PEDRO SANTAMARÍA
EL ÁGUILA Y LA LAMBDA
Pàmies
Primera edición: diciembre de 2014
© 2012 de Pedro Santamaría
© de esta edición: 2014, Ediciones Pàmies, S.L.
C/ Mesena,18
28033 Madrid
editor@edicionespamies.com
ISBN: 978-84-15433-63-7
Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
A Federico Pacheco Gutiérrez,
por el don de la amistad.
Historia... testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustis.
«La historia... testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, testigo de la antigüedad».
Cicerón
«La historia es una rama de la literatura».
Pío Baroja
«El único deber que tenemos con la historia es reescribirla».
Oscar Wilde
PRIMERA PARTE
Cuando la esclava apartó las telas que cubrían la ventana, el sol inundó la estancia de la bella cartaginesa. Hacía poco tiempo que el astro había comenzado a descender desde su cenit rumbo a las profundidades del océano. Las motas de polvo, revueltas por el súbito movimiento de las telas, volaron erráticas en todas direcciones solo para calmarse un instante después y descender lentamente. Arishat se revolvió en el lecho para evitar la luz y afeó la cara con una mueca serena. No estaba durmiendo, tampoco estaba despierta. Era ese plácido momento en el que la mente se despereza y comienza a despertar al cuerpo. Movió los pies en círculo bajo la manta, emitió un leve y sosegado gemido, entreabrió un ojo, estiró los miembros con la delicadeza de una bailarina, se cubrió los ojos con las manos y sonrió.
―Es la hora, señora ―susurró la esclava.
―Gracias, Elissa.
Un quedo bostezo que se tapó con la mano. Una breve pausa meditabunda mirando al techo de la estancia mientras sus ojos se hacían a la luz, y Arishat se incorporó lentamente. Buscó sentarse en el lecho deslizando los pies hasta el suelo. Sintió frío en las plantas, un frescor agradable y vigorizante. Un suave temblor recorrió su cuerpo. Vestía una delicada túnica, ligera como el aire, blanca como una niebla a punto de disiparse, que permitía apreciar un cuerpo de tez morena y de divinas formas.
―Es tarde, señora. Recordad que el sufete os espera esta noche.
―Sí, lo sé.
Se irguió, cerró los ojos y respiró profundamente para llenar los pulmones de aire. Los perfectos y redondos pechos acogieron la bocanada con un leve movimiento. La túnica acarició sus senos mientras estos se elevaban como dos volcanes gemelos surgidos de la bruma, coronados por perfectos círculos de lava. Las costillas se marcaron en la delicada piel y su vientre se desdibujó tras la tela.
―¿Quién fue el afortunado anoche, señora?
―Un joven comerciante de Massalia. No estuvo mal. Más parecía que le hubiese pagado yo a él. ―Y la cortesana rio infantilmente.
La esclava no pudo evitar esbozar una sonrisa cómplice mientras arreglaba el lecho. Disfrutaba con aquellas historias. Arishat se acercó a la ventana grácilmente, como era su costumbre al levantarse. Observó el cielo de Cartago. Ni una nube. Una mujer canturreaba a lo lejos una monótona y alegre melodía. El alboroto de las plazas de la ciudad quedaba lejos de aquella zona acomodada de casas grandes y silenciosas. Como si el dinero atrajese la paz.
―¿Fuiste al mercado, Elissa?
―Por supuesto, señora. Tal como me pidió, en cuanto despuntó el alba.
―¿Y conseguiste el perfume que te encargué?
―Sí, señora. Aunque muy caro. Hace días que no llegan barcos de Alejandría. La gente está nerviosa.
―La gente siempre está nerviosa.
―Se dice... ―La esclava enmudeció. A su ama no le gustaba oír los rumores que circulaban por ahí, especialmente si eran malos, y menos aún nada más despertarse. No obstante, Arishat pareció interesada.
―¿Qué se dice?
―El trigo cuesta el doble que hace tan solo unos días. Y eso que ya estaba por las nubes. Mucha gente ha empezado a comprar cebada para hacer el pan. El cordero cuesta cuatro veces más y ya no llega vino de Eubea. Atracan muy pocas naves en el puerto, cada día menos…
―¡Ay! Deja de quejarte, Elissa. Siempre estás igual. Me aburres. Pareces una plañidera. Ni que el dinero fuera tuyo. ―Arishat se volvió a la esclava―. No me has contestado, Elissa. ¿Qué se dice?
―La gente tiene miedo. Se rumorea que los romanos planean desembarcar en nuestras costas. Se dice que por eso está todo tan caro, que por eso no atracan más que un puñado de naves extranjeras. Se hacen corrillos en las plazas y todo el mundo habla de ello. Los comerciantes se escudan en eso para pedir más y más por sus mercancías. ¿Es verdad eso, señora? ¿Realmente hay un ejército romano camino de la ciudad?
―Vaya ―exclamó la cartaginesa, divertida―. Sí que corren los rumores.
―¿Es verdad, señora? ―insistió la esclava con preocupación, dejando su tarea a medio hacer.
―Eso dice algún senador. Pero se supone que es un secreto, Elissa. Yo no me preocuparía demasiado, el populacho se altera muy fácilmente, y más cuando se trata de detallar inminentes desgracias. Deberías saberlo ya. Alguien se habrá ido de la lengua para darse importancia, quizá uno de esos comerciantes que desea justificar el precio de sus mercancías. Solo son eso, Elissa: rumores. Nada más.
―Dicen que los romanos son unas bestias sedientas de sangre.
―Tengo hambre. ―Arishat bostezó y se estiró un poco.
―Dicen que roban, matan, incendian y violan.
