido!
–Pues sí –gruñía Teo.
Y volvía a sumirse en un universo en que los ibis eran sabios; las leonas, enamoradas; y los buitres, madres. Aun así, al final del día, estaba agotado. Esos enormes instrumentos en la penumbra, y esos silencios...
Una tarde, cuando volvían, papá blandió un telegrama.
–¡Llega mañana! –exclamó.
–¿Quién? –preguntó Teo.
–La tía Marthe –contestó mamá–. Viene de Tokio.
–¿Mañana? ¿Qué mosca le ha picado? –volvió a preguntar.
No hubo respuesta. Lo acostaron, y se metieron en el despacho. Había gato encerrado. Pero, con la tía Marthe, no era de extrañar.
La tía Marthe era un personaje singular. A los veinte años, Marthe Fournay se había casado con un japonés a quien había conocido en las carreteras de Tailandia, al recorrer el mundo en bicicleta. Cinco años más tarde, el japonés había salido de su vida tan curiosamente como había entrado, y tía Marthe se convirtió, en segundas nupcias, en la mujer de un rico banquero australiano a quien había conocido en California, viajando entre Los Ángeles y San Diego. Tía Marthe se había instalado en Sydney con John Mac Larey, y no se volvió a oír hablar de ella más que por las fiestas de fin de año. Más adelante, el tío John murió en un accidente de coche, y la tía Marthe se encontró al frente de una inmensa fortuna. Por fidelidad hacia el tío John, a quien adoraba, juró no volver a casarse nunca y, al no haber tenido hijos, volcó su cariño en sus sobrinas y su sobrino, a quienes inundaba de regalos procedentes del mundo entero: kimonos para las niñas, vitaminas americanas, cuchillos japoneses especiales para el pescado crudo, muñecas rusas, turquesas chinas y, de Indonesia, las especias... La tía Marthe era de una imaginación inagotable.
Bien es verdad que viajaba sin parar. Después de enviudar, había sacado partido de sus estudios en lenguas orientales y se había dedicado al estudio de los tejidos tradicionales. La tía Marthe no necesitaba trabajar, pero le gustaba recorrer el mundo, para gran alegría de su familia. La tía Marthe, cuya vida sentimental parecía muy complicada, tenía amigos por todas partes, de los que hablaba con exquisita simplicidad, ante la gran exasperación de su cuñada Melina, que la encontraba presumida. Oronda y pizpireta, la tía Marthe iba hecha un adefesio, le encantaban las joyas, fumaba puritos y hacía yoga.
Era una mujer excelente, pero Jérôme la juzgaba un poco locatis. «¡Bah, otro lío de los de Marthe!», decía, cuando un asunto le parecía singular. Se la veía poco, pero llamaba mucho, sobre todo cuando estaba a punto de llegar. «Llego dentro de un mes.» Al día siguiente: «No, en quince días, vengo de Katmandú». Y al día siguiente: «Estaré allí el viernes a las 20 horas, con el avión de Toronto». Y, ahora, ¿la tía Marthe iba a presentarse sin avisar? La última vez que había hecho una cosa así había sido por la muerte del abuelo.
Estaba claro que la tía Marthe se había enterado de la enfermedad de Teo.
Envuelta en un chal indio que desplegó, majestuosa, la tía Marthe se instaló pesadamente en un sillón.
–Estoy helada, chicos –pregonó–. Melina, ¿te molestaría traerme una aspirina? Irene, ¿por qué no haces un té, cariño? Mira en la bolsa grande: encontrarás un paquete que viene de Japón, de té verde. Ate, en mi maletín, la bolsita de raso rojo es para ti, pero vete a abrirla a tu habitación. En cuanto a ti, Teo...
Tendido en el sofá del salón, Teo la miró con inquietud. Todos habían salido sin protestar; hasta Irene, que odiaba hacer el té. La tía Marthe lanzó un gran suspiro.