―Como todos los hombres, Elissa ―repuso Arishat con una condescendiente sonrisa―. Como todos... Pero a nosotras nos da lo mismo.
―¿Cómo puede decir eso, señora?
―Hablas demasiado con la gente del mercado. Parece que solo eres feliz estando preocupada. Llevamos diez años de guerra, Elissa, y nuestra situación particular no ha hecho más que mejorar. ¿Recuerdas a aquel mercenario hispano tan peludo?
―Cómo lo iba a olvidar.
―Bueno, pues tenía más oro que pelo.
―¿Y qué queréis decir con eso, señora?
―Pues que la guerra nos beneficia. La guerra hace a los hombres más deseosos de los placeres mundanos y más dispuestos a gastar su dinero en ellos. Apuran su vida y su oro por si los dioses deciden cortar su camino. De todos modos, lo mismo nos da quién gobierne. Un hombre es un hombre venga de donde venga, y los hombres necesitan distraerse de su lento camino hacia la muerte. Necesitan sentirse inmortales de vez en cuando, y para eso estoy yo. Lo mismo me da un sufete de Cartago que un cónsul de Roma. ―Arishat hizo una leve pausa para cambiar de tema―. Anda, ve a prepararme el desayuno, ya acabarás eso luego.
―Pero si llegan a desembarcar...
Arishat emitió un suspiro de fastidio.
―En primer lugar, Elissa, para llegar aquí los romanos tendrían que enfrentarse a nuestra flota, y te recuerdo que nadie ha sido capaz de vencer a Cartago en el mar. Si superan ese escollo tendrán que derrotarnos en tierra y, si lo consiguen, deberán escalar nuestras murallas. ―La cartaginesa frunció el ceño y alzó ligeramente la voz. No estaba enfadada, tan solo quería parecerlo―. Deja de preocuparte por los romanos y preocúpate más por los palos que te daré si no haces lo que debes. Prepara algo de comer.
―Sí, señora. Disculpadme, señora. ―Y la esclava salió de la habitación con absoluta humildad.
La puerta se cerró sin apenas hacer ruido. Arishat sonrió para sí, coqueta. Se acercó al gran espejo de bronce bruñido y se observó adoptando diferentes posturas. Le gustaba admirar su imagen ante el espejo y comprobar que su belleza seguía intacta a pesar de los excesos de la noche anterior. Pero no era solo belleza lo que buscaban y encontraban sus clientes. Para saciar a un perro solo son necesarios unos instantes y había mujeres más jóvenes en el puerto que, por un poco de comida, ofrecían sus cuerpos en sucias calles a jadeantes marineros. Mujeres cuyos encantos las abandonaban frente a las brisas marinas en cuestión de meses. Ella era diferente. Había llegado un momento en Cartago en el que decir que se había disfrutado de las mieles de Arishat era símbolo de estatus, de riqueza, de influencia. Y no es que no hubiera en Cartago mujeres más bellas en el oficio, o que supieran tañer mejor la lira, o que bailasen de forma más sensual. Pero a veces el precio de un perfume depende más de quién lo venda que del perfume en sí.
Había sido una buena noche. Aquel massaliota, a pesar de su juventud, había resultado ser un amante experimentado, pausado, hábil y placentero. Habían estado solos, habían comido sabrosos manjares. Él habló de amor mientras recitaba versos de su tierra y alabó su belleza como lo hubiera hecho un hombre enamorado. Era curioso cómo algunos clientes, a pesar de pagar por sus servicios, parecían verse en la obligación de seducirla. Ella se dejaba seducir, le gustaba ese juego aunque no fuese más que eso, un juego. Al final, todo se reducía al comercio, a saber vender lo que uno tiene y hacer que otros lo quieran. Crear, por lo inabarcable, una necesidad.
Descendió lentamente hasta el patio interior de su lujosa vivienda. Un constante fluir de agua daba paz al armonioso lugar. Allí, Elissa y sus otras dos esclavas aguardaban con todo lo necesario para un sabroso y merecido almuerzo. Arishat se sentó a la mesa. Se oyó el llanto de un niño y la cortesana hizo un mohín de hastío.
―Disculpadme, señora ―dijo Elissa.
―Deberías haber tomado el silfio cuando te dije. Este no es un mundo al que traer criaturas. Bastante tuve con tus berridos el día que pariste.
―Señora... ―suplicó la esclava.
―Ve, anda, ve.
―Gracias, señora.
Un poco de pan recién horneado, algo de miel, unos dátiles y un huevo. Una excelente forma de empezar el día, aunque quizá un poco tarde.
Mientras masticaba, Arishat reparó en un minúsculo frasco de marfil con forma de ánfora decorado con motivos egipcios. Debía contener el delicado perfume que Elissa había comprado aquella mañana. Alargó la mano y lo acercó hacia sí. Destapó el recipiente, aproximó el perfume a la nariz, cerró los ojos y se deleitó con su olor a rosas frescas. El sufete, hombre de refinados gustos, sabría apreciar el aroma.
Repugnante. Nauseabundo. Se decía que los oteadores, antes de divisar una flota, la olían. Ni siquiera habiendo pasado toda la vida sumergidos en la Cloaca Máxima hubiese olido peor aquella caterva de proletarii aferrados a sus remos. No se dejó de bogar a pesar de que fuese un cónsul quien entraba en la maloliente bodega del quinquerreme. No era cuestión de detener a toda la flota por un absurdo ritual.
Marco Atilio Régulo, cónsul de Roma por segunda vez, caminaba lentamente. Los tablones crujían bajo sus pies mientras observaba a los que, vestidos con taparrabos, hundían acompasadamente sus remos en el agua y propulsaban la nave rumbo a África. Sentía desprecio y asco, admiración y orgullo a partes iguales por aquellos hombres. Cumplían con su deber desde sus bancos, apiñados, al ritmo que marcaba el monótono silbato del oficial, atrayendo hacia sí los remos cuando estos hacían contacto con el agua para luego elevarlos, moverlos hacia delante y volver a hincarlos en el mar. Bajar a las tripas de la nave desde la cubierta era como descender a los infiernos. Los remeros vivían en las tinieblas. Tan solo unos tímidos destellos se escurrían por los huecos abiertos para los remos, como si a cada palada la luz amenazase con irrumpir en la bodega solo para ser engullida de nuevo por la oscuridad.
En cubierta, por el contrario, el aire era puro y limpio. Se mirase donde se mirase, tanto el mundo como la flota romana parecían no tener fin. Cientos de velas decoraban el horizonte y avanzaban lentas y seguras, impulsadas por los vientos y por los brazos de más de cien mil hombres. Pero ahí abajo, en aquel submundo, casi al nivel del agua y rodeado de lo más granado de los suburbios de Roma, el universo se reducía a unos cuantos tablones de madera que olían a resina y alquitrán, y a un molesto silbato que se paseaba lentamente arriba y abajo. El oficial miraba a izquierda y derecha marcando el ritmo de la boga.
Tan pronto como habían zarpado de Siracusa y la flota había adoptado la compleja formación en cuña ideada por el cónsul para contrarrestar cualquier ataque cartaginés, Régulo inició una búsqueda que se había convertido en algo personal. Observaba las caras afeadas por muecas de esfuerzo, examinando cada una de ellas durante unos instantes. Todos parecían iguales en aquella penumbra, pero nunca olvidaba una cara, y estaba seguro de que el hombre al que buscaba remaba en su quinquerreme.
Eran trescientos los remeros que propulsaban aquel infierno de madera, colocados en tres niveles diferentes. Ya había recorrido cada una de las caras de los pisos superiores, solo le quedaban unas cincuenta por examinar. Y daría con él, sin duda. Aquel rufián no quedaría impune. Además, era una buena ocasión para demostrar que al cónsul no se le escapaba nada, pues haría de él público ejemplo.
El cónsul sintió un hilillo de lluvia cálida e intermitente en el cogote mientras parecía diseccionar con la mirada a uno de los remeros. El líquido siguió su camino por la nuca y la espalda, empapando la túnica purpura. Tardó unos instantes en darse cuenta de lo que ocurría. Por mero instinto, se apartó repentinamente, pero era ya tarde para evitar el desagradable y caliente chaparrón que ya había dejado de caer. Maldijo al remero del piso superior entre dientes y creyó observar alguna sonrisa burlona. En otra situación, orinar sobre un cónsul de Roma hubiese supuesto la muerte segura para cualquier hombre, pero no allí, pues una vez en su puesto un remero no debe dejar de remar, ocurra lo que ocurra, hasta atracar, ser relevado o morir. No era solo sudor lo que humedecía los miembros de aquellos proletarii.
Desde el principio del año, Régulo era el padre de aquella gran familia compuesta por ciento cuarenta mil hombres, entre remeros, marinos y legionarios. Sería generoso con los hijos que le sirvieran bien y severo con aquellos que no lo hicieran. Las naves eran nuevas, pero la madera ya había hecho suyo el olor viciado a sudor viejo, orín, vómitos y excrementos. Después de diez años de guerra, y de muchos sinsabores en el mar, los dioses habían sonreído a la ciudad.
La nueva flota romana se había construido siguiendo el modelo de una nave cartaginesa encallada en las costas de Italia. Solo cuando los ingenieros romanos estudiaron el diseño de esa nave comprendieron las derrotas que habían estado sufriendo. Era una nave magnífica, ligera y a la vez robusta, que resumía el poder de Cartago; antaño amiga del pueblo de Roma y hoy mortal enemiga. Hasta ese momento, los cartagineses habían mantenido una indiscutible hegemonía sobre las aguas, producto de siglos de tradición marinera.
La guerra en Sicilia duraba ya demasiado. La condenada isla estaba formada por un conglomerado de pequeñas ciudades griegas, en su mayoría amuralladas, que tenían entre sí un complejo sistema de tratados, alianzas y conflictos, y no dudaban en rendirse a un bando o a otro sucesivamente. Los asedios eran largos y penosos, pues tanto sitiadores como sitiados sentían el aguijón del hambre; los defensores por no poder acceder a sus campos, y los sitiadores porque alimentar a grandes cantidades de hombres en una tierra yerma era una tarea imposible para los mandos. A estos últimos les atormentaban además otros males: la lluvia, el barro, el calor, el tedio y las ratas.
Muchos eran los que desertaban. Al menos, los defensores tenían la calidez de sus casas y no podían ir muy lejos. Los asaltos resultaban demasiado arriesgados y sangrientos; demasiado costosos en número de efectivos. De vez en cuando se tomaba una fortaleza, más a menudo por la traición de los ocupantes que mediante un aguerrido ataque. Malditos griegos. Después, los habitantes se rendían a los púnicos cuando estos se encontraban cerca. Malditos griegos: oligarcas, demócratas, tiranos, demagogos. Una miríada de gente decadente, de comerciantes, de charlatanes. Malditas ratas traidoras y chaqueteras.