–Lo de tu regalo, ya lo veremos más tarde –dijo–. ¿Qué? ¿Nos sales con sorpresas? ¿Estás enfermo? Dime, ¿es de verdad o de mentirijillas?
–¡Y yo qué sé! –contestó Teo retorciéndose los rizos.
Embutida en una túnica demasiado ceñida, cubierta con un gorro nepalí de fieltro bordado, la tía Marthe estaba más ridícula que nunca. Como si hubiera leído sus pensamientos, lo miró intensamente, y Teo se sintió culpable.
–Te lo aseguro, tía Marthe, no me han dicho nada, nada de nada –musitó.
–Alguna idea tendrás, ¿no?
–Sí –murmuró Teo.
–¿Y bien?
Con la mirada severa, la tía Marthe no le quitaba los ojos de encima. Bruscamente, Teo se echó a llorar.
–¡Pobrecito mío! –suspiró ella, abrazándolo–. ¿Te crees que voy a quedarme de brazos cruzados?
Teo sollozaba sin parar.
–Mi amor –susurraba la tía Marthe–, chiquitín mío... –de repente, lo rechazó–. Levántate –ordenó.
–¡No me dejan! –hipó Teo.
–¡Ni caso! –espetó ella–. ¡Venga, de pie! –galvanizado, Teo se irguió y permaneció con los brazos colgando–. ¿Qué? ¿Lo ves? –dijo ella, satisfecha–. ¡No! No vuelvas a acostarte. Camina un poco... Así, muy bien. Ahora, salta.
Decididamente, la tía Marthe estaba loca. ¡Saltar cuando estaba enfermo, encamado, desahuciado! Bueno, y ¿por qué no?, después de todo... Teo dio un saltito minúsculo.
–Bueno, alto, lo que se dice alto, no es; pero es un salto, al fin y al cabo. ¿Crees que podrías cargar con esa mochila? –dijo, señalando un bulto olvidado.
Sin protestar, Teo se puso los tirantes de la mochila negra. Pesaba un poco, y Teo vaciló.
–Te cuesta un poco –observó ella–. Lógico, te pasas el día en la cama. Ya me lo figuraba.
¿Qué se figuraba la tía Marthe? Y ¿qué tenía en la cabeza? Teo se sintió invadido por una extraña excitación.
–Oye, tía Marthe, ¿me has traído algo? –dijo, corriendo a acurrucarse en sus brazos.
–Sí, mi niño –dijo con ternura–. Lo descubrirás luego, a la hora de cenar. Mientras tanto, ve a vestirte. Me gustas más con vaqueros.
–No me habrás traído una corbata, ¿verdad? –preguntó Teo–. Porque me horrorizan...
–No seas tontito. Eso sí: ponte un pañuelo en el cuello, que me gusta.
Teo eligió una camisa roja, un vaquero beige y un pañuelo negro. Quedaba algo tropical, es verdad, pero es que la tía Marthe era capaz de traer el verano en pleno invierno. Por si acaso, ya que estaba de pie, encendió La ira de los dioses en su ordenador y consultó a la pitonisa.
Con su sonrisa de top model, le cobró cinco puntos por la pista que daba la solución al enigma del día. Teo pagó y esperó la respuesta:
–¡Mala suerte! –dijo la pitonisa riendo, burlona, con cara de pécora–. Antes, tienes que volver a pasar por el bosque sagrado...
¿El bosque sagrado? Y eso que Teo creía haber explorado todo... Apagó el ordenador y se dirigió hacia la cocina. Mamá revolvía la ensalada.
–¿Qué hay para cenar? –preguntó.
–¿Por qué? ¿Tienes hambre, cariño? Hay minestrone, mezzés, y he hecho una tarta.
–¿De manzana?
–No, de peras, con merengue –murmuró Melina, preocupada–. ¿Qué te parece?