Régulo había centrado su campaña electoral en convencer al Senado y al pueblo de Roma de que Sicilia era una ratonera. Argumentó que la única forma de ganar aquella guerra interminable era llevarla al corazón del enemigo para asestarle un golpe mortal. Él se ofreció a su vez como el mejor de los candidatos para esa empresa, dada su experiencia. Si era elegido cónsul, aseguró, doblegaría a Cartago como había doblegado a los salentinos durante su primer consulado: llevando un ejército a las mismas puertas del enemigo.
Las legiones de Roma debían desembarcar en África y llevar allí la destrucción y la muerte. Esa era, defendía, la única manera de poner fin al conflicto. Los sólidos argumentos, y la vehemencia con que los expuso, le valieron el cargo.
Al final de su discurso electoral, haciendo uso de su potente voz y levantando enérgico el brazo, había dicho ante la airada muchedumbre de la urbe: «¡Lo que propongo, en definitiva, pueblo de Roma, es ir a su casa y sacarles a patadas! ¡Dadme las herramientas y acabaré el trabajo!». Aquel rugido de odio, aquel pálpito de entrega, aún resonaba en sus tímpanos y le erizaba el vello. Régulo sabía hablarle al pueblo en su propio idioma.
Como a todo buen romano, no era solo la gloria de Roma lo que le interesaba al ahora cónsul, sino también la suya propia y la de su familia. Haría lo posible porque sus logros quedasen en la memoria de todos; marcados a fuego en la historia, recordados en los tiempos por venir.
Como cónsul, tenía un año por delante, más de trescientos quinquerremes a su mando con cuatro legiones enteras embarcadas en ellos. Además de eso, cerca de dos mil caballos, vituallas para la expedición y una gran cantidad de armas surcaban las aguas en transportes que a su vez eran remolcados por galeras de guerra. La flota avanzaba lenta, pues las naves iban repletas de todo lo necesario para la empresa y los transportes retrasaban la marcha. El esfuerzo para Roma y sus aliados había sido inmenso, monstruoso. Bosques enteros habían sido talados para crear la nueva flota de la República.
Era la mayor expedición que jamás se hubiese hecho a la mar. Pero Régulo tenía dos problemas. Uno que esperaba poder evitar: la flota cartaginesa; otro inevitable: Lucio Manlio Vulso Longo, su co-cónsul. Un tipo estúpido, un patricio recalcitrante, una sanguijuela que, en vez de ser enviado a Sicilia como correspondía, había conseguido convencer al Senado de que una acción tan ambiciosa requería a ambos magistrados. ¿Y por qué una sanguijuela? Porque Longo era un estúpido, pero no era tonto. Si la operación propuesta por Régulo conducía al éxito sobre Cartago, los honores y el botín serían para ambos; pero si fracasaba, entonces Longo se las arreglaría para mostrar a Régulo ante el Senado como el único responsable por haber propuesto un plan absolutamente descabellado. Pero la historia juzgaría. Al final, lo temerario solo se diferencia de lo audaz en una cosa: el resultado.
Longo, como todo patricio, parecía no haber asimilado aún las Leges Liciniae Sextiae que llevaban en vigor más de cien años. Según estas, de los dos cónsules elegidos al año uno debía ser patricio, el otro plebeyo. Hasta la promulgación de aquellas leyes, tan solo los patricios podían acceder al consulado, y muchos aún consideraban aquellos edictos como algo pasajero, como un río que se ha desbordado y tarde o temprano debe volver a su cauce, pues, bajo su punto de vista, tan solo las más insignes familias de Roma debían guiar el destino de la ciudad. De forma velada, muchos patricios trataban de entorpecer las acciones de sus homólogos plebeyos.
―Señor ―susurró la voz sumisa y alarmada de un legionario a su espalda.
A pesar del olor de la bodega, el soldado no se tapaba la nariz ni la boca por respeto al magistrado. Régulo se dio la vuelta lentamente después de haber observado con atención otra de las caras que remaban y que lucía, como un trofeo, una horrible verruga en la nariz.
―Habla, legionario.
―El tribuno requiere vuestra presencia en la torre de mando. Se ha avistado un grupo de barcos hacia poniente.
―¿Cuántos?
―Muchos, señor.
Con un gesto de desgana, Marco Atilio Régulo, cónsul de Roma por segunda vez, suspendió su personal búsqueda para volver a cubierta.
Aulo Porcio Bíbulo no había podido evitar sonreír mientras propulsaba el remo hacia sí. Había sido una buena noche en Siracusa antes de zarpar y, aunque hubiese preferido dormir hasta la tarde del día siguiente, no era cuestión de tentar a la suerte. Aún tenía la boca pastosa por la cantidad de vino que había ingerido en las escasas dos horas que se había ausentado de su puesto. Todavía sentía entre las piernas el cosquilleo provocado por los labios ardientes de la loba siracusana que, por una miserable moneda, había accedido a sus demandas en una sucia esquina de la ciudad. Pero, sobre todo, aún oía el tintineo de las monedas que le habían proporcionado aquellos dos seises en la mugrienta taberna. Dos seises. No podía creer su suerte. ¿Podía mejorar el día?
―Eh, Bíbulo ―dijo su compañero desde el remo de su derecha―. ¿Ganaste mucho ayer?
―Ayer me tocaba guardia ―dijo Bíbulo con aire socarrón.
―Venga, se te ve en la cara que te hartaste de vino. ¿Cuánto ganaste?
―Te digo que me tocaba guardia.
―Eres un maldito embustero ―repuso su compañero con aire divertido.
―¡Silencio! ―rugió una voz marcial―. ¡Cónsul de Roma en la bodega! ¡No dejéis de bogar!
«Un cónsul de Roma, nada menos. Cuánto honor», pensó Bíbulo para sí.
Era cuestión de callar durante un rato, cualquier senador aguantaba muy poco en el piso más bajo de un quinquerreme. Sería por el olor. Así también le daba tiempo a Verrucoso, su compañero de la derecha, a olvidarse del tema. Y es que a esa velocidad, entre palada y palada, se podía hablar tranquilamente, aunque, eso sí, de forma entrecortada. Otra convención no escrita decía que había que lucir cara de esfuerzo cuando alguien principal bajaba al infecto lugar.
Estaba bien aquello del remo, mucho mejor que andar corriendo por la Subura un día sí y otro también, buscando trabajillos que muchas veces ni te pagaban; y robando cuando no había qué llevarse a la boca.
Enrolarse en la flota había sido, sin duda, la mejor decisión. No había que pensar en lo que ibas a comer mañana, se cobraba puntualmente y se recalaba en lugares donde nadie te conocía y, por tanto, ni tus acciones ni tu cara eran recordadas. Luego estaba el prestigio de pertenecer a la flota de la República y, aunque esto no proporcionara la reputación de ser legionario, la gente se andaba con cuidado en tabernas y burdeles. En la Subura llegaba un momento en el que todo el mundo sabía quién eras, y eso había llegado a resultar incómodo. Ahora pertenecía a algo mucho más grande y, aunque probablemente fuese de los hombres más prescindibles de aquella expedición, una vez en territorio ocupado o aliado, como Siracusa, cualquier ciudadano romano se volvía alguien importante por el mero hecho de ser descendiente de la loba.
De su madre, Bíbulo solo recordaba una cosa: la constante cantinela de que él era hijo de un hombre principal, fruto de una noche de pasión con un patricio. El cubículo que llamaban hogar, y que ocupaban los dos, estaba en lo más alto y estrecho de una ínsula. Era uno de esos edificios inestables que salpicaban Roma y que parecían haber llovido sobre la ciudad, o haber sido dispuestos por un gigante loco. A menudo se incendiaban con asombrosa facilidad y virulencia o, sencillamente, se desplomaban un buen día sepultando a sus moradores.
En algún momento, su madre debía haber sido bella; pero murió, hecha una auténtica anciana, cuando él contaba seis años. Según le dijo alguien, su madre había muerto de una enfermedad típica de recibir a hombres en casa.
A esa edad, el rugir de sus tripas pronto hizo que se olvidase de penar por su pérdida. Pocos días después, tuvo que abandonar la mohosa morada cuando el propietario pidió, como hacía puntualmente, la excesiva renta que se le adeudaba. Nada le importó que aquella mujer estuviera muerta. El pequeño Bíbulo se escurrió de entre los dedos del propietario cuando este declaró su intención de venderlo como esclavo para cobrarse la deuda. A partir de entonces, las calles habían sido su hogar, y conseguir comida día a día su única ocupación.
A pesar de aquellas primeras desgracias, lo cierto es que a Bíbulo siempre le había sonreído la suerte. Solía ganar a los dados, era ingenioso con las chanzas, hábil en la conquista de las mujeres y, según decían, un bribón guapo. La cantidad de trabajos físicos que había desempeñado hasta enrolarse habían hecho que desarrollase una imponente musculatura a la que su cuerpo parecía destinado. Descargar sacos y ánforas, empujar o tirar de pesadas carretas, cargar con lotes de ladrillos… Cada día era diferente. Y, cuando el trabajo escaseaba y el hambre apretaba, se confundía con la noche para robar, desarrollando asimismo un instinto felino y un hacer sigiloso a pesar de su musculosa complexión. Así que, cuando lo único de lo que se hablaba en la ciudad era que se preparaba una gran leva para la flota y las legiones que irían a África a conquistar Cartago, Bíbulo decidió alistarse. No tenía ni idea de lo que era África, mucho menos el mar, pero se prometía paga regular, comida y botín abundante.
Cuando le llegó su turno ante una de las mesas donde se encontraban tres hombres con atuendo militar, le pidieron su nombre, y el que estaba sentado, aparte de esbozar una burlona sonrisa cuando respondió, le miró de arriba abajo, diciendo simplemente: «Remero. Nave capitana», mientras otro apuntaba algo en una tablilla y el tercero le entregaba una bolsa tintineante.
No duró mucho el contenido de la pequeña bolsa en manos de Bíbulo, pasando pronto a engrosar las arcas de un tabernero y una prostituta.
Aulo Porcio Bíbulo. Tan solo los nobles tenían nombres tan largos; pero dado que él siempre decía descender de un patricio, los graciosillos suburanos habían añadido a su praenomen, que recordaba a una flauta griega, un nomen: Porcio, que significaba «cerdo» y, al estilo de las familias más ilustres, un cognomen: Bíbulo, que significaba «borracho».
Sí, el día podía mejorar. Un reguero de orín, al que ya estaban acostumbrados, había caído sobre el cogote del cónsul. Bíbulo no pudo evitar esbozar una sonrisa. Por alguna razón, el cónsul se detenía ante todos y cada uno de los remeros y examinaba su cara durante unos instantes. Algo muy extraño. Cuando el cónsul estaba observando a Verrucoso, su compañero de la derecha, un legionario descendió a la bodega y susurró algo a su oído. Aquel tal Régulo dio media vuelta y se fue, empapado de orín.
Como muchos, Bíbulo emitió un ronquido que consiguió evitar que se convirtiese en carcajada haciendo que se confundiese con un gruñido de esfuerzo. Son esas pequeñas cosas las que le hacen pensar a uno que los dioses existen.
―¿Entonces, qué? ―continuó Verrucoso cual perro de presa―. ¿Ganaste mucho?
―Ya te he dicho que estuve de guardia.