Mientras no hubiera carne roja en el menú, a Teo todo le parecía bien. Merodeó por el piso, fue a curiosear a la habitación de Irene, pero, como de costumbre, con la cara hundida en el teléfono inalámbrico, hablaba con su amado. Teo se retiró educadamente y fue a hacer rabiar a Ate como en los viejos tiempos. Pero Ate se dejó hacer de todo sin rechistar. Sólo quedaba el despacho de papá.
–¿Cómo, Teo, estás levantado? Esto no es serio, hombre –riñó papá–. Ve a descansar... Ya te llamaremos para la cena.
Desanimado, Teo correteó hasta el salón y se tendió en el sofá grande. La cena fue siniestra. Mamá hablaba con una alegría forzada, Irene no comía nada, Ate picoteaba sin ganas y papá permanecía callado. La tía Marthe, en cambio, era inagotable. En el momento del postre, atacó.
–Bueno, Teo –dijo, lanzando una mirada circular a la concurrencia–. He decidido llevarte a dar la vuelta al mundo.
¡La vuelta al mundo! ¡Estaba chiflada, la tía Marthe!
–¿Estás loca? ¿Y el instituto? –dijo Teo con un hilo de voz.
–¡Bah! –dijo la tía Marthe–. Para el instituto, ya tendrás tiempo. En cambio, yo no soy eterna. Dime si me equivoco: ¿no llevas un año de adelanto en clase?
Anonadado, Teo miró a sus padres. Cabizbajos, ni se inmutaron. Como si hubieran recibido una orden invisible, Irene y Ate se levantaron de la mesa y desaparecieron.
–Estoy enfermo, tía Marthe –declaró Teo con bravura–. No creo que...
–¡Precisamente por eso! –exclamó–. Estos médicos son unos burros. Vamos a recorrer el mundo consultando a los médicos a mi manera. Pero no en los hospitales, ¿de acuerdo?
¡Otro lío de los de Marthe! ¡No en los hospitales! ¿Dónde entonces?
–Porque, ¿sabes?, no será una vuelta al mundo cualquiera, Teo –prosiguió–. ¡No cuentes conmigo para hacer turismo! No verás la muralla de China, ni el Taj Mahal, ni las cataratas del Niágara...
–Mamá... –gimió Teo–. ¡Díselo!
–No voy a raptarte –interrumpió la tía Marthe–. No creerás que tus padres no me han dado su permiso, ¿verdad? ¿A que sí, Jérôme?
Papá asintió sin decir palabra. Pero ¿qué diría mamá?
–Vamos, Melina –gruñó la tía Marthe–. ¡Ánimo!
–Es verdad, Teo –dijo mamá, levantando la cabeza–. Hemos dicho que sí.
–Entonces, ¿estoy curado? –exclamó Teo, loco de alegría.
–En cualquier caso, llamaremos todos los días –dijo la tía Marthe, locuaz–. Además, tengo un móvil que he comprado en Tokio, un modelo estupendo, ya verás, no habrá ningún problema...
–Y haréis un análisis de sangre en cada etapa –prosiguió mamá–. Tengo los nombres de todos los hospitales, y...
–Ah... –dijo Teo.
–En todas partes hay doctores excelentes, y os llevaréis las medicinas, y...
–Ah... –repitió Teo tristemente.
La tía Marthe fulminó a Melina con la mirada.
–¡No quiero oír hablar de hospital ni de medicinas! –exclamó–. ¡Venga, vamos a quitar la mesa! ¡Niñas, venid a ayudar!
La tía Marthe no carecía de autoridad. Como por ensalmo, Irene y Ate reaparecieron y, en un abrir y cerrar de ojos, la mesa quedó vacía.
–Jérôme, saca tu atlas, por favor –ordenó la tía Marthe–. Os lo voy a explicar. Bueno. Empezaremos por...
–¿Veremos las pirámides? –interrumpió Teo, repentinamente expectante.
–¡No me interrumpas! Ate, en mi bolso hay unas pegatinas rojas.
–¿Y el Kremlin? –preguntó Teo.