―Bueno, vale. Recuerda que esta noche, con el descanso, me debes una partida.
Verrucoso era un perdedor irredento; un campesino de las afueras de Roma que, agobiado por las deudas, había abandonado su trozo de tierra, también para alistarse. Al igual que Bíbulo, carecía de dinero suficiente para comprar el equipo del legionario, y por eso acabó en las bancadas de la flota. El campesino tenía una horrible y gigante verruga que le nacía de la nariz. Según decía, era lo único que había heredado de su padre. Bueno, eso y deudas. Era un tipo simpático que nunca se enfadaba por nada, con muy poca picardía y, desde que había descubierto el apasionante mundo de los dados, no hacía más que apostar y perder.
―¡Boga de combate! ―gritó una voz que daba órdenes a la que Bíbulo aún no le había puesto cara.
El silbato comenzó a sonar más deprisa y los remeros apretaron la marcha.
―Otro caprichito del cónsul ―dijo Bíbulo a Verrucoso sin poder decir más, pues el esfuerzo, ahora sí, iba a impedir que hablasen.
Desde que saliesen de Ostia, habían hecho un sinfín de esos simulacros. Era como si el cónsul hubiese bajado a la bodega a ver a los remeros antes de dar la orden y volver a examinarlos luego para comprobar en ellos el efecto del esfuerzo. Pero hubo algo diferente después de oír la palabra «combate», algo que no había ocurrido hasta ese momento en ningún otro de los simulacros. Comenzaron a oírse órdenes para los legionarios que abarrotaban la nave.
Cientos de pies castigaron la cubierta de la nave haciendo que la madera crujiera y se estremeciese. Las pesadas carreras de hombres ataviados para el combate, prestos para la lucha, hacían parecer que la cubierta al completo fuese a venirse abajo de un momento a otro.
Marco Atilio Régulo se tambaleó ligeramente hacia atrás cuando notó bajo sus pies el repentino empuje de la nave momentos después de dar la orden. Desde la torre de mando, ubicada cerca de la proa de su nave capitana, se podía observar cómo se iban materializando a lo lejos innumerables velas que les cortaban el paso. Era difícil calcular de cuántos navíos se trataba, pero lo que sí estaba claro es que eran cartagineses. Máquinas infernales, rápidas y maniobrables, tripuladas por marinos expertos y remeros bien entrenados.
El día anterior, el cónsul había soñado con la posibilidad de pasar desapercibido; pero no era más que un sueño, pues sabía que mantener en secreto una invasión de tal calibre, cuando su marcha se había cacareado a los cuatro vientos, era imposible. Las calles de Roma y Siracusa estaban plagadas de espías cartagineses, así que los púnicos habrían sabido exactamente cuándo habían zarpado de Siracusa y la ruta que probablemente seguirían. También tendrían una idea aproximada sobre la composición de la flota y la formación en cuña adoptada.
Al norte se divisaba la costa siciliana y la pequeña población de Ecnomo. Al sur, la inmensidad del mar. El sol lucía radiante, la mar estaba en calma y las gaviotas emitían sus estridentes chillidos, ajenas a la locura de los hombres.
La nave de Régulo y la de Longo ocupaban la primera posición de la flota, el vértice del triángulo perfecto que formaban las trescientas naves a su mando. Ese triángulo protegía los barcos de transporte que venían detrás, más lentos y pesados, remolcados por galeras de guerra y cargados de caballos y suministros. La retaguardia estaba protegida, a su vez, por un tercer escuadrón de naves romanas, a las que, por su posición en la formación, Régulo había llamado «Los triarios de la flota». Por el contrario, la flota púnica estaba desplegada en una larga línea que iba de norte a sur, ligeramente avanzada por los flancos. El centro de aquella línea parecía débil.
El cónsul observó la disposición cartaginesa entrecerrando un poco los ojos. Se quedó pensativo unos instantes, escrutando el horizonte. Esbozó una media sonrisa y anudó las manos a la espalda como era su costumbre antes de dar una orden.
―Mensaje para Longo ―dijo Régulo al oficial que tenía al lado―. Nos lanzamos al ataque. Que se recojan las velas y se arríen los mástiles. Boga de combate.
―¿Señor? ―repuso el oficial, confundido.
―Al ataque, mi buen Lucio, al ataque ―repitió Régulo pausadamente, con suma confianza, sin apartar la vista de las naves cartaginesas.
Las reservas de Lucio eran comprensibles. La flota romana iba cargada hasta los topes de tropas y suministros. Las naves resultaban, por tanto, mucho menos maniobrables y más lentas.
Los espolones romanos serían fáciles de evitar por un enemigo más ligero y experto que, probablemente, se escurriría entre ellos como anguilas para embestirlos, retirarse acto seguido y, mientras su víctima se anegaba e iba siendo engullida por las aguas, buscar otra en la que clavar el mortífero aguijón. Sí, podía ser una locura, pero dar la vuelta no era una opción, tampoco quedarse parados. Si los cartagineses querían una batalla, Régulo se la daría.
Tal y como se esperaba de un comandante romano, Régulo era impetuoso. Al fin y al cabo solo tenía un año de mandato y en ese tiempo debía vencer o fracasar. No había lugar para dudar con la opinión de un subordinado. Además, su intuición como militar le decía que los cartagineses habían cometido un error: su línea era alargada y poco profunda. Le vino a la mente una carga de caballería en cuña; si conseguía romper la línea enemiga por el centro, y dividir a los cartagineses en dos, la victoria estaba asegurada. Fácil.