–¿Te interesa la momia de Lenin? –contestó la tía Marthe poniendo las pegatinas con cuidado–. Te advierto que no es lo que tengo planeado.
Fascinado, Teo seguía la colocación de los puntos rojos en el mapa del mundo. Roma, Delfos, Luxor...
–¡Ya lo tengo! –dijo Teo–. Es una vuelta al mundo de las antigüedades.
–En absoluto –dijo la tía Marthe, impasible–. Mira aquí.
–Am... ti... srar –descifró Teo.
–Am-rit-sar –corrigió la tía Marthe–. Sí, ya sé que es difícil de pronunciar.
–¿Qué es? –preguntó Teo.
–La ciudad sagrada de los sijs –intervino papá–. Está en Punjab.
–Pero ¿quiénes son los sijs?
–Los fieles de una religión que no conoces –dijo mamá.
–¿Ah, sí? –dijo Teo–. Me sorprendería. Con el rollo que se montan en el instituto... El viernes, para los musulmanes; el sábado, para los judíos; el domingo, para los demás... ¡Y ahora resulta que no conozco las religiones!
–¿A que no? –dijo la tía Marthe con una sonrisa–. A ver, soy toda oídos.
–Los judíos son los de la religión más antigua del mundo –empezó Teo–. Rezan los sábados en una iglesia que llaman sinagoga, y casi los exterminaron los nazis durante la guerra, y eso se llama la Shoah. Vivían en Jerusalén, y los echaron. Después, les devolvieron su país, Israel, pero no paran de pelearse con los musulmanes.
–Es un modo de verlo –rezongó la tía Marthe–. ¿Qué dios tienen?
Teo permaneció boquiabierto.
–¡Bravo! –ironizó su tía–. Los judíos sólo tienen un dios que no pueden representar bajo ningún pretexto, ni nombrarlo siquiera. Eso, lo primero. Son el pueblo elegido de Dios, que ha concertado una alianza con ellos. Eso, lo segundo. Esperan al Mesías, que volverá con el fin de los tiempos. Eso, lo tercero. Sigue...
–Espera, el Mesías, ¿quién es? –preguntó Teo.
–El salvador del mundo.
–Entonces ¡es Jesús! –exclamó Teo.
–Para los judíos, no, para que lo sepas. Jesús es el Mesías de los cristianos. Los judíos, en cambio, todavía lo están esperando.
–Bueno, pues lo de los musulmanes está chupado –replicó Teo, ofendido–. Su dios se llama Alá, es grande, y Mahoma es su profeta. Rezan los viernes en la mezquita, en dirección a La Meca, su ciudad santa, adonde los verdaderos musulmanes van en peregrinación una vez en la vida. Entonces, se convierten en hadyis. No tienen curas, sino morabitos.
–Eso está mejor; efectivamente, los musulmanes no tienen sacerdotes –concedió la tía Marthe–. Pero ¿de dónde has sacado a los morabitos? ¡Ésos son musulmanes ermitaños que se parecen a los ermitaños cristianos, y sólo los hay en África!
–Me lo ha explicado mi amiga Fatou –contestó Teo, ufano–. Es senegalesa y musulmana.
–¿Y los cristianos, Teo? –preguntó la tía Marthe.
–Ésos creen en Jesucristo, que fue crucificado por los romanos porque lo llamaban «rey de los judíos». Jesús era hijo de Dios Padre, que lo envió a la tierra para redimir a los demás de sus pecados. Los cristianos van a misa los domingos, tragan hostias, se dan besos al final, y los curas llevan unos vestidos bordados muy curiosos.
–Bueno –suspiró la tía Marthe–. ¿Qué diferencia ves entre el Dios de los judíos, el de los cristianos y el de los musulmanes?
–Aparte de que los judíos y los musulmanes parecen creer en un dios único, ni idea –contestó, perplejo–. Porque, entre los cristianos, hay dos, además de un palomo que se llama el no sé qué Santo. No me acuerdo. ¿El Padre Santo?