Es cierto que los cartagineses tenían sus espolones, pero los romanos tenían el corax: un puente levadizo situado en la proa de las naves romanas, ideado por alguno de esos griegos locos, que permitía llevar al mar la lucha en tierra. El ingenioso artefacto caía sobre el barco asaltante enganchándolo a la nave romana, y por él se enviaba a los legionarios para llevar la muerte al barco enemigo. Debido al natural desprecio por lo heleno que debía sentir todo buen romano, Régulo llamaba a aquel artilugio corvus, una traducción literal al latín de la palabra griega «cuervo».
No tardó mucho la flota romana en coger cierta velocidad con el propósito de llegar hasta línea cartaginesa. Miles de remos azotaban al unísono la líquida llanura, propulsando la poderosa flota en pos del temido enemigo. Lucio, que observaba el aplomo de su superior con admiración, sintió como si un puño de hierro le oprimiese el corazón ante la inminencia del enfrentamiento, pero se sentía orgulloso de estar al servicio de un hombre audaz. Régulo era un auténtico romano: valiente, orgulloso, tenaz y austero.
Los quinquerremes cortaban las aguas como una tijera corta la tela. Éstas se abrían ante el cónsul de Roma y lamían los flancos de la nave con su salada caricia. Era una acción que, a juzgar por la reacción cartaginesa, estos últimos no esperaban. Régulo observó satisfecho cómo los púnicos que tenía enfrente comenzaban a dar media vuelta y a retirarse con asombrosa velocidad. Sonrió y palmeó la espalda de Lucio, ofreciéndole una condescendiente sonrisa.
―Los primeros compases de una batalla marcan su devenir ―dijo Régulo como si hablase para sí―. Una actitud impetuosa es la que suele ganar batallas, Lucio. ―Apuntó hacia la flota cartaginesa―. ¿Lo ves? No se esperaban esta reacción por nuestra parte. Ahora se desorganizarán.
Romperían el centro cartaginés aprovechando el desorden y pronto estarían celebrando la victoria. Una victoria que, por otro lado, si acababa con suficientes naves enemigas bien podría hacerle merecedor de un triunfo. Eso siempre y cuando el enemigo no emprendiese una huida en toda regla. Al fin y al cabo, dos no pelean si uno no quiere. Régulo miró a su izquierda. Longo, con su escuadrón, no se quedaba a la zaga. Al menos, el muy idiota comprendía que la decisión era la acertada.
Al principio, Régulo había observado, sin inmutarse, cómo los dos escuadrones de los cónsules cabalgaban sobre las aguas a buena velocidad e iban ganando terreno al enemigo; sin perder la formación, directos como un toro hacia la línea cartaginesa que ya les daba la espalda. Pero algo comenzó a resultarle extraño a pesar del peso de sus barcos, la flota romana se encontraba cada vez más cerca de los púnicos, que seguían dándoles la espalda a una velocidad menor. Al principio no lo comprendió. ¿Huían pero reducían la marcha?
Entonces la flota cartaginesa al completo comenzó a virar como un solo barco, dibujando estelas en el agua. Esta vez hacia el sur; contra el viento.
―No creía a los cartagineses tan ineptos como para perder la ventaja que nos llevan y ofrecernos su costado ―observó Régulo―. El viento en contra debería retrasar su huida. Creo que les tenemos, Lucio. ―El oficial asintió satisfecho.
Pero aquella maniobra carecía de toda lógica. Solo después de unos instantes, a Régulo comenzó a cambiarle la cara. Parecía desconcertado. Los púnicos no detuvieron su maniobra una vez hubieron virado noventa grados hacia el sur, sino que continuaban dándose la vuelta con precisión, y envidiable eficacia, para ofrecer a los romanos sus amenazantes espolones. Las velas púnicas comenzaron a arriarse en ese momento y los mástiles de la flota enemiga fueron desapareciendo a medida que eran recogidos por las tripulaciones para descansar en cubierta. Las naves ahora solo dependían de los remos para ser propulsadas. Señal inequívoca de que lucharían. Habían dado media vuelta casi sobre su propio eje.
Pronto, el enemigo comenzó a castigar las aguas batiendo los remos en dirección a la cuña romana. A máxima velocidad.
Régulo apoyó sobresaltado las manos en la regala, como intentando adivinar las intenciones de los cartagineses. El cónsul no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Lo que él, en un principio, había considerado una huida en toda regla ante el ímpetu de su ataque, no era más que una retirada fingida. Lucio, de reojo, pareció advertir el desconcierto del cónsul, aunque no se movió de su sitio. Régulo maldijo a los dioses. La velocidad que sus naves habían alcanzado era tal que la inercia misma de la boga hacía todas sus posibles maniobras predecibles. Miró a la derecha, luego a la izquierda. También hacia atrás y solo entonces lo comprendió todo. Habían caído en una trampa.
Las galeras que remolcaban los transportes, incapaces de mantener el ritmo de la embestida, se habían quedado descolgadas, a merced de los flancos púnicos que no se habían retirado, sino que, al morder los romanos el anzuelo de la delgada línea cartaginesa, se habían lanzado al ataque envolviéndoles y buscando con sus aguijones los costados de las débiles y pesadas presas, a casi una milla de distancia. No había tiempo ni espacio para reaccionar. Régulo recuperó la compostura bajo un semblante serio, cerró los ojos y hundió la barbilla en el pecho. Un breve instante y asintió pragmático para sí, aceptando el reto.
Ya no había nada que hacer; llega un momento en el que las batallas adquieren una inercia. Las naves chocarían en cualquier momento. El escuadrón que cerraba la marcha tendría que ocuparse de defender a las galeras que remolcaban los transportes, y los dos cónsules se las tendrían que ver con los púnicos que habían puesto proa hacia ellos y se encontraban a menos de dos estadios.