–El Espíritu Santo –corrigió Melina–. No has escuchado con atención a la abuela Téano.
–¿Y las demás religiones? –susurró la tía Marthe.
Los cristianos, los judíos, los musulmanes, ya los había dicho. Los protestantes, ¡ah!, y los ortodoxos, puesto que la familia era griega, los budistas, los animistas...
–¡Muy bien, Teo! –dijo su padre.
–Es graciosa Fatou –dijo Teo–. Me ha contado lo de los viejos dioses de África. Bueno, viejos; no quiero decir...
–Y ¿qué más? –interrumpió la tía Marthe.
–¿Qué más? Pues... ¿los indios?
–¿Cuáles? –dijo su tía–. ¿Los de América o los de la India?
–Los de América –contestó Teo sin vacilar–. Porque tengo el CD Sacred Spirit: Cantos y danzas de los indios americanos. Además, en un episodio de Texas Ranger, el ranger entraba en una cabaña de fuego, tenía una visión de un águila y encontraba al niño herido por los gángsters. Por otra parte, la religión india también existe al otro lado, en la India, ¡qué te has creído!
–Hay ocho religiones en la India –dijo suavemente la tía Marthe–. Ya ves que no lo sabes todo.
–¡El zen! –exclamó Teo, triunfante–. ¡Irene no para de decir que es zen!
–Vale –admitió la tía Marthe–. ¿Y en Brasil?
Teo estaba pez. Acerca de China, acabó mencionando el maoísmo.
–No está mal –dijo la tía Marthe–. Algo devaluado, quizá, pero no es ninguna tontería. ¿No habrás querido decir «taoísmo», por casualidad?
Pero Teo no conocía la palabra. Volvió a sumergirse en el mapa.
–¿Darjeeling? –preguntó, extrañado–. ¡Ni siquiera sé dónde está! ¿En Birmania?
–Pero, Marthe, los hospitales en Darjeeling... –gimió mamá.
–No empieces, Melina. Está a seis horas de carretera de Calcuta, y a dos horas de avión de Delhi. Lo tengo todo previsto.
Se hizo un silencio alrededor de la mesa.
–Bueno –dijo Teo–. Ya entiendo: vamos a dar la vuelta al mundo de las religiones, ¿es eso?
Era eso.
Pero no sólo era «eso». Al día siguiente, como si el asunto hubiera estado acordado desde la eternidad, empezaron los preparativos del viaje. Ahora bien, se tramaban cosas de lo más sospechosas. La tía Marthe hacía listas. Nada más normal. Lista de los hoteles, de los amigos, de los trenes, de los aviones, de los barcos, bueno.
Pero ¿y la lista de la que no hablaba más que a sus sobrinas, eh? En cuanto aparecía él, Irene escondía sus papeles, y Ate se ruborizaba; claro: con su piel de pelirroja... ¿Por qué tantos misterios? Teo trató de sonsacárselo a Fatou.
–¡Ah, Teo, eso es secreto! –dijo–. Lo he jurado.
–¿Es para mi enfermedad? ¿Son medicinas?
–¡De eso nada! –exclamó Fatou–. ¡Es mucho más divertido!
¿Más divertido que la enfermedad? ¡Qué expresiones más curiosas tenía Fatou! Como si Teo pudiera divertirse sabiendo lo enfermo que estaba y que quizá... No. No, no quería pensar en la muerte. Sin duda hacía mucho daño la muerte; si no, nadie le tendría miedo. Un enorme sufrimiento y, luego..., Teo estaba seguro de que luego empezaba un viaje tormentoso, rebosante de adversidades y complicaciones. A juzgar por lo que decían los egipcios y los tibetanos, la vida después de la muerte no era ninguna juerga... La angustia le encogió el corazón. Lo peor era que mamá no lo soportaría. Y que quizá Teo no volvería a verla más. ¡No! La única solución era no morirse.
Una noche, cuando todos creían que estaba acostado y él había vuelto para coger un yogur de la nevera, oyó una extraña conversación en el comedor.
–¡Te había dicho un escarabajo, no una tortuga! –gritó la tía Marthe–. ¡Estaba en la lista! ¡Tendrás que volver a la tienda!
–Bueno, vale, ya encontraré tu tesoro. ¿Para qué etapa era?
–Para esconderlo debajo...
Intrigado, Teo asomó la cabeza, y la tía Marthe no acabó la frase.
–¡¿Quieres irte a la cama, renacuajo?!
Teo pasó mucho tiempo preguntándose por qué diablos quería la tía Marthe esconder un escarabajo. Buscó la famosa lista, sin resultado. Simplemente, advirtió que la tía Marthe había añadido a sus maletas una gran bolsa cerrada con candado, así como un cofrecito cerrado con llave. Vamos, que olía a complot a la legua. ¿Serían regalos? ¿Sorpresas?
Faltaba alrededor de un mes. La tía Marthe se pasaba el tiempo en las agencias de viajes. Por la noche, volvía muy agitada: «¿Os lo podéis creer? ¡No hay enlace aéreo entre Bagdora y Yakarta!... ¡Hay que pasar por Calcuta! ¡Es increíble!». O no conseguía encontrar habitación en el hotel escogido, que estaba completo, o cerrado, o ya no existía... En casa, telefoneaba con su móvil a lugares imposibles, en inglés, en alemán, chapurreando con acentos extraños y a voz en grito.
–¡Mahandyi! –vociferaba al teléfono–, it’s so good to hear you... Yes, I am coming. No, in Paris for the time being. Oh, you have an e-mail in Varanasi? O.K, O.K. But I am not alone. My nephew will be travelling with me. Yes... –y en ese momento, curiosamente, bajaba el tono.
Cuando había terminado su conversación con el interlocutor invisible de la otra punta del mundo, colgaba el auricular con aire satisfecho y anunciaba al foro: «Mahandyi está encantado». Nadie sabía quién era Mahandyi, pero la tía Marthe parecía tan contenta que no le hacían preguntas. Además, el teléfono traía cada día su lote de desconocidos encantados de su llegada: la señorita Oppenheimer, la señora Nasra, el rabino Eliezer. «¡Bueno!», suspiraba, hojeando su libreta de direcciones. «Entonces, en Brasil, Brutus Carneiro da Silva», y seguía.
El padre de Teo, que tenía amistades en Asuntos Exteriores, se ocupó de los visados de su hijo, que no era poco. Melina se armó de valor y se entrevistó con el director del instituto. El señor Diop, el padre de Fatou, se encargó del recorrido en África. Teo, por su parte, apaciguaba su angustia consultando a la pitonisa del ordenador.
No estaba muy parlanchina en los últimos tiempos, la pelirroja. A toda velocidad, Teo pasó una tras otra las primeras pruebas, que se sabía de memoria: dar un diamante a la mendiga, poner un pastel en el altar, hacer que apareciera la serpiente que le enseñó la lengua de los animales. A toda prisa, el Héroe corrió hacia el norte, evitó cuidadosamente el reino de los muertos (a Teo no le apetecía mucho), antes de adentrarse en un bosque... Un bosque extraño, sombrío y frondoso que nunca había aparecido en pantalla.
¡El Bosque Sagrado!
La pitonisa guiñó un ojo y se puso un dedo en los labios. Luego soltó su eterno mensaje: «Te costará cinco puntos...». «Vale», pensó Teo. «Venga, desembucha, chata.» Clic en la pitonisa, que prosiguió: «Coge un anillo y ve a ver al rey...».
La pitonisa desapareció y dio paso a un paisaje paradisíaco, bañado de sol y de flores, una campiña de ensueño bajo los olivos griegos. Cerca de un templo en ruinas, le esperaba una sombra con velo. «¿Tienes el anillo?», preguntó con voz cascada. «Si tienes el anillo y vas a ver al rey, no morirás y volverás con tu familia. Si no...»