La espada del cónsul, asida por este con firmeza, se deslizó de su vaina emitiendo un metálico siseo. Régulo se dispuso a bajar de la torre de mando para guiar a sus hombres en el combate que se avecinaba. Lucio respiró hondo y también desenvainó, dispuesto a seguir a su comandante hasta el mismísimo Tártaro.
Caía la noche sobre la esplendorosa Cartago y esa misma oscuridad invadía el semblante del sufete. La gran ventana, que desde la lujosa habitación daba al norte, dejaba pasar una bienvenida brisa proveniente del mar. Las delicadas cortinas, hechas con finas telas traídas de recónditos y misteriosos reinos, se movían suaves y antojadizas. Era una noche calurosa. Las llamas de las lámparas de aceite se mecían bailarinas al ritmo que marcaba el aire. Quietud.
Hacía unos ocho días que el sufete no reclamaba los servicios de Arishat y parecía más viejo, más cansado. La energía y buen humor que había mostrado entonces, dando grandes zancadas por la habitación, incapaz de contener su entusiasmo, y la forma en que la había tomado aquella noche, embistiéndola como un ariete, contrastaban con el silencio y la mirada perdida en los luceros del máximo dirigente de Cartago. Aquel día le daba la espalda; no miraba al lecho, sino al horizonte. Tan solo parecía querer compañía, quizá se tumbase más tarde y la dejase hacer. Quizá ni eso.
―Agrigento y ahora Ecnomo ―dijo el sufete, rasgando el silencio con impotencia y hablando para sí. No dijo nada más. Su mirada volvió a perderse en la inmensidad de la noche.
Arishat mantenía la distancia oportuna; sentada en la cama sin acomodarse, más disponible para escuchar que para satisfacer los deseos de su cliente. Su espesa y brillante melena azabache, ligeramente rizada, le caía suavemente sobre los hombros, hasta los pechos. Estaba descalza. Vestía una delicada túnica que cubría un cuerpo moreno que, ella sabía, valía su peso en oro.
La labor de Arishat consistía en hacer sentir bien a los hombres, ya fuese mediante conversación, baile, canto o lecho; esto último casi siempre. Sabía, con solo entrar en una habitación, si quien requería sus servicios deseaba una mujer salvaje, una chiquilla enamorada, una muchacha inexperta, una esclava sumisa o una aristócrata respetable. Ella podía ser todas esas cosas, o una mezcla de ellas. Era, en resumen, una mercenaria del amor.
Pero lo que hoy necesitaba el sufete eran unos oídos dispuestos, descargar toda su frustración con alguien discreto para luego ser alejado de sus preocupaciones. Quizá con un masaje o con una charla banal. Olvidar el mundo, el estado y la guerra por unos momentos.
La cartaginesa se levantó lentamente y se acercó al hombre abatido. Deslizó sus delicadas manos por la cintura del sufete para anudarlas a la altura del ombligo del hombre, apretó su menudo cuerpo contra él con ternura y descansó la cabeza sobre su espalda. Cerró los ojos, tal y como hubiera hecho una mujer enamorada para atenuar el dolor de quien ama. El hombre respiró hondo muy lentamente, suspiró y apretó las mandíbulas al tiempo que buscaba las manos de la cortesana para acariciarlas. Ella percibía su impotencia.
Ecnomo había sido un desastre. El sufete, conocedor de las intenciones romanas, de su formación y de su ruta, había trazado un ingenioso plan. Si algo definía a los romanos era su ímpetu. El máximo dirigente de Cartago pretendía utilizarlo contra ellos.
Trescientas cincuenta naves habían partido al encuentro del enemigo. El plan, meditado y discutido hasta la saciedad con los generales, consistía en atraer a los romanos hacia el centro fingiendo una retirada mientras los flancos de la flota avanzaban para envolver al enemigo que, con suerte, dejaría desprotegidos a los transportes.
La primera fase de la batalla, según los informes, había sido un éxito. Las pesadas naves romanas habían caído por decenas mientras eran arrinconadas contra la costa de Sicilia. Pero algo salió mal. Hannón el Grande, encargado de liderar aquella retirada fingida para atraer al enemigo, había virado demasiado pronto, celoso del éxito inicial de Himilcon, quien lideraba los flancos. Se había detenido la falsa retirada y hecho frente a las naves romanas de forma demasiado temprana y en extremo imprudente.
La lucha fue sangrienta. Los espolones púnicos habían causado algunas bajas iniciales, pero Hannón se trabó en un cuerpo a cuerpo que, dada la cantidad de tropas que los hijos de la loba transportaban, resultó desastroso. Cuando se vio perdido, Hannón se dio a la fuga abandonando a Himilcon a su suerte. Los cónsules romanos, lejos de perseguir a Hannón de nuevo, conscientes del peligro que atenazaba a sus transportes, habían virado en redondo para ayudar a su retaguardia, atrapando y destrozando a Himilcon frente a la pequeña ciudad de Ecnomo.
Cerca de un tercio de la flota de la ciudad había sido hundida o capturada; cuarenta o cincuenta mil hombres engullidos por las aguas o de camino a algún lejano mercado de esclavos, y lo peor de todo era que ahora no había nada ni nadie que pudiese detener el desembarco de los pérfidos romanos en tierras africanas.
La flota, dispersa después de la derrota, había buscado fondear en cualquier puerto amigo. Muchas naves llegaban lentamente al puerto circular de Cartago. Pocas eran las embarcaciones que arribaban indemnes. Los marineros llegaban agotados a los hangares, desplomándose muchos nada más pisar la sagrada tierra de Cartago.