Pero Teo no tenía el anillo, y la pantalla se sumió en una negrura infinita. Fin del juego. Por una vez, Teo había perdido. Hizo clic una y otra vez, pero la pitonisa no volvió a guiñarle el ojo ni a hablar de anillos, y la sombra de voz cascada no volvió a aparecer.
Eso lo dejó muy preocupado.
Ya sólo quedaban dos días. Fatou ya no salía de la casa. La última noche, hubo un ajetreo tremendo en la cocina, donde Teo tuvo prohibido entrar. Veinte minutos antes de la cena, papá vino a avisarle: «¡Venga, ponte guapo!». Papá llevaba un esmoquin de los de ir a la Ópera. Teo obedeció: vaquero negro, camiseta impresa con el tigre más hermoso del mundo, zapatillas de baloncesto blancas y el escorpión de abalorios de Fatou.
Cuando abrió la puerta del comedor, parecía Navidad. Mamá llevaba un vestido largo, el verde. Irene iba de señora, con un corpiño, y Ate de bailarina con un gracioso tutú azul. La tía Marthe llevaba una gandura árabe negra con bordados en blanco, y Fatou... ¡Ah, Fatou! Se había puesto una túnica africana: el bubú preferido de Teo, rojo con círculos dorados. Sobre la mesa, el cuscús estaba preparado. Y, en un rincón, un abeto decorado parpadeaba sobre un belén... ¿Tan pronto?
–¡Pero si todavía no es Navidad! –exclamó.
–Hemos decidido anticiparnos –contestó Melina–. Esta noche, abeto y regalos.
–¡Ah! –exclamó Teo–. Porque, en Navidad, lo mismo ya no estoy... Quiero decir...
–¡Serás cernícalo! –tronó la tía Marthe–. En Navidad estaremos de viaje, ¡eso es todo!
–¿Dónde estaremos en Navidad? –preguntó Teo, desconfiado.
–Ya lo verás –dijo ella, misteriosa–. Y, luego, tendrás que descubrir la siguiente etapa de nuestro viaje. Solito, como un señor.
–Pero... Pero... –musitó Teo.
–¡No hay pero que valga! Te he visto jugar con tu ordenador al juego americano ése, ese chisme, ¿cómo se llama? Ya sabes, el de la pitonisa...
–La ira de los dioses –soltó Teo–. ¿Y qué?
–Pues que vas a jugar de verdad –dijo papá–. Tú también tendrás que resolver enigmas.
–En cada ciudad, tendrás que encontrar algo, o ir a ver a alguien –prosiguió la tía Marthe–. Tendrás que adivinar nuestro siguiente destino.
–Está chupado –replicó–. Ya sé lo de Roma, Luxor, Amritsar, Darjeeling y Delfos. ¡No tendrías que habérmelo enseñado!
–No me tomes por tonta –protestó ella–. En el mapa, señalé ciudades a las que no iremos necesariamente, eso lo primero. Tendrás que descifrar verdaderos enigmas, eso lo segundo. Mira, si te digo: «Ve al corazón sagrado de la ciudad de la pirámide», ¿qué me contestarás?
–¡El Cairo, cuál va a ser!
–¡Pues es París! –dijo ella, triunfal–. En El Cairo, hay varias pirámides; en cambio, en París, sólo hay una, la del Louvre... ¿Y el Sagrado Corazón de Montmartre, no se te ha ocurrido? Ya ves que no es tan sencillo...
–¡Pero si no sé nada! –dijo Teo, espantado–. ¡Me voy a colar!
–No te colarás. Tengo una maleta entera de libros para ayudarte. Te costará trabajo, no lo niego. Pero, sobre este punto, estamos de acuerdo tus padres y yo.
–Y si no tengo ni idea, ¿volvemos a casa? –dijo Teo con un hilo de voz.
–De eso nada. Si no tienes ni idea, podrás llamar a Fatou. Te dará indicios. Como la pelirroja de tu pantalla.
¡Fatou de pitonisa! ¡Ésa si que era buena! Teo no salía de su asombro. Pero, entonces, lo sabía todo... De un salto, Teo corrió a darle un beso.
–¡No cuentes conmigo para que te cuente cosas! –dijo Fatou, retrocediendo.
–No, pero sólo un besito, ¡anda!, cinco puntos –murmuró, llevándola a su habitación.
–¡Quedaos aquí! No hemos acabado el postre... –exclamó Melina.
–Déjalos –dijo Jérôme–. No se verán en mucho tiempo. Si es que vuelven a verse...
Al cabo de cinco minutos, Jérôme fue a buscar a Teo y Fatou.
–Ahora, los regalos de Teo –dijo.
De rodillas bajo el gran abeto, Teo revolvió en el belén. Empujó el burro, volcó el buey, hizo caer a los Reyes Magos, desplazó con delicadeza a María y José, y levantó al niño Jesús. El sobre estaba debajo de la paja. Un billete de avión París-Tel Aviv, en primera clase.
–¿Sólo esto? –se extrañó.
–¡Pues qué más quieres! –masculló la tía Marthe, ofendida.
–Lo demás está en tus maletas, Teo –dijo papá–. Descubrirás tus regalos en Jerusalén. Es la primera prueba.
–¡Eso no es justo! –exclamó–. ¿Por qué?
Y, sin darse cuenta, se echó a llorar. Melina se precipitó hacia él.
–Mamá –sollozaba–, voy a irme...
Unas palabras tan simples, «voy a irme», y hubo lágrimas en todos los ojos, pues todos comprendían el otro sentido de la frase, aquel en que estaba prohibido pensar.
–Mamá –gemía Teo–. Mamá...
Y, mientras ella lo acompañaba lentamente hacia la habitación, susurró:
–Mamá, por favor, dame uno de tus anillos. Sólo un anillo, cualquiera...
Melina se detuvo.
–¿Un anillo?
–Un anillo tuyo, por favor...
Perpleja, Melina se miró las manos, donde brillaba el oro de un único anillo: su alianza.
–¿Éste? –murmuró–. Sí, claro.
Sin dudarlo, la sacó de su dedo y la deslizó en el índice de su hijo.
–Sabes lo que representa; no la perderás, ¿verdad, Teo?
–Te lo juro –susurró–. Así, estaré seguro de volver.
«Así, tengo el anillo que quería la pitonisa», pensó mientras cerraba la mano sobre su tesoro. La alianza que papá había dado a mamá era el más infalible de los talismanes.
El porqué del viaje seguía siendo muy enigmático. Tenía probablemente que ver con esos extraños médicos que no estaban en hospitales. ¡Pero la tía Marthe no iba a ponerse ahora a creer en los milagros! Estaba claro que este viaje era un enorme lío de los de Marthe.
Lo único que Teo sabía era que no estaba curado, todo lo contrario: que estaba muy enfermo y que de este viaje se esperaba mucho. Lo único que sabía era que, de irse, era mejor viajar con la tía Marthe que irse al otro mundo. Y también sabía que en París llorarían mucho mientras él anduviera por ahí, descifrando enigmas.
No conseguía dormirse. Ahora que tenía el anillo, ¿qué diría la pitonisa en el ordenador? ¿Cómo evitar el reino de los muertos? ¿Cómo no encontrarse con el guardián del Hades, el horrible esqueleto llamado Caronte?
Todavía se estremecía cuando la tía Marthe entreabrió la puerta y asomó la cabeza.
–Tía Marthe –dijo con voz angustiada–, quiero preguntarte una cosa. ¿Me voy a morir?
–Eso está prohibido, mi niño –contestó la tía Marthe, acariciándole los cabellos rizados